Me levanté temprano y me eché a la calle. No era todavía hora de ir a casa de la señorita Havisham. Así pues, di un paseo por el campo, por el lado de la villa donde caía la casa de la señorita Havisham… que no era donde caía la de Joe; podía ir allí al día siguiente, pensando en mi protectora y forjándome las más brillantes pinturas de sus planes para mí.
Ella había adoptado a Estella, casi podía decirse que me había adoptado a mí, y no podía dejar de ser su propósito juntarnos. Me reservaba la misión de restaurar la desolada mansión, de abrir al sol sus oscuros aposentos, de poner en marcha los relojes y hacer que brillaran las llamas en las frías chimeneas, quitar las telarañas, destruir los bichos… en una palabra, realizar las brillantes hazañas de un joven caballero de leyenda y casarme con la princesa. Me había detenido a mirar la casa, al pasar ante ella; y sus viejas paredes de rojo ladrillo, sus cerradas ventanas, la vigorosa y verde yedra que abrazaba hasta las chimeneas con sus fibras y sarmientos, cual brazos viejos y membrudos, formaban un atractivo misterio cuyo héroe era yo. Estella era, desde luego, su alma y su inspiración. Pero, aunque había tomado tan fuerte posesión de mí, aunque mi deseo y mi esperanza estaban puestos en ella, aunque su influencia sobre mi vida de muchacho y sobre mi carácter había sido todopoderosa, ni siquiera en aquella romántica mañana la investía yo con otros atributos que los que realmente poseía. De propósito menciono aquí esto, porque es la clave por la que se me ha de seguir en mi triste laberinto. A juzgar por mi experiencia, el concepto habitual de lo que es un verdadero enamorado no puede ser siempre exacto. La verdad pura y simple es que, cuando yo amaba a Estella con el amor de un hombre, la amaba porque la encontraba irresistible. En definitiva, comprendía con dolor, muy a menudo, ya que no siempre, que la amaba contra toda razón, sin contar con promesa alguna, contra la paz de mi espíritu, contra toda esperanza, en detrimento de mi felicidad, a pesar de todos los motivos posibles de desaliento. Y no la amaba menos por comprender eso, ni comprender eso influía para contenerme más de lo que habría influido considerarla devotamente como la perfección en persona.
Acomodé mi paseo de modo que me permitiera llegar a la verja a la hora de las otras veces. Después de llamar con mano insegura, me volví de espaldas a la verja, mientras trataba de respirar con calma y moderar los latidos de mi corazón. Oí que se abría la puerta lateral y que unos pasos se acercaban atravesando el patio; pero fingí no estar escuchando hasta cuando la puerta giró sobre sus mohosos goznes.
Notando, al cabo, que me tocaban en el hombro, me volví fingiendo sorpresa. La sorpresa fue más sincera entonces, porque me hallé frente a un hombre severamente vestido de gris. Era el último hombre a quien habría esperado hallar como portero en casa de la señorita Havisham.
—¡Orlick!
—¡Ah, señorito! Hay otros cambios además del suyo. Pero entre, entre. Va contra las órdenes tener la puerta abierta.
Entré y él la cerró, dio vuelta a la llave y la sacó de la cerradura.
—¡Sí! —dijo, volviéndose, después de haberme precedido unos pasos en dirección a la casa—. ¡Aquí me tiene!
—¿Cómo has llegado aquí?
—Pues llegué andando —respondió—. La maleta me la trajeron en una carretilla.
—¿Y para qué estás aquí?
—Supongo que no será para nada malo, ¿eh, jovencito?
No estaba yo muy seguro de ello. Y tuve tiempo de reflexionar sobre esta respuesta, mientras él levantaba su torva mirada del suelo y me iba repasando de pies a cabeza.
—Entonces, ¿has dejado la herrería? —pregunté.
—¿Es que esto tiene aire de ser una herrería? —respondió Orlick, mirando a su alrededor con aire ofendido—. Diga, ¿es que lo parece?
Le pregunté cuánto tiempo hacía que había dejado a Joe y su fragua.
—Los días aquí se parecen tanto unos a otros —respondió— que no puedo decirlo sin echar antes la cuenta. Sin embargo, vine aquí, poco más o menos, después de marcharse usted.
