CAPÍTULO XXV

Bentley Drummle, que era un muchacho tan adusto que hasta cuando cogía un libro lo hacía como si su autor le hubiera agraviado, no era más agradable cuando se trataba de hacer nuevos conocidos. Pesado de figura, tardo de movimientos y de comprensión —por la indolente expresión de su rostro, por la lengua gruesa y torpe que parecía recostarse en su boca del mismo modo que él se recostaba por todas partes en una habitación—, era holgazán, engreído, cicatero, reservado y suspicaz. Pertenecía a una rica familia de Somersetshire que había cultivado en él esta combinación de cualidades hasta que descubrieron que ya llegaba a su mayoría de edad y aún era un zote. Era, pues, por esta razón por la que Bentley Drummle había sido puesto de alumno en casa del señor Pocket cuando ya aventajaba de una cabeza la altura de este caballero y de media docena de cabezas el grueso de la mayoría de los caballeros.

Startop había sido viciado por una madre débil que le había retenido en casa cuando habría tenido que estar en la escuela, pero él sentía por ella un gran afecto y la admiraba desmedidamente. Tenía la delicadeza de facciones de una mujer, y era —«como puede usted ver, aunque no la haya visto nunca», me decía Herbert— igualito que su madre. Era, pues, muy natural que yo le tomara más cariño a él que a Drummle, y que ya en nuestros primeros paseos en bote volviéramos los dos a casa con los botes emparejados, conversando de uno a otro, mientras Bentley venía rezagado junto a la ribera y metido entre los juncos. Siempre iba siguiendo la orilla como alguna recelosa criatura anfibia, hasta cuando habría podido aprovechar el impulso de la marea; y siempre le recuerdo siguiéndonos en la sombra o por el remanso, mientras nuestros dos botes se destacaban a la luz del sol o al claro de luna en medio de la corriente.

Herbert era mi amigo y compañero íntimo. Le regalé la mitad de la propiedad de mi bote, lo cual le dio ocasión para venir con frecuencia a Hammersmith; y mi posesión de la mitad de su alojamiento me llevaba a mí con frecuencia a Londres. Acostumbrábamos andar entre los dos sitios a todas horas. Yo conservo todavía por aquel camino (aunque no sea ahora un camino tan agradable como entonces) un afecto formado en la impresionabilidad de una juventud y una esperanza vírgenes.

Llevaba ya uno o dos meses con la familia Pocket cuando un día comparecieron el señor y la señora Camilla. Camilla era la hermana del señor Pocket. Georgiana, a quien había visto en casa de la señorita Havisham en la misma ocasión, también compareció. Era una prima, una solterona indigesta que llamaba religión a su rigidez, y corazón a su hígado. Esta gente me aborrecía con el aborrecimiento de la codicia y el despecho. Por supuesto, ante mi prosperidad, me adulaban con la mayor bajeza. Hacia el señor Pocket, como si se tratara de un niño grande que no sabe lo que le conviene, mostraban la superior indulgencia que ya les había oído expresar. A la señora Pocket la despreciaban, pero concedían que la pobrecita había recibido de la vida una tremenda decepción, porque esto proyectaba una débil luz que se reflejaba sobre ellos mismos.

Éste era el ambiente en medio del cual me asenté y me apliqué a mi propia educación. Pronto contraje hábitos dispendiosos y empecé a gastar sumas que unos meses antes me habrían parecido casi fabulosas, pero, a pesar de todo, nunca abandoné mis libros. No había otro mérito en esto que el de tener suficiente sentido común para comprender mis propias deficiencias. Entre el señor Pocket y Herbert progresé rápidamente; y con el uno o el otro siempre a mano para darme el impulso necesario y desembarazarme de obstáculos el camino, habría tenido que ser un zopenco tan grande como Drummle para haber hecho menos.

Hacía unas semanas que no había visto al señor Wemmick cuando se me ocurrió escribirle unas líneas ofreciéndole mi visita para una de aquellas tardes. Me respondió que le causaría mucho placer y que me esperaría a las seis en la oficina. Y allí fui y allí le encontré metiéndose la llave del arca por la espalda en el preciso momento de sonar el reloj.

—¿Pensaba usted ir a Walworth andando? —me dijo.

—Ciertamente —dije—, si le parece bien.

