Un día, estando ocupado con mis libros y con el señor Pocket, recibí por el correo un billete cuyo mero aspecto me llenó de agitación; porque, aunque nunca había visto la letra en que estaba escrito, adiviné de quién era. No llevaba ninguno de los principios de rigor, como «Querido señor Pip», o «Querido Pip», o «Querido señor», o «Querido nada», sino que decía así:
Voy a ir a Londres pasado mañana en la diligencia del mediodía. Creo que quedó convenido que me irías a esperar. Por lo menos la señorita Havisham tiene esta impresión, y yo escribo en obediencia a ello. Ella te manda sus saludos
tu afectísima,
ESTELLA
Si hubiera habido tiempo, probablemente me habría encargado varios trajes para aquella ocasión; pero como no lo había, tuve que contentarme con los que tenía. Perdí instantáneamente el apetito, y no tuve paz ni sosiego hasta que llegó el día. No es que su llegada me trajese la una ni el otro, porque entonces estuve peor que nunca y empecé a rondar el despacho de las diligencias de Woodstreet, en Creapside, antes de que la diligencia hubiera salido del Jabalí Azul de nuestra villa. A pesar de saber esto perfectamente, no podía sentirme tranquilo si perdía de vista el despacho por más de cinco minutos seguidos; y en esta condición irrazonable había pasado la primera media hora de una espera de cuatro cuando tropecé con el señor Wemmick.
—Hola, señor Pip —dijo—. ¿Cómo está usted? Jamás habría pensado verle rondar por ahí.
Le expliqué que estaba esperando a alguien que debía llegar en la diligencia, y le pregunté por el castillo y el anciano.
—Ambos prosperando, gracias —dijo Wemmick—, y especialmente el Anciano. Está hecho un brazo de mar. Pronto cumplirá ochenta y dos años. Me gustaría disparar ochenta y dos cañonazos, si el vecindario no hubiera de quejarse, y aquel cañón mío fuese capaz de resistirlo. Pero ésta no es conversación propia de Londres. ¿Adónde cree usted que voy?
—¿A la oficina? —dije yo, porque parecía ir en aquella dirección.
—Cerca de allí —respondió Wemmick—, voy a Newgate. Tenemos un caso de robo a unos banqueros, y vengo de dar un vistazo al lugar del suceso. Ahora he de cambiar unas palabras con nuestro cliente.
—¿Es su cliente quien cometió el robo? —pregunté.
—Válgame Dios, no —respondió secamente Wemmick—. Pero le acusan de ello. Lo mismo nos podría ocurrir a usted o a mí. Cualquiera de los dos podríamos ser acusados de ello.
—Sólo que ninguno de los dos lo está —observé yo.
—¡Ya! —dijo Wemmick, tocándome el pecho con el índice—. ¡Qué listo es usted, señor Pip! ¿Le gustaría echar una ojeada a Newgate? ¿Le queda tiempo para ello?
Me quedaba tanto tiempo que la proposición me vino como un alivio, a pesar de su incompatibilidad con mi latente deseo de no perder de vista el despacho de la diligencia. Murmurando que iba a informarme de si tenía tiempo de ir con él, entré en el despacho y me aseguré por el empleado, con la mayor exactitud y precisión y poniendo duramente a prueba su paciencia, de a partir de qué momento podía esperarse la llegada del coche, lo cual de antemano sabía yo tan bien como él. Entonces volví a reunirme con el señor Wemmick, y fingiendo consultar el reloj y estar sorprendido por la información recibida, acepté su ofrecimiento.
En pocos minutos llegamos a Newgate, y pasamos atravesando la portería, donde había unos grilletes colgados en las paredes desnudas entre los reglamentos de la cárcel, al interior de ésta. En aquel tiempo, las cárceles estaban muy descuidadas, y el período de exagerada reacción que sigue a todos los errores públicos —y que siempre es su castigo más pesado y duradero— aún estaba lejos. Así, los malhechores no estaban mejor alojados y alimentados que los soldados (por no hablar de los pobres), y raramente incendiaban sus cárceles con el disculpable objeto de mejorar el sabor de su sopa. Era hora de visita cuando Wemmick me llevó allí; y un cantinero iba de un lado para otro vendiendo cerveza, y los presos hablaban con sus amigos, todo lo cual componía una escena sórdida, repulsiva, tumultuosa y deprimente.