—Esto ya lo sabía, Orlick.
—¡Ah! —dijo él, secamente—. Pero es que usted ahora es una persona instruida.
En esto, habíamos llegado a la casa, donde vi que su habitación era una que había junto a la puerta, con una pequeña ventana que daba al patio. En sus reducidas proporciones, no era muy distinta al sitio usualmente asignado a un portero de París. Había unas llaves colgadas en la pared, a las cuales añadió la llave de la verja; y su cama, cubierta con una colcha remendada, estaba en un pequeño hueco o alcoba. Todo tenía un aire desaliñado, confinado y modorriento, como si fuese la jaula de un lirón humano; mientras, él, sombrío y macizo en la oscuridad de un rincón junto a la ventana, parecía —y así era en verdad— el lirón para el cual se había hecho la jaula.
—Nunca había visto esta habitación —observé—, pero no acostumbraba haber ningún portero aquí, antes.
—No —dijo él—, no hasta que se cayó en la cuenta de que no había ningún hombre en la casa, lo cual se consideró peligroso, con tanto forzado y tanta chusma y tanta canalla yendo y viniendo por aquí. Y entonces me recomendaron para el puesto, como hombre que podía habérselas con cualquier otro, y yo lo acepté. Es más cómodo que darle al fuelle y al martillo. Está cargado.
Mis ojos se habían fijado en un fusil con abrazaderas de cobre que estaba encima de la chimenea, y su mirada había seguido a la mía.
—Bueno —dije, con pocos deseos de proseguir aquella conversación—. ¿Puedo subir a ver a la señorita Havisham?
—¡Que me ahorquen si lo sé! —respondió, desperezándose primero y sacudiéndose después—. Mis instrucciones acaban aquí, jovencito. Daré un golpe a esta campana con este martillo, y usted seguirá el pasillo hasta que encuentre a alguien.
—Supongo que me esperan.
—¡Que me ahorquen dos veces si lo sé! —dijo él.
Con esto enfilé el largo pasillo que había pisado por vez primera con mis gruesas botas, y él hizo sonar su campana. Al extremo del pasillo, mientras la campana tañía aún, encontré a Sarah Pocket, la cual parecía haberse vuelto ahora definitivamente verde y amarilla por culpa mía.
—¡Oh! —dijo—. ¿Es usted, señor Pip?
—Sí, señorita Pocket. Tengo el gusto de participarle que el señor Pocket y su familia siguen todos bien.
—¿Son algo más juiciosos? —preguntó, moviendo tristemente la cabeza—. Más les valdría ser juiciosos que tener salud. ¡Ah, Matthew, Matthew! ¿Conoce usted el camino, señor?
Bastante bien, porque más de una vez había subido aquella escalera a oscuras. La subí ahora, mejor calzado que antaño, y llamé a mi antiguo modo a la puerta del cuarto de la señorita Havisham.
—Es la llamada de Pip —la oí decir inmediatamente—. Entra, Pip.
Estaba en su silla junto a la mesa de siempre, vestida como siempre, con ambas manos cruzadas sobre su bastón, y la vista fija en el fuego. Sentada a su lado, sosteniendo en la mano el blanco zapato que nunca había sido calzado y contemplándolo con la cabeza inclinada, había una elegante dama a quien nunca había visto.
—Entra, Pip —continuó murmurando la señorita Havisham, sin volverse ni levantar la cabeza—; entra Pip, ¿cómo estás, Pip? Me besas la mano como si fuera una reina, ¿eh? Bien. —Me miró de pronto, no levantando más que los ojos, y repitió en un tono lúgubremente travieso—: ¿Y bien?
—Me han dicho, señorita Havisham —expliqué un poco desconcertado—, que usted tenía la bondad de desear que viniese a verla, y he venido en seguida.
—¿Y bien?
La dama a quien nunca había visto alzó los ojos y me miró con picardía, y entonces vi que aquellos ojos eran los de Estella. Pero estaba tan cambiada, había ganado tanto en hermosura, se había hecho tan mujer en todas aquellas cosas que despiertan admiración, había realizado tan maravillosos progresos, que parecía que yo no hubiera hecho ninguno. Me imaginé, al mirarla, que volvía a ser el muchacho rudo y ordinario de antes. ¡Oh, cuán lejano y diferente de ella me sentí, y cuán inaccesible me pareció!
