El pálido caballerete y yo estuvimos contemplándonos mutuamente en Barnard's Jun, hasta que ambos soltamos la carcajada.
—¡Quién iba a pensar que sería usted! —dijo él.
—¡Quién iba a pensar que sería usted! —dije yo.
Y ambos volvimos a contemplarnos y volvimos a reírnos.
—¡Bueno! —dijo el pálido caballerete ofreciéndome la mano jovialmente—. Aquello está liquidado, y espero que tendrá la magnanimidad de perdonarme los mamporros de aquel día.
Deduje de estas palabras que el señor Herbert Pocket (porque el joven caballerito se llamaba Herbert) continuaba confundiendo su intención con sus actos. Pero respondí con modestia y nos estrechamos cordialmente las manos.
—¿En aquel tiempo usted no había entrado aún a gozar de su fortuna? —preguntó Herbert Pocket.
—No —respondí.
—¡No! —asintió él—. He oído decir que esto ha ocurrido últimamente. Era yo, entonces, quien en cierto modo iba detrás de la fortuna.
—¿De veras?
—Sí. La señorita Havisham me había mandado llamar para ver si podía tomarme cariño. Pero no pudo, o al menos, no lo hizo.
Me pareció cortés observar que esto me sorprendía.
—Demostró tener mal gusto —dijo Herbert, riendo—; pero así fue. Me mandó llamar para una visita de prueba y, si yo hubiera salido bien de ella, supongo que me habría protegido; tal vez me hubiera hecho que sé yo qué de Estella.
—¿Qué quiere usted decir? —pregunté con súbita gravedad.
Estaba arreglando las frutas en las fuentes mientras hablábamos, por lo cual tenía repartida su atención, y esto fue causa de que le hubiera faltado la palabra.
—Prometido —explicó, ocupado todavía con la fruta—. Novio. Como se llame. Algo así.
—¿Cómo soportó usted ese desengaño? —pregunté.
—¡Bah! —dijo él—. No me importaba gran cosa. Es una tártara.
—¿La señorita Havisham? —sugerí yo.
—No digo que ella no lo sea, pero me refería a Estella. Esa muchacha es dura, altanera y caprichosa en grado extremo, y la señorita Havisham la ha criado para instrumento de venganza contra todo el sexo masculino.
—¿Qué parentesco tiene con la señorita Havisham?
—Ninguno —dijo—. Es una muchacha adoptada.
—¿Por qué quiere vengarse de todo el sexo masculino? ¿Y de qué tiene que vengarse?
—Caramba, señor Pip —dijo él—. ¿No lo sabe usted?
—No —respondí.
—¡Dios mío! Es toda una historia, y tendremos que guardarla para la hora de la comida. Y ahora permítame que le haga una pregunta: ¿cómo fue usted allí aquel día?
Se lo conté y él me oyó muy atento; y cuando hube terminado volvió a reírse y me preguntó si había quedado después muy dolorido. No le pregunté si lo había quedado él, porque mi convicción sobre este punto estaba perfectamente establecida.
—Creo que el señor Jaggers es su tutor.
—Sí.
—¿Sabe usted que es el administrador y abogado de la señorita Havisham, y que ésta tiene puesta en él toda la confianza que niega a los demás?
Pensé que esto era llevarme a un terreno peligroso. Respondí, con una reserva que no traté de disimular, que había visto al señor Jaggers en casa de la señorita Havisham el día mismo de nuestro encuentro, pero en ninguna otra ocasión, y que creía que él, por su parte, no recordaba haberme visto allí.
—Tuvo la bondad de indicar a mi padre como preceptor de usted y le visitó para proponérselo. Desde luego, conocía la existencia de mi padre por su relación con la señorita Havisham. Mi padre es primo de la señorita Havisham; no es que esto implique ningún trato familiar entre ellos, porque él es mal cortesano y no quiere hacer nada para ganar su voluntad.
Herbert tenía unos modales francos y naturales que le hacían muy atractivo. No había visto a nadie entonces, ni he visto a nadie después, que me diera mejor la impresión, en su mirada y en su tono, de ser naturalmente incapaz de hacer nada escondido o mezquino. Había algo prodigiosamente optimista en todo su aspecto, y algo al mismo tiempo que me susurraba que nunca sería ni muy afortunado ni muy rico. Ignoro cómo se me ocurrió. Sólo sé que esta idea se hizo firme en mí antes de que nos sentáramos a la mesa, pero no puedo precisar por qué razón.
