CAPÍTULO XXXV

Era la primera vez que se abría una tumba en el camino de mi vida y la grieta que formaba en el uniforme suelo era prodigiosa. La imagen de mi hermana sentada en su silla junto al fuego de la cocina me perseguía de día y de noche. Que aquel lugar continuara existiendo sin ella era algo que mi espíritu no podía comprender; y a pesar de que pocas veces o ninguna había ocupado mi pensamiento en aquellos últimos tiempos, ahora se me ocurrían las más extrañas ideas y la veía venir hacia mí por la calle, o creía que iba a llamar a la puerta de un momento a otro, en mis habitaciones, donde no había estado nunca. Hasta parecía notar el vacío de la muerte, y una perpetua sugestión del sonido de su voz o de algún aspecto de su rostro o de su figura, como si aún viviera y hubiera estado allí a menudo.

Cualquiera que hubiera sido mi suerte, apenas podía haber recordado a mi hermana con mucha ternura. Pero supongo que hay una clase de dolor que puede existir sin mucha ternura. Bajo su influjo (y tal vez en compensación por la falta de más dulces sentimientos) se apoderó de mí una violenta indignación contra el agresor que le había causado tanto sufrimiento, y estoy convencido que, de haber tenido pruebas bastantes, habría perseguido vengativamente a Orlick o quienquiera que fuera, hasta las últimas consecuencias.

Después de escribir a Joe dándole el pésame y asegurándole que no faltaría al entierro, pasé los días intermedios en el curioso estado de espíritu que acabo de indicar. Salí por la mañana temprano y me apeé en el Jabalí Azul, con tiempo suficiente para llegar andando a la herrería.

Hacía otra vez un hermoso tiempo de verano y, a medida que iba andando, la época en que yo no era más que un pequeño desvalido, a quien mi hermana estaba muy lejos de contemplar, se me representaba vívidamente. Pero volvía con una suavidad que hasta quitaba dureza al recuerdo de Tickler. Porque ahora el aire mismo que llegaba de los habares y de los campos de trébol le susurraba a mi corazón que había de llegar un día en que convendría a mi memoria que otras personas, paseando bajo el sol, se sintieran conmovidas al pensar en mí.

Al cabo llegué a la vista de la casa y vi que Trabb y Compañía habían tomado posesión de ella y preparaban el entierro. Dos absurdos y tétricos personajes, cada uno exhibiendo ostentosamente una muleta envuelta en una venda negra —como si la vista de aquel instrumento pudiera ser un consuelo para nadie—, hacían guardia en la puerta; y en uno de ellos reconocí a un postillón despedido del Jabalí por haber volcado en un aserradero a una joven pareja de recién casados, la mañana misma de su boda, a consecuencia de una borrachera que le obligaba a cabalgar agarrado con ambos brazos al cuello de su caballo. Todos los chicos del lugar y la mayor parte de las mujeres estaban admirando a estos enlutados centinelas y las ventanas cerradas de la casa y de la herrería; y a mi llegada, uno de los guardianes (el postillón) llamó a la puerta, como dando a entender que yo estaba tan extenuado por el dolor que no podía tener fuerza suficiente para hacerlo por mí mismo.

Otro enlutado guardián (un carpintero que una vez se había comido dos gansos por ganar una apuesta) abrió la puerta y me introdujo en la salita. Allí el señor Trabb se había apropiado la mejor mesa, había levantado sus dos hojas y estaba montando una especie de negro bazar con la ayuda de un gran número de negros alfileres. En el momento de mi llegada acababa de envolver el sombrero de no sé quién en largos pañales negros, como si fuese un bebé africano. Alargó su mano para que le diese el mío. Pero yo, interpretando mal su ademán y confundido por la ocasión, se la estreché con todas las muestras de un caluroso afecto.

El pobre Joe, envuelto en una capita negra atada con un gran lazo por debajo de la barbilla, estaba sentado aparte en el extremo del aposento, donde, como cabeza del duelo, lo había colocado el señor Trabb. Cuando me incliné hacia él y le dije:

—Querido Joe, ¿cómo estás?

Me dijo:

—Querido Pip, amigo mío, tú la conociste cuando era una hermosa figura de…

Y me estrechó la mano y se calló.

