Con su vestido de viaje ornado de pieles, Estella aparecía más delicadamente hermosa de lo que nunca habría aparecido ni siquiera a mis propios ojos. Estuvo conmigo más seductora de lo que nunca se había permitido, y yo creí ver en este cambio la influencia de la señorita Havisham.
Permanecimos en el patio del parador mientras me indicaba cuál era su equipaje, y una vez estuvo todo recogido, recordé —pues entretanto me había olvidado de todo lo que no fuese ella— que no tenía ni idea de cuál era su destino.
—Voy a Richmond —me dijo—. Nuestras instrucciones son que hay dos Richmond, uno en Surrey y otro en Yorkshire, y que el mío es el Richmond de Surrey. La distancia es de diez millas. Yo he de disponer de un carruaje y tú me acompañarás. Aquí está mi dinero, y tú pagarás de él mis gastos. ¡Oh, tienes que tomar el dinero! No tenemos otro remedio que obedecer las instrucciones. No podemos obrar a nuestro antojo, tú y yo.
Mientras me miraba al darme el dinero, concebí la esperanza de que hubiera una segunda intención en sus palabras. Las pronunció con desdén, pero no con desagrado.
—Habrá que aguardar la llegada del carruaje, Estella. ¿Quieres esperar un poco aquí?
—Sí, he de descansar un poco, y he de tomar el té, y tú entretanto has de cuidar de mí.
Cogió mi brazo, como si fuese cosa obligada, y yo llamé a un camarero que había estado contemplando la diligencia como si nunca hubiera visto otra en su vida, para que nos llevara a un saloncito particular. A lo cual, él sacó una servilleta, como si fuera una llave mágica sin la cual no podía hallar su camino, y nos condujo a un negro cuchitril guarnecido con un espejo de disminución —cosa completamente superflua, dado lo reducido del aposento—, una salsera con anchoas y unos zuecos de no sé quién. Como yo pusiera reparos a aquel retiro, nos condujo a otra estancia donde había una mesa para treinta, y en la parrilla del hogar una hoja de cartapacio a medio quemar bajo un montón de ceniza. Después de mirar aquel fuego apagado y menear la cabeza, recibió mi encargo, el cual, resultando no ser nada más que «té para la señorita», le hizo salir en un estado de gran abatimiento.
Comprendía, y comprendo muy bien, que el aire de aquella sala, con su fuerte combinación de olor a cuadra y a sopa trasnochada, podía haber hecho pensar que el ramo de los transportes no marchaba bien, y que el emprendedor propietario estaba guisando los caballos para servicio del ramo de hostelería. No obstante, esa habitación era todo en el mundo para mí, estando Estella en ella. Pensé que con ella podía haber sido feliz allí, toda la vida. (Obsérvese que yo no era feliz allí entonces, y lo sabía muy bien.)
—¿Y dónde vas a vivir, en Richmond? —pregunté a Estella.
—Voy a vivir, dispendiosamente —dijo—, en casa de una señora que puede, o dice que puede, presentarme en la buena sociedad.
—Supongo que estarás contenta de la novedad y de verte admirada.
—Supongo que sí.
Respondió con tanto despego que le dije:
—Hablas de ti misma como si hablaras de otra persona.
—Y ¿cómo sabes de qué manera hablo de los demás? Vamos, vamos —dijo Estella sonriendo deliciosamente—, no quieras darme lecciones; déjame hablar a mi modo. ¿Cómo te va con el señor Pocket?
—Vivo allí agradablemente; por lo menos… —Me pareció que estaba perdiendo una ocasión.
—¿Por lo menos, qué? —repitió Estella.
—Tan agradablemente como puedo vivir estando lejos de ti.
—No seas bobo —dijo Estella sosegadamente—. ¿Por qué dices estas tonterías? Tengo entendido que tu amigo Matthew es superior al resto de la familia.
—Muy superior. No es enemigo de nadie…
—No añadas «más que de sí mismo» —interpuso Estella— porque detesto a esta clase de hombres. Pero ¿es cierto, como he oído decir, que es realmente desinteresado y está por encima de pequeñas envidias y despechos?