—Mucho —fue la respuesta de Wemmick—, porque he tenido las piernas metidas bajo la mesa todo el día y me gustará estirarlas. Ahora voy a decirle lo que tenemos para cenar. Tenemos estofado de vaca hecho en casa y pollo asado, traído de la fonda. Confío que será tierno, porque el dueño de la fonda fue jurado en un caso nuestro el otro día y le soltamos pronto. Se lo he recordado al comprarle el pollo, y le he dicho:

»—Escójalo usted bien, viejo bretón, porque si nos hubiera dado la gana de retenerlo en el estrado uno o dos días más, podríamos haberlo hecho fácilmente.

ȃl me dijo:

»—Permítame que le regale el mejor pollo que tengo.

Desde luego, se lo permití. Siempre es algo de valor y en cierto modo se puede llevar. Espero que usted no tendrá prevención contra los viejos.

Creí en verdad que aún hablaba del pollo, hasta que añadió:

—Porque tengo en casa a mi anciano padre.

Entonces yo dije lo que exigía la cortesía.

—¿Así que usted aún no ha comido con el señor Jaggers? —prosiguió mientras andábamos.

—Todavía no.

—Así me lo ha dicho esta tarde, cuando oyó que usted iba a venir. Espero que le invitará mañana. Va a invitar también a sus amigos. Son tres, ¿no es cierto?

Aunque no tenía costumbre de contar a Drummle entre mis compañeros íntimos, respondí:

—Sí.

—Bien; va a invitar a toda la cuadrilla —no me sentí muy halagado por la expresión—; y cualquier cosa que les dé, será buena. No espere usted variedad, pero tendrá excelencia. Y hay otra cosa singular en su casa —prosiguió tras una pausa, como si se sobrentendiera que esto seguía a la observación hecha días antes sobre la criada—: nunca permite que se cierre por la noche ninguna puerta ni ventana.

—¿No le han robado nunca?

—¡Ésa es la cuestión! —respondió Wemmick—. Él dice públicamente: «Me gustaría ver quién es el hombre capaz de robarme». ¡Válgame Dios! Le he oído decir por lo menos un centenar de veces a más de un revientapisos: «Tú sabes dónde vivo; nunca se echan allí las aldabas; ¿por qué no pruebas a dar un golpe en mi casa? Vamos, ¿no te tiento?». Ni uno de ellos, señor, tendría el valor de hacerlo, ni por afición ni por dinero.

—¿Tanto le temen? —pregunté.

—¡Temerle! —dijo Wemmick—. ¡Y de qué modo! Aunque no deja de haber algo de socarronería en este modo de desafiarlos. Porque no hay plata en la casa. Todo es de metal blanco.

—Entonces no obtendrían gran cosa —observé yo—, aun en el caso de que…

—¡Ah! Pero él sí obtendría, y mucho —interrumpió Wemmick—, y ellos lo saben. Obtendría sus vidas y las vidas de muchos como ellos. Se cobraría todo lo que pudiera. Y es indecible lo que podría cobrarse, si se le metiera en la cabeza.

Estaba meditando en la grandeza de mi tutor, cuando Wemmick observó:

—En cuanto a la ausencia de plata, esto es cosa de su sagacidad natural. Un río tiene su profundidad natural y él tiene su profundidad natural. ¿Ha visto usted la cadena de su reloj? ¡Ésa sí que es de verdad!

—¿Es muy maciza? —dije yo.

—¿Maciza? —repitió Wemmick—. Ya lo creo. Y su reloj es de oro y de repetición, y vale, por lo menos, cien libras. Señor Pip, hay unos setecientos ladrones en esta ciudad que conocen ese reloj; no hay entre ellos hombre, mujer o niño que no sea capaz de reconocer el más pequeño eslabón de su cadena, y que no la soltase como si estuviera ardiendo si alguien se la ponía en sus manos.

Primero con este discurso y luego con conversaciones de carácter más general, el señor Wemmick y yo entretuvimos el tiempo y el camino hasta que me indicó que habíamos llegado al barrio de Walworth.

Resultó ser una colección de callejas, zanjas y jardincillos que ofrecían el aspecto de un retiro algo melancólico. La casa de Wemmick era una casita de madera erigida entre retazos de jardín, con la parte superior recortada y pintada, imitando una batería con sus cañones.

—La he hecho yo —dijo Wemmick—. Resulta bien, ¿no es cierto?

Se la alabé mucho. Creo que era la casa más pequeña que yo había visto; con unas curiosas ventanas góticas (simuladas las más de ellas) y una puerta gótica, casi demasiado pequeña para permitir el paso.