Biddy, muy aseada y modesta con su vestido negro, iba sin ruido de un lado para otro, siempre útil y servicial. Después de saludarla, pensando que no era ocasión para conversar, fui a sentarme al lado de Joe, y allí empecé a pensar en qué parte de la casa debía de estar el… ella… mi hermana. Como el aire de la sala olía ligeramente a pastelería, miré a mi alrededor en busca de la mesa del refrigerio; ésta apenas era visible hasta que uno se había acostumbrado a la oscuridad, pero había en ella un pastel de pasas empezado, naranjas cortadas, emparedados y galletas y dos garrafas que yo conocía bien como ornamento, pero que no había visto usar en toda mi vida: una llena de oporto y la otra de jerez. De pie ante esta mesa, vi al señor Pumblechook con una capa negra y varias yardas de gasa, ocupado alternativamente en atiborrarse y hacer ademanes obsequiosos para atraer mi atención. No bien lo consiguió, vino hacia mí (oliendo a jerez y a pastel) y me dijo con voz contenida: «¿Se me permite, querido señor?» y lo hizo. Luego columbré al señor y a la señora Hubble; la última lloraba decorosamente en un rincón. Todos debíamos formar en el cortejo y estábamos en el trance de ser empaquetados uno a uno (por Trabb) en ridículos fardos.

—Habría preferido, Pip —murmuró Joe a mi oído, mientras el señor Trabb nos «formaba» de dos en dos en la sala (lo cual parecía una horrible preparación para una especie de danza macabra)—, habría preferido, señor, llevarla a la iglesia yo mismo, con tres o cuatro amigos de veras que me hubieran asistido con su corazón y con sus brazos, pero se pensó en lo que dirían los vecinos, que podían tomarlo como una falta de respeto hacia la difunta.

—¡Sacad los pañuelos, todos! —gritó en ese momento el señor Trabb en un deprimido tono profesional—. ¡Sacad todos los pañuelos! ¡Listos!

Así pues, todos nos llevamos los pañuelos al rostro, como si las narices nos sangraran, y desfilamos de dos en dos; Joe y yo, Biddy y Pumblechook, el señor y la señora Hubble. Los restos de mi pobre hermana habían sido sacados por la puerta de la cocina, y siendo un detalle de rigor en el fúnebre ceremonial que los seis que los llevaban se ahogaran y anduvieran a tientas bajo una horrible gualdrapa de terciopelo negro con cenefa blanca, el conjunto daba la impresión de un monstruo ciego con doce piernas humanas, que se movía arrastrando los pies y tropezando bajo la guía de dos guardianes: el postillón y su compañero.

El vecindario, no obstante, se mostraba muy satisfecho de todo aquel arreglo, y fuimos muy admirados al atravesar el pueblo, y la parte más joven y vigorosa de la comunidad se ponía a correr de vez en cuando para ganarnos la vuelta y salirnos al paso en los sitios ventajosos. En estas ocasiones los más exuberantes gritaban excitados cuando aparecíamos en alguna esquina: «¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen!», y poco faltaba para que nos aclamaran. En este desfile me molestó mucho el abyecto Pumblechook, que venía detrás de mí, y que se pasó todo el camino porfiando, a guisa de delicada atención, por arreglar la cinta que perdía del sombrero y alisarme la capa. Otra cosa que trastornaba mis pensamientos era la excesiva satisfacción del señor y la señora Hubble, los cuales se mostraban sobremanera engreídos y orgullosos de formar parte de tan distinguido cortejo.

Y ahora la extensión de los marjales se abría ante nosotros, con las velas de los barcos saliendo del río; y llegamos al cementerio, junto a las tumbas de los padres que no conocí, Philip Pirrip, difunto de esta parroquia, y también Georgiana, mujer del arriba dicho. Y allí mi hermana fue silenciosamente depositada en el seno de la tierra, mientras las alondras pasaban cantando por el cielo y el viento ligero esparcía hermosas sombras de nubes y árboles.

Respecto a la conducta del mundano Pumblechook mientras esto ocurría, sólo deseo decir que toda ella estaba dedicada a mí, y que hasta cuando se leyeron aquellos nobles pasajes que recuerdan a los hombres que nada trajeron a este mundo y que nada pueden llevarse de él, y que pasan como una sombra y no pueden hacer larga estancia en la tierra, le oí una tosecilla que parecía hacer una excepción con el caso de un joven caballero que había venido a ser rico inesperadamente. De vuelta a casa, tuvo el valor de decirme que ojalá mi hermana hubiera podido enterarse del honor que yo le había hecho, y de insinuar que ella lo habría considerado ventajosamente adquirido al precio de su muerte. Después de esto se bebió lo que quedaba del jerez, y el señor Hubble se bebió el oporto, y los dos hablaron (cosa que, según desde entonces he observado, es de rigor en estos casos) como si ellos fueran de otra raza que la difunta, y notoriamente inmortales. Finalmente, se fue con el señor y la señora Hubble —para rematar la velada en los Alegres Barqueros, estaba seguro de ello—, contando que él era el autor de mi fortuna y mi más antiguo bienhechor.