Él continuaba siendo el pálido señorito y, en medio de su animación y vivacidad, se le notaba una especie de languidez que no parecía indicio de una robustez natural. Su rostro no era hermoso, pero era mejor que hermoso, pues era en extremo amable y alegre. Su figura era un poco desgarbada, como en los días en que mis nudillos se habían tomado tantas libertades con ella, pero parecía que siempre hubiera de ser ligero y joven. Podía haber dudas respecto a si la obra provinciana del señor Trabb le habría sentado más graciosamente que a mí, pero estoy convencido de que llevaba mejor él su traje viejo que yo el mío nuevo.
Como se mostraba tan comunicativo conmigo, comprendí que mostrarme reservado sería una falta de correspondencia impropia de nuestra edad. Por tanto, le conté mi pequeña historia, haciendo hincapié en la prohibición que se me había impuesto de investigar quién era mi bienhechor. Le mencioné, además, que, como me había criado en la herrería de un pueblo, y conocía muy poco las formas de la buena sociedad, desearía como un gran favor de su parte que me hiciera una indicación siempre que me viese apurado o cometiendo alguna torpeza.
—Con sumo gusto —dijo—, aunque me atrevo a pronosticar que necesitará usted muy pocas indicaciones. Supongo que estaremos juntos con frecuencia, y me gustaría suprimir toda innecesaria cohibición entre nosotros. ¿Quiere usted hacerme el favor de empezar llamándome desde ahora por mi nombre de pila?
Le di las gracias y dije que así lo haría. Le informé, para corresponder, de que mi nombre era Philip.
—No me gusta Philip —dijo sonriendo— porque suena como el de uno de esos muchachos de los cuentos morales, que era tan perezoso que se cayó en un estanque, o tan gordo que no podía ver más allá de sus ojos, o tan avaro que tenía guardado su pastel hasta que se lo comían los ratones, o tan aficionado a coger nidos que se lo comieron los osos que vivían por allí, a la vuelta de la esquina. Te diré lo que me gustaría. Estamos en tan buena armonía y tú has sido herrero… ¿no tendrás inconveniente…?
—No he de tener inconveniente en nada de lo que me propongas —respondí—, pero no te comprendo.
—¿Te importaría que te pusiera Händel como nombre familiar? Händel tiene una deliciosa composición titulada Herrero armonioso.
—Me gustaría mucho.
—Entonces, querido Händel —dijo, volviéndose mientras se abría la puerta—. Aquí está la comida y te ruego que ocupes la cabecera de la mesa, porque eres tú quien paga.
No quise oír hablar de ello; así que él ocupó la cabecera y yo me senté frente a él. Era una comida bastante buena —entonces me pareció un festín del alcalde de Londres— y ganó mayor encanto por el hecho de ser consumida en esta situación independiente sin la presencia de personas mayores, y con todo Londres a nuestro alrededor. Esto a su vez estaba realzado por cierto carácter bohemio que adornaba el banquete: porque al tiempo que la mesa era, como habría dicho el señor Pumblechook, el regazo del lujo —pues todo el servicio venía del café de al lado—, la región circundante de la sala tenía un carácter de desolación que impuso al camarero la costumbre vagabunda de dejar las tapaderas en el suelo (donde tropezaba con ellas), la mantequilla en el sillón, el pan en el estante de los libros, el queso en el cubo del carbón y el pollo asado sobre mi cama en la habitación contigua, donde al irme a acostar encontré buena parte de su salsa de perejil en estado de congelación. Todo ello hizo de la fiesta una delicia, y cuando el camarero no estaba presente, mi contento no tenía igual.
Íbamos por la mitad de la comida cuando recordé a Herbert su promesa de contarme la historia de la señorita Havisham.
—Es verdad —respondió—, voy a cumplir en seguida. Permíteme antes, Händel, que como prólogo te diga que en Londres no es costumbre ponerse el cuchillo en la boca (para evitar accidentes) y que, siendo el tenedor el reservado para este uso, no hay que meterlo más adentro de lo estrictamente necesario. Apenas vale la pena mencionarlo, pero siempre es mejor hacer como los demás. Además, la cuchara no se sujeta, por lo común, cogiéndola por encima, sino por debajo. Eso tiene dos ventajas. Permite llevarla más fácilmente a la boca (que al fin y al cabo es lo que se busca) y ahorra buena parte de aquella actitud de abrir ostras que, al hacerlo, toma el brazo derecho.
