CAPÍTULO XXXVI

Herbert y yo continuamos yendo de mal en peor por lo que se refiere a aumentar nuestras deudas, examinar el estado de nuestros asuntos, dejar márgenes y realizar otras ejemplares y parecidas operaciones, y el tiempo fue transcurriendo, quieras que no, como tiene por costumbre, y yo llegué a la mayoría de edad cumpliendo la predicción de Herbert de que esto me ocurriría casi sin que me diera cuenta.

También Herbert había alcanzado su mayoría de edad ocho meses antes que yo. Como su mayoría de edad no llevaba consigo ninguna ventaja especial, este acontecimiento no causó una impresión muy profunda en Barnard's Jun. Pero, en cambio, habíamos esperado mi vigesimoprimer aniversario con un sinfín de cálculos y augurios, porque ambos considerábamos que mi tutor no podía dejar de decir algo concreto en aquella ocasión.

Yo había cuidado de que en Little Britain se supiese perfectamente cuándo era mi cumpleaños. El día antes recibí una nota oficial de Wemmick en que se me comunicaba que el señor Jaggers tendría el placer de recibirme a las cinco de la tarde de aquel fausto día. Esto nos convenció de que algo importante iba a ocurrir, y mi estado era de insólita agitación cuando acudí con ejemplar puntualidad a la oficina de mi tutor.

En el despacho exterior, Wemmick me ofreció sus felicitaciones, frotándose incidentalmente un lado de la nariz con un pliego envuelto en papel de seda cuyo aspecto me gustó bastante. Pero no dijo nada respecto a él, y con un movimiento de cabeza me indicó el despacho de mi tutor. Era noviembre, y éste estaba de pie ante el fuego, apoyado de espaldas en la repisa de la chimenea, con las manos debajo de los faldones de su frac.

—Hola, Pip —dijo—. Hoy he de llamarlo señor Pip. Felicidades, señor Pip.

Nos estrechamos las manos —sus apretones eran siempre notablemente breves— y yo le di las gracias.

—Siéntese usted, señor Pip —dijo mi tutor.

Mientras me sentaba, y él persistía en su actitud, mirándome las botas con el ceño fruncido, me sentí en desventaja, lo cual me recordó aquella vez en que me habían hecho sentar sobre una piedra sepulcral. Las dos espantosas mascarillas del estante no quedaban lejos de él y tenían el semblante de estar empeñadas en un estúpido y apoplético intento de oír nuestra conversación.

—Ahora, joven amigo —empezó mi tutor, como si yo fuese un testigo ante el tribunal—, vamos a echar un párrafo.

—Como usted guste, señor.

—¿Tiene usted idea —dijo el señor Jaggers inclinándose más para mirar al suelo, y después levantando la cabeza hacia atrás para mirar al techo— de lo que cuesta la vida que lleva?

—¿Lo que cuesta, señor?

—Lo… que… cuesta… —repitió el señor Jaggers sin dejar de mirar al techo. Después paseó una mirada por la habitación y se detuvo, con el pañuelo en la mano, a mitad de camino de su nariz.

Yo había examinado mis cuentas tan a menudo que había llegado a destruir la más ligera idea que hubiera podido tener nunca de su estado. Muy a pesar mío, hube de declararme incapaz de responder a la pregunta. Esto pareció agradar al señor Jaggers, quien dijo:

—¡Me lo figuraba! —Y se sonó con aire de satisfacción—. Bueno, yo le he hecho una pregunta, amigo mío —dijo el señor Jaggers—. ¿No tiene usted, por su parte, nada que preguntarme?

—Desde luego, sería un gran alivio para mí poder hacerle algunas preguntas, señor; pero recuerdo su prohibición.

—Hágame una —dijo el señor Jaggers.

—¿He de saber hoy quién es mi bienhechor?

—No. Hágame otra.

—¿Se me hará pronto esta confidencia?

—Deje esto, por el momento —dijo el señor Jaggers—, y hágame otra.

Miré a mi alrededor, pero no parecía haber forma alguna de escapar al interrogatorio.

—¿He de recibir algo, señor?

A esto, el señor Jaggers dijo con expresión de triunfo:

—¡Ya sabía que llegaríamos aquí! —Y llamó a Wemmick para que le trajese aquel pliego. Wemmick vino, se lo entregó y desapareció—. Ahora, señor Pip —dijo el señor Jaggers—, haga el favor de atender. Ha estado usted retirando dinero de aquí con regular abundancia; su nombre figura con mucha frecuencia en el libro de caja de Wemmick, pero así y todo, tendrá usted deudas, ¿no es cierto?

—Temo tener que responder que sí, señor.

—Usted sabe que tiene que responder que sí, ¿no es cierto? —dijo el señor Jaggers.

—Sí, señor.

—No le pregunto cuánto debe usted, porque usted no lo sabe, y si lo supiera no me lo diría; me diría menos. Sí, sí, amigo mío —exclamó el señor Jaggers, esgrimiendo su dedo para atajarme, como yo diera muestras de querer protestar—, es posible que piense que no lo haría, pero lo haría. Usted me perdonará, pero lo sé mejor que usted. Ahora tome este papel en la mano. ¿Lo tiene? Muy bien. Desenvuélvalo ahora y dígame qué es.

