CAPÍTULO XXVIII

Estaba claro que yo debía ir a nuestra villa al día siguiente y, en el primer impulso de mi arrepentimiento, me pareció claro asimismo que debía alojarme en casa de Joe. Pero después de haber adquirido billete para la diligencia y de haber ido a casa del señor Pocket y vuelto de allí, ya no me pareció tan claro el último extremo, y empecé a inventar razones y excusas para alojarme en el Jabalí Azul. Causaría un trastorno en casa de Joe. No me esperaban, y no me tendrían la cama dispuesta; estaría demasiado lejos de casa de la señorita Havisham, y ella era exigente y podría no gustarle. Todos los demás estafadores del mundo no son nada en comparación con los que quieren engañarse a sí mismos, y con todas estas excusas, yo me engañé a mí mismo. Verdaderamente es algo curioso. Que yo inocentemente tomase una media corona falsa fabricada por otro no habría tenido nada de particular; pero sí que a sabiendas tomase por buena la moneda espuria de mi propia fabricación. Un servicial conocido, bajo pretexto de doblar mis billetes de banco para mayor seguridad, sustrae los billetes y me da unas cáscaras de nuez. ¡Qué tiene que ver su juego de manos comparado con el mío, cuando envuelvo mis propias cáscaras de nuez y me las hago pasar por billetes de banco!

Habiendo resuelto alojarme en el Jabalí Azul, me consumía la duda de si llevar o no conmigo al Vengador. Era tentador imaginar a aquel costoso mercenario luciendo sus botas bajo la arcada del patio del Jabalí Azul; era casi solemne imaginarle exhibido como al azar, como por casualidad en la tienda del sastre y confundiendo los irrespetuosos sentidos del aprendiz de Trabb. Por otra parte, el aprendiz de Trabb podía introducirse en su intimidad y contarle cosas; o bien, atrevido y desvergonzado, como me constaba que era, podía ser capaz de achucharle en medio de la calle Mayor. Mi protectora, además, podía oír o enterarse de su existencia y parecerle mal. En resumidas cuentas, resolví dejar al Vengador en Londres.

El billete que había adquirido era para la diligencia de la tarde, y, como ya estábamos en invierno, no iba a llegar a mi destino hasta una o dos horas después de anochecer. Nuestra hora de salida de Crow Keys era las dos. Llegué a ese sitio con un cuarto de hora de antelación, atendido por el Vengador… si es que puedo aplicar esta expresión a quien nunca me atendía, por poco que pudiera evitarlo.

En aquel tiempo era costumbre conducir los forzados al arsenal utilizando la diligencia. Como a menudo había oído decir que ocupaban los asientos exteriores, y más de una vez les había visto pasar por la carretera, balanceando sus piernas cargadas de hierros sobre el techo del coche, no tenía motivo para sorprenderme cuando Herbert, viniendo a encontrarme en el patio, me anunció que dos forzados iban a viajar conmigo. Pero tenía una razón, que ya era ahora antigua, para turbarme cada vez que oía la palabra forzado.

—¿No te importará, Händel? —dijo Herbert.

—¡Oh, no!

—Me ha parecido que no te hacía mucha gracia.

—No puedo fingir que me guste su compañía, como no creo que te gustase a ti; pero, por lo demás, lo mismo me da.

—¡Mira! Ahí vienen —dijo Herbert—. Salen de la taberna. ¡Qué espectáculo tan vil y degradante!

Habían estado convidando a su guardián, pues los acompañaba un carcelero, y los tres salían limpiándose los labios con el revés de la mano. Los dos forzados iban esposados uno al otro, y llevaban grilletes en las piernas —grilletes de un modelo que yo conocía bien—. Vestían el uniforme que yo conocía igualmente. Su guardián ostentaba un par de pistolas, y llevaba un nudoso garrote debajo del brazo; pero parecía estar en buenas relaciones con ellos, y se quedó a su lado, contemplando cómo enganchaban los caballos, con el mismo aire que habría adoptado si los forzados hubieran sido una interesante exposición todavía no inaugurada, y él el conservador de ella. Uno de los hombres era más alto y corpulento que el otro y parecía que, de acuerdo con los misteriosos hábitos del mundo, tanto de los forzados como de los hombres libres, le hubieran asignado el traje más pequeño que se pudo encontrar. Sus brazos y piernas parecían grandes almohadillas que tuvieran aquella forma, y su atavío le disfrazaba de un modo absurdo; pero yo reconocí al primer golpe su ojo medio cerrado. Allí tenía al hombre que había apuntado con su invisible fusil.

