CAPÍTULO XXXIV

A medida que me había ido acostumbrando a mis expectativas, había empezado a notar insensiblemente sus efectos en mí mismo y en los que me rodeaban. Quería ocultarme su influencia sobre mi carácter, pero comprendía perfectamente que no toda era buena. Vivía en estado de permanente desasosiego por mi conducta con Joe. Mi conciencia no estaba nada tranquila con respecto a Biddy. Cuando me despertaba por la noche —como Camilla— pensaba a menudo, con cansancio de espíritu, que habría sido mejor y más feliz de no haber visto nunca el rostro de la señorita Havisham, y de haber crecido contento de poder ser el socio de Joe en la vieja y honrada herrería. Más de una vez, por la noche, sentado solo ante el fuego, pensaba que, al fin y al cabo, no había fuego como el de la fragua y la cocina de nuestro hogar.

Sin embargo, Estella era tan inseparable de toda mi inquietud y desasosiego que, en verdad, tenía mis dudas acerca de la parte que me correspondía en ello. Es decir, que, suponiendo que mis expectativas no existiesen, y no obstante tuviera a Estella para pensar, no podía estar seguro del todo de que me hubiera sentido mejor. En cambio, en lo concerniente a la influencia de mi posición sobre los demás, no tenía la misma dificultad, y así me daba cuenta —aunque vagamente, acaso— de que no era beneficiosa para nadie, y, sobre todo, de que no lo era para Herbert. Mis hábitos derrochadores arrastraban a su débil natural a gastos que no podía sufragar, corrompían la sencillez de su vida y perturbaban la paz de su espíritu con ansiedades y pesares. No me remordía haber conducido sin querer a las otras ramas de la familia Pocket a practicar las pobres artes a que se hallaban entregadas; porque tales miserias estaban en su inclinación natural y, si no las hubiera despertado yo, lo habrían hecho otros. Pero el caso de Herbert era muy distinto, y a menudo me apenaba pensar que le había hecho un mal servicio al recargar sus mal amuebladas habitaciones de incongruente tapicería, y al poner a su disposición al Vengador del chaleco.

Así, ahora, como un medio infalible de tapar un agujero con otro mayor, empecé a contraer gran número de deudas. Apenas empezara yo, tenía que seguir Herbert, y siguió muy pronto. A indicación de Startop solicitamos nuestro ingreso en un club llamado Los Pinzones de la Enramada, una institución cuyo objeto nunca adiviné, como no fuese el de que los socios comieran dispendiosamente una vez cada quince días, se pelearan todo lo posible después de comer y empujaran a seis camareros a dormir la mona en las escaleras. Lo que sí sé es que estos satisfactorios fines sociales se lograban tan invariablemente, que Herbert y yo no pudimos suponer que se refiriera a otra cosa el primer brindis reglamentario de la sociedad al decir: «Caballeros, para que la actual promoción de buenos sentimientos continúe reinando siempre entre Los Pinzones de la Enramada».

Los Pinzones tiraban el dinero locamente (el hotel donde comíamos estaba en Covent-Garden), y el primer Pinzón que vi, cuando tuve el honor de entrar en la Enramada, fue Bentley Drummle, que a la sazón iba de un lado para otro en un coche de su propiedad, causando grandes desperfectos en los postes de las esquinas. De vez en cuando salía despedido de su carruaje con la cabeza por delante, y una vez le vi depositado de esta involuntaria manera, cual un saco de carbón, en la puerta de la Enramada. Pero en eso me anticipo un poco, porque yo no era un Pinzón, ni podía serlo, según las sagradas leyes de la sociedad, hasta alcanzar la mayoría de edad.

Confiando en mis propios recursos, habría querido tomar a mi cargo los gastos de Herbert, pero éste tenía su dignidad, y yo no podía ni siquiera proponérselo. Así pues, fue metiéndose en toda clase de dificultades, y siguió estando a la mira. Cuando, poco a poco, fuimos adquiriendo el hábito de trasnochar, observé que Herbert miraba con ojos de desaliento a la hora del desayuno; que empezaba a estar con mejores ánimos hacia el mediodía; que al venir a comer volvía a estar abatido; que después de haber comido parecía divisar el Capital en lontananza con bastante claridad; que lo tenía casi por suyo a media noche; y que a eso de las dos de la madrugada volvía a sentirse tan desalentado que hablaba de comprarse un rifle e irse a América, con la idea de obligar a los búfalos a hacer su fortuna.

