CAPÍTULO XXIII

El señor Pocket dijo que se alegraba de conocerme y que esperaba que no me pesaría el conocerle a él.

«Porque, en realidad —añadió mientras su hijo sonreía—, no soy un personaje que asuste a nadie.» Era un hombre de aspecto juvenil, a pesar de su perplejidad y de tener tan grises los cabellos, y sus modales parecían perfectamente naturales. Uso la palabra natural en el sentido de desprovisto de afectación; pues había algo cómico en su aire aturdido, como si sólo dejase de ser perfectamente ridículo por el hecho de que él se daba cuenta de lo cerca que estaba de serlo. Después de hablar unos momentos conmigo, dijo, dirigiéndose a la señora Pocket, con una ansiosa contracción de las cejas, que eran negras y correctas: «Belinda, supongo que has dado la bienvenida al señor Pip». Ella levantó los ojos de su libro y dijo: «Sí». Luego me sonrió con aire distraído y me preguntó si me gustaba el sabor del agua de azahar. Como la pregunta no guardaba relación, ni de cerca ni de lejos, con nada que se hubiese dicho antes, ni que se dijese después, supongo que fue formulada únicamente, al igual que cuando había mencionado a mi madre, como una señal más o menos vaga de condescendencia.

A las pocas horas descubrí, y tanto da que lo cuente en seguida, que la señora Pocket era hija de un buen señor llegado por accidente a la dignidad de caballero, y que había inventado para su uso personal la teoría de que su difunto padre no alcanzó a ser baronet por culpa de la tenaz oposición, fundada en motivos puramente personales, de alguien, no recuerdo quién, si es que lo supe nunca: el soberano, el primer ministro, el lord canciller, el arzobispo de Canterbury…, ¡vaya a usted a saber!; y en virtud de este hecho puramente hipotético, ella se había inscrito entre los nobles de la tierra. Creo que el padre de la señora Pocket había ganado su título de caballero embistiendo a punta de pluma la gramática inglesa en una desesperada alocución escrita en pergamino con motivo de ponerse la primera piedra a algo, y ofreciendo a alguna persona real la paleta o el mortero. Sea como fuere, el buen señor había hecho educar, desde la cuna, a la señora Pocket como quien, según el orden natural de las cosas, estaba destinada a casarse con un título y a quien había que preservar de la adquisición de todo plebeyo conocimiento doméstico. Tan eficaces habían sido el cuidado y la vigilancia ejercidos sobre la joven por su juicioso padre, que aquélla alcanzó a ser altamente decorativa, pero completamente inútil e incapaz. Con un carácter tan felizmente formado, en la flor de su juventud fue a dar con el señor Pocket, quien se hallaba también en la flor de la suya, sin haber decidido aún si se encaramaría al asiento del lord canciller o si se tocaría con la mitra. Como el hacer una u otra de estas dos cosas era cuestión de tiempo, él y la señora Pocket habían cogido el tiempo por los pelos (cuando, a juzgar por su largura, parecían necesitar que los cortasen) y se casaron a espaldas del juicioso padre. El juicioso padre, no teniendo otra cosa para negar o conceder que su bendición, les había otorgado esta generosa dote, después de una breve resistencia, y había notificado al señor Pocket que su esposa era un «tesoro digno de un príncipe». El señor Pocket invirtió desde entonces el tesoro digno de un príncipe en la forma usual, y es de suponer que no le había producido sino un pobre interés. Sin embargo, la señora Pocket era, en general, objeto de una curiosa especie de respetuosa compasión por no haberse casado con un título; mientras que el señor Pocket era objeto de una curiosa especie de indulgente reproche por no haber alcanzado ninguno.

El señor Pocket me llevó a la casa y me mostró mi habitación, que era agradable y estaba amueblada de manera que pudiese servirme cómodamente como saloncito particular. Luego llamó a las puertas de otras dos habitaciones similares y me presentó a sus ocupantes, que se llamaban Drummle y Startop. Drummle, un joven de aspecto maduro y de arquitectura un poco pesada, estaba silbando. Startop, más joven en años y en aspecto, estaba estudiando, con la cabeza entre las manos, como si se creyese en peligro de hacerla estallar con una sobrecarga de conocimientos.

Tanto el señor como la señora Pocket tenían un aire tan visible de estar en manos de otra persona, que yo me pregunté quién era el que realmente estaba en posesión de la casa y les permitía vivir en ella, hasta que descubrí que este poder desconocido eran los sirvientes. Era, quizás, una buena manera de ir tirando, por lo que al ahorro de preocupaciones se refiere; pero también parecía dispendiosa, pues los criados consideraban una obligación para consigo mismos ser exigentes en el comer y beber y el obsequiar en sus sótanos a gran número de amistades. Concedían al señor y a la señora Pocket una mesa generosa; pero siempre me pareció que la mejor parte de la casa para hospedarse tenía que ser, con mucho, la cocina…, siempre suponiendo que el huésped fuese capaz de defenderse, porque antes de haber yo pasado una semana allí, una señora de la vecindad, amiga de la familia, escribió para decir que había visto cómo Millers pegaba al bebé. Esto disgustó sobremanera a la señora Pocket, quien al recibir el billete prorrumpió en llanto, diciendo que era extraordinario que los vecinos tuviesen que meterse siempre en lo que no les importaba.

