A nuestra llegada a Dinamarca encontramos al rey y a la reina de aquel país instalados en sendos sillones puestos sobre una mesa de cocina, presidiendo su Corte. Les acompañaba toda la nobleza danesa consistente en un noble muchacho metido en las botas de gamuza de un gigantesco antepasado, un venerable par de sucio rostro que parecía haber ascendido últimamente del estado llano, y la flor de la caballería danesa con un peine en el cabello y un par de medias blancas de seda, y con un aspecto en conjunto bastante femenino. Mi talentudo paisano permanecía sombríamente aparte, con los brazos cruzados, y yo habría deseado que sus rizos y su frente hubieran sido más verosímiles.
A medida que se desarrollaba la acción fueron trasluciéndose varios pequeños y curiosos detalles. El difunto rey de aquel país no sólo parecía haber estado padeciendo un catarro en el momento de su muerte, sino habérselo llevado a la tumba, y haberlo traído consigo al mundo de los vivos. El regio aparecido llevaba también un fantasmal manuscrito enrollado en su cetro, el cual parecía consultar de vez en cuando, y ello con aire de ansiedad y una tendencia a perder el punto que más bien parecían propios de la vida mortal. Fue esto, me figuro, lo que indujo al gallinero a aconsejar a la Sombra que «volviese la hoja», recomendación que ésta no recibió con mucho agrado. Otra cosa que noté en este mayestático espíritu era que, al paso que aparecía con un aire de haber estado mucho tiempo ausente y recorrido una distancia inmensa, salía manifiestamente de una pared inmediata. Esto dio lugar a que sus espantos fuesen recibidos con risas. La reina de Dinamarca, una dama muy rolliza, aunque según la historia fuera una mujer de bronce, dio al público la impresión de estar demasiado cargada de este metal, pues llevaba la diadema sujeta a la barbilla por una ancha banda de él (cual si tuviese un suntuoso dolor de muelas), y de la misma materia eran las que ceñían su vasta cintura y cada una de las que rodeaban sus brazos, de modo que todos, sin rebozo, la llamaban «el timbal». El noble muchacho de las ancestrales botas resultaba muy inconsecuente, pues se presentaba casi al mismo tiempo como un experto marino, un cómico ambulante, un enterrador, un clérigo y una persona de la mayor importancia en materia de esgrima cortesana, cuya experta mirada e imparcial discernimiento dirimían cuáles eran los más bellos golpes. Esto propició que, poco a poco, se impacientaran con él, y hasta que —al descubrirle en posesión de órdenes sagradas, y negándose a llevar a cabo el servicio fúnebre— la indignación general tomó la forma de una lluvia de nueces. Finalmente, Ofelia se hallaba presa de una locura musical tan lenta que cuando, con el tiempo, llegó a quitarse su chal de muselina, a doblarlo y a enterrarlo, un huraño espectador que había estado enfriando su impaciente nariz contra una barra de hierro en la primera fila del gallinero, gruñó: «Ya está el niño en la cama. ¡Vámonos a cenar!», lo cual, por no decir otra cosa, fue una incongruencia.
Sobre mi desgraciado paisano se acumulaban todos estos incidentes con bullicioso efecto. Cada vez que aquel indeciso Príncipe tenía que hacer una pregunta o expresar una duda, el público trataba de ayudarle ofreciéndole respuestas. Por ejemplo, cuando preguntó si no había más nobleza de ánimo en el sufrimiento, algunos berrearon «sí» otros «no» y otros inclinados a ambas opiniones dijeron: «échalo a cara y cruz», y se promovió una verdadera controversia. Cuando preguntó por qué individuos como él tenían que arrastrarse entre el cielo y la tierra, le animaron con grandes gritos de «¡oigan, oigan!». Cuando apareció con una media desarreglada (desorden expresado, conforme al uso, por un pliegue muy bien hecho en la parte superior, y que siempre me ha parecido hecho con plancha), se entabló en el gallinero una conversación acerca de la palidez de la pierna y de si ésta se debía al susto que le había dado el fantasma. Al tomar la flauta dulce —muy parecida a una flautita negra que acababan de tocar en la orquesta y le habían alcanzado desde la puerta—, le gritaron al unísono que tocase el Rule Britannia. Cuando recomendó al músico que no aserrara de aquel modo la canción, el hombre huraño dijo: «Y tú tampoco; ¡eres mucho peor que él!». Y siento tener que decir que en cada una de estas ocasiones el señor Wopsle era saludado con grandes carcajadas.
