Después de pensarlo mucho, mientras me vestía por la mañana en el Jabalí Azul, resolví decirle a mi tutor que dudaba de que Orlick fuese el hombre apropiado para ocupar un puesto de confianza en casa de la señorita Havisham.
—Claro que no lo es, Pip —dijo, agradablemente convencido de antemano sobre el caso en general—, porque el hombre que ocupa un puesto de confianza nunca es la clase de hombre apropiado. —Pareció que le ponía de buen humor saber que aquel particular empleo no era ocupado excepcionalmente por el hombre apropiado, y escuchó con aire complacido mientras yo le refería cuanto sabía de Orlick—. Muy bien, Pip —observó, al terminar yo—, voy a despedirle en el acto.
Un poco alarmado ante tan pronta decisión, me mostré partidario de aplazarla un poco, y hasta llegué a insinuar que nuestro amigo podría ser algo difícil de manejar.
—Oh, eso no —dijo mi tutor, doblando su pañuelo con perfecta confianza—; me gustaría verle discutir el asunto conmigo.
Como debíamos regresar a Londres en la diligencia del mediodía, y como yo desayunaba con un miedo tal de ver aparecer a Pumblechook que apenas podía sostener la taza, esto me dio ocasión para decir que deseaba andar un poco y que me iría por la carretera de Londres mientras el señor Jaggers estaba ocupado, si él quería informar al cochero de que yo cogería el coche donde éste me alcanzara. De esta manera pude escapar del Jabalí Azul inmediatamente después de mi desayuno. Dando entonces un rodeo de un par de millas a campo traviesa por detrás de la casa del señor Pumblechook, volví a entrar en la calle Mayor, algo más abajo de aquel peligroso sitio, y me sentí en relativa seguridad.
Era interesante estar de nuevo en la tranquila y vieja población, y no resultaba desagradable verse aquí y allá reconocido de pronto y contemplado con asombro. Uno o dos comerciantes llegaron hasta salir precipitadamente de sus tiendas y a andar un poco calle abajo delante de mí para poder volverse, como si hubieran olvidado algo, y pasar mirándome frente a frente, ocasiones en las que no sé quién fingía peor, si ellos al aparentar no hacerlo o yo al aparentar no verlo. Aun así mi posición era distinguida, y no estaba descontento de ella, hasta que el destino me echó al paso a aquel consumado malandrín del aprendiz de Trabb.
Mirando calle abajo en cierto punto de mi camino, divisé al aprendiz de Trabb que se acercaba, azotándose con una talega vacía. Juzgando que mirarle serenamente como si no le conociera sería lo más adecuado a mi dignidad y probablemente bastaría para aquietar sus malos instintos, avanzaba con aquella expresión en el semblante y me felicitaba ya por mi éxito, cuando de pronto las rodillas del aprendiz de Trabb empezaron a entrechocar, se le erizaron los cabellos, se le cayó la gorra, se echó a temblar de pies a cabeza, se dirigió tambaleándose al centro de la calle y gritando a la gente: «¡Sostenedme! ¡Me muero de miedo!», simuló hallarse bajo un paroxismo de terror y contrición ocasionado por la dignidad de mi talante. Al pasar yo por su lado le castañetearon los dientes y, con todas las muestras de una extrema humillación, se prosternó en el polvo.
Esto resultó duro de soportar, pero no fue nada. Aún no había recorrido otras doscientas yardas cuando, con indecible terror, asombro e indignación, vi acercarse de nuevo al aprendiz de Trabb. Doblaba la esquina de una calleja. Llevaba la bolsa echada sobre el hombro, brillaba en sus ojos una honrada laboriosidad, y en su aire se leía la determinación de dirigirse a casa de Trabb con alegre diligencia… Con un sobresalto se percató de mi presencia, y le dio un ataque tan fuerte como el anterior; pero esta vez su movimiento fue circular, y se tambaleaba dando vueltas y más vueltas a mi alrededor con las rodillas todavía más afectadas y las manos en alto como pidiendo misericordia. Sus sufrimientos eran jaleados con entusiasmo por un grupo de espectadores, y yo me hallaba confuso a más no poder.