Poco a poco fui enterándome, y principalmente por Herbert, de que el señor Pocket había estudiado en Harrow y en Cambridge, donde se había distinguido; pero que, al tener la felicidad de casarse tan joven con la señora Pocket, había estropeado su porvenir y había tenido que dedicarse a dar lecciones particulares. Después de habérselas con un cierto número de cerebros obtusos —cuyos padres, cuando eran influyentes, iban siempre a procurarle una buena situación, pero se olvidaban de hacerlo así que sus hijos no necesitaban más de él—, se había cansado de aquel pobre trabajo y había venido a Londres. Aquí, después de ver frustradas poco a poco sus ambiciosas esperanzas, dio clases a varias personas que no habían tenido oportunidad de aprender o la habían desaprovechado; había pulido a otras para ocasiones especiales, y había aplicado sus capacidades a la compilación y corrección literarias; y con estos recursos, añadidos a los propios muy modestos, aún sostenía la casa en la forma que yo veía.

El señor y la señora Pocket tenían una vecina muy aduladora; una dama de natural tan altamente simpática que la hacía estar de acuerdo con todo el mundo, bendecir a todo el mundo y prodigar sonrisas a todo el mundo, o llorar con todo el mundo, según las circunstancias. Esta dama era la señora Coiler, y yo tuve el honor de llevarla del brazo al comedor el día de mi instalación. Me dio a entender que era una pena para la querida señora Pocket que el señor Pocket se viera en la necesidad de recibir caballeros como alumnos en su casa. Esto no iba para mí, me dijo, en un arranque de simpatía y confianza (en aquel momento, hacía poco más de cinco minutos que nos conocíamos); si todos fuesen como yo, sería otra cosa.

—Pero la querida señora Pocket —dijo la señora Coiler—, después de su prematuro desengaño (no es que el querido señor Pocket mereciera ningún reproche por ello), necesita tanto lujo y elegancia…

—Sí, señora —dije yo interrumpiéndola, pues temía que se me echase a llorar.

—Y tiene un natural tan aristocrático…

—Sí, señora —repetí, con el mismo objeto de antes.

—Que es muy duro —dijo la señora Coiler— que el señor Pocket tenga que dedicar su tiempo y su atención a otra cosa que a la señora Pocket.

Yo no podía dejar de pensar que todavía sería más duro que fuese el tiempo y la atención del carnicero lo que se dedicase a otra cosa que a la señora Pocket; pero no dije nada, pues en realidad bastante ocupación tenía con mantener una vergonzante vigilancia sobre mi propia manera de conducirme.

Llegó a mi conocimiento, a través de lo que hablaban la señora Pocket y Drummle mientras yo estaba atento a mi cuchillo, tenedor y cuchara, copas y otros instrumentos de suicidio, que Drummle, cuyo nombre de pila era Bentley, era el heredero en segundo lugar de un título de baronet. Resultó, además, que el libro que yo había visto leer a la señora Pocket en el jardín no trataba más que de títulos y que ella sabía de fuente exacta que su abuelo habría sido inscrito en dicho libro, caso de que hubiese llegado a serlo. Drummle no decía gran cosa, pero a su modo lacónico (me pareció que era un tipo adusto) hablaba como uno de los elegidos, y trataba a la señora Coiler como a una mujer y una hermana. Nadie sino ellos y esta señora, la aduladora vecina, daba muestras de interesarse por esta parte de la conversación, que me pareció que a Herbert se le hacía penosa, y la cual llevaba trazas de durar mucho tiempo, cuando el criado entró a anunciar una calamidad doméstica. Era ésta que la cocinera había extraviado la carne de buey. Entonces, por primera vez, vi al señor Pocket desahogar sus sentimientos haciendo algo que me llenó de asombro, aunque a nadie más causó impresión, y con lo que no tardé en estar tan familiarizado como el resto de los circunstantes. Soltó el cuchillo y el trinchante —pues estaba ocupado, a la sazón, en partir la vianda—, se llevó ambas manos al revuelto cabello, y pareció hacer un esfuerzo extraordinario para levantarse tirando de él. Pero después de esto, y no habiendo obtenido resultado alguno, continuó tranquilamente su tarea.