Después de marcharse todos, y cuando Trabb y sus hombres —pero no su aprendiz; ya lo había buscado yo— hubieron metido sus trapos y garambainas en unos sacos y se hubieron marchado también, el aire de la casa se hizo más respirable. Poco después, Biddy, Joe y yo tomamos juntos una cena fría, pero comimos en la sala, no en la vieja cocina, y Joe se mostró tan extremadamente preocupado por lo que hacía con el cuchillo y el tenedor y el salero y qué sé yo qué, que nos tuvo cohibidos a todos. Pero después de comer, cuando le hice coger su pipa y nos dimos una vuelta por la herrería y nos sentamos fuera en el gran poyo de piedra, la cosa marchó mejor. Observé que después del entierro Joe se había mudado de ropa haciendo una componenda entre su vestido de las fiestas y el de trabajo, con lo cual el querido muchacho estaba más natural y ofrecía su verdadera personalidad.

Le complació mucho que le preguntara si podía dormir en mi cuartito, y yo me sentía también complacido porque creía haber hecho una gran cosa al dirigirle aquella petición. Al espesarse las sombras del atardecer, aproveché una oportunidad para salir con Biddy al jardín para charlar un rato.

—Biddy —dije—, me parece que podías haberme escrito acerca de estos tristes acontecimientos.

—¿Lo cree usted, señor Pip? —dijo Biddy—. Si me lo hubiera figurado le habría escrito.

—No creas que quiera molestarte, Biddy, si digo que encuentro que debías habértelo imaginado.

—¿De veras, señor Pip?

Tenía un aire tan modesto, tan aseado, tan lleno de bondad, y parecía tan bonita, que no me gustó la idea de hacerla llorar de nuevo. Después de contemplar un poco sus ojos bajos mientras andaba a mi lado, abandoné aquel tema.

—Supongo, querida Biddy, que te será difícil continuar aquí, ahora.

—¡Oh, imposible, señor Pip! —dijo en tono de pesar, pero al mismo tiempo de serena convicción—. He hablado con la señora Hubble y mañana voy a vivir con ella. Espero que entre las dos podremos cuidar un poco al señor Gargery hasta que haya vuelto a ordenar su vida.

—¿De qué vas a vivir, Biddy? Si necesitas din…

—¿De qué voy a vivir? —repitió, interrumpiéndome con momentáneo rubor—. Se lo diré, señor Pip. Voy a ver si obtengo la plaza de maestra en la nueva escuela que están acabando de construir. Puedo contar con la recomendación de todos los vecinos, y espero que sabré ser laboriosa y paciente y también aprender yo mientras enseño a los demás. ¿Sabe usted?, señor Pip —prosiguió con una sonrisa, levantando los ojos hacia mí—, las nuevas escuelas no son como las antiguas, pero yo he aprendido mucho de usted desde entonces y he tenido tiempo de progresar.

—Te creo capaz de progresar siempre, Biddy, en cualquier circunstancia que sea.

—¡Ah! Excepto en lo que se refiere a mi lado malo de la naturaleza humana —murmuró.

Esto no era tanto un reproche como un irresistible pensamiento en voz alta. Bueno. Abandonaría también este tema. Así, paseé un poco más con Biddy, contemplando en silencio sus ojos bajos.

—No conozco detalles de la muerte de mi hermana, Biddy.

—Poco hay que contar, pobrecilla. Había pasado cuatro días muy malos, a pesar de que últimamente parecía más bien haber mejorado que empeorado, cuando, por la noche, precisamente a la hora del té, se despejó y dijo con toda claridad: «Joe». Como hacía mucho tiempo que no había dicho una palabra, corrí a la herrería a buscar al señor Gargery. Me hizo señas de que quería que él se sentara a su lado y que yo la ayudara a rodear con sus brazos el cuello de su marido. Así lo hice, y ella descansó la cabeza sobre su hombro muy contenta y satisfecha. Y estando así, al poco rato volvió a decir «Joe» y una vez «perdón» y otra vez «Pip». Y ya no volvió a levantar la cabeza, y una hora más tarde la llevamos a su cama, porque descubrimos que había muerto.

Biddy lloraba; el jardín entre sombras, y el camino, y las estrellas que salían, se enturbiaban en mis ojos.

—¿No se descubrió nunca nada, Biddy?