Aún no había llegado al despacho de Correos cuando volví a ver al aprendiz de Trabb que doblaba rápidamente otra esquina. Esta vez estaba completamente cambiado. Llevaba puesto el saco imitando mi abrigo, y venía pavoneándose por la otra acera en dirección contraria, seguido por una caterva de regocijados compinches, dirigiéndose a los cuales exclamaba de vez en cuando, con un ademán: «¡No le conozco!». No hay palabras para expresar toda la burla y el insulto que descargó sobre mí el aprendiz de Trabb cuando, al pasar por mi lado, se estiró el cuello de la camisa, se retorció los tufos, puso un brazo en jarras, y empezó a hacer los más extravagantes visajes, retorciendo los codos y el cuerpo, y diciendo con voz hueca a los que le seguían: «¡No le conozco, no le conozco! Por mi honor que no le conozco». La ignominia consiguiente al hecho de que inmediatamente después se pusiera a cacarear, y me persiguiera por el puente con cacareos como los de una melancólica gallina que me hubiera conocido cuando no era más que un herrero, colmó la ignominia con que yo salí de la ciudad, y por ella fui arrojado, por decirlo así, al campo abierto.
Pero a menos que le hubiera arrancado la vida al aprendiz de Trabb, no veo realmente qué era lo que podía hacer en aquella ocasión, sino sufrirlo. Haberme peleado con él en la calle, o haberme cobrado con menos que con la sangre de su corazón, habría sido fútil y degradante. Además, era un muchacho a quien ningún hombre podía hacer daño, una serpiente invulnerable y escurridiza que, acorralada en un rincón, se escapaba por entre las piernas de su aprehensor, con gañidos de mofa. De todos modos, escribí al señor Trabb, por el correo siguiente, para decirle que el señor Pip se veía obligado a interrumpir todo trato con una persona capaz de olvidar lo debido al decoro público hasta el punto de tener empleado a un muchacho que despertaba repulsión en toda persona respetable.
La diligencia, con el señor Jaggers dentro, me alcanzó a su debido tiempo, y yo volví a tomar asiento en la delantera, y llegué a Londres salvo —pero no sano, porque el corazón me faltaba—. En cuanto llegué, mandé un bacalao y un barril de ostras a Joe (como reparación por no haber ido a verle), y luego me dirigí a Barnard's Jun.
Encontré a Herbert tomando una comida fría, y encantado de verme de regreso. Después de mandar al Vengador al café en busca de una adición a la comida, sentí que necesitaba abrir mi corazón a mi amigo y compañero aquella misma noche. Como la confidencia no cabía ni plantearla teniendo al Vengador en el recibimiento, el cual podía considerarse como una mera antecámara del ojo de la cerradura, le mandé al teatro. Apenas podía darse mejor prueba de la sujeción en que me hallaba respecto a aquel paje que los degradantes expedientes a que constantemente tenía que recurrir para encontrarle ocupación. Tan ruin era la necesidad que a veces le mandaba a la esquina de Hyde Park a ver qué hora era.
Una vez que hubimos comido, y estando sentados con los pies en el guardafuegos, le dije a Herbert:
—Querido Herbert, he de contarte algo muy íntimo.
—Querido Händel —respondió—, estimo y respeto tu confianza.
—Se refiere a mí, Herbert —pregunté—, y a otra persona.
Herbert cruzó los pies, contempló el fuego con la cabeza ladeada y, habiéndolo contemplado en vano durante algún tiempo, me miró como preguntándome por qué no proseguía.
—Herbert —le dije, poniendo la mano sobre su rodilla—. Amo… adoro… a Estella.
En vez de asombrarse, Herbert respondió como si se tratase de la cosa más natural:
—Exactamente. ¿Y qué?
—¿Y qué, Herbert? ¿Es esto lo único que dices? ¿Y qué?
—Quiero decir: ¿y qué más? —dijo Herbert—. Eso, naturalmente, ya lo sabía.
—¿Cómo lo sabías? —pregunté.
—¿Cómo lo sabía, Händel? Pues, por ti mismo.