Se me ocurrió que Wemmick paseaba entre los presos como un jardinero podía haber paseado entre sus plantas. Lo primero que me hizo pensar en ello fue ver cómo descubría un retoño que había brotado durante la noche y le decía: «¡Hombre, capitán Tom! ¿Usted aquí? ¡Realmente!», y luego: «¿No es Black Bill el de detrás de la cisterna? No esperaba verle a usted estos dos últimos meses; ¿cómo se encuentra?». Y al detenerse en las rejas oyendo a los que hablaban ansiosamente en voz baja —siempre a solas—, Wemmick, con su buzón en estado de inmovilidad, no dejaba de mirarlos todo el rato como si estuviera tomando buena nota del progreso que habían hecho desde la última vez que los había visto, con vistas a su aparición en plena florescencia en el acto del juicio.
Era muy popular, y comprendí que se encargaba de la parte familiar de los asuntos del señor Jaggers, si bien algo de la majestad del señor Jaggers le rodeaba, vedando la intimidad más allá de ciertos límites. El reconocimiento sucesivo de cada uno de sus clientes se traducía en un movimiento de cabeza, y en el gesto de echarse un poco más atrás el sombrero con ambas manos, y luego cerrar el buzón y meterse las manos en los bolsillos. En uno o dos casos hubo una dificultad respecto al cobro de los honorarios, y entonces el señor Wemmick, retrocediendo cuanto le era posible ante la insuficiente cantidad que le ofrecían, decía:
—Es inútil, amigo. Yo no soy más que un subordinado. No lo puedo coger. No prosiga así con un subordinado. Si no puede reunir su dinero, valdrá más que se dirija a un principal; en la profesión sobran los principales, ¿sabe usted?, y lo que para uno no es bastante puede ser suficiente para otro; esto es lo que le recomiendo, hablando como subordinado. No se esfuerce inútilmente. ¡Para qué! ¡Vamos! ¿A quién le toca?
Así nos paseamos por el invernáculo del señor Wemmick, hasta que éste se volvió hacia mí y dijo: «Fijese en el hombre a quién voy a dar la mano». Me habría fijado incluso sin esta advertencia, porque aún no había dado la mano a nadie.
Casi al mismo instante, un hombre erguido y majestuoso (a quien me parece estar viendo mientras escribo), con un raído frac de color verde oliva, una palidez especial difundida por la rubicundez de su semblante y, en sus ojos, una mirada que persistía en ser vaga aun cuando él intentaba fijarla, se acercó a un ángulo de la reja y, llevándose la mano al sombrero —tan mugriento que parecía una capa de gelatina—, nos hizo un saludo militar entre serio y jocoso.
—¡Salud, coronel! —dijo Wemmick—. ¿Cómo está usted, coronel?
—Muy bien, señor Wemmick.
—Se hizo todo lo que se pudo, pero la prueba fue abrumadora, coronel.
—Sí, fue abrumadora, señor; pero a mí no me importa.
—No, no —dijo fríamente Wemmick—, a usted no le importa. —Luego volviéndose hacia mí—: Este hombre ha servido a Su Majestad. Estuvo en el frente y compró su licencia.
Yo dije: «¿De veras?» y el hombre me miró, miró por encima de mi cabeza, miró a mi alrededor, y luego se pasó la mano por los labios y se rió.
—Creo que saldré de esto el lunes, señor —dijo dirigiéndose a Wemmick.
—Quizá —respondió mi amigo—, pero no es seguro.
—Me alegro de haber tenido ocasión de decirle adiós, señor Wemmick —dijo el hombre, alargando la mano por entre dos barrotes.
—Gracias —respondió Wemmick, estrechándola—. Lo mismo le digo, coronel.
—Si lo que llevaba encima cuando me prendieron hubiera sido legítimo, señor Wemmick —dijo el hombre sin acabar de soltarle la mano—, le habría pedido el favor de que se pusiera otro anillo, en agradecimiento a sus atenciones.
—Se estima la intención —dijo Wemmick—. Por cierto, que usted era aficionado a la cría de palomas. —El hombre levantó los ojos al cielo—. Me han dicho que cría usted una hermosa raza de volteadoras. ¿Podría usted encargar a algún amigo suyo que me trajese una pareja, si no las necesita por ahora?
—Se hará, señor.
—Muy bien —dijo Wemmick—. Se cuidará de ellas. Buenas tardes, coronel. ¡Adiós! —Volvieron a estrecharse las manos, y mientras nos alejábamos, Wemmick me dijo—: Un monedero falso de los más hábiles. Hoy se ha hecho la comunicación de la sentencia y con toda seguridad será ejecutado el lunes. De todos modos, como usted ve, hasta cierto punto, un par de palomas son bienes, y transportables. —Con esto se volvió a hacer un movimiento de cabeza a su planta muerta, y luego miró a su alrededor, al salir del patio, como si estudiara qué otra maceta estaría mejor en su lugar.