—Ésta es un asta de veras, ¿ve usted? —dijo Wemmick—, y los domingos izo una bandera de veras. Y mire aquí. Después de cruzar este puente, lo levo, así, y corto toda comunicación.

El puente era una plancha y cruzaba un foso de cuatro pies de anchura y dos de profundidad. Pero resultaba muy divertido ver con qué orgullo lo levaba y lo aseguraba, sonriendo mientras tanto con verdadero placer y no de un modo maquinal.

—Cada día a las nueve de la noche (hora de Greenwich) —dijo Wemmick— se dispara el cañón. Está allí, ¿ve usted? Y cuando le oiga tronar, ya verá usted si es cosa de broma.

La pieza de ordenanza en cuestión estaba montada en una fortaleza aparte, construida con enrejado de listones. Estaba protegido de la intemperie por un artefacto de encerado en forma de paraguas.

—Y en la parte de atrás —dijo Wemmick—, fuera de la vista, para no perjudicar la perspectiva de una fortificación, pues es mi principio que cuando se tiene una idea hay que llevarla a cabo sin estropearla… No sé si usted es de esta opinión.

Dije que lo era, resueltamente.

—En la parte de atrás hay un cerdo, y gallinas y conejos, y además un huertecito donde crío pepinos; y usted juzgará, a la hora de la cena, qué clase de ensalada me da. Así, señor —dijo Wemmick sonriendo de nuevo, pero al mismo tiempo muy en serio, en tanto que meneaba la cabeza—, suponiendo que la casa se viese sitiada, podría resistir una barbaridad de tiempo, por lo tocante a las provisiones.

Luego me condujo a un cenador, situado a unas doce yardas de donde estábamos, pero al cual se iba por un camino tan ingeniosamente complicado que se tardaba mucho tiempo en llegar; y en este retiro hallamos preparadas nuestras copas. Nuestro ponche se estaba enfriando en un lago ornamental a cuya orilla se levantaba el cenador. Este lienzo de agua (con una isla en el centro que podía haber sido la ensalada para la cena) era de forma circular, y el señor Wemmick había construido en él una fuente que, cuando uno ponía en marcha un pequeño molino y quitaba el tapón a un caño, manaba con tanta fuerza que llegaba a mojar el dorso de la mano.

—Yo soy mi ingeniero, mi carpintero, mi fontanero, mi jardinero y mi sabelotodo —dijo Wemmick en respuesta a mis felicitaciones—. Bien; es una gran cosa, ¿sabe usted? Le quita a uno las telarañas de Newgate y alegra al anciano. ¿No le importará que le presente ahora al anciano? ¿No le incomodará?

Le manifesté el agrado que ello me proporcionaría y nos dirigimos al castillo. Allí encontramos, sentado junto al fuego, a un viejo muy viejo envuelto en una chaqueta de franela: limpio, alegre, cómodo y bien cuidado, pero sordo como una tapia.

—¡Hola, viejecito! —dijo Wemmick, estrechándole la mano en un estilo cordial y jocoso—; ¿cómo está usted?

—¡Muy bien, John; muy bien! —respondió el anciano.

—Aquí tiene al señor Pip, viejecito mío —dijo Wemmick—, y ojalá pudiera usted oír su nombre. Salude con la cabeza, señor Pip; es lo que le gusta. ¡Vaya saludándole, haga el favor!

—Mi hijo tiene aquí una hermosa propiedad, señor —chilló el anciano, mientras yo movía la cabeza con toda la energía posible—. Es un parque de recreo, señor. Este sitio con todas sus preciosidades tendría que ser conservado por la nación, una vez que mi hijo haya muerto, para esparcimiento del pueblo.

—Está usted orgulloso de ello, ¿no es cierto, papaíto? —dijo Wemmick, contemplando al anciano con el semblante dulcificado por una expresión de verdadera ternura—; ahí va un saludo para usted —y le hizo una tremenda reverencia—; y ahí va otro —con una todavía más tremenda—; le gusta, ¿verdad? Si no está usted cansado, señor Pip, aunque ya sé que esto cansa a los extraños, ¿quiere usted obsequiarle con otro saludo? No sabe usted lo que esto le agrada.

Le obsequié con unos cuantos más y él se puso muy alegre. Le dejamos levantándose para dar de comer a las gallinas y fuimos a tomar nuestro ponche en el comedor, donde Wemmick me dijo, mientras fumaba una pipa, que le había llevado un montón de años llevar la propiedad a su actual estado de perfección.