—Yo nunca te lo he dicho.
—¡Que nunca me lo has dicho! Nunca me has dicho que te habías hecho cortar el pelo, pero yo tengo sentidos para verlo. La has estado adorando desde que te conozco. Trajiste aquí tu adoración en tu maleta. ¡Que nunca me lo has dicho! Si me lo has estado diciendo siempre, de la mañana a la noche. Cuando me contaste tu historia, claramente me diste a entender que habías empezado a adorarla en cuanto la viste, siendo todavía poco más que un niño.
—Muy bien, pues —dije yo, para quien aquello era nuevo, pero no desagradable—, nunca he dejado de adorarla. Y ella ha vuelto hecha una hermosísima y elegante criatura. Ayer la vi, y si antes la adoraba, la adoro doblemente ahora.
—Entonces es una suerte para ti, Händel —dijo Herbert—, que hayas sido escogido y destinado para ella. Sin entrar en terreno prohibido, podemos arriesgarnos a afirmar que no cabe duda entre nosotros sobre este hecho. ¿Tienes ya alguna idea de lo que piensa Estella sobre tu adoración?
Moví tristemente la cabeza.
—¡Oh! Está a miles de millas lejos de mí —dije.
—Paciencia, querido Händel: aún queda tiempo, aún queda tiempo. Pero ¿tienes algo más que decir?
—Me avergüenza decirlo —respondí—, y, no obstante, no es peor decirlo que pensarlo. Tú me llamas un muchacho con suerte. Desde luego lo soy. Ayer, como quien dice, no era más que un aprendiz de herrero. Hoy soy… ¿qué diré que soy hoy?
—Di un buen muchacho, si quieres una frase —respondió Herbert, sonriendo y dándome golpecitos en la espalda—, un buen muchacho con ímpetu y vacilación, atrevimiento y timidez, acción y ensueño, todo curiosamente mezclado.
Me detuve un momento a considerar si verdaderamente había esta mezcolanza en mi carácter. En conjunto no me reconocía en aquel análisis, pero me pareció que valía la pena discutirlo.
—Cuando pregunto qué es lo que soy hoy —continué—, me refiero a lo que tengo en el pensamiento. Tú dices que soy afortunado. Yo sé que no he hecho nada para elevarme y que la Fortuna por sí sola me ha levantado; esto es ser muy afortunado. Y, no obstante, cuando pienso en Estella…
—Y ¿cuándo es que no piensas en ella? —interpuso Herbert con los ojos fijos en el fuego, lo cual me pareció bondadoso y simpático de su parte.
—Entonces, querido Herbert, no podría decirte cuán inseguro y atado me siento, y cuán expuesto a un sinfín de contingencias. Evitando entrar en terreno prohibido, como has hecho tú ahora mismo, puedo decir, no obstante, que todas mis perspectivas descansan en la constancia de una persona (no nombro a nadie). Y en el mejor de los casos, ¡qué impreciso y poco satisfactorio resulta no saber más claramente en qué consisten! —Al decir esto, descargaba mi espíritu de algo que siempre, más o menos, lo había apesumbrado, pero más, indudablemente, desde el día antes.
—Hombre, Händel —respondió Herbert, a su manera alegre y optimista—, me parece que el abatimiento de una tierna pasión nos hace mirar los dientes del caballo regalado con cristales de aumento. Y me parece que, al concentrar nuestra atención en este examen, olvidamos completamente una de las mejores condiciones del animal. ¿No me has contado que tu tutor, el señor Jaggers, te dijo al principio que no estabas dotado únicamente de esperanzas? Y aunque no te lo hubiera dicho, si bien concedo que tiene su importancia, ¿puedes creer que, de todos los hombres de Londres, sea el señor Jaggers capaz de mantener sus presentes relaciones contigo sin estar seguro del terreno que pisa?
Respondí que no podía negar que éste era un argumento poderoso. Lo dije (la gente lo hace a menudo en tales casos) como una difícil concesión a la verdad y a la justicia, ¡como si tuviera deseos de negarlo!