—Es un billete de banco —dije yo— de quinientas libras.

—Es un billete de banco —repitió el señor Jaggers— de quinientas libras. Y me parece que es una bonita suma. ¿Lo piensa usted así?

—¡Cómo podría pensar de otro modo!

—¡Ah! Pero responda a la pregunta —dijo el señor Jaggers.

—Indudablemente.

—Usted lo considera, indudablemente, una bonita suma. Ahora bien: esta bonita suma, señor Pip, es de usted. Es un regalo que se le hace en este día, en anticipo de lo que serán sus perspectivas. Y a razón de esta suma por año, y no más, tendrá usted que vivir hasta que aparezca el donante del total. Es decir, que deberá tomar usted enteramente en sus manos sus asuntos financieros, y retirará de Wemmick ciento veinticinco libras cada trimestre, hasta que se ponga en comunicación directa con la fuente y deje de estarlo con su mero representante. Yo cumplo las instrucciones recibidas y cobro por cumplirlas. Me parecen poco juiciosas, pero no me pagan por opinar acerca de sus méritos.

Empezaba a expresar mi gratitud hacia mi bienhechor por la generosidad con que se me trataba, cuando el señor Jaggers me atajó.

—No me pagan, Pip —dijo fríamente—, para transmitir sus palabras a nadie. —Y luego se recogió los faldones, como había recogido el tema, y se quedó mirando, ceñudo, las botas, como si sospechara que abrigaban algún designio contra él.

Después de una pausa, insinué:

—Hace poco le he hecho una pregunta, señor Jaggers, que usted me ha aconsejado dejar de lado por el momento. Espero que no hago mal al repetirla ahora.

—¿Cuál es? —dijo.

Ya podía yo haber supuesto que no me ayudaría a salir del paso, pero me desconcertó tener que formular de nuevo la pregunta, como si fuera por primera vez:

—Es posible —dije, después de un instante de vacilación— que mi protector, la fuente de la que usted hablaba, señor Jaggers, dentro de poco… —Aquí me detuve delicadamente.

—Dentro de poco, ¿qué? —dijo el señor Jaggers—. Tal como lo dice usted, esto no es una pregunta.

—¿Que dentro de poco venga a Londres —dije, buscando la manera exacta de expresarme— o me cite en alguna otra parte?

—Mire usted —dijo el señor Jaggers, clavando por primera vez en mí sus ojos negros y hundidos—, vamos a volver a la noche en que nos conocimos en su pueblo natal. ¿Qué le dije entonces, Pip?

—Me dijo, señor Jaggers, que podían pasar años antes de que esa persona apareciera.

—Exacto —dijo el señor Jaggers—, pues ésta es mi respuesta.

Mientras nos mirábamos uno a otro, sentí que jadeaba en mi violento deseo de arrancarle algo más. Y sintiéndolo y sintiendo que él se daba cuenta, comprendí que tenía menos probabilidades que nunca de obtener nada de él.

El señor Jaggers movió la cabeza —no como respondiendo negativamente a la pregunta, sino como indicando la imposibilidad de que se le pudiera arrancar de modo alguno una respuesta— y, al desviar la mirada hacia las dos horribles mascarillas, me pareció como si hubieran llegado a una crisis en su suspensa atención y estuvieran a punto de estornudar.

—¡Vaya! —dijo el señor Jaggers, calentándose los muslos con el dorso de las manos—. Voy a serle franco, amigo Pip. Ésta es una pregunta que no se debe hacer. Usted lo comprenderá mejor si le digo que es una pregunta que puede comprometerme. ¡Vamos! Iré más allá todavía; le diré algo más.

Se inclinó tanto para contemplar sus botas que pudo frotarse las pantorrillas durante la pausa que siguió.

—Cuando esa persona se dé a conocer —dijo, enderezándose—, usted se entenderá directamente con ella. Cuando esa persona se dé a conocer, mi intervención en este asunto habrá terminado. Cuando esa persona se dé a conocer, no tendré necesidad de saber nada más sobre este asunto. Eso es todo lo que le puedo decir.

Nos quedamos mirándonos, hasta que yo desvié la mirada y la fijé pensativo en el suelo. De sus últimas palabras saqué la consecuencia de que la señorita Havisham, por alguna razón o sinrazón, no se le había confiado en lo referente a su propósito de destinarme a Estella; que esto le tenía resentido y celoso o que verdaderamente desaprobaba este proyecto y no quería saber nada de él. Cuando volví a levantar la vista me di cuenta de que me había estado mirando con sagaz atención todo el rato, y de que seguía haciéndolo.

—Si esto es todo lo que puede usted decirme, señor —observé—, no me queda tampoco nada más que decir.

