Querido señor Pip:
Escribo la presente por encargo del señor Gargery, para participarle que va a ir a Londres en compañía del señor Wopsle y se alegraría de poder verle a usted. Piensa ir al Barnard's Hotel el martes, a las nueve de la mañana, y en caso de que usted tuviese inconveniente, le ruego que deje recado. Su pobre hermana de usted continúa como cuando nos dejó. Cada noche hablamos de usted en la cocina, y nos preguntamos qué debe usted decir y qué debe usted hacer. Si esto le parece ahora una libertad, discúlpelo en memoria de los días pasados. Sin más, señor Pip, se despide de usted
su segura servidora,
BIDDY
P.S. – El señor Gargery me pide especialmente que le escriba: «cómo nos vamos a divertir». Dice que ya lo entenderá usted. No dudo de que usted querrá recibirle, aunque ahora esté hecho un caballero, porque siempre ha tenido usted buen corazón y él es hombre que lo merece. Se lo he leído todo, excepto la última frase, y me ruega especialmente que escriba otra vez: «¡cómo nos divertiremos!».
Recibí esta carta el lunes por la mañana, y por lo tanto, la visita era para el día siguiente. Permítaseme confesar con exactitud con qué sentimientos esperé la llegada de Joe.
No fue con placer, a pesar de estar unido a él por tantos lazos, no; fue con considerable perplejidad, algo de mortificación y una viva sensación de incongruencia. Si hubiese podido alejarle pagando dinero, habría pagado dinero. Mi gran consuelo era que iba a venir a Barnard's Jun, y no a Hammersmith, y por lo tanto no era fácil que le viese Drummle. Poco me importaba que le vieran Herbert o su padre, a quienes yo respetaba; pero me habría molestado mucho que le viese Drummle, a quien despreciaba. Así, durante toda la vida nuestras peores bajezas y mezquindades son cometidas usualmente a causa de aquellos a quienes más despreciamos.
Yo estaba siempre decorando nuestro alojamiento de algún modo u otro, innecesaria e inadecuadamente, y estas peleas con Barnard resultaban muy costosas. Por aquel entonces, nuestra habitación era ya muy diferente de como la había encontrado, y yo tenía el honor de ocupar unas cuantas páginas importantes en los libros de un tapicero vecino. Últimamente había progresado tanto que hasta disponía de un criadito con botas —botas de campana— que me tenía sumido en una especie de esclavitud que parecía que fuese a durar toda mi vida. Porque, después de haber creado al monstruo (con los desechos de la familia de mi lavandero) y de haberle vestido con una casaca azul, un chaleco amarillo, una corbata blanca, calzones de color crema, y las botas antedichas, tuve que encontrarle un poco de ocupación y un mucho de que comer; y con estas dos tremendas necesidades me amargaba la existencia.
A este fantasma vengador ordené que el martes, a las ocho de la mañana, estuviera de servicio en el recibimiento (que tenía dos pies cuadrados, según la factura del alfombrista), y Herbert indicó ciertas cosas para el desayuno que acaso fuesen del gusto de Joe. Mientras por una parte le agradecía sinceramente el interés y la consideración de que daba muestras, por otra experimentaba una vaga e irritante sospecha de que, si Joe hubiese venido a verle a él, no se habría mostrado tan solícito.
Sin embargo, fui a Londres el lunes por la noche para estar dispuesto para recibir a Joe, y me levanté temprano a la mañana siguiente y procuré que la sala y la mesa del desayuno ofrecieran su más espléndido aspecto. Desgraciadamente, la mañana estaba lluviosa, y ni siquiera un ángel habría podido disimular el hecho de que Barnard estaba vertiendo lágrimas de hollín ante mi ventana, como un gigante deshollinador.
Al acercarse la hora habría querido escapar, pero el Vengador, obedeciendo mis órdenes, estaba ya en el recibimiento, y a poco oí en la escalera los pasos de Joe. Conocí que era Joe por su torpe manera de subir los escalones —sus zapatos de ceremonia le estaban siempre grandes— y por el tiempo que tardaba en ir leyendo los nombres de los demás pisos a medida que iba pasando por ellos. Cuando por fin se detuvo ante nuestra puerta, pude oír cómo seguía con el dedo las letras pintadas de mi nombre y luego oí distintamente su respiración en el ojo de la cerradura. Finalmente, dio un leve golpecito y Papper —éste era el nombre convenido del criado vengador— anunció al «¡señor Gargery!». Creí que no terminaría nunca de limpiarse los pies, y que tendría que ir a levantarle del ruedo, pero al fin entró.
