CAPÍTULO XXVI

Ocurrió, como me había anunciado Wemmick, que pronto tuve ocasión de comparar la casa de mi tutor con la de su pasante y cajero. Mi tutor estaba en su despacho lavándose las manos con su jabón de olor cuando entré en la oficina procedente de Walworth. Me llamó y me hizo, para mí y mis amigos, la invitación que Wemmick me había preparado para recibir. «Sin cumplidos —especificó— ni traje de etiqueta y pongámoslo para mañana.» Le pregunté dónde teníamos que ir (porque no tenía idea alguna de dónde vivía) y, obedeciendo, supongo yo, a su general repugnancia hacia todo lo que pudiera parecer una concesión, dijo: «Vengan ustedes aquí, y los llevaré a mi casa». Aprovecho esta oportunidad para observar que se lavaba las manos después de recibir a un cliente como podía haber hecho un cirujano o un dentista. Tenía en su despacho un rincón dispuesto a este fin, que olía como la tienda de un perfumista. Detrás de la puerta, tenía una toalla enrollada de desusadas dimensiones, y siempre que llegaba del tribunal o despedía a un cliente se lavaba las manos y se las enjugaba y secaba con esta toalla. Cuando mis amigos y yo fuimos a buscarle a las seis de la tarde del día siguiente, parecía haber estado ocupado en un caso más negro que de costumbre, porque lo encontramos metido en su rincón lavándose no sólo las manos, sino también la cabeza, y además haciendo gárgaras. Y después de todo esto y de haber usado la toalla en toda su extensión, todavía, antes de ponerse el frac, sacó su cortaplumas del bolsillo y se limpió las uñas con él.

Como de costumbre, al llegar a la calle, encontramos algunas personas que le aguardaban con evidentes deseos de hablarle, pero había algo tan concluyente en el halo de jabón perfumado que rodeaba su persona que por aquel día abandonaron su intento. Mientras andábamos en dirección al oeste, fue reconocido de vez en cuando por alguna cara entre el gentío que llenaba las calles, y cada vez que esto ocurría me hablaba con voz más fuerte; pero nunca reconoció a nadie de otro modo, ni dio señales de notar que nadie le reconociera.

Nos llevó a Gerard Street, en el Soho, a una casa del lado sur de la calle. Una casa de aspecto imponente, pero muy necesitada de que la repintaran y con los cristales sucios. Sacó su llave y abrió la puerta, y entramos todos en un recibimiento de piedra, desnudo, sombrío y poco usado. Subimos por una oscura escalera a una serie de tres oscuras habitaciones del primer piso. Había unas guirnaldas esculpidas en los arrimaderos de las paredes, y mientras él estaba entre ellas dándonos la bienvenida, yo sé a qué clase de nudos se me antojó que se parecían.

La comida estaba dispuesta en la mejor de estas habitaciones; la segunda era su tocador; la tercera, su dormitorio. Nos dijo que tenía alquilada toda la casa, pero que rara vez utilizaba más de lo que veíamos. La mesa estaba bien puesta —nada de plata, desde luego— y al lado de su silla el señor Jaggers tenía un espacioso torno con una variedad de botellas y garrafas y cuatro fuentes de fruta para postre. Observé durante la comida que lo tenía todo al alcance de la mano y lo distribuía todo por sí mismo.

Había una librería en la habitación; y vi, por los títulos de los libros, que todos eran sobre pruebas, derecho penal, biografías de criminales, procesos, leyes del Parlamento, y cosas parecidas. El mobiliario era todo muy sólido y bueno como su cadena. Tenía, sin embargo, un aire oficial y no se veía en él nada que fuera puramente ornamental. En un rincón había una mesita con papeles y una lámpara de pantalla, lo cual hacía pensar que también en este punto el señor Jaggers se traía el despacho a casa y lo sacaba por las noches para ponerse a trabajar.

Como apenas había visto a mis tres compañeros hasta entonces —porque había andado siempre a mi lado—, se quedó ante la chimenea, después de tirar del cordón de la campanilla y les asestó una mirada escrutadora. Con gran sorpresa mía, desde el principio pareció interesarse por Drummle de un modo especial y casi exclusivo.