—Claro que es un argumento poderoso —dijo Herbert— y creo que te verías apurado para hallar otro más firme; por lo demás, debes esperar la hora elegida por el cliente de tu tutor. Sin darte cuenta, cumplirás los veintiún años, y acaso entonces obtengas más extensos informes. De cualquier modo, estarás cada vez más cerca de obtenerlos, porque al fin tienen que llegar.
—¡Qué temperamento tan optimista tienes! —dije yo, admirando, agradecido, su carácter animoso.
—Debo tenerlo —dijo Herbert— porque no tengo gran cosa más. He de confesar, dicho sea de paso, que el buen sentido de lo que acabo de decir no es mío, sino de mi padre. La única observación que le he oído hacer sobre tu historia fue ésta, que es definitiva: «Debe de ser cosa resuelta y arreglada, porque de otro modo el señor Jaggers no andaría en ella». Y ahora, antes de decir nada más acerca de mi padre o del hijo de mi padre, y de devolver confidencia por confidencia, quiero hacerme por un momento seriamente desagradable para ti, positivamente repulsivo.
—No lo lograrás —dije.
—¡Oh, sí, lo lograré! —exclamó él—. A la una, a las dos, a las tres, ¡allá va! Händel, amigo querido —aunque se expresaba en este tono ligero, hablaba muy en serio—, desde que nos hemos puesto a conversar con los pies en el guardafuegos, estoy pensando que seguramente Estella no es una condición de tu herencia, puesto que tu tutor no se ha referido nunca a ella. Estoy en lo cierto al entender, por lo que tú me has dicho, que no se ha referido a ella ni directa ni indirectamente, ni de modo alguno. ¿No ha insinuado nunca, por ejemplo, que tu protector podría tener sus ideas acerca de un posible casamiento tuyo?
—Nunca.
—Ahora, Händel, no es que sienta el sabor de las uvas verdes; ¡palabra de honor! Puesto que nada te obliga a ella, ¿no podrías desinteresarte de ella? Ya te dije que sería desagradable.
Volví a un lado la cabeza porque, con un ímpetu y una violencia como las del viento que sopla en los marjales viniendo del mar, volvió a invadir mi corazón un sentimiento parejo al que me había abrumado aquella mañana en que dejé la herrería, mientras la niebla se levantaba solemne y yo ponía la mano en el poste indicador a la salida del lugar. Durante unos momentos reinó el silencio entre nosotros.
—Sí; pero, querido Händel —continuó Herbert, como si hubiéramos hablado en vez de estar callados—, que esto haya arraigado tan fuertemente en el corazón de un muchacho a quien la naturaleza y las circunstancias han hecho tan romántico, lo convierte en una cosa muy seria. Piensa en la educación que Estella ha tenido, y piensa en la señorita Havisham. Piensa en lo que es ella (ahora sí que soy repulsivo y tú me aborreces). Esto puede llevar a cosas muy tristes.
—Lo sé, Herbert —dije yo, con la cabeza vuelta todavía—, pero no puedo remediarlo.
—¿No puedes olvidarla?
—No. ¡Imposible!
—¿No puedes intentarlo, Händel?
—No, ¡imposible!
—¡Bueno! —dijo Herbert, levantándose con una viva sacudida, como si despertara de un sueño, y poniéndose a atizar el fuego—; ¡ahora volveré a ser agradable!
Dio una vuelta por la estancia, sacudió las cortinas, puso las sillas en su lugar, ordenó los libros y otras cosas que estaban por allí de cualquier modo, salió al recibimiento, miró dentro del buzón, cerró la puerta y volvió a su silla junto al fuego, donde se sentó cogiendo con entrambos brazos su pierna izquierda.
—Voy a decirte dos palabras, Händel, referentes a mi padre y al hijo de mi padre. Temo que el hijo de mi padre apenas necesita observar que la casa de mi padre no anda muy bien gobernada.
—Siempre hay abundancia en todo, Herbert —dije, por decir algo alentador.