Era fácil de ver que, por el momento, no me había reconocido. Me echó una mirada, evaluando con los ojos la cadena de mi reloj, luego escupió y dijo algo a su compañero, y ambos se rieron, se volvieron, haciendo sonar las esposas que los unían, y se pusieron a mirar a otra parte. Los grandes números que llevaban en sus espaldas, como si fueran puertas de casa, su aspecto rudo, desgarbado y sarnoso, como si fueran animales inferiores, sus piernas cargadas de hierros disimulados con pañuelos de bolsillo, y la manera en que todos los presentes los miraban y se apartaban de ellos, los convertía (como había dicho Herbert) en un espectáculo de lo más desagradable y degradante.

Pero esto no fue lo peor. Resultó que toda la parte posterior de la diligencia había sido tomada por una familia, y que no había sitio para los dos presos más que en el banco de delante, detrás del cochero. En vista de lo cual, un irascible caballero, que había tomado el cuarto asiento en ese banco, tuvo un arrebato de cólera y dijo que el mezclarlo con tan ruin compañía era un quebrantamiento de contrato y que era ponzoñoso, dañino, infame, vergonzoso y no sé cuántas cosas más. Mientras tanto el coche estaba dispuesto y el cochero, impaciente, y todos nos preparábamos a subir, y los presos se habían acercado con su guardián, llevando consigo aquel curioso olor a bayeta, cuerda y piedra tosca que acompaña la presencia del forzado.

—No lo tome usted así, caballero —suplicó el guardián al enojado caballero—; yo me sentaré junto a usted y los pondré en el extremo del asiento y no se meterán para nada con usted. Ni siquiera notará que están ahí.

—Y no me eche a mí la culpa —gruñó el forzado a quien yo había reconocido—. Yo no tengo ninguna gana de ir. Con mucho gusto me quedaría. Por mí, mi sitio lo puede ocupar cualquiera.

—O el mío —dijo bruscamente el otro—. No habría incomodado a ninguno de ustedes si hubiera podido hacer mi voluntad. —Luego ambos se echaron a reír, a cascar nueces y a escupir las cáscaras. Y, en realidad, creo que a mí me habría gustado hacer lo mismo si me hubiera visto en su lugar y despreciado de aquel modo.

Por fin se decidió que no había remedio para el irascible caballero, y que éste debía ir con la compañía que le había tocado en suerte o quedarse en tierra. Así pues, ocupó su sitio, todavía refunfuñando, y el guardián se sentó a su lado y los forzados se encaramaron como pudieron; el que yo había reconocido se sentó detrás de mí, de manera que sentía su aliento en mi cabello.

—¡Adiós, Händel! —gritó Herbert, cuando arrancamos. Yo pensé en lo muy afortunado que resultaba que hubiera encontrado un nombre para sustituir el mío de Pip.

Es imposible expresar con cuánta agudeza percibía yo el aliento del forzado, no sólo en el colodrillo, sino a todo lo largo del espinazo. Era una sensación como la de ser tocado en la médula por un ácido muy pungente, y me daba dentera. Parecía que el hombre se aplicara a respirar más que cualquier otro y con mayor ruido; y yo sentía que se me estaba quedando un hombro encogido, con mis esfuerzos para rehuir su contacto.

Hacía un tiempo de perros y los dos hombres maldecían el frío, que no tardó mucho en amodorrarnos a todos; y al dejar atrás la Casa de Medio Camino, íbamos todos, dando cabezadas, estremecidos y silenciosos. Me quedé dormido mientras trataba de resolver la cuestión de si debía o no devolverle las dos libras esterlinas a aquel desventurado antes de perderle de vista, y cómo sería mejor hacerlo. De pronto, una zambullida hacia adelante, como si fuese a bañarme entre los caballos, me despertó asustado y reanudé mis reflexiones.

Pero debía de haber dormido más tiempo de lo que me figuraba, pues, aunque nada podía reconocer en la oscuridad o a la fluctuante luz de nuestros faroles, adiviné que nos hallábamos en los marjales por el aire húmedo y frío que nos daba en el rostro. Inclinados hacia delante en busca de calor y protección del viento, los forzados estaban más cerca de mí que antes. Las primeras palabras que les oí intercambiar después de recobrar la conciencia, fueron las que estaban en mi propio pensamiento: «Dos billetes de una libra».

—¿Y cómo las tenía? —dijo el forzado a quien no había visto nunca.

—¿Qué sé yo? —respondió el otro—. Las tendría escondidas en algún sitio. Se las habrían dado unos amigos, supongo yo.

—Ojalá —dijo el otro, lanzando una fuerte imprecación contra el frío— los tuviera yo aquí.

—¿Los dos billetes o los amigos?

—Los dos billetes. Por uno sólo vendería a todos los amigos que tengo en el mundo, y aún creería salir ganando. Bueno… ¿Así que él dijo…?