La señora Coiler cambió entonces de conversación, y empezó a halagarme. Al principio me complació, pero me adulaba tan burdamente, que pronto se me pasó el gusto de oírla. Tenía un modo de acercarse a mí cuando fingía estar vitalmente interesada en los amigos y localidades que yo había dejado, que resultaba completamente rastrero; y cuando de vez en cuando daba un salto hacia Startop (que no decía gran cosa) o hacia Drummle (que aún decía menos), yo los envidiaba por hallarse al otro lado de la mesa.

Después de la comida trajeron a los niños, y la señora Coiler hizo comentarios admirativos sobre sus ojos, sus narices y sus piernas —una manera sagaz de cultivar su espíritu—. Eran cuatro niñas y dos niños, además del bebé que podía ser cualquiera de las dos cosas, y del próximo sucesor del bebé, que aún no era ninguna de ellas. Habían sido introducidos por Flopson y Millers como si estos dos oficiales sin graduación vinieran de reclutar niños y hubiesen alistado a aquéllos, en tanto que la señora Pocket miraba a los que debían de haber sido jóvenes nobles como si pensara que ya había tenido el placer de inspeccionarlos antes, pero no acabara de identificarlos.

—¡Vamos! Déme su tenedor, señora, y coja al bebé —dijo Flopson—. No lo coja de ese modo, o le va a meter la cabeza debajo de la mesa.

Así advertida, la señora Pocket lo cogió por el otro lado y le puso la cabeza encima de la mesa, lo cual fue anunciado a todos los presentes por un prodigioso coscorrón.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! Devuélvamelo, señora —dijo Flopson—, y usted, señorita Jane, venga a bailar para distraer al bebé.

Una de las niñas, un mero gorgojo que parecía haberse encargado prematuramente de los demás, se fue de mi lado, donde estaba, y se puso a bailar ante el bebé hasta que éste dejó de llorar y empezó a reír. Entonces todos los niños se rieron, y el señor Pocket (que mientras tanto había tratado dos veces de levantarse por los pelos) se rió y todos nos reímos y nos pusimos contentos.

Flopson, a fuerza de doblar al bebé por sus articulaciones, como si fuese una muñeca de madera, lo acomodó sin mayor quebranto en el regazo de la señora Pocket, y le dio el cascanueces para que jugase con él, recomendando al mismo tiempo a la señora Pocket que cuidase de que los mangos de aquel instrumento no dieran en los ojos de la criatura, y encargando ásperamente a la señorita Jane que hiciera lo mismo. Después, las dos niñeras salieron de la habitación y tuvieron un vivo altercado con el disoluto criadito que había servido la comida y que manifiestamente había perdido la mitad de sus botones en la mesa de juego.

Me intranquilizó ver que la señora Pocket entablaba una discusión con Drummle a propósito de los títulos de baronet, en tanto que comía unas rodajas de naranja bañadas en vino con azúcar, y olvidaba completamente a la criatura que tenía en el regazo, la cual hacía las cosas más alarmantes con su cascanueces. Por fin, la pequeña Jane, dándose cuenta del peligro que corrían los jóvenes sesos del bebé, dejó su sitio sin hacer ruido, y gracias a un sinfín de pequeñas astucias se apoderó del cascanueces. La señora Pocket, que en aquel momento terminaba de comer su naranja, y a quien esto no gustó, le dijo a Jane:

—Tú, desvergonzada. ¿Cómo te has atrevido? ¡Anda a sentarte en seguida!

—Mamita —balbució la niña—, el bebé se podía saltar los ojos.

—¿Cómo te atreves a decirme eso? —replicó la señora Pocket—. ¡Anda a sentarte en seguida!

La indignación de la señora Pocket era tan abrumadora que me sentí avergonzado, como si yo mismo hubiera hecho algo para provocarla.

—Belinda —protestó el señor Pocket desde el otro extremo de la mesa—, ¿por qué eres tan poco razonable? Jane sólo ha intervenido para proteger al bebé.

—No quiero que intervenga nadie —dijo la señora Pocket con una mirada majestuosa dirigida a la inocente ofensora—. Sé lo que debo a la posición de mi abuelo. Sí, Jane.

El señor Pocket volvió a llevarse las manos al pelo, y esta vez, realmente, se levantó dos pulgadas de su asiento.

—¡Oíd esto! —exclamó desalentadamente, dirigiéndose a los elementos—. ¡Los pequeños tienen que matarse con el cascanueces, a causa de la posición del pobre abuelo de su mamá! —Luego volvió a dejarse caer en la silla y guardó silencio.

Mientras esto ocurría, todos mirábamos el mantel con embarazo. Siguió una pausa, durante la cual el leal e incorregible bebé hizo una serie de saltos y gorjeos dirigidos a la pequeña Jane, la cual me pareció el único miembro de la familia (los criados aparte) con quien mantenía una decidida relación.