—Nada.

—¿Sabes lo que se ha hecho de Orlick?

—Por el color de sus ropas, diría que está trabajando en las canteras.

—Entonces le has visto. ¿Por qué miras aquel árbol negro del camino?

—Le vi allí la noche en que ella murió.

—Y no fue la última vez, ¿verdad, Biddy?

—No; le he visto allí ahora mismo, mientras estábamos paseando. Es inútil —dijo Biddy, poniendo la mano sobre mi brazo, porque estaba dispuesto a echar a correr—, ya sabe usted que no le engañaría; ha estado menos de un minuto, y se ha marchado.

Reavivó mi mayor indignación descubrir que aquel individuo continuaba persiguiéndola y me sentí encolerizado contra él. Se lo dije a Biddy, y añadí que estaba dispuesto a gastar todo el dinero y a hacer todos los esfuerzos necesarios para alejarle de aquella región. Poco a poco ella me llevó a hablar más sosegadamente, y me contó cuánto me quería Joe, y que Joe nunca se quejaba de nada —no dijo que fuese de mí, no tenía necesidad de ello: yo sabía lo que quería decir—, sino que cumplía todas sus obligaciones con mano fuerte, palabra tranquila y corazón afectuoso.

—Verdaderamente, nunca se le alabará demasiado —dije—, y, Biddy, tendremos que hablar a menudo de estas cosas, porque ahora os visitaré con frecuencia. No quiero dejar solo al pobre Joe.

Biddy no respondió.

—Biddy, ¿no me oyes?

—Sí, señor Pip.

—Dejando aparte eso de llamarme señor Pip, que me parece una cosa de mal gusto, Biddy, ¿qué quieres decir?

—¿Que qué quiero decir? —preguntó Biddy con voz tímida.

—Biddy —dije, en tono de virtuosa firmeza—, necesito saber qué quieres decir con eso.

—¿Con eso? —dijo Biddy.

—Vamos, no repitas mis palabras —repliqué—. Antes no solías hacerlo, Biddy.

—¡No solía hacerlo! —dijo Biddy—. ¡Oh, señor Pip! ¡No solía!

¡Bueno! Me pareció que tenía que dejar aquel punto también. Después de dar en silencio otra vuelta al jardín, volví al tema principal.

—Biddy —dije—, he hecho una observación referente a mi propósito de venir a menudo a visitar a Joe, que tú has acogido con un ostensible silencio. Ten la bondad, Biddy, de decirme por qué.

—¿Está usted seguro, entonces, de que vendrá a ver a Joe a menudo? —preguntó Biddy, deteniéndose en el estrecho caminito del jardín y mirándome a la luz de las estrellas con sus ojos claros y sinceros.

—¡Oh, Dios mío! —dije, como si no hubiera más remedio que dejarlo—. ¡Éste es verdaderamente un lado malo de la naturaleza humana! Hazme el favor de no decir nada más, Biddy. Estoy muy disgustado.

Por esta convincente razón mantuve a Biddy a distancia durante la cena, y cuando me retiré para subir a mi antiguo cuartito, me despedí de ella con toda la dignidad que mi alma regañona pudo hallar compatible con el cementerio y el triste acontecimiento del día. Todas las veces que me sentí agitado aquella noche, que fue cada cuarto de hora, me puse a reflexionar en la dureza con que Biddy me había tratado y en el agravio y la injusticia que me había hecho.

Tenía que partir a primera hora de la mañana. A primera hora de la mañana estaba fuera y mirando, sin ser visto, por una de las ventanas de la herrería. Allí permanecí, durante unos minutos, contemplando a Joe, que estaba ya trabajando con una irradiación de salud y de fuerza en su rostro, que le hacía destacar como si el alegre sol de la vida que le estaba reservada brillara ya en él.

—¡Adiós, querido Joe! No te la limpies. ¡Por Dios, dame tu mano así, tiznada! Volveré pronto y a menudo.

—Nunca será demasiado pronto —dijo Joe— ni demasiado a menudo, Pip.

Biddy me aguardaba en la puerta de la cocina, con un jarro de leche fresca y un zoquete de pan.

—Biddy —le dije al darle la mano—, no me voy enojado, pero sí dolido.

—No le duela —suplicó ella con emoción—. Deje que me duela a mí sola, si es que he sido poco generosa.

Una vez más se estaba levantando la niebla mientras yo me alejaba. Si lo que me descubría era, como sospecho, que yo no volvería, y que Biddy tenía razón, todo lo que puedo decir es… que la niebla también tenía razón.