Hizo un signo de asentimiento, sacó el reloj tan temido de los ladrones, y me preguntó dónde iba a comer. Le respondí que en mis propias habitaciones, con Herbert. Como necesaria secuela, le pedí que nos honrase con su compañía, y él aceptó prontamente la invitación. Pero insistió en ir a casa conmigo, para evitar que yo hiciera ningún preparativo extraordinario en su obsequio; pero antes tenía que escribir un par de cartas y, desde luego, lavarse las manos. Así, yo dije que saldría a la oficina exterior y me entretendría conversando con Wemmick.

El caso era que, en cuanto me vi las quinientas libras en el bolsillo, me asaltó una idea que ya se me había ocurrido otras veces, y me pareció que nadie mejor que el señor Wemmick podía aconsejarme acerca de ella.

Había ya cerrado la caja y hecho sus preparativos para irse a su casa. Había abandonado su pupitre y retirado sus dos mugrientos candeleros, los cuales había alineado con los despabiladeros en un estante, junto a la puerta, para apagarlos al salir; había cubierto el fuego con la ceniza, tenía a punto el sombrero y el abrigo, y se estaba golpeando el pecho con la llave de la caja, como para hacer algo de ejercicio atlético después del trabajo.

—Señor Wemmick —le dije—, querría pedirle su parecer. Tengo grandes deseos de servir a un amigo.

Wemmick cerró su buzón y meneó la cabeza, como si su parecer fuese decididamente contrario a toda funesta debilidad de aquel género.

—Este amigo —proseguí— trata de emprender un negocio, pero no tiene dinero y el principio le resulta difícil y desalentador. Yo querría ayudarle de algún modo para que pueda empezar.

—¿Con dinero? —dijo Wemmick, en un tono más seco que el serrín.

—Con algún dinero —respondí, porque me asaltó el inquietante recuerdo de aquel simétrico fajo de papeles que tenía en casa—; con algún dinero y, tal vez, con algún anticipo sobre mis expectativas.

—Señor Pip —dijo Wemmick—, sólo le pediría que contara conmigo los puentes que hay de aquí a Chelsea Reach. Veamos: hay el de Londres, uno; el de Southwark, dos; el del Blackfriars, tres; el de Waterloo, cuatro; el de Westminster, cinco; el de Vauxhall, seis —había marcado los puentes, uno después de otro, con la llave de su caja sobre la palma de la mano—. Como usted ve, son seis los que hay para elegir.

—No le comprendo —dije yo.

—Elija usted su puente, señor Pip —respondió Wemmick—; dése un paseíto hasta su puente, eche su dinero al Támesis desde el arco central de su puente y verá el fin de su dinero. Ayude a un amigo con él y puede que vea usted también su fin, pero será un fin menos agradable y provechoso.

Habría podido echar un periódico en su boca, tan ancha se le puso después de decir eso.

—Esto es muy desalentador —dije yo.

—Desde luego —dijo el señor Wemmick.

—Entonces su opinión es —pregunté, algo indignado— que un hombre nunca debería…

—¿Invertir propiedad mobiliaria en un amigo? —dijo Wemmick—. Verdaderamente, no. A no ser que quisiera deshacerse del amigo, y aún entonces sería cuestión de saber cuánta propiedad mobiliaria vale la pena sacrificar para deshacerse de él.

—¿Y éste —dije yo— es su decidido parecer, señor Wemmick?

—Éste —respondió— es mi decidido parecer en esta oficina.

—¡Ah! —dije yo, apurándole, porque me pareció verle aquí cerca de una excusa—; pero ¿sería su parecer en Walworth?

—Señor Pip —respondió gravemente—, Walworth es un sitio y esta oficina es otro. Del mismo modo que el Anciano es una persona y el señor Jaggers es otra. No hay que confundirlos. Mis sentimientos de Walworth deben ser expresados en Walworth; en esta oficina sólo pueden expresarse mis sentimientos oficiales.

—Perfectamente —dije muy aliviado—, entonces cuente con que iré a verle a Walworth.

—Señor Pip —respondió él—, será usted bien venido allí con carácter personal y particular.

Sostuvimos esta conversación en voz baja, por constarnos que el oído de mi tutor era de los más finos entre los finos. Al aparecer él en la puerta, Wemmick se puso el abrigo y se quedó atrás para apagar las velas. Los tres salimos a la calle juntos, y, desde el portal, Wemmick tomó su camino y el señor Jaggers y yo tomamos el nuestro.

Más de una vez aquella noche no pude dejar de desear que el señor Jaggers tuviese un Anciano en Gerrard Street, o un Stinger, o Algo o Alguien que le aclarara un poco el ceño. Era una consideración desconsoladora en un vigesimoprimer cumpleaños que la mayoría de edad pareciera valer tan poco la pena en un mundo tan cauto y receloso como él lo entendía. Era mil veces más instruido e inteligente que Wemmick y, no obstante, yo habría preferido mil veces tener a Wemmick a comer con nosotros. Y no fue sólo a mí a quien el señor Jaggers puso intensamente melancólico, porque después de haberse marchado, Herbert dijo de sí mismo, con los ojos fijos en el fuego, que imaginaba haber cometido un crimen y haberlo olvidado, tan abatido y culpable se sentía.