—Señor Drummle —dijo la señora Pocket—, ¿quiere usted llamar para que venga Flopson? Jane, muñeca desobediente, vete a la cama. ¡Ahora, bebé, amor mío, ven con mamá!

El bebé era la esencia del honor, y protestó con todas sus fuerzas. Se dobló al revés sobre el brazo de la señora Pocket, mostró a la compañía, en vez de su dulce rostro, un par de zapatitos de ganchillo y de piernecitas llenas de hoyuelos y fue abrazado en pleno estado de rebeldía. Sin embargo, se salió con la suya, porque a los pocos minutos lo vi por la ventana mecido por la pequeña Jane.

Los cinco niños restantes se quedaron junto a la mesa, pues Flopson tenía algún compromiso particular y no había nadie más que cuidase de ellos. Fue así como advertí el estado de las relaciones entre ellos y su padre, del cual dará idea la escena siguiente: el señor Pocket, con aire de mayor perplejidad que de costumbre y con el cabello alborotado, los miró unos minutos como si no pudiese comprender cómo era que se hallaban hospedados en aquel establecimiento, y por qué la naturaleza no los había acuartelado en alguna otra casa. Después, con unas maneras distantes de misionero, les hizo ciertas preguntas, como por qué el pequeño Joe tenía aquel agujero en su delantal; y el niño dijo: «Papá, Flopson lo remendará cuanto tenga tiempo». Y cómo le había salido a la pequeña Fammy aquel moretón; y la pequeña dijo: «Papá, Millers me pondrá una cataplasma cuando se acuerde». Luego, el señor Pocket se derritió en amor paternal y les dio un chelín a cada uno, diciéndoles que se fuesen a jugar; y luego, mientras ellos salían, con otro poderoso esfuerzo para levantarse por los cabellos, alejó de sí aquella inútil preocupación.

Por la tarde había remo en el río. Como Drummle y Startop tenían cada uno un bote, resolví coger uno por mi cuenta y tratar de aventajarlos. Yo estaba bastante fuerte para la mayor parte de los ejercicios a que son aficionados los muchachos del campo, pero comprendía que me faltaba elegancia de estilo para el Támesis —por no hablar de otras aguas—, y al punto comprometí, para que me diera lecciones, al ganador de unas regatas que remaba ante nuestro embarcadero y al cual fui presentado por mis nuevos amigos. Esta práctica autoridad me llenó de confusión diciéndome que tenía los brazos de un herrero. Si hubiera sabido lo cerca que estuvo de perder a su discípulo a causa de este elogio, dudo de que me lo hubiera tributado.

A nuestro regreso nos aguardaba una cena fría y creo que le habríamos hecho buen honor de no haber sido por un desagradable incidente doméstico. El señor Pocket se hallaba del mejor humor cuando entró una criada diciendo:

—Con su permiso, señor, quisiera hablarle.

—¿Hablar al señor? —dijo la señora Pocket, cuya dignidad volvió a sentirse herida—. ¿Cómo puede usted pensar en semejante cosa? Vaya y hable con Flopson. O hábleme a mí… en otro momento.

—Con perdón de usted, señora —repuso la criada—, quisiera hablar en seguida, y con el señor.

A esto, el señor Pocket salió de la estancia y nosotros nos entretuvimos del mejor modo posible hasta que volvió.

—¡Bueno es lo que ocurre, Belinda! —dijo el señor Pocket, volviendo con el disgusto y la desesperación pintados en el semblante—. ¡En la cocina tienes a la cocinera durmiendo la mona, con un gran paquete de mantequilla en la alacena, a punto de venderlo como grasa!

La señora Pocket dio instantáneamente muestras de cariñosa emoción, y dijo:

—¡Esto es cosa de esa odiosa Sophia!

—¿Qué quieres decir, Belinda? —preguntó el señor Pocket.

—Sophia te lo ha contado —dijo la señora Pocket—. ¿No vi con mis propios ojos y oí con mis propios oídos, cómo entraba aquí ahora mismo y pedía hablarte?

—Pero ¿no me ha llevado abajo, Belinda —replicó el señor Pocket—, y no me ha mostrado a la mujer, y el paquete, además?

—¿Y tú la defiendes, Matthew —dijo la señora Pocket—, después de que viene con esos chismes?

El señor Pocket profirió un lúgubre gemido.

—¿Es que la nieta de mi abuelo no es nadie en esta casa? —dijo la señora Pocket—. Además, la cocinera ha sido siempre una mujer atenta y respetuosa, y dijo de la manera más natural, cuando vino a pedir colocación, que veía muy bien que yo había nacido para ser una duquesa.

Había un sofá donde estaba el señor Pocket, y éste se desplomó en él en la actitud del gladiador moribundo. En ella continuaba cuando, al juzgar yo conveniente retirarme, me dijo con voz cavernosa:

—Buenas noches, señor Pip.