Me dio la mano. Balbucí algo sobre el placer que me causaba volverla a ver y el tiempo que hacía que lo estaba deseando.
—¿La encuentras muy cambiada, Pip? —preguntó la señorita Havisham, con su ávida mirada y golpeando una silla que había entre las dos como señal para que me sentara en ella.
—Al entrar, señorita Havisham, ni su rostro ni su figura me parecieron los de Estella; pero ahora todo encaja de un modo tan curioso en la…
—¿Qué? No irás a decir en la Estella de antes… —interrumpió la señorita Havisham—. Era orgullosa e insolente y tú quisiste huir de ella. ¿Lo recuerdas?
Dije confusamente que de esto hacía ya mucho tiempo, que yo era entonces muy ignorante, y cosas por el estilo. Estella sonrió con perfecta compostura, y dijo que indudablemente yo había tenido toda la razón, y ella se había conducido de un modo muy desagradable.
—¿Ha cambiado él? —le preguntó la señorita Havisham.
—Mucho —dijo Estella contemplándome.
—¿Menos rudo y ordinario? —dijo la señorita Havisham, jugando con los cabellos de Estella.
Ésta se rió, miró el zapato que tenía en la mano, se rió otra vez, me miró a mí, y dejó el zapato. Todavía me trataba como a un muchacho, pero coqueteaba conmigo.
Permanecimos sentados en el fantástico aposento en medio de las antiguas y raras influencias que tanto habían pesado sobre mí, y me enteré de que Estella acababa de llegar de Francia e iba a partir para Londres. Altiva y voluntariosa como siempre, de tal modo había sometido estas cualidades a su hermosura que resultaba imposible y antinatural —o así me lo parecía a mí— separarlas de su belleza. Verdaderamente era imposible disociar su presencia de todas aquellas desdichadas ansias mías de riqueza y distinción que habían trastornado mi adolescencia; de todas aquellas desordenadas aspiraciones que por primera vez me habían hecho avergonzar de mi casa y de Joe; de todas aquellas visiones que me habían mostrado su rostro en las llamas del hogar, que lo habían hecho saltar del hierro batido en el yunque, que lo habían hecho salir de las tinieblas de la noche para asomarse a la ventana de la herrería y luego desaparecer. En una palabra, se me hacía imposible separarla, en el pasado o en el presente, de lo más íntimo de mi propia vida.
Se convino que yo pasaría allí todo el día, para volver al hotel por la noche, y a Londres a la mañana siguiente. Después de conversar un rato, la señorita Havisham nos mandó a dar un paseo por el jardín abandonado, diciendo que cuando volviéramos yo la pasearía en su silla de ruedas, como en otros tiempos.
Así pues, Estella y yo salimos al jardín por la puerta que me llevó al encuentro con el pálido señorito, hoy Herbert; yo, temblando en mi interior y adorando hasta la orla de su vestido; ella, muy serena y sin adorar en absoluto la orla del mío. Al acercarnos al lugar del encuentro, Estella se detuvo y dijo:
—He tenido que ser una singular criatura para esconderme y presenciar la lucha aquel día; pero lo hice y me divirtió mucho.
—Luego me lo premiaste bien.
—¿De veras? —respondió con el tono de quien no recuerda la cosa—. Recuerdo que yo sentía gran aversión por tu contrincante, porque me molestaba que lo hubieran traído aquí para importunarme con su compañía.
—Él y yo somos ahora muy buenos amigos —dije.
—¿De veras? Ahora creo recordar que tomas lecciones de su padre.
—Sí.
Me repugnaba confesarlo, porque esto me daba un aire de muchacho, y ella me trataba ya de sobra como un muchacho.
—Desde que has cambiado de fortuna y de porvenir, has cambiado también de compañía —dijo.
—Naturalmente —respondí.
—Y necesariamente —añadió, con tono altanero—, la compañía que fue un día conveniente para ti, sería ahora completamente impropia.