—Tengo todos los motivos para decirlo así.
—Pues no los tienes para decirlo de todo el resto de la parentela —dijo, mirándome con una expresión a la vez seria y burlona—, porque asedian a la señorita Havisham con toda clase de chismes e insinuaciones contra ti. Te vigilan, interpretan torcidamente cuanto haces, escriben cartas a propósito de ti (anónimas a veces) y eres el tormento y la ocupación de sus vidas. Apenas puedes tener idea del odio que esta gente siente por ti.
—Supongo que no me causan ningún perjuicio… —dije.
En vez de responder, Estella se echó a reír. Esto resultaba muy singular para mí, y yo la contemplaba lleno de confusión.
Cuando terminó de reírse —y no lo había hecho lánguidamente, sino con verdadero gusto— dije en el tono apocado que usaba con ella:
—Quiero creer que esto no te divertiría tanto si me perjudicaran.
—No; puedes estar seguro —dijo ella—. Puedes estar seguro de que me río porque fracasan. ¡Oh, esta gente que rodea a la señorita Havisham! ¡Qué torturas padece! —Se volvió a reír, y aun cuando me había explicado el porqué, su risa me resultaba muy singular, porque no podía dudar de que fuese sincera, y no obstante me parecía excesiva para la ocasión. Pensé que debía de haber algo más de lo que yo sabía. Estella adivinó mi pensamiento y respondió a él.
—No es fácil, ni siquiera para ti —dijo—, comprender la satisfacción que me causa ver contrariada a esa gente, ni lo que llega a divertirme ver cómo se ponen en ridículo. Porque tú no has sido criado en aquella extraña casa desde que no eras más que un bebé. Y yo sí. Tú no has visto aguzados tus sentidos infantiles por sus intrigas mientras te sentías cohibido e indefenso contra la máscara de la simpatía, de la compasión, de todo lo dulce y acariciador. Y yo sí. Tú no has ido abriendo poco a poco tus redondos ojos infantiles a la realidad de aquella impostora de mujer que especula sobre sus reservas de tranquilidad de espíritu para cuando despierta por la noche… Yo, sí.
No era cosa de risa, ahora, para Estella, ni eran éstos para ella recuerdos superficiales. Ni a cambio de todas mis perspectivas reunidas habría querido ser la causa de la mirada que centelleaba en sus ojos.
—Dos cosas puedo decirte —dijo Estella—. Primero, que no obstante lo que dice el proverbio de que la gota de agua llega a horadar la piedra, puedes estar tranquilo porque esa gente nunca, ni en cien años, podrían perjudicarte ni poco ni mucho en el ánimo de la señorita Havisham. En segundo lugar, que yo te estoy reconocida por ser la causa de que ellos se esfuercen en vano con sus entrometimientos y ruindades, y en señal de ello ahí va mi mano.
Al dármela, con aire jocoso, porque su arrechucho de seriedad sólo había sido momentáneo, yo la cogí y la llevé a los labios.
—¡Muchacho ridículo! —dijo Estella—, ¿no te darás nunca por advertido? ¿O es que besas mi mano con el mismo espíritu con que te dejé un día que besaras mi mejilla?
—¿Cuál fue ese espíritu? —dije yo.
—Déjame pensar un momento. Un espíritu de desprecio por todos los aduladores e intrigantes.
—¿Si digo que sí, puedo volver a besarte en la mejilla?
—Debías haberlo preguntado antes de tocar mi mano. Pero, sí, si quieres.
Me incliné y su rostro tranquilo parecía el de una estatua.
—Ahora —dijo Estella, apartándose al instante en que toqué su mejilla— has de cuidar de que yo tome el té y luego me has de conducir a Richmond.
Su vuelta a este tono, como si nuestra asociación nos fuese impuesta y nosotros fuéramos unos simples muñecos, me apenó; pero todo en nuestro trato me causaba pena. Cualquiera que fuese el tono que empleara conmigo, yo no podía confiar en él, ni fundar en él ninguna esperanza. ¿Por qué repetirlo mil veces? Siempre fue así.