—Joe, ¿cómo estás, Joe?
—Pip, ¿cómo estás, Pip?
Con el honrado rostro encendido y radiante, y su sombrero puesto entre los dos, me cogió ambas manos y empezó a subirlas y bajarlas como si yo fuera una bomba del último modelo.
—Me alegro mucho de verte, Joe. Dame tu sombrero.
Pero Joe, tomándolo cuidadosamente con ambas manos cual si fuera un nido de pájaros con huevos dentro, no quiso oír hablar siquiera de separarse de aquella prenda, y continuó de pie hablando por encima de ella, de la manera más incómoda.
—Has crecido mucho —dijo Joe—, y te has vuelto tan elegante, tan aseñorado —Joe meditó un rato antes no encontró esta palabra—, que honras de veras a tu rey y a tu país.
—Y tú, Joe, tienes un aspecto magnífico.
—A Dios gracias —dijo Joe— siempre estoy igual. Y tu hermana no está peor de lo que estaba. Y Biddy, siempre tan campante y servicial. Y los amigos, sin novedad. Salvo Wopsle; éste ha ido un poco a menos.
Todo ese rato (todavía con las manos ocupadas en cuidar del nido de pájaros) Joe iba paseando la mirada por todo el aposento, y por el dibujo floreado de mi bata.
—¿Ha ido a menos, Joe?
—Sí —dijo Joe, bajando la voz—, ha dejado la Iglesia y se ha hecho actor. Lo cual le ha traído a Londres conmigo. Y su deseo es —dijo Joe, poniéndose el nido debajo del brazo derecho y empezando a resolverlo con la mano izquierda como si buscase un huevo—, si no fuera ofender, que yo le dé a usted esto.
Cogí lo que me daba, y vi que era un arrugado prospecto de un pequeño teatro metropolitano, anunciando la presentación, aquella misma semana «del célebre aficionado de provincias de fama rosciana,[16] cuya única actuación en la sublime tragedia de nuestro bardo nacional tanta sensación ha causado en los círculos dramáticos locales».
—¿Estuviste en esta representación, Joe? —le pregunté.
—Estuve —dijo Joe con énfasis y solemnidad.
—¿Causó una gran sensación?
—Sí —dijo Joe—, es decir, hubo ciertamente la mar de cáscaras de naranja. Especialmente cuando vio al fantasma. Aunque, dígame, señor, si es una cosa para animar a un hombre en su trabajo, que el público estuviese diciendo: «¡Amén!», todas las veces que él se callaba y empezaba a hablar el fantasma. Un hombre puede haber tenido un contratiempo y haber pertenecido a la Iglesia —dijo Joe, bajando la voz hasta tomar un tono argumentador y sentimental—, pero esto no es motivo para que se le incomode en una ocasión como aquélla. Y lo que yo digo, señor, si el fantasma del padre de uno no tiene derecho a reclamar su atención, ¿quién lo tiene? Y con mayor motivo, cuando el sombrero de luto le viene tan pequeño que, por más que haga para evitarlo, el peso de las plumas hace que se le caiga.
Una expresión que tomó el semblante de Joe, como si viera una aparición, me anunció que Herbert había entrado en la sala. Así pues, presenté a Joe a Herbert, el cual le tendió la mano; pero Joe dio un paso atrás, sin soltar su nido de pájaros.
—Servidor de usted, señor —dijo Joe—, deseo a usted y a Pip —aquí sus ojos se posaron en el Vengador, que estaba poniendo unas tostadas sobre la mesa, y denotaron tan claramente cierta intención de contar al joven como a uno de la familia que yo fruncí las cejas, con lo que aumentó su confusión—, quiero decir, ustedes dos, señores, deseo que se encuentren bien de salud en este sitio tan angosto. Porque ésta debe de ser una buena posada, según se juzga en Londres —dijo Joe confidencialmente—, y supongo que tiene fama de ello; pero yo no criaría un cerdo aquí, es decir, si quería que engordara y que al comerlo le hallaran buen sabor.
Después de rendir este halagador homenaje a los méritos de nuestra residencia, y de haber manifestado de paso esta tendencia a llamarme «señor», Joe, invitado a sentarse a la mesa, miró por toda la sala en busca de un sitio a propósito para dejar su sombrero —como si hubiera en la naturaleza muy pocas sustancias sobre las cuales éste pudiera descansar— y, finalmente, lo dejó de canto en un extremo de la repisa de la chimenea, de donde, a partir de entonces, estuvo cayéndose a cada momento.