En mi conciencia, dudo mucho de que me quedara ninguna intención de visitar a Joe; pero, si alguna me quedaba, esta observación la disipó por completo.
—¿No tenías ninguna idea en aquellos tiempos de que tu fortuna estuviera tan cerca? —dijo Estella con un leve ademán, aludiendo a los tiempos del encuentro.
—Ni la más remota.
El aire de entereza y superioridad con que paseaba a mi lado, y el aire de juventud y sumisión con que yo iba al suyo, formaban un contraste que acusaba dolorosamente. Me habría escocido más de lo que me escocía si no hubiera considerado que lo que me ponía en esta situación era el hecho de haber sido escogido y destinado para ella.
El jardín estaba demasiado descuidado para que se pudiera pasear cómodamente por él, y después de haberlo recorrido dos o tres veces, salimos de nuevo al patio de la cervecería. Yo le mostré el sitio exacto donde la había visto andar sobre las barricas, aquella primera vez, y ella dijo, echando una mirada fría e indiferente en aquella dirección:
—¿Eso hice? —Le recordé por dónde ella había salido de la casa y me había dado de comer y beber, y ella dijo—: No lo recuerdo.
—¿No recuerdas que me hiciste llorar? —pregunté.
—No —respondió, y meneando la cabeza miró a otra parte. Creo de veras que el hecho de que no lo recordara y de que no le importara lo más mínimo, me hizo llorar otra vez en mis adentros, que es el llanto más amargo que puede haber.
—Tienes que saber, por si esto puede explicar mi falta de memoria —dijo Estella con la condescendencia propia de una joven hermosa y brillante—, que no tengo corazón.
Traté de decirle que me tomaba la libertad de ponerlo en duda. Que sabía que no era así. Que no podía existir una belleza como la suya sin tener corazón.
—¡Oh! Claro está que tengo un corazón al que se puede clavar un puñal o pegarle un tiro —dijo—, y claro está que si él dejara de latir, yo dejaría de existir. Pero tú ya me entiendes. No tengo ninguna ternura aquí, ni simpatía, ni sentimiento, ni nada de tonterías.
¿Qué era lo que ella me traía a la memoria mientras permanecía allí quieta, mirándome fijamente? ¿Algo que había visto en la señorita Havisham? No. Algunas de sus miradas y ademanes le daban aquella sombra de parecido con la señorita Havisham que a menudo adquieren los niños de las personas mayores con quienes han vivido recluidos y en estrecha unión, y que, una vez pasada la infancia, produce en ocasiones una notable semejanza de expresión entre rostros por otra parte muy distintos. Y no obstante, no podía relacionar aquella impresión con la señorita Havisham. Volví a mirar a Estella y aunque ella me miraba todavía, la impresión había desaparecido.
¿Qué era?
—Hablo en serio —dijo Estella, no tanto con ceño, pues su frente estaba tersa, como con un ensombrecimiento de su rostro—. Si nos hemos de ver con frecuencia, es mejor que lo crea en seguida. ¡No! —me detuvo imperiosamente porque yo había abierto la boca—. No he confiado a nadie mi ternura. Yo no sé lo que es eso.
En otro momento estábamos en la cervecería abandonada, y ella me indicó la alta galería de donde la había visto salir aquel primer día, y me dijo que recordaba haber estado allí arriba, y haberme visto abajo mirando asustado. Al seguir con mis ojos el movimiento de su blanca mano, volvió a asaltarme la misma vaga impresión de un parecido que no podía definir. Mi involuntario sobresalto hizo que pusiera su mano sobre mi brazo. Inmediatamente el fantasma pasó otra vez y desapareció.
¿Qué era?
—¿Qué ocurre? —preguntó Estella—. ¿Otra vez asustado?
—Debería estarlo, si tengo que creer lo que acabas de decirme —respondí, para desviar el asunto.
—Entonces, ¿no lo crees? Muy bien. De todos modos, yo lo he dicho. La señorita Havisham te estará esperando en su sitio de otros tiempos, aunque me parece que esto podría ya olvidarse junto con otras cosas. Demos otra vuelta al jardín y luego entraremos. ¡Vamos! Hoy no tendrás que verter lágrimas por mi crueldad; serás mi paje y me prestarás tu hombro.