—¿Es propiedad suya, señor Wemmick?

—¡Oh, sí! —dijo el señor Wemmick—. La he ido adquiriendo poco a poco. Está libre de cargas, a fe mía.

—¿De veras? Supongo que el señor Jaggers la admira.

—No la ha visto nunca —dijo Wemmick—. Ni siquiera ha oído hablar de ella. No ha visto nunca al anciano. No sabe que exista. No; una cosa es la oficina, y otra, la vida privada. Cuando entro en la oficina procuro olvidar el castillo, y cuando entro en el castillo, procuro olvidar la oficina. Si no le resulta a usted desagradable, le agradeceré que haga usted lo mismo. No deseo que se hable de ello en el terreno profesional.

Desde luego, sentí que la buena fe me obligaba a acceder a su deseo. Como el ponche era muy bueno, permanecimos allí bebiendo y charlando hasta cerca de las nueve.

—Se acerca la hora del cañonazo —dijo Wemmick, dejando su pipa sobre la mesa—. Es la delicia del anciano.

Entrando de nuevo en el castillo, encontramos al anciano calentando el hurgón con mirada expectante, como preliminar de aquella gran ceremonia cotidiana. Wemmick permaneció reloj en mano hasta que llegó el momento de tomar el caldeado hurgón de las del anciano para dirigirse a la batería. Lo cogió, salió y al cabo de poco el cañón disparó con tal estruendo que la frágil casita se estremeció como si fuera a deshacerse en pedazos, y todos los cristales y tazas resonaron. A lo cual el anciano —que me imagino que, de no haberse agarrado a los brazos de su sillón, habría sido arrojado de él— gritó entusiasmado: «Ha disparado. ¡Lo he oído!». Y yo estuve haciendo reverencias al viejo caballero hasta que sin hipérbole puedo decir que llegó un momento en que no le podía ver.

El intervalo entre el cañonazo y la hora de la cena lo consagró Wemmick a mostrarme su colección de curiosidades. La mayoría de ellas eran de carácter criminal: comprendían la pluma con que se había cometido una célebre falsificación, una o dos navajas notables, unos mechones de pelo y varias confesiones escritas después de la condena, a las cuales el señor Wemmick atribuía especial valor por ser, según sus propias palabras, «todas y cada una de ellas, señor, un hatajo de mentiras». Todo esto estaba agradablemente distribuido entre pequeñas muestras de cristal y porcelana, varias primorosas chucherías hechas por el propietario del museo, y algunas tabaqueras esculpidas por el anciano. Estaba todo expuesto en aquella sala del castillo donde se me había introducido al principio, y que no sólo servía de cuarto de estar, sino también de cocina, a juzgar por una cacerola que había sobre la repisa interior de la chimenea y un elegante aparatito de bronce que, colgado encima del hogar, parecía destinado a sostener un asador.

Servía una pulcra criadita que cuidaba del anciano durante el día. En cuanto hubo puesto la mesa, se bajó el puente levadizo para permitirle la salida, y se retiró por aquella noche. La cena fue excelente y, aunque el castillo estaba atacado por la carcoma hasta el punto de oler a nuez podrida, y aunque nada se habría perdido con que el cerdo estuviese algo más lejos, disfruté sinceramente con el convite. Tampoco había tacha que poner a mi pequeño dormitorio de la torrecilla, salvo que entre yo y el asta de la bandera se interponía un techo tan endeble que, una vez me hube acostado boca arriba, me pareció que aquel palo tenía que estar toda la noche sosteniéndose en equilibrio sobre mi frente.

Wemmick se levantó temprano el día siguiente, y temo haberle oído limpiar mis botas. Después de esto, se puso a trabajar en el jardín, y desde mi ventana gótica le vi fingir que contaba con la ayuda del anciano y hacer reverencias a éste, del modo más afectuoso. Nuestro desayuno fue tan bueno como la cena, y a las ocho y media en punto tomamos el camino de Little Britain. Poco a poco y a medida que avanzábamos, Wemmick fue haciéndose más seco y más duro y su boca volvió a tomar la forma de un buzón de correos. Y cuando por fin llegamos a la oficina y sacó la llave por el cuello de la camisa, parecía tan olvidado de su propiedad en Walworth, como si el castillo, el puente, el lago, el cenador, la fuente y el anciano se hubieran convertido en humo con el último disparo del cañón.