—Pip —dijo, poniéndome la manaza en el hombro y llevándome a la ventana—. No sé cuál es uno ni cuál es otro. ¿Quién es el araña?

—¿El araña? —pregunté.

—Este muchacho pecoso, macizo y huraño.

—Es Bentley Drummle —respondí—. El del rostro delicado es Startop.

No haciendo el menor caso del «del rostro delicado», repuso:

—¿Bentley Drummle, se llama? Me gusta el aspecto de ese muchacho.

Inmediatamente se puso a hablar con Drummle, sin que le arredraran sus respuestas bruscas y reticentes, antes al contrario, como si éstas le inspiraran mayores deseos de hacerle hablar. Los estaba contemplando a ambos cuando entre ellos y yo se interpuso la criada que llevaba a la mesa el primer plato.

Me pareció una mujer de unos cuarenta años, aunque pude haberle atribuido más edad de la que tenía, como a menudo suelen hacer los jóvenes. Era bastante alta, de cuerpo delgado y ágil, extremadamente pálida, con grandes ojos de un azul desvalido y abundante cabellera. No podía decir si alguna enfermedad del corazón era la causa de que tuviera los labios entreabiertos, como si jadeara y de que su semblante ofreciera una curiosa expresión de susto y ansiedad; sólo sé que yo había estado dos noches antes en una representación de Macbeth, y el rostro de esta mujer me pareció turbado por algo terrible, como los rostros que había visto surgir del caldero de las brujas.

Dejó la fuente sobre la mesa, tocó calladamente con un dedo el brazo de mi tutor para notificarle que la comida estaba servida, y desapareció. Tomamos asiento alrededor de la mesa y mi tutor conservó a Drummle a uno de sus lados, mientras Startop se sentaba al otro. Era un noble plato de pescado el que la criada había puesto sobre la mesa, y a él siguió un cuarto de cordero, igualmente escogido, y después un pollo no menos escogido. Salsas, vinos, todos los accesorios que necesitábamos, y todo de lo mejor, eran servidos por nuestro anfitrión, quien los tomaba de su torno; y cuando había dado la vuelta a la mesa, los volvía a guardar. Parecidamente, nos distribuía platos limpios, cuchillos y tenedores, y echaba los sucios en dos cestas que estaban a su lado en el suelo. No apareció otro sirviente que la criada; y siempre me pareció ver en su rostro, un rostro que surgía del caldero. Años más tarde recreé una espantosa imagen de esta mujer haciendo que un rostro que no tenía con el suyo otro parecido natural que el nacido de una abundante cabellera, pasara detrás de una ponchera llena de licor ardiendo en una habitación oscura.

Inducido a fijarme especialmente en la criada, tanto por su notable aspecto como por la advertencia de Wemmick, observé que siempre que estaba en la sala tenía la vista atentamente fija en mi tutor y que apartaba las manos de cada plato que ponía ante él con cierta vacilación, como si temiera que la llamase otra vez, y quisiera que si tenía algo que decirle se lo dijera estando ella cerca. Creí descubrir en el proceder de mi tutor una conciencia de ello y un propósito de mantenerla siempre en la incertidumbre.

La comida transcurría alegremente y, aunque mi tutor parecía más bien seguir que dar pie a la conversación, reparé en que nos obligaba a exteriorizar los puntos más flacos de nuestros respectivos caracteres. En cuanto a mí, me di cuenta de estar manifestando mi tendencia al despilfarro y a darme aires de protección con Herbert, y a jactarme de mis grandes perspectivas, antes de saber que había abierto los labios. Con todos nosotros ocurrió lo mismo, pero con ninguno tanto como con Drummle, cuya inclinación a mofarse de los demás de un modo resentido y receloso se puso de manifiesto antes de que retiraran el pescado.

No entonces, sino después de haber llegado al queso, la conversación recayó en nuestras proezas en el remo, y Drummle fue objeto de escarnio por rezagarse a la vuelta de aquella manera morosa y anfibia. A esto, Drummle informó a nuestro anfitrión de que prefería con mucho el espacio que le dejábamos a nuestra compañía, y que, en cuanto a destreza, podía ser nuestro maestro, y que, en cuanto a fuerza, nos podía deshacer como trigo en la era. Sin que se notara, mi tutor le excitó hasta un punto cercano a la ferocidad, a propósito de esta insignificancia; y Drummle acabó remangándose el brazo y contrayéndolo para mostrar su musculatura y todos nos remangamos y contrajimos los nuestros del modo más ridículo.