—¿Toma usted té o café, señor Gargery? —preguntó Herbert, que era el que presidía la mesa por las mañanas.
—Gracias, señor —dijo Joe, envarado de pies a cabeza—. Tomaré lo que más le acomode.
—¿Qué le parece si le pongo café?
—Gracias, señor —respondió Joe, manifiestamente desilusionado—, ya que usted es tan amable que escoge el café, no quiero ir contra sus opiniones. Pero ¿no lo encuentra usted un poco ardiente?
—Entonces le pondré té —dijo Herbert, sirviéndoselo.
Aquí el sombrero de Joe se cayó de la chimenea, y él se arrojó de su silla, lo recogió y lo devolvió exactamente al mismo sitio. Como si fuese cuestión de absoluta buena crianza el que volviera a caerse pronto.
—¿Cuándo llegó usted a Londres, señor Gargery?
—¿Fue ayer por la tarde? —dijo Joe después de toser detrás de la mano, como si, desde que hubiera llegado, hubiera tenido tiempo de coger el garrotillo—. No, no fue ayer por la tarde. Sí, sí, fue ayer por la tarde —con un aire en que se mezclaban el discernimiento, el alivio y una estricta imparcialidad.
—¿No ha visto aún nada de Londres?
—Oh, sí, señor —dijo Joe—. Yo y Wopsle nos fuimos directamente a ver la fábrica de betún. Pero pensamos que no se parecía nada a como la pintan en los anuncios de las tiendas; es decir —añadió Joe, a guisa de explicación—, porque allí la han dibujado demasiado arquitectotónica.
Realmente creo que habría prolongado este vocablo (muy expresivo para mí y evocador de alguna arquitectura que conozco) en un perfecto estribillo, de no haber sido porque su atención fue atraída providencialmente por el sombrero, que volvió a caerse. En realidad, esta prenda reclamaba de él una atención constante, y una prontitud de vista y de mano muy parecida a la requerida para jugar de portero en el cricket. Hizo con él un juego extraordinario, y dio pruebas de la mayor habilidad: ahora corriendo a alcanzarlo limpiamente en el acto de caerse; ahora deteniéndolo a mitad de camino, rechazándolo y dejándolo rebotar por distintas partes de la habitación y contra buena parte de los dibujos del papel de las paredes, antes de considerar prudente acercarse a él; y, finalmente, dejándolo caer en el cubo del agua sucia, donde yo me tomé la libertad de ponerle las manos encima.
En cuanto al cuello de su camisa y al de su frac, eran para desconcertar a cualquiera, dos misterios insolubles. ¿Por qué un hombre había de arañarse de aquel modo para poder considerarse suficientemente bien vestido? ¿Por qué había de creer necesario purificarse con el sufrimiento por medio de sus vestidos de fiesta? Por otra parte, Joe caía en unos raptos de meditación tan inexplicables, con el tenedor detenido a mitad de camino entre su plato y la boca; sentía atraída su mirada por tan extrañas direcciones; le atacaban tan notables accesos de tos; se sentaba tan lejos de la mesa, y de tal manera dejaba caer más de lo que comía, mientras trataba de aparentar que no lo había dejado caer, que me alegré de veras cuando Herbert nos dejó para dirigirse a la City.
No tuve ni el buen sentido ni el buen corazón de reconocer que todo era culpa mía y que, si yo me hubiera conducido más llanamente, él se habría sentido más a sus anchas conmigo. Me sentía impaciente y enojado; y en este estado, hizo que se me cayera la cara de vergüenza.
—Ahora que estamos solos, señor… —empezó Joe.
—Joe —le interrumpí con aspereza—, ¿por qué me llamas señor?
Por un instante, me miró con algo levemente parecido a un reproche. A pesar de lo absolutamente absurdos que eran sus cuellos y su corbata, percibí una especie de dignidad en su mirada.
—Ahora que estamos solos —continuó Joe—, y como no pienso ni puedo quedarme muchos minutos más, he de concluir, o empezar, mencionando lo que me ha traído a tener el presente honor. Porque de no ser —dijo, con su aire de lúcida exposición— que deseaba ser útil a usted, no habría tenido el honor de comer en compañía y en la casa de unos caballeros.
Deseaba tan poco volver a ver aquella mirada que no traté de protestar contra ese tono.