Llamé pidiendo el té, y el camarero reapareció con su llave mágica y trajo, por pequeñas entregas, unos cincuenta accesorios de este refrigerio, pero de té, ni una gota. Vino una bandeja, tazas y platillos, platos, cuchillos y tenedores (trinchantes inclusive), cucharas de varias clases, saleros, un bollo tímido y diminuto, cubierto con toda precaución por una robusta tapadera de hierro, Moisés entre los juncos personificado por un pedacito de mantequilla medio derretida sobre un lecho de perejil, un panecillo descolorido con la cabeza empolvada, dos impresiones de las barras de las parrillas sobre pedacitos de pan cortados en triángulo, y finalmente una rechoncha urna familiar bajo cuyo peso vacilaba el camarero, que llevaba en el rostro una expresión de carga y sufrimiento. Después de una prolongada ausencia, en esta etapa del refrigerio, volvió por fin con una arquilla de precioso aspecto que contenía unas ramitas. Yo sumergí éstas en agua caliente, y así, del conjunto de todos aquellos adminículos, extraje una taza de no sé qué para Estella.
Después de pagada la cuenta, y recordar al camarero y no olvidar al mozo de mulas y tener en cuenta a la sirvienta —en una palabra: después de haber gratificado a todo el servicio de forma que los dejó a ellos en estado de desprecio y animosidad, y el bolsillo de Estella muy aligerado—, subimos a nuestra silla de posta y emprendimos el camino. Doblando por Cheapside y subiendo ruidosamente la calle de Newgate, pronto pasamos bajo la sombra de aquellos muros de los que yo me sentía tan avergonzado.
—¿Qué sitio es éste? —me preguntó Estella.
Fingí totalmente no reconocerlo de momento, y luego se lo dije. Al ver la mirada que dirigió al edificio, y como luego volvió a entrar la cabeza murmurando: «¡Qué asco!», por nada del mundo habría confesado mi reciente visita.
—El señor Jaggers —dije, con ánimo de desviar el asunto hacia otra persona— tiene fama de conocer los secretos de esta triste mansión, mejor que nadie en Londres.
—¿De qué mansión no conocerá él los secretos? —dijo Estella en voz baja.
—Supongo que estás acostumbrada a verle a menudo.
—Estoy acostumbrada a verle a intervalos desde que tengo memoria. Pero lo mismo le conozco ahora que cuando aún no sabía hablar. ¿Qué experiencia tienes de él? ¿Cómo os lleváis?
—Desde que me he habituado a sus modales desconfiados, no nos llevamos mal.
—¿Sois íntimos?
—He comido con él en su casa.
—Me imagino —dijo Estella con un gesto de repugnancia— que debe de ser un curioso lugar.
—Es un curioso lugar.
Tendría que haber sido circunspecto y no hablar demasiado libremente de mi tutor, ni siquiera con ella; pero habría continuado haciéndolo hasta el punto de descubrir la comida en Gerard Street si en aquel instante no hubiéramos entrado de pronto en un espacio brillantemente iluminado por el gas. Mientras pasamos por él, todo me pareció encendido y animado por aquella inexplicable sensación que ya había experimentado antes; y al salir de él, quedé tan deslumbrado por un momento como si hubiera cruzado un relámpago.
Así, cambiamos de conversación y nos pusimos a hablar principalmente del camino que estábamos siguiendo, y de qué partes de Londres caían sobre este lado y cuáles sobre aquél. La gran ciudad era casi nueva para ella, me dijo, porque nunca había dejado los alrededores de la casa de la señorita Havisham hasta que fue a Francia, y no había hecho más que atravesar Londres al ir y al volver. Le pregunté si mi tutor estaba más o menos encargado de ella mientras permaneciera aquí. A esto respondió categóricamente: «¡Dios no lo quiera!», y no dijo más.
