CAPÍTULO XXIV

Pasados dos o tres días, después de haberme instalado en mi habitación y de haber ido varias veces a Londres a encargar todo lo que necesitaba de mis proveedores, el señor Pocket y yo tuvimos una larga conversación. Sabía más que yo mismo acerca de mi porvenir, porque mencionó que el señor Jaggers le había dicho que no se me destinaba a ninguna profesión, y que me hallaría lo bastante bien preparado para mi destino si podía estar a la par de la mayoría de los jóvenes en próspera situación. Yo, naturalmente, asentí a ello, pues no se me ocurría nada en contra.

Me aconsejó la asistencia a ciertos sitios de Londres para la adquisición de los simples rudimentos que me hacían falta, y que le invistiera a él con las funciones de aclarador y director de todos mis estudios. Esperaba que con una ayuda inteligente no encontraría dificultades que pudieran desalentarme, y que pronto me hallaría en situación de poder prescindir de todo auxilio que no fuera el suyo. Por el modo de decirme esto, y muchas otras cosas encaminadas al mismo fin, se expuso admirablemente en términos de confianza conmigo; y puedo declarar que siempre se mostró tan celoso y honrado en el cumplimiento de su obligación conmigo, que me hizo ser celoso y honrado en el cumplimiento de la mía con él. Si, como maestro, me hubiera mostrado indiferencia, no dudo de que yo le hubiera devuelto el cumplido; pero no me dio tal excusa, y ambos nos hicimos mutuamente justicia. Tampoco vi que tuviera nunca nada de ridículo –ni nada que no fuese serio, honrado y bueno– en su trato de preceptor conmigo.

Cuando todo esto estuvo decidido y puesto en marcha, hasta el punto de que yo había ya empezado a trabajar de veras, se me ocurrió que, si podía conservar mi habitación en Barnard's Jun, mi vida sería agradablemente variada, al paso que mis modales no perderían nada con la compañía de Herbert. El señor Pocket no se opuso a este arreglo, pero me indicó que antes de intentar ponerlo en práctica, sería conveniente que lo sometiera a la aprobación de mi tutor. Comprendí que su escrúpulo nacía de que el plan implicaba algún ahorro en los gastos de Herbert; así pues, fui a Little Britain y comuniqué mi deseo al señor Jaggers.

–Con que pudiera comprar tan sólo los muebles que ahora hay alquilados para mí –dije– y una o dos cositas más, me hallaría perfectamente instalado.

–¡Vamos! –dijo el señor Jaggers, con una áspera risa–. Ya le dije yo que saldría usted adelante. ¡Bueno! ¿Cuánto necesita?

Dije que no lo sabía.

–¡Venga! –replicó el señor Jaggers–. ¿Cuánto? ¿Cincuenta libras?

–Oh, no tanto.

–¿Cinco libras? –dijo el señor Jaggers.

Esto era una rebaja tan grande que dije con desaliento:

–¡Oh! Más que eso.

–Más que eso, ¿eh? –respondió el señor Jaggers, acechándome con las manos en los bolsillos, la cabeza ladeada y los ojos clavados en la pared detrás de mí–. ¿Cuánto más?

–Es difícil fijar una suma –dije yo vacilando.

–¡Ea! –dijo el señor Jaggers–. Vamos a ver si lo acertamos. ¿Bastará con dos veces cinco? ¿Bastará con tres veces cinco? ¿Bastará con cuatro veces cinco?

Dije que me parecía que bastaría sobradamente.

–Con cuatro veces cinco bastará sobradamente, ¿no es eso? –dijo el señor Jaggers frunciendo el ceño–. ¿Qué entiende usted por cuatro veces cinco?

–¿Qué entiendo yo?

–¡Sí! –dijo el señor Jaggers–. ¿Qué cantidad?

–Supongo que usted quiere decir veinte libras –dije, sonriendo.

–No le importe lo que yo quería decir, amigo –observó el señor Jaggers con un movimiento de cabeza sagaz y contradictorio–. Quiero saber lo que usted entiende por ello.

–Veinte libras, naturalmente.

–¡Wemmick! –dijo el señor Jaggers, abriendo la puerta de su despacho–. Que le firme el señor Pip un recibo y déle veinte libras.

Esta extraña y enérgica manera de conducir un asunto produjo en mí una fuerte impresión, y no de las agradables. El señor Jaggers no se reía nunca, pero llevaba unas grandes y brillantes botas que crujían, y al balancearse sobre ellas, con su gran cabeza inclinada, y las cejas juntas, aguardando una respuesta, a veces las hacía crujir, como si las botas riesen de una manera seca y recelosa. Como él se fue entonces, y como Wemmick estaba animado y hablador, le dije a éste que no acababa de comprender las maneras del señor Jaggers.