Su elegante vestido se había arrastrado por el suelo. Lo recogió un poco con una mano, y con la otra tocó ligeramente mi hombro mientras andábamos. Dimos dos o tres vueltas al animado jardín, que me pareció un edén florido. Si los hierbajos verdes y amarillentos que crecían en las grietas del viejo muro hubieran sido las más preciosas flores del mundo, no podría haber encarecido más su recuerdo.
No había entre nuestras edades una diferencia que pudiera alejarla mucho de mí; teníamos casi los mismos años, aunque naturalmente éstos contaban más en su caso que en el mío; pero el aire de inaccesibilidad que le daban su hermosura y sus modales me atormentaba en medio de mi delicia, y de la seguridad que tenía de que nuestra protectora nos tenía destinados el uno para el otro. ¡Pobre de mí!
Por fin volvimos a la casa, y allí me enteré con sorpresa de que mi tutor había ido a visitar a la señorita Havisham para tratar de negocios, y volvería para comer. Los viejos candeleros de la sala donde estaba puesta la apolillada mesa habían sido encendidos en nuestra ausencia, y la señorita Havisham me estaba aguardando en su silla.
Cuando nos pusimos a recorrer el antiguo circuito en torno a las cenizas del banquete de boda, me pareció estar empujando la silla hacia el mismo pasado. Pero, en la fúnebre estancia, con aquella figura sepulcral recostada en la silla clavándole los ojos, Estella parecía más brillante y hermosa que nunca, y yo experimentaba un más fuerte embeleso.
El tiempo pasó tan aprisa que ya se acercaba la hora de la comida, y Estella nos dejó para vestirse. Nos habíamos detenido junto al centro de la larga mesa, y la señorita Havisham, extendiendo uno de sus marchitos brazos fuera de la silla, descansó la mano cerrada sobre el amarillento mantel. Al volverse Estella a mirar por encima de su hombro, antes de pasar la puerta, la señorita Havisham le mandó un beso con aquella mano, besándosela con una famélica vehemencia que de suyo resultaba espantosa.
Luego, una vez se hubo ido Estella y habiendo quedado solos los dos, se volvió a mí y me dijo en un susurro:
—¿No es bella, graciosa, apuesta? ¿No la quieres?
—¿Quién, viéndola, no la ha de querer, señorita Havisham?
Rodeó mi cuello con su brazo y me hizo bajar la cabeza hasta ponerla junto a la suya.
—¡Quiérela, quiérela, quiérela! ¿Cómo te trata? —Antes de que pudiera responder, suponiendo que hubiera podido hallar respuesta a una pregunta tan difícil, repitió—: ¡Quiérela, quiérela, quiérela! Si te favorece, quiérela. Si te hiere, quiérela. Si te desgarra el corazón, y a medida que crezca y se haga fuerte, te lo desgarra más… ¡quiérela, quiérela, quiérela!
Nunca había visto un ahínco tan apasionado como aquel con que pronunció estas palabras. Pude notar cómo los músculos del flaco brazo que rodeaba mi cuello se hinchaban de la vehemencia que la poseía.
—¡Óyeme, Pip! La adopté para que fuese amada. La crié y la eduqué para que fuese amada. La convertí en lo que es para que fuese amada. ¡Quiérela!
Repitió la palabra lo suficiente para que no hubiera duda acerca de su sentido; pero si la palabra tan repetida hubiese significado, en vez de amor, odio, desesperación, venganza o muerte horrible, no habría podido sonar más, en sus labios, como una maldición.
—Te voy a decir —prosiguió, con el mismo susurro vehemente y precipitado— lo que es el verdadero amor. Es ciega devoción, abnegación absoluta, sumisión incondicional, confianza y fe contra ti mismo y contra todo el mundo, abandono de tu corazón y tu alma enteros al que los destroza… ¡como hice yo!
Al llegar aquí, profirió un grito salvaje, y yo la cogí por la cintura. Porque se levantó en su silla, envuelta en el sudario de su vestido, y se puso a golpear el aire como si de pronto fuese a golpearse a sí misma contra la pared y caer muerta.