—Bien, señor —prosiguió Joe—, la cosa es así. La otra noche estaba yo en los Tres Barqueros, Pip —cada vez que cedía al afecto me llamaba Pip, y cada vez que recaía en la urbanidad me llamaba señor—, cuando llegó con su carruaje Pumblechook. Este sujeto —dijo, tomando por un nuevo camino— a veces me encocora dando a entender por todas partes que fue el amigo de su infancia, y la persona a quien usted miraba como el compañero de sus juegos.
—Qué tontería. Fuiste tú, Joe.
—Es lo que yo creo, Pip —dijo Joe, irguiendo levemente la cabeza—, aunque esto importa poco ahora, señor. Bueno, Pip, este sujeto, que siempre ha sido un fanfarrón, me vino a encontrar en los Tres Barqueros, donde una pipa y un cuartillo de cerveza descansan a un trabajador, señor, sin excitarle demasiado, y me dijo: «Joe, la señorita Havisham desea hablarte».
—¿La señorita Havisham, Joe?
—«Desea hablarte»: éstas fueron las palabras de Pumblechook. —Joe se quedó mirando al techo.
—¿Y qué, Joe? Haz el favor de continuar.
—Al día siguiente, señor —dijo Joe, mirándome como si yo estuviese muy lejos—, habiéndome aseado, fui a ver a la señorita A.
—¿La señorita A., Joe? ¿La señorita Havisham?
—Eso quiero decir, señor —respondió, con un aire de formulismo legal, como si estuviese haciendo testamento—, la señorita A. o, de otro modo, Havisham. Ella me dijo: «Señor Gargery, ¿mantiene usted correspondencia con el señor Pip?». Como había recibido una carta de usted, pude decirle: «Sí, mantengo». (Cuando me casé con su hermana, señor, dije: «Sí, quiero», y cuando respondí a tu amiga, Pip, dije: «Sí, mantengo».) «¿Quiere decirle, pues, que Estella ha vuelto a casa y se alegraría de verle?»
Sentí que se me encendía el rostro al mirarle. Quiero pensar que una causa remota de este encendimiento podía ser mi convicción de que, si yo hubiera tenido idea del encargo que traía Joe, le habría alentado más.
—Biddy —continuó Joe—, al llegar yo a casa y pedirle que le escribiera a usted dándole este mensaje, se mostró un poco reacia. Biddy dijo: «Sé que le alegrará mucho recibirlo de palabra; es época de vacaciones, tú tienes ganas de verle, ¡ve!». He terminado, señor —dijo Joe, levantándose—, y, Pip, te deseo mucha salud y que vayas prosperando y subiendo cada vez más.
—¿Te vas ahora, Joe?
—Sí, me voy —dijo Joe.
—Pero ¿volverás a comer, Joe?
—No.
Se encontraron nuestras miradas y, al ofrecerme él la mano, todos los «señor» se derritieron en aquel corazón varonil.
—Pip, querido Pip, la vida está hecha de tantas separaciones, enredadas unas con otras, vamos a decir, y un hombre es herrero, y otro platero, y otro joyero y otro calderero. Forzosamente ha de haber división entre ellos, y cuando la hay, se ha de tomar como viene. Tú y yo no somos dos figuras que puedan ser vistas juntas en Londres, ni en ningún otro sitio que no sea en privado y entre amigos. No es porque yo sea orgulloso, sino porque quiero ser yo mismo, por lo que tú no me verás más con este atavío. No estoy bien con estos vestidos. No estoy bien fuera de la herrería, la cocina o los marjales. No me encontrarás ni la mitad de los defectos si me imaginas vistiendo mis ropas de trabajo, con el martillo en la mano o fumando mi pipa. No me encontrarás la mitad de los defectos si, suponiendo que alguna vez desees verme, metes la cabeza por la ventana de la herrería y encuentras a Joe, el herrero, junto al viejo yunque, con el viejo mandil chamuscado, entregado al trabajo de siempre. Yo soy terriblemente lerdo, pero creo que al menos he llegado a comprender esto. Y ahora Dios te bendiga, querido Pip, amigo mío. ¡Dios te bendiga!
No me había equivocado al creer que había una sencilla dignidad en Joe. Su modo de ir vestido no le estorbaba más, cuando pronunciaba estas palabras, de lo que le habría estorbado para ir al Cielo. Me tocó la frente con dulzura y se fue. En cuanto pude reponerme lo suficiente, me lancé tras sus pasos y le busqué por las calles vecinas; pero ya había desaparecido.