—¡Oh, sí!, y lo mismo dice el basurero, creo yo, con la mayor satisfacción, y lo mismo dicen en el almacén de la esquina. Con toda formalidad, Händel, porque el asunto es serio y tú sabes lo que ocurre tan bien como yo. Supongo que hubo un tiempo en que mi padre se preocupaba de las cosas; pero ese tiempo, si existió, está ya muy lejos. ¿Puedo preguntarte si has tenido ocasión de observar en tu tierra que los hijos de matrimonios no demasiado felices son los que tienen siempre mayores ganas de casarse?
Ésta era una pregunta tan singular que yo la respondí con otra.
—¿Es eso verdad?
—No lo sé —dijo Herbert—, y es lo que quería saber. Porque éste es resueltamente nuestro caso. Mi pobre hermana Charlotte, que venía detrás de mí y murió antes de cumplir catorce años, fue un ejemplo notable de ello. La pequeña Jane es otro, a juzgar por el deseo de verse colocada matrimonialmente; se podría suponer que ha pasado toda su corta existencia en perpetua contemplación de la felicidad doméstica. El pequeño Alick, que aún lleva babero, ya ha hecho sus arreglos con una adecuada personita de Kew. Y, en realidad, pienso que todos estamos comprometidos, excepto el bebé.
—¿Y tú también, entonces? —dije yo.
—Sí —dijo Herbert—, pero es un secreto.
Le prometí guardar el secreto y le rogué que me favoreciera con más detalles. Había hablado con tanto juicio y comprensión de mi debilidad que deseaba conocer algo de su fortaleza.
—¿Puedo preguntar cómo se llama? —dije.
—Se llama Clara —dijo Herbert.
—¿Vive en Londres?
—Sí. Tal vez tendría que mencionar —dijo Herbert, que, desde que habíamos entrado a tratar este interesante tema, había tomado un aire curiosamente mustio y abatido— que está algo por debajo de las tontas ideas de mi madre en materia de alcurnia, Su padre tenía algo que ver con el suministro de víveres a los buques de pasajeros. Creo que era una especie de sobrecargo.
—Y ahora, ¿qué es? —dije yo.
—Ahora es un inválido —respondió Herbert.
—¿Que vive…?
—En el primer piso —dijo Herbert. Lo cual no era todo lo que yo quería decir, porque mi pregunta se refería a sus medios económicos—. No le he visto nunca, pues no se ha movido de su habitación de arriba desde que conozco a Clara. Pero le he oído continuamente. Porque arma unos alborotos tremendos, ruge y aporrea el suelo con algún horrible instrumento. —Mirándome y riéndose luego de buena gana, Herbert recobró por el momento su animación habitual.
—¿No esperas verle? —le interrogué.
—Oh, sí, a cada momento espero verle —repuso—, porque nunca le oigo sin miedo de que nos caiga encima por un boquete del techo. Pero no sé cuánto tiempo podrán resistir las vigas.
Después de reírse otra vez con toda el alma, volvió a ponerse mustio y me dijo que tan pronto empezara a hacerse un capital tenía intención de casarse con esa señorita. Y añadió como proposición axiomática, madre del desaliento:
—Porque uno no puede casarse, ¿sabes?, mientras se labra un futuro.
Mientras contemplábamos el fuego y mientras yo pensaba en lo difícil que resultaba a veces este sueño del Capital, me metí las manos en los bolsillos. Un papel doblado que encontré en uno de ellos llamó mi atención. Lo desdoblé y resultó ser el anuncio que había recibido de Joe, referente al famoso aficionado de provincias de rosciana celebridad.
—¡Bendito sea Dios! —exclamé involuntariamente en voz alta—, ¡es para esta noche!
Esto mudó en el acto el curso de nuestra conversación y nos decidió apresuradamente a ir al teatro. Así, después de haber prometido consolar y favorecer a Herbert en esta empresa de su corazón, por todos los medios posibles e imposibles; después de que Herbert me hubo contado que su prometida me conocía ya de nombre, y que me la iba a presentar, y después de haber sellado nuestras mutuas confidencias con un caluroso apretón de manos, apagamos nuestras velas, cubrimos nuestro fuego, cerramos la puerta y salimos en busca del señor Wopsle y de Dinamarca.