Todo esto ocurrió en unos segundos. Mientras la obligaba a sentarse otra vez, percibí un perfume conocido, y al volverme, vi a mi tutor en la sala.
El señor Jaggers llevaba siempre (creo que aún no lo había mencionado) un pañuelo de bolsillo de seda de imponentes proporciones, que le era de gran utilidad en el ejercicio de su profesión. Le he visto aterrorizar de tal modo a un cliente o a un testigo, desdoblando ceremoniosamente este pañuelo, como si fuera a sonarse, y deteniéndose luego, como si supiera que no tendría tiempo de hacerlo antes de que dicho cliente o testigo se comprometiera, que la confesión había seguido inmediatamente como algo inevitable. Cuando le vi en aquella sala, sostenía este expresivo pañuelo con entrambas manos, y nos estaba contemplando. Al topar con mi mirada, dijo con toda claridad mediante una momentánea y silenciosa pausa en aquella actitud: «¿De veras? ¡Curioso!», y luego aplicó el pañuelo a su uso natural, con maravilloso efecto.
La señorita Havisham le había visto al mismo tiempo que yo, y, como todo el mundo, se asustó de él. Hizo un gran esfuerzo para serenarse y tartamudeó que el señor Jaggers había sido puntual como siempre.
—Puntual como siempre —repitió él, llegándose a nosotros—. ¿Cómo está usted, Pip? ¿Le doy un paseíto, señorita Havisham? ¿Una vuelta? ¿Así que está usted aquí, Pip?
Le dije cuándo había llegado, y cómo la señorita Havisham había deseado que fuera a ver a Estella. A lo cual respondió él:
—¡Ah! ¡Una joven preciosa! —Después empujó la silla de la señorita Havisham con una de sus manazas, metiéndose la otra en el bolsillo de su pantalón, como si el bolsillo estuviese lleno de secretos—. ¡Bien, Pip! ¿Había visto usted a la señorita Estella muy a menudo antes?
—¿Muy a menudo?
—¡Sí! ¿Cuántas veces? ¿Diez mil?
—¡Oh! No tantas, ciertamente.
—¿Dos?
—Jaggers —interrumpió la señorita Havisham, con gran alivio de mi parte—, deje tranquilo a Pip, y váyase con él a comer.
Él obedeció, y ambos bajamos juntos las oscuras escaleras.
Mientras nos dirigíamos al edificio aislado del otro lado del patio enlosado, detrás de la casa, me preguntó cuántas veces había visto comer y beber a la señorita Havisham, ofreciéndome, como de costumbre, un ancho campo de elección, entre cien veces y una.
Yo reflexioné, y dije:
—Nunca.
—Y nunca lo verá usted, Pip —respondió con una ceñuda sonrisa—. Nunca, desde que lleva esta vida, ha permitido que la viesen hacer lo uno ni lo otro. Ronda la casa por la noche y entonces come lo que encuentra.
—Perdone, señor —dije—, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Usted puede hacerla —dijo— y yo puedo rehusar el responderla. Pregunte usted.
—El apellido de Estella, ¿es Havisham o…? —No se me ocurrió nada que añadir.
—¿O qué? —dijo él.
—¿Es Havisham?
—Es Havisham.
Con esto llegamos a la mesa, donde Estella y Sarah Pocket nos estaban aguardando. El señor Jaggers tomó la cabecera, Estella se sentó frente a él y yo lo hice frente a mi verde y amarillenta amiga. Comimos bien y nos sirvió una doncella a quien en todas mis idas y venidas no había visto nunca, pero que lo mismo podía haber estado siempre en aquella misteriosa casa. Después de la comida, pusieron ante mi tutor una botella de viejo y excelente oporto (él conocía muy bien aquella marca), y las dos señoras nos dejaron.