–Dígaselo a él, y lo tomará como un cumplido –respondió Wemmick–; no es su propósito que usted las comprenda. ¡Oh! –porque yo parecía sorprendido–, no es cosa personal; es profesional; únicamente profesional.

Wemmick estaba sentado en su escritorio almorzando –y ronzando– un bizcocho seco y duro, del cual se echaba trozos, de vez en cuando, en la rendija de la boca como si los echara en un buzón de correos.

–Siempre me ha producido el efecto –dijo Wemmick– del que tiene puesta una trampa para hombres y la está vigilando. De pronto, ¡clic!, uno que cae.

Sin hacerle notar que las trampas para hombre no figuran entre las amenidades de la vida, dije que suponía que el señor Jaggers era muy hábil.

–Profundo –dijo Wemmick– como Australia. –Y señaló con la pluma el suelo de la oficina, para expresar que, a los efectos de aquella imagen, Australia se hallaba en el punto diametralmente opuesto del globo–. Si hubiese algo más profundo –añadió Wemmick, volviendo la pluma al papel–, así sería él.

Entonces yo dije que me parecía que el despacho del señor Jaggers era un negocio magnífico, y Wemmick dijo:

–¡De los mejores! –Luego pregunté si había muchos dependientes; a lo cual respondió–: No tenemos muchos, porque sólo hay un Jaggers y la gente quiere tratar directamente con él. No somos más que cuatro. ¿Le gustaría verlos? Usted ya es de lo nuestros, podríamos decir.

Acepté el ofrecimiento. Cuando el señor Wemmick hubo echado todo su bizcocho al buzón y me hubo pagado el dinero, sacándolo de una caja de caudales que abrió con una llave que llevaba guardada en la espalda, de donde la sacó por el cuello de la camisa como una especie de coleta de hierro, fuimos arriba. La casa era oscura y destartalada, y los hombros grasientos que habían dejado su señal en el despacho del señor Jaggers parecían haberse restregado por las paredes de la escalera durante muchos años. En la parte delantera del primer piso, un dependiente con un aire mitad de tabernero y mitad de cazador de ratones –un hombrón pálido y abotagado– estaba muy ocupado con tres o cuatro personas de aspecto desastrado, a quienes trataba sin ninguna ceremonia, como eran tratados, al parecer, todos los que contribuían a llenar las arcas del señor Jaggers. «Preparando las pruebas –dijo el señor Wemmick, cuando salimos– para un juicio.» En la habitación de enfrente, un hombrecillo flaco, con cara de perro y una larga melena colgante (como si se hubiesen olvidado de esquilarle desde que era cachorro), estaba similarmente entretenido con un hombre corto de vista, a quien el señor Wemmick me presentó como un fundidor que tenía siempre el crisol en el fuego, y que me fundiría cualquier cosa que yo deseara... y que sudaba copiosamente, como si hubiera ensayado su arte consigo mismo. En una estancia de la parte de atrás, un hombre cargado de hombros, con el rostro hinchado por una fluxión y envuelto en una sucia franela, que vestía un traje negro y viejo que parecía encerado, se encorvaba sobre el papel poniendo en limpio las notas de los otros dos caballeros para uso del señor Jaggers.

Ésta era toda la oficina. Cuando volvimos abajo, Wemmick me llevó al despacho de mi tutor, diciendo:

–Esto ya lo ha visto usted.

–Oiga –dije, al ver por segunda vez las dos horribles mascarillas–. ¿A quién representan estas caras?

–¿Éstos? –dijo Wemmick, subiéndose a una silla y soplando en las horribles cabezas para quitarles el polvo antes de bajarlas–. Éstos son dos hombres célebres. Famosos clientes nuestros que nos dieron mucho nombre. Este individuo (habrás bajado por la noche a mirar dentro del tintero, viejo perillán, que te has manchado en la ceja) asesinó a su señor, y, considerando que no se le pudo probar, no lo planeó mal del todo.

–¿Se le parece? –pregunté yo, retrocediendo ante aquella fiera, mientras Wemmick escupía en su ceja y la frotaba luego con su manga.

–¿Si se le parece? Es el mismo. ¿Sabe usted? La mascarilla fue sacada en Newgate, inmediatamente después de descolgarle. Sentías cierta debilidad por mí, ¿eh, viejo astuto? –dijo Wemmick. Luego explicó este afectuoso apóstrofe tocando el broche que representaba la señora y el sauce llorón junto a la tumba y la urna–. ¡Lo mandó hacer expresamente para mí!

–¿Representa a alguien la señora? –dije.

–No –respondió Wemmick–. Fue solamente una broma suya. (Te gustaba un poco de broma, ¿no es cierto? No; no había señora alguna en este caso, señor Pip, salvo una... y no tenía un porte tan esbelto y señoril; ni la habría usted atrapado mirando esta urna, a no ser que hubiese en ella algo que beber.