Normalmente yo pasaba la mitad de la semana en Hammersmith, y entonces hacía frecuentes visitas a Richmond; pero de esto se hablará luego por separado. Herbert iba a menudo a Hammersmith estando yo allí, y pienso que en estas ocasiones su padre tenía alguna vez un pequeño vislumbre de que la oportunidad que su hijo estaba aguardando no se había presentado todavía. Pero, en el general desorden de la familia, la cuestión de sus progresos en la vida era algo que debía resolverse por sí mismo. Entretanto, el señor Pocket iba encaneciendo cada vez más y tratando más a menudo de levantarse por los cabellos como un medio de salir de sus confusiones; mientras, su esposa hacía tropezar a toda la familia con su taburete, leía su libro de la nobleza, perdía su pañuelo, nos hablaba de su abuelo y mandaba a los pequeños a la cama así que alguno de ellos atraía su atención.

Como ahora estoy generalizando un período de mi vida con el objeto de allanarme el camino que he de recorrer, no creo poder hacer nada mejor que completar la descripción de nuestros usos y costumbres en Barnard's Jun.

Gastábamos tanto dinero como podíamos, y obteníamos por él tan poco como la gente quería darnos. Siempre nos sentíamos más o menos desdichados y la mayor parte de nuestros conocidos se hallaban en idéntica condición. Sosteníamos entre nosotros la alegre ficción de que nos divertíamos constantemente, pero la pura verdad es que nunca lo hacíamos. Por lo que sé, nuestro caso era, en este último aspecto, bastante frecuente.

Cada mañana, siempre con nuevo talante, Herbert iba a la City a ponerse en marcha. A menudo yo le visitaba en el oscuro aposento donde le acompañaban un tintero, una percha, un cubo para el carbón, una caja de cordel, un almanaque, un pupitre con su taburete y una regla. No recuerdo haberle visto hacer nunca otra cosa que estar allí. Si todos nosotros hiciéramos lo que nos proponemos con la misma fidelidad que lo hacía Herbert, viviríamos en una República de las Virtudes. No tenía otro quehacer, pobre muchacho, fuera de «ir a Lloyd's» a cierta hora de la tarde para cumplir, creo yo, con el rito de ver a su principal. Que yo pudiera descubrir, no hacía nada más en Lloyd's, excepto volver otra vez a la oficina. Cuando creía que su situación era excepcionalmente grave y que, positivamente, tenía que dar con una oportunidad, se iba a la Bolsa a la hora de sesión y entraba y salía haciendo una especie de sombría figura de contradanza entre los magnates reunidos.

—Porque —me decía Herbert al llegar a casa a la hora de comer, en una de estas especiales ocasiones— la verdad es, Händel, que la oportunidad no viene a buscarle a uno, sino que uno debe ir a buscarla; eso es lo que he hecho yo.

Si nos hubiéramos tenido menos afecto, creo que nos habríamos odiado regularmente todas las mañanas. En aquellas horas de arrepentimiento, yo detestaba nuestras habitaciones más de lo que decirse pueda, y no podía soportar la vista de la librea del Vengador, la cual tenía entonces un aspecto más costoso y menos remunerativo que en cualquier otra de las veinticuatro horas del día. A medida que íbamos aumentando nuestras deudas, el desayuno fue convirtiéndose cada vez más en un mero formulismo, y, en una ocasión, viéndome amenazado (por carta) a esa hora con procedimientos legales, «no del todo extraños», como habría dicho mi periódico local, «a cierta adquisición de joyas», llegué a coger al Vengador por su cuello azul y a levantarle en vilo —de manera que quedó en el aire, como un Cupido con botas— porque dio por supuesto que nos hacía falta un panecillo.

En ciertos momentos —o sea, en momentos inciertos, porque dependían de nuestro humor—, le decía a Herbert como si fuera un notable descubrimiento:

—Querido Herbert, vamos por mal camino.

—Querido Händel —me decía él, con toda sinceridad—, tú no lo creerás, pero por extraña coincidencia estaba a punto de decir lo mismo.

—Entonces, Herbert —respondía yo—, vamos a ver cómo están nuestros asuntos.

Siempre hallábamos una profunda satisfacción en hacer un señalamiento para este objeto. Yo siempre pensaba que esto era lo práctico, que éste era el modo de afrontar la cosa, que éste era el modo de coger el toro por los cuernos. Y sé que Herbert pensaba lo mismo.

Encargábamos algo especial para la comida, con una botella de algo igualmente apto para fortalecer nuestras mentes y ponerlas a la altura de la tarea. Después de comer, tomábamos un manojo de plumas, una abundante provisión de tinta y un buen paquete de papel secante y de escribir. Porque había algo muy alentador en disponer de aquella abundancia de material de escritorio.