Ahora bien: en aquel momento la criada estaba quitando la mesa; mi tutor, sin prestarle ninguna atención y con el rostro vuelto del otro lado, se recostaba en su silla mordiéndose el dedo y mostrando por Drummle un interés que para mí resultaba inexplicable. De pronto, dejó caer la mano, como una trampa que se cierra, sobre una de las de la criada, en el momento en que ésta la extendía sobre la mesa. Tan rápida e inesperada fue la acción que todos suspendimos nuestra estúpida contienda.

—Hablando de fuerza —dijo el señor Jaggers—, les voy a mostrar una muñeca. Molly, déjeles ver su muñeca.

La mano prisionera estaba sobre la mesa, pero la mujer ya se había llevado la otra a la espalda.

—¡Señor! —dijo, en voz baja, con los ojos fijos en él con expresión atenta y suplicante—. ¡No lo haga!

—Les haré ver una muñeca —repitió el señor Jaggers—. Molly —dijo sin mirarla, con los ojos obstinadamente fijos en el otro lado de la sala—. Déjeles ver sus muñecas. Enséñeselas. ¡Vamos!

Levantó la mano que sujetaba la de la mujer y se la hizo volver de modo que la muñeca quedara sobre la mesa. Ella trajo de la espalda la mano que había ocultado y la colocó al lado de la otra. La última muñeca estaba muy desfigurada, llena de profundas cicatrices que la cruzaban en todos los sentidos. Al mostrar las dos manos, apartó los ojos del señor Jaggers y nos fue mirando ansiosamente, uno por uno.

—Aquí hay fuerza —dijo el señor Jaggers, recorriendo fríamente los músculos con su dedo—. Pocos hombres tienen una muñeca tan fuerte. Es notable la fuerza de agarre que hay en estas manos. He tenido ocasión de observar muchas manos; pero nunca he visto otras tan fuertes, ya fueran de hombre o de mujer.

Mientras decía estas palabras en un tono sosegado y apreciativo, ella seguía mirándonos a cada uno en regular sucesión. Cuando el señor Jaggers se calló, ella volvió otra vez los ojos hacia él.

—Está bien, Molly —dijo, con un ligero movimiento de cabeza—; ya se han admirado y puedes irte. —Ella retiró las manos y salió de la estancia; y el señor Jaggers, tomando del torno las garrafas, llenó su copa e hizo circular el vino—. A las nueve y media, señores —dijo—, tenemos que separarnos. Aprovechen, pues, el tiempo. Señor Drummle, a su salud.

Si su propósito al distinguir a Drummle era hacer que Drummle se pusiera aún más en evidencia, lo alcanzó plenamente. En huraño triunfo, Drummle mostró el hosco desprecio que sentía por todos nosotros de una manera cada vez más ofensiva, hasta que se hizo intolerable. En todas sus etapas, el señor Jaggers le seguía con el más extraño interés. Materialmente parecía que Drummle sirviera para dar mejor sabor al vino del señor Jaggers.

En nuestra juvenil indiscreción, me imagino que bebimos demasiado, y sé que hablamos demasiado. Nos acaloramos de un modo especial por una grosera burla de Drummle sobre que éramos unos manirrotos. Esto me llevó a observar, con más celo que discreción, que la burla resultaba impropia en labios de alguien a quien Startop había prestado dinero en mi presencia, aún no hacía una semana o dos.

—Bueno —replicó Drummle—: se le pagará.

—No quiero decir que no —dije yo—, pero me parece que esto debía haberle hecho a usted morderse la lengua antes de hablar de nosotros y nuestro dinero.

—¡Eso le parece! —repuso Drummle—. ¡Oh, Dios mío!

—Y me figuro —dije, queriendo mostrarme severo— que no sería usted capaz de prestar dinero a ninguno de nosotros en caso de que lo necesitara.

—Tiene usted razón —dijo Drummle—. Yo no prestaría ni seis peniques a ninguno de ustedes. Yo no prestaría seis peniques a nadie.