Nunca había visto en otro sitio nada comparable a la determinada discreción del señor Jaggers bajo aquel techo; ni siquiera en él mismo. Hasta sus miradas las guardaba para sí y apenas dirigió una vez los ojos al rostro de Estella durante la comida. Cuando ella le hablaba, él atendía, y a su debido tiempo respondía, pero nunca, que yo me diese cuenta, la miró. Por otra parte, ella le miraba a menudo con interés y curiosidad, cuando no con desconfianza, pero en el rostro del señor Jaggers nunca aparecieron señales de que lo notara. Durante toda la comida, halló una agria satisfacción en poner a Sarah Pocket más verde y más amarilla todavía refiriéndose repetidamente, en su conversación conmigo, a mis perspectivas; pero aquí tampoco dio muestras de tener la menor conciencia y hasta pareció que extraía estas referencias —y en realidad las extrajo, aunque yo no sé cómo— de mi inocente persona.
Y cuando nos quedamos solos, adoptó un aire de callarse por lo mucho que sabía que verdaderamente se me hizo insoportable. Interrogaba hasta a su copa, cuando no tenía otra cosa a mano. La miraba al trasluz de la vela, probaba el oporto, lo paladeaba, se lo tragaba, volvía a mirar al oporto, lo olía, lo probaba, lo bebía, volvía a llenar la copa y a interrogarla, hasta que yo me ponía tan nervioso como si supiera que el vino le estaba contando algo en perjuicio mío. Tres o cuatro veces estuve tentado de empezar una conversación; pero cada vez que él veía que le iba a preguntar algo, me miraba con la copa en la mano y paladeando el vino, como queriendo hacerme observar que era inútil porque no podía responder.
Creo que la señorita Pocket comprendía que la sola vista de mi persona la ponía en peligro de enloquecer, tal vez de arrancarse la cofia —que era algo horrible, una especie de estropajo de muselina— y de esparcir por el suelo sus cabellos, que indudablemente nunca habían pertenecido a su cabeza. No apareció cuando más tarde subimos a la habitación de la señorita Havisham, y los cuatro jugamos al whist. En el intervalo, la señorita Havisham, llevada de su fantasía, había puesto algunas de las más hermosas joyas de su mesa tocador en el cabello, pecho y brazos de Estella; y observé que hasta mi tutor miraba a ésta por debajo de sus hirsutas cejas, las cuales levantó un poco al hallar ante sí tal belleza realzada por aquellos vivos destellos de luz y de color.
De qué manera y hasta qué punto el señor Jaggers nos hizo gastar nuestros triunfos y se arregló para ganarnos cada mano con unas cartas mezquinas, ante las cuales la gloria de nuestros reyes y reinas se veía absolutamente confundida, es cosa de la que no quiero hablar; como tampoco de la impresión que me producía de considerarnos tres pobres y transparentes enigmas que desde hacía tiempo tenía descifrados. Lo que me hacía sufrir era la incompatibilidad entre su fría presencia y mis sentimientos hacia Estella. No era saber que nunca podría soportar hablarle de ella, ni oírle hacer crujir sus botas en presencia de ella, ni verle lavarse las manos a causa de ella: era el hecho de que mi admiración tuviese que manifestarse a uno o dos pies de donde estaba él, era que mis sentimientos tuviesen que estar en un mismo sitio con él; esto era lo que me martirizaba.
Jugamos hasta las nueve, y entonces se decidió que cuando Estella fuese a Londres se me advertiría de su llegada para que fuese a recibirla a la diligencia. Luego me despedí de ella, la toqué, y la dejé.
Mi tutor se alojaba en el Jabalí, en el cuarto próximo al mío. Hasta muy avanzada la noche, las palabras de la señorita Havisham, «¡quiérela, quiérela, quiérela!», sonaron en mis oídos. Las adapté a mis sentimientos y dije a mi almohada: «¡la quiero, la quiero, la quiero!» un centenar de veces. Entonces sentí un estallido de gratitud al pensar que me estaba destinada, a mí, al ex aprendiz de herrero. Luego pensé que si ella, como yo temía, aún no se sentía agradecida por aquel destino, ¿cuándo empezaría a interesarse por mí? ¿Cuándo despertaría yo en su corazón, ahora mudo y dormido?
¡Pobre de mí! Pensaba que éstas eran grandes y elevadas emociones. Pero nunca pensé que hubiera nada de bajo y mezquino en el hecho de alejarme de Joe a causa del desprecio que Estella sentiría por él. Hacía apenas un día que Joe había hecho asomar las lágrimas a mis ojos. Muy pronto, ¡Dios me perdone!, se habían secado.