Luego yo tomaba una hoja de papel y escribía en cabecera con una hermosa letra el título: «Nota de las deudas de Pip», añadiendo cuidadosamente Barnard's Jun y la fecha. Herbert tomaba también una hoja de papel y escribía con las mismas formalidades: «Nota de las deudas de Herbert».

Cada uno de nosotros se ponía entonces a consultar un confuso montón de papeles, que hasta el momento habían estado tirados de cualquier modo por los cajones, arrugados en rincones de los bolsillos, medio quemados para encender las velas, metidos durante semanas enteras en el marco de los espejos, y estropeados de muchas otras maneras. El chirrido de nuestras plumas al correr sobre el papel nos animaba sobremanera, hasta tal punto que a veces me resultaba difícil distinguir entre este edificante proceder y el pago real y verdadero de las cuentas. Como acción meritoria ambas cosas parecían tener idéntico valor.

Después de escribir algún rato, yo solía preguntarle a Herbert cómo le iba. Herbert probablemente se había estado rascando la cabeza con aire desconsolado a la vista de las cantidades que se iban acumulando.

—Esto va subiendo, Händel —decía Herbert—; a fe mía, esto va subiendo.

—Sé firme, Herbert —respondía yo, esgrimiendo mi propia pluma con gran aplicación—. Mira las cosas de frente. Examina sin miedo tus asuntos. Míralos de hito en hito.

—Eso quisiera hacer, Händel, pero son ellos los que me miran de hito en hito.

No obstante, mis maneras resueltas producían su efecto y Herbert se aplicaba de nuevo a su labor. Al cabo de un rato volvía a abandonarla, con la excusa de que le faltaba la factura de Cobb's o de Lobb's o de Nobb's, o del que fuese.

—Pues bien, Herbert, haz un cálculo; ponla en cifras redondas y hazla entrar en la cuenta.

—¡Qué hombre de recursos eres! —respondía mi amigo con admiración—. Realmente, tus facultades comerciales son muy notables.

Yo lo pensaba así también. En tales ocasiones me daba a mí mismo la reputación de un hombre de negocios de primera magnitud: pronto, decisivo, enérgico, clarividente, imperturbable. Cuando había anotado todas mis obligaciones en la lista, comparaba cada partida con la factura correspondiente y las marcaba. El orgullo que sentía al marcar una partida era casi una sensación voluptuosa. Cuando no había más partidas que cotejar, doblaba uniformemente todas mis facturas, rotulaba cada una de ellas en su dorso y ataba el conjunto en un simétrico fajo. Después hacía el mismo trabajo para Herbert (quien decía modestamente no poseer mi genio administrativo) y quedaba convencido de haber aclarado definitivamente su situación.

Mis hábitos comerciales tenían otro detalle brillante, que yo llamaba «dejar un margen». Por ejemplo: suponiendo que las deudas de Herbert arrojaran la suma de sesenta y cuatro libras, cuatro chelines y dos peniques, yo decía: «deja un margen y ponlo en doscientas». O, suponiendo que las mías fuesen cuatro veces mayores, dejaba un margen y las cifraba en setecientas. Yo tenía el más elevado concepto de lo juicioso que era dejar este margen, pero reconozco que, visto ahora, lo he de juzgar como un dispendioso artificio. Porque inmediatamente volvíamos a contraer deudas por todo el valor de aquel margen y a veces, con la sensación de libertad y de solvencia que nos daba, caíamos pronto en otro.

Pero había una calma, una tranquilidad, un virtuoso acallamiento, después de este examen de nuestros asuntos, que me hacía concebir, de momento, una admirable opinión de mí mismo. Complacido por mis esfuerzos, mi método y las felicitaciones de Herbert, me quedaba sentado con su simétrico fajo y el mío puestos ante mí sobre la mesa entre toda la restante papelería y creía ser más una especie de banco que un individuo particular.

En estas solemnes ocasiones cerrábamos la puerta del piso para no ser interrumpidos. Una noche había alcanzado este estado mío de serenidad cuando oímos que una carta se deslizaba por la rendija de dicha puerta y caía al suelo.

—Es para ti, Händel —dijo Herbert, que había salido a recogerla y volvía con ella—, y espero que no sea nada malo.

Esto era una alusión al sello negro y a los bordes enlutados.

La carta estaba firmada por Trabb y C.ía y su contenido era sencillamente que yo era un distinguido señor, y que ellos tenían el honor de comunicarme que la señora J. Gargery había pasado a mejor vida el último lunes a las seis y veinte de la tarde, y que se solicitaba mi asistencia al acto del sepelio, que tendría lugar el lunes siguiente a las tres de la tarde.