—En este caso, yo diría que resulta algo ruin el tomar prestado.

—¡Eso diría usted! —repitió Drummle—. ¡Oh, Dios mío!

Resultaba tan exasperante —sobre todo porque no veía manera de vencer su arisca estupidez— que dije, desatendiendo los esfuerzos de Herbert para contenerme:

—Bueno, señor Drummle, ya que de eso hablamos, le diré lo que dijimos Herbert y yo después de que él le prestara el dinero.

—No quiero saber lo que dijeron Herbert y usted —gruñó Drummle. Y supongo que añadió, en otro gruñido entre dientes, que los dos podíamos irnos al diablo.

—Se lo diré, sin embargo —dije—, tanto si quiere como si no quiere saberlo. Dijimos que mientras usted se embolsaba el dinero muy contento de que se lo hubieran prestado, le parecía muy divertido que él hubiera tenido la debilidad de prestárselo.

Drummle se echó a reír a carcajadas y continuó riéndose en nuestra cara, con las manos en los bolsillos y encogiendo los anchos hombros, dando a entender abiertamente que era verdad lo que yo decía y que nos despreciaba a todos por tontos.

A esto, Startop lo cogió por su cuenta, aunque con mejor talante del que había mostrado yo, y le exhortó a ser un poco más amable. Siendo Startop un muchacho alegre y animado, y siendo Drummle exactamente lo contrario, este último estaba siempre dispuesto a tomar hasta su mera presencia como una afrenta personal. Ahora, replicó de un modo grosero y estúpido y Startop intentó desviar la conversación con una ligera broma que nos hizo reír a todos. Resentido por este éxito más que por ninguna otra cosa, Drummle, sin que mediara amenaza o advertencia alguna, sacó las manos de los bolsillos, dejó caer sus hombros, soltó un terno, agarró un gran vaso y lo habría arrojado a la cabeza de su antagonista si nuestro anfitrión no se lo hubiera quitado diestramente de la mano.

—Señores —dijo el señor Jaggers, dejando tranquilamente el vaso sobre la mesa y tirando del reloj por su maciza cadena—. Siento mucho tener que anunciarles que son las nueve y media.

A esta indicación todos nos levantamos para despedirnos.

Antes de llegar a la puerta de la calle, Startop estaba ya llamando «querido amigo» a Drummle como si nada hubiera ocurrido. Pero el «querido amigo» estaba tan lejos de corresponder que ni siquiera quiso volver a Hammersmith andando por el mismo lado de la calle; así Herbert y yo, que nos quedábamos en la ciudad, los vimos alejarse calle abajo uno por cada acera; Startop delante y Drummle detrás, remoloneando en la sombra de las casas, de muy parecido modo a como solía seguirnos en su bote.

Como la puerta aún no estaba cerrada, dejé un momento a Herbert y volví otra vez arriba a decir unas palabras a mi tutor. Le encontré en su tocador, rodeado de su colección de botas, muy ocupado ya en lavarse las manos.

Le dije que había subido otra vez para decirle cuánto sentía que hubiera ocurrido algo desagradable y que esperaba que no me lo reprocharía demasiado.

—¡Bah! —dijo, echándose el agua en la cara y hablando a través de los chorros—; no vale la pena, Pip. Además, me gusta ese araña.

Se volvió luego hacia mí, sacudiendo la cabeza y resoplando y restregándose con la toalla.

—Me alegro de que le guste a usted, señor —dije—, pero a mí no me gusta.

—No, no —asintió mi tutor—. Procure no tener mucho trato con él. Apártese de él todo lo posible. Pero me gusta el tipo, Pip; es de los que tienen madera. ¡Si yo fuese un adivino!… —Sacando el rostro de la toalla, sorprendió mi mirada—. Pero no soy un adivino —dijo, agachando la cabeza y restregándose las orejas—. Ya sabe usted lo que soy, ¿no es cierto? Buenas noches, Pip.

—Buenas noches, señor.

Cerca de un mes después, terminó el tiempo que el araña había de pasar con el señor Pocket, y, con gran contento de toda la casa, exceptuando a la señora Pocket, se reintegró a la guarida familiar.