Me era imposible dejar de ver que procuraba atraerme; que trataba de cautivarme y que me habría cautivado aunque le hubiera costado un esfuerzo. Sin embargo, esto no me hacía más feliz, porque, aun sin necesidad de adoptar aquel tono que daba a entender que todo lo hacíamos porque otros lo habían dispuesto así, yo habría sentido que tomaba mi corazón en su mano porque le daba la gana hacerlo, no porque estrujarlo y arrojarlo hubiera despertado en ella ningún tierno sentimiento.
Al pasar por Hammersmith le mostré dónde vivía el señor Matthew Pocket y dije que no caía lejos de Richmond, y que esperaba que alguna vez podría verla.
—¡Oh, sí! Tienes que verme; tienes que venir cuando te parezca conveniente; se hablará de ti a la familia; en realidad, ya se ha hablado.
Le pregunté si la familia con quien iba a vivir era numerosa.
—No; sólo hay dos personas: madre e hija. La madre, a lo que entiendo, es persona de alguna posición, aunque no le estorba un aumento en sus ingresos.
—Me extraña que la señorita Havisham haya podido volver a separarse tan pronto de ti.
—Esto forma parte de sus planes respecto a mí, Pip —dijo Estella, con un suspiro, como si estuviese fatigada—; yo he de escribirle continuamente, y verla con regularidad, y darle cuenta de cómo sigo… y de cómo siguen las joyas, porque casi todas son mías ahora.
Era la primera vez que me llamaba por mi nombre. Desde luego, lo hacía a propósito y sabiendo que yo lo atesoraría en mi corazón.
Llegamos a Richmond demasiado pronto para mí, y nuestro destino era una casa junto al Prado: una antigua y severa mansión donde más de una vez miriñaques, polvos y lunares, casacas bordadas, medias de seda, chorreras y espadines, habían tenido sus días de besamanos. Se veían aún delante de la casa algunos viejos árboles recortados en formas tan solemnes y artificiosas como los miriñaques y las pelucas y las rígidas faldas, pero la hora en que irían a ocupar su sitio en la gran procesión de los muertos no estaba ya lejos, y pronto se alinearían en ella para andar el silencioso camino de todo el resto.
Una campanilla de voz cascada —que, a no dudar, en su tiempo había a menudo anunciado: ahí está el guardainfante verde, ahí está la espada guarnecida de brillantes, ahí están los zapatos de tacón rojo y solitario azul— sonó gravemente en el claro de luna, y dos doncellas de mejillas coloradas salieron muy agitadas a recibir a Estella. El portal absorbió pronto las maletas y Estella me ofreció la mano con una sonrisa, me dio las buenas noches y fue absorbida a su vez. Yo me quedé mirando la casa, pensando en lo feliz que sería viviendo allí con ella, y comprendiendo al mismo tiempo que nunca sería feliz con ella, sino siempre desgraciado.
Subí al carruaje para volver a Hammersmith y, si al entrar en él me dolía el corazón, más me dolió al salir. En nuestra puerta encontré a la pequeña Jane Pocket que llegaba de una pequeña fiesta escoltada por su pequeño novio; y yo envidié al pequeño novio, a pesar de que se hallaba sometido a Flopson.
El señor Pocket había salido a dar una conferencia, porque era un delicioso disertador sobre economía doméstica, y sus tratados sobre la educación de los niños y el gobierno de la servidumbre eran juzgados como los mejores libros de texto sobre la materia. Pero la señora Pocket estaba en casa, inmersa en una pequeña dificultad consistente en que el pequeño había sido provisto de un alfiletero para que se entretuviera durante la inexplicable ausencia (en compañía de un pariente que servía en la infantería) de Millers. Y se echaban en falta más agujas de las que se podían juzgar convenientes para un paciente de tan tierna edad, lo mismo en uso externo que tomadas en calidad de reconstituyente.
Siendo el señor Pocket justamente celebrado por los excelentes consejos prácticos que daba y por estar dotado de una segura y clara percepción y de un espíritu eminentemente juicioso, en la angustia de mi corazón se me había ocurrido rogarle que me hiciera el favor de aceptar mis confidencias. Pero al ver a la señora Pocket sentada leyendo su indicador de la nobleza, después de prescribir la cama como soberano remedio para el pequeño —¡bueno!-, desistí de hacerlo.