Pero la prueba más dura para él fue en el cementerio, el cual tenía la apariencia de una selva virgen, con una especie de pequeño lavadero eclesiástico a un lado y una barrera de peazgo en el otro. Al ver entrar por la barrera al señor Wopsle envuelto en una amplia capa negra, el sepulturero le advirtió amistosamente: «¡Cuidado! ¡Ahí viene el empresario de pompas fúnebres a vigilar tu trabajo!». Supongo que es bien sabido en un país constitucional que el señor Wopsle no podía en modo alguno haber devuelto la calavera, después de moralizar acerca de ella, sin limpiarse los dedos en una blanca servilleta que se sacó del pecho, pero ni siquiera esta inocente e indispensable acción pudo pasar sin el comentario: «¡Camarero!». La llegada del cadáver para su entierro, en una negra caja vacía con la tapadera a medio caer, fue la señal para un regocijo general que subió de punto en punto al ser descubierto entre los portadores un individuo conocido del público. El regocijo acompañó al señor Wopsle durante su lucha con Laertes, en el borde del escenario y de la tumba, y no cedió hasta que hubo arrojado al rey de su mesa-cocina y se hubo muerto, pulgada a pulgada, empezando por los tobillos y acabando por la cabeza.
Nosotros hicimos al principio unos débiles esfuerzos para aplaudir al señor Wopsle; pero resultaron demasiado vanos para que valiera la pena insistir. Así, permanecimos callados vivamente condolidos por lo que le ocurría, pero riéndonos, sin embargo, con toda el alma. Yo estuve todo el rato riéndome, a pesar mío, tan cómico resultaba todo; y, no obstante, tenía una vaga impresión de que había algo positivamente bello en la alocución del señor Wopsle, y no a causa de antiguos recuerdos, me figuro, sino porque era muy lenta, muy lúgubre, muy llena de subidas y bajadas de tono, y muy distinta en todos los sentidos al modo de expresarse de cualquier hombre en cualquier circunstancia natural de vida o muerte, acerca de cualquier asunto. Al terminar la tragedia y después de que le hubieran llamado a la escena para darle una réplica, le dije a Herbert:
—Vámonos en seguida, o de lo contrario nos exponemos a encontrárnoslo.
Bajamos las escaleras lo más deprisa que pudimos, pero no fuimos lo bastante rápidos. En la puerta aguardaba un hombre con cara de judío y unas cejas monstruosamente negras, que me clavó la mirada al vernos venir y que, al tenernos junto a él, dijo:
—¿El señor Pip y su amigo?
Tuvimos que confesar que se trataba de nosotros.
—El señor Waldengarver —dijo el hombre— quisiera tener el honor…
—¿Waldengarver? —repetí; pero Herbert me murmuró al oído: «Probablemente, Wopsle»—. ¡Oh! —dije yo—. Sí. ¿Tenemos que ir con usted?
—Unos pasos, hagan el favor. —Cuando estuvimos en un pasadizo lateral, se volvió y nos preguntó—: ¿Qué les ha parecido su aspecto? Le he vestido yo.
Yo no sabía qué decir de su aspecto, sino que me parecía muy fúnebre y que la adición de un gran sol o estrella danesa colgada de su cuello por una cinta azul le daba la apariencia de estar asegurado en alguna singular compañía contra incendios. Pero dije que me había parecido muy bien.
—En la escena de la sepultura lució magníficamente su capa. Pero, juzgando desde entre bastidores, me pareció que cuando vio al fantasma en la habitación de la reina, podía haber sacado mejor partido de sus medias.
Asentí modestamente, y los tres entramos por una sucia puertecilla de muelles a una especie de caja de embalaje que había detrás. Allí estaba el señor Wopsle despojándose de sus atavíos daneses, en un espacio tan reducido que sólo manteniendo abierta la puerta o tapa de la caja alcanzábamos a poder mirarle, uno por encima del hombro del otro.
—Caballeros —dijo el señor Wopsle—, estoy orgulloso de verlos. Espero, señor Pip, que me perdonará usted por haberle hecho llamar. Tuve la dicha de conocerle en otros tiempos, y el Drama ha tenido siempre privilegios que son reconocidos hasta por los más nobles y opulentos.
Entretanto, el señor Waldengarver, sudando terriblemente, hacía esfuerzos para desprenderse de sus principescos lutos.