Al salir de la cárcel por la portería, descubrí que la gran importancia de mi tutor no era menos apreciada por los carceleros que por aquellos a quienes custodiaban.
—Bien, señor Wemmick —dijo el carcelero, que nos hizo aguardar ante las dos puertas claveteadas y enrejadas, cerrando cuidadosamente una antes de abrir la otra—. ¿Qué va a hacer el señor Jaggers con aquel asesinato de Waterside? ¿Lo va a convertir en homicidio o qué?
—¿Por qué no se lo pregunta? —respondió Wemmick.
—¡Oh, sí, pronto lo dice usted! —dijo el carcelero.
—Vea usted cómo es esta gente, señor Pip —observó Wemmick, volviéndose a mí con el buzón alargado—. No tienen reparo en preguntarme a mí, que soy el subordinado, pero nunca los verá usted hacer preguntas a mi principal.
—Este joven caballero, ¿es uno de los aprendices o pasantes de su despacho? —preguntó el carcelero, correspondiendo con una sonrisa al humor del señor Wemmick.
—¡Vuelta otra vez! —exclamó el señor Wemmick—. ¿No se lo dije? Y suponiendo que el señor Pip sea uno de ellos, ¿qué?
—Pues que entonces —dijo el carcelero con otra sonrisa— sabrá qué clase de persona es el señor Jaggers.
—¡Vamos! —exclamó el señor Wemmick dando de súbito un golpecito juguetón al carcelero—, ya sabe usted que cuando tiene que habérselas con mi principal se queda más mudo que sus mismas llaves. ¡Venga!, ábranos usted, viejo zorro, o de lo contrario haré que le ponga una querella por detención ilegal.
El carcelero se rió, nos dio los buenos días y siguió riendo y mirándonos por el ventanillo mientras bajábamos los escalones que conducían a la calle.
—Mire usted, señor Pip —dijo Wemmick, hablándome al oído con gravedad mientras me tomaba el brazo confidencialmente—. No creo que el señor Jaggers pueda hacer nada mejor que mantenerse de este modo en las alturas. Siempre está en las alturas. Su constante distanciamiento forma parte de sus inmensas facultades. Ese coronel no se habría atrevido a despedirse de él, así como ese carcelero no se habría atrevido a preguntarle cuáles eran sus intenciones en lo relativo a su caso. Luego, entre su altura y ellos, desliza a su subordinado, ¿comprende usted?, y así los tiene en su poder, en alma y cuerpo.
Quedé muy impresionado, y no por primera vez, por la sutileza de mi tutor. A decir verdad, deseaba cordialmente, y no por primera vez, haber podido tener otro tutor de más modestas facultades.
Me separé del señor Wemmick en la oficina de Little Britain, junto a la cual, como de costumbre, aguardaban algunos aspirantes a la atención de Jaggers, y volví a apostarme cerca del despacho de diligencias, con unas tres horas por delante. Consumí todo ese tiempo pensando en cuán extraño era que yo tuviera que verme rodeado por este hálito de cárcel y de crimen; que de niño, en nuestros marjales, una tarde de invierno lo hubiera conocido por primera vez y que tuviera que reaparecer dos veces, destacado como una mancha debilitada, pero no desvanecida; que bajo esta nueva forma impregnara mi fortuna y mi encumbramiento. Con el espíritu así ocupado, me imaginaba a la joven y hermosa Estella, orgullosa y refinada, viniendo hacia mí, y pensaba con horror en el contraste que ofrecía con la cárcel. Habría querido que Wemmick no me hubiera encontrado o que yo no hubiera accedido a ir con él, para que no me olieran a Newgate, precisamente aquel día ni las ropas ni el aliento. Mientras paseaba, traté de sacudirme del calzado y de los vestidos el polvo de la cárcel, y hasta de expulsar su aire de mis pulmones. Tan contaminado me sentía, recordando a quién esperaba, que al fin llegó el coche puntualmente, y no me había liberado todavía del mancillador recuerdo del invernáculo del señor Wemmick, cuando vi a Estella asomada a la ventanilla y saludándome con la mano.
¿Qué era aquella sombra sin nombre que una vez más había pasado en aquel instante?