—Él dijo —prosiguió el forzado a quien yo había reconocido— (todo se dijo e hizo en medio minuto, detrás de una pila de maderos del arsenal): «¿Así pues, te van a soltar?». Yo dije que así era. «¿Querrías ver si encuentras aquel muchacho que me socorrió y guardó mi secreto, y darle estos dos billetes?». Le dije que sí. Y lo hice.

—Fuiste un bobo —gruñó el otro—. Yo me los habría gastado en cosas de comer y beber. Debía de ser un novato. ¿Dices que no te conocía?

—Ni de vista. Diferentes bandas y diferentes barcos. Le juzgaron por haberse escapado y sacó una perpetua.

—¿Y fue ésta, ¡palabra de honor!, la única vez que trabajaste al aire libre en esta parte del país?

—La única vez.

—Y ¿cuál es tu opinión del lugar?

—Un sitio de los más bestiales. Barro, nieblas, aguazales y trabajo; trabajo, aguazales, nieblas y barro.

Los dos execraron el lugar con groseras expresiones y continuaron gruñendo en voz baja hasta que no les quedó nada por decir.

Después de oír este diálogo habría sido capaz de bajarme de la diligencia y quedarme en la oscuridad de la carretera, de no haber sido porque estaba seguro de que el hombre no tenía la menor sospecha de mi identidad. Verdaderamente, estaba tan cambiado por el tiempo pasado, y, además, vestido tan diferentemente y en tan diferente situación, que no era posible que me conociera sin el concurso de algún auxilio casual. A pesar de esto, la coincidencia de hallarnos ambos en el mismo coche era lo bastante extraña para hacerme temer que alguna otra coincidencia pudiese relacionar, oyéndolo él, mi persona con mi nombre. Por esta razón resolví apearme tan pronto llegáramos a la población y ponerme fuera del alcance de su oído. Realicé este propósito sin dificultad. Mi maletín estaba en la caja que había bajo mis pies, no tuve más que hacer jugar una charnela para sacarlo, lo arrojé al suelo, salté detrás de él y me hallé junto al primer farol, sobre las primeras piedras del pavimento urbano. Los forzados siguieron su camino en el coche, y yo sabía en qué punto los harían apear para conducirlos al río. Me imaginaba el bote que los aguardaba, con su tripulación de forzados, en el fangoso desembarcadero… Volvía a oír el rudo «en marcha» como una orden dada a unos perros… Volvía a ver la horrible Arca de Noé fondeada a lo lejos en las aguas tenebrosas.

No podía decir qué era lo que temía, porque mi miedo era completamente vago e indefinido, pero me dominaba un gran temor. Mientras me dirigía al hotel sentí que algo que excedía la simple aprensión de un reconocimiento penoso o desagradable me hacía temblar. Creo que no cobró ninguna forma distinta y que fue la resurrección por unos minutos de los terrores de la infancia.

La sala del café en el Jabalí Azul estaba vacía, y tuve tiempo de encargar que me sirvieran allí la cena y hasta de consumir parte de ella antes de que el camarero me reconociera. Cuando lo hizo, se excusó por la debilidad de su memoria, y me preguntó si tenía que mandar por el señor Pumblechook.

—No —dije—, de ningún modo.

El camarero (era el que había comunicado las quejas de los viajantes el día en que se formalizó mi aprendizaje) pareció sorprendido, y aprovechó la primera oportunidad que se le ofreció para poner en mis manos un sucio ejemplar atrasado de un periódico local. Lo cogí y leí este párrafo:

Creemos de algún interés para nuestros lectores informarles, con referencia al romántico encumbramiento de un joven, artífice del hierro de esta vecindad (¡qué tema, dicho sea de paso, para la mágica pluma de nuestro, aún no universalmente reconocido, conciudadano Tooby, el poeta de nuestras columnas!), de que el protector, el compañero y el amigo de aquel joven fue una respetable personalidad, no enteramente ajena al comercio de granos y semillas, y cuyo útil y espacioso establecimiento radica a menos de un centenar de millas de la calle Mayor. Y no es sin satisfacción de nuestros sentimientos personales, que le señalamos como mentor de nuestro joven Telémaco, pues es halagador saber que nuestra villa ha producido al creador de la fortuna de este último. «¿La fortuna de quién?», inquirirán las cejas contraídas del sabio local o los ojos luminosos de la belleza local. Creemos que Quintin Matsys fue el Herrero de Amberes. Verb. Sap.»[17]

Tengo la convicción, fundada en una copiosa experiencia, de que si en los días de mi prosperidad hubiera ido al Polo Norte, habría encontrado allí a alguien, esquimal errabundo u hombre civilizado, que me habría dicho que Pumblechook era mi primer protector y el creador de mi fortuna.