Dirigida así la atención de Wemmick hacia su broche, dejó a un lado la mascarilla y se puso a limpiarlo con su pañuelo.

–Y el otro personaje, ¿tuvo el mismo fin? –pregunté–. Tiene el mismo semblante.

–Es verdad –dijo Wemmick–. Es el semblante característico. Como si tuviese una aleta de la nariz con un anzuelo que tirase para arriba. Sí; tuvo el mismo fin; un fin natural aquí, se lo aseguro. Falsificaba testamentos, este calavera, cuando no adormecía para siempre a los supuestos testadores. Tú eras un gachó distinguido, sin embargo, –apostrofaba de nuevo el señor Wemmick–, y decías que sabías escribir en griego. ¡Un fanfarrón! Qué embustero eras. ¡Nunca vi un embustero como tú! –Antes de volver a su difunto amigo al anaquel, Wemmick tocó la mayor de sus sortijas de luto–. La mandó comprar para mí la víspera misma.

Mientras subía la otra mascarilla y bajaba de la silla, cruzó por mi cabeza la idea de que todas sus alhajas personales procedían de fuentes parecidas. Como él no había mostrado cortedad respecto al asunto, me tomé la libertad de preguntárselo cuando lo tuve otra vez ante mí sacudiéndose el polvo de las manos.

–¡Oh, sí! –respondió–. Todos son regalos de esta clase. Uno trae otro, ¿sabe usted? Yo los acepto siempre. Son curiosidades. Y algo valen. Puede que no sea mucho, pero algo valen y se pueden llevar encima. Para usted con su brillante perspectiva, no representan nada, pero por lo que a mí toca, mi lema ha sido siempre: Hazte con bienes que se puedan llevar encima.

Cuando hube rendido homenaje a la sabiduría de esta sentencia, él continuó en tono amistoso:

–Si alguna vez, cuando no tenga nada mejor que hacer, no le importa ir a visitarme a Walwoith, le puedo ofrecer una cama, y lo consideraré un honor. No tengo gran cosa que enseñarle, pero hay dos o tres curiosidades que quizá le gustaría ver, y me gusta poseer un pedacito de jardín y un cenador.

Le dije que estaría encantado de aceptar su hospitalidad.

–Gracias –dijo–. Entonces queda convenido para cuando usted lo estime conveniente. ¿Ha comido ya con el señor Jaggers?

–Aún no.

–Bueno –dijo Wemmick–, le dará vino, y buen vino. Le dará ponche, y no un mal ponche. Y ahora le diré una cosa. Cuando vaya a comer con el señor Jaggers fíjese en su criada.

–¿Veré algo muy extraordinario?

–Hombre –dijo Wemmick–, verá usted una fiera domesticada. No es una cosa tan extraordinaria, me dirá usted. Yo le respondo que eso depende de la fiereza original de la bestia y del grado de su domesticidad actual. Esto no disminuirá el concepto que usted tiene de las facultades del señor Jaggers. No deje de fijarse.

Le dije que lo haría con todo el interés y curiosidad que esta advertencia me inspiraba. Como yo me despidiera, me preguntó si no me gustaría dedicar cinco minutos a ver al señor Jaggers «en ello».

Por varias razones, y no la menor porque no sabía con claridad en qué vería al señor Jaggers, respondí afirmativamente. Nos metimos por la City y fuimos a parar a una sala de los juzgados donde un pariente de sangre (en el sentido homicida) del difunto aquel que tenía la caprichosa afición a los broches, se hallaba en el banquillo mascando algo nerviosamente, en tanto que mi tutor estaba interrogando a una mujer y metiéndole, a ella, al tribunal y a todos los presentes, el miedo en el cuerpo. Si alguien, de la categoría que fuera, decía algo que no le sentaba bien, instantáneamente pedía «que constara por escrito». Si alguien se negaba a confesar algo, decía: «Ya se lo arrancaré yo»; y si alguien confesaba algo, decía: «Ya le tengo cogido». Los magistrados temblaban sólo de ver cómo se mordía el dedo. Los ladrones y los guardias estaban pendientes de sus palabras con temeroso arrobamiento y se estremecían cada vez que un pelo de sus cejas se volvía en dirección a ellos. No pude entender de qué parte estaba mi tutor, porque me pareció que estaba moliendo a toda la sala en su molino; sólo sé que en el momento en que salí de puntillas no estaba de parte de los magistrados, porque estaba produciendo grandes convulsiones bajo la mesa en las piernas del caballero que presidía, con sus denuncias contra la conducta de éste como representante de la ley y la justicia inglesas en aquel sillón y en aquel día.