—Quítese las medias con cuidado, señor Waldengarver —dijo su propietario—, o las va a reventar, y con ellas reventará treinta y cinco chelines. Nunca se obsequió a Shakespeare con un par como éste. Estése ahora quieto en su silla, y déjeme hacer a mí.
Con esto, se arrodilló y se puso a despellejar a su víctima, quien, al salir la primera media, se habría caído de espaldas con silla y todo si hubiera habido espacio para que se cayera nadie.
Hasta entonces yo no había osado hablar de la representación. Pero en aquel momento el señor Waldengarver nos miró complacido y dijo:
—Caballeros, ¿qué les ha parecido la función?
Herbert dijo desde detrás (dándome al mismo tiempo con el codo):
—De primera.
Yo dije también:
—De primera.
—¿Qué les pareció mi interpretación del personaje? —dijo el señor Waldengarver, en un tono poco menos que protector.
Herbert dijo desde detrás (volviendo a darme con el codo):
—Sólida y precisa.
—Eso es —dije yo descaradamente, como si se me hubiera ocurrido a mí y debiera insistir en ello—: Sólida y precisa.
—Me alegro de merecer su aprobación, caballeros —dijo el señor Waldengarver, con aire de dignidad, a pesar de estar todo el rato apretado contra la pared y agarrado al asiento de la silla.
—Pero le diré una cosa, señor Waldengarver —dijo el hombre arrodillado—, en que desmerece su trabajo. ¡Óigalo bien! No me importa quién opine lo contrario; yo se lo digo. Su interpretación de Hamlet desmerece cuando deja usted ver sus piernas de perfil. El último Hamlet que vestí cometía la misma equivocación en el ensayo, hasta que le convencí de ponerse una gran oblea encarnada en cada espinilla, y entonces en el ensayo (que fue el último) me puse frente al escenario, señor, en el fondo del patio y cada vez que él se ponía de perfil, yo le gritaba: «¡No veo las obleas!», y por la noche su representación fue maravillosa.
El señor Waldengarver me sonrió, como diciendo: «Es un fiel servidor, no hago caso de sus simplezas»; y después dijo en voz alta:
—Mi concepto es un poco clásico y demasiado profundo para esta gente; pero ya se irán educando, ya se irán educando.
Herbert y yo dijimos a la vez:
—Oh, sin duda que se irán educando.
—¿Han observado, caballeros —dijo el señor Waldengarver—, que había un hombre en el gallinero que trataba de hacer chacota del servicio… quiero decir, de la representación?
Respondimos servilmente que teníamos idea de haber observado un hombre así. Yo añadí:
—Seguramente estaría borracho.
—Oh, no, querido señor —dijo el señor Wopsle—. No estaba borracho. Ya cuidaría quien lo paga. No le permitiría emborracharse.
—¿Conoce usted al que lo paga? —le pregunté.
El señor Wopsle cerró los ojos y los volvió a abrir, ejecutando ambas ceremonias con gran lentitud.
—Deben de haber observado ustedes —dijo— un asno ignorante y vocinglero, con voz de carraca y expresión de baja malignidad, que tenía a su cargo (no quiero decir que lo representara) el rôle (si se me permite emplear una expresión francesa) de Claudio, rey de Dinamarca. Éste es quien le paga, señores. ¡Así está la profesión!
Sin saber claramente si me habría dado más pena el señor Wopsle en el caso de verle desesperado, me daba tanta tal como le veía que aproveché una ocasión en que se volvió de espaldas para que le pusieran los tirantes —lo cual nos obligó a salir a la puerta— para preguntar a Herbert qué le parecía si le invitábamos a cenar. Herbert dijo que le parecía muy bien; por lo tanto, invité al señor Wopsle, que vino a Barnard's con nosotros embozado hasta los ojos, e hicimos en su obsequio todo lo que pudimos, y él se quedó hasta las doce de la noche, pasando revista a sus éxitos y desarrollando sus planes. He olvidado cuáles eran éstos en detalle, pero recuerdo que en resumen empezaría por resucitar el Drama y acabaría aplastándolo; tanto más por cuanto la muerte del señor Wopsle lo dejaría completamente huérfano y sin esperanza alguna.
Después de todo esto, me fui tristemente a la cama y tristemente soñé que mis perspectivas habían desaparecido, y que tenía que casarme con la Clara de Herbert, o representar el papel de Hamlet con el espectro de la señorita Havisham, ante veinte mil personas, sin saber veinte palabras de él.