Me hizo estas amistosas advertencias de un modo tan gracioso que ambos nos reímos y yo apenas me sonrojé.
—Ahora —prosiguió— vamos a lo de la señorita Havisham. Debes saber que la señorita Havisham fue una niña mimada. Su madre murió cuando era una criatura, y su padre jamás le negó nada. Su padre era un caballero rural de tu país y tenía una fábrica de cerveza. Yo no sé por qué tiene que ser tan gran cosa ser cervecero; pero es indiscutible que, así como no se puede ser un caballero y cocer pan, se puede ser tan caballero como el que más y fabricar cerveza. Lo verás todos los días.
—Pero un caballero no puede tener una casa de bebidas, ¿no es verdad? —dije yo.
—De ningún modo —repuso Herbert—; pero una casa de bebidas puede mantener a un caballero. ¡Bueno! El señor Havisham era muy rico y muy orgulloso, y su hija, lo mismo.
—¿Era la señorita Havisham hija única? —arriesgué yo.
—Espera un poco, que a eso vamos. No era hija única; tenía un hermano por parte de padre. Su padre se había vuelto a casar en secreto, con su cocinera, me parece.
—Creí que era orgulloso —comenté.
—Querido Händel, lo era. Se casó en secreto con su segunda mujer porque era orgulloso; ¡y con el tiempo, ella murió! Creo que no fue hasta después de su muerte cuando le contó a su hija lo que había hecho, y entonces el hijo entró a formar parte de la familia, viviendo en la casa que ya conoces. A medida que el hijo se iba haciendo un joven, se fue volviendo vicioso, manirroto, rebelde… malo en todos los sentidos. Al fin su padre lo desheredó; pero se ablandó en la hora de la muerte y le dejó en buena posición, aunque no tanto como a la señorita Havisham. Toma otra copa de vino, y perdona que te diga que en sociedad no se espera que uno proceda tan concienzudamente a vaciar su copa, volviéndola boca abajo hasta hacer descansar su borde sobre la propia nariz.
Yo acababa de hacer eso, en un exceso de atención a su relato. Le di las gracias y me disculpé. Él dijo:
—¡No hay de qué! —Y continuó—. La señorita Havisham fue entonces una rica heredera y puedes suponer que muchos la pretendieron como un gran partido. Su hermano volvía a disponer de medios abundantes, pero con el pago de sus deudas y nuevas locuras, los derrochó con una rapidez aterradora. Tuvo mayores disensiones con su hermana que las que había tenido con su padre, y se sospecha que abrigaba contra ella un resentimiento mortal, porque creía que había influido en su padre contra él. Ahora llega la parte cruel de la historia, y me interrumpo, querido Händel, para observar que la servilleta no se mete dentro del vaso.
No puedo decir por qué razón estaba tratando de hacer eso. Sólo sé que me encontré haciendo, con una perseverancia digna de mayor causa, los más bravos esfuerzos para comprimirla dentro de aquellos límites. Otra vez le di las gracias y me disculpé, y él volvió a decir del modo más placentero que no valía la pena, y continuó.
—Un día apareció en escena (en las carreras o en los bailes o donde quieras) cierto hombre que se puso a cortejar a la señorita Havisham. Yo no le vi nunca porque esto ocurrió hace veinticinco años (antes de que tú y yo naciéramos, Händel), pero he oído decir a mi padre que era un tipo llamativo y la clase de hombre a propósito para el caso. Pero no se le podía confundir, sin ignorancia o prejuicio, con un caballero. Al menos, así lo asegura firmemente mi padre, pues tiene el principio de que ningún hombre que no sea en su fondo un verdadero caballero ha podido ser, desde que el mundo existe, un verdadero caballero en sus modales. Dice que ningún barniz puede disimular la veta de la madera; y que cuanto más barniz se le pone, más se nota la veta. ¡Bueno! Este hombre persiguió a la señorita Havisham, declarándose enamoradísimo de ella. Creo que ella hasta entonces no había mostrado mucha sensibilidad, pero toda la que poseía apareció entonces, y amó apasionadamente a aquel hombre. No hay duda de que le idolatraba. Él explotó su afecto de un modo tan sistemático que obtuvo de ella grandes sumas, y la indujo a comprar a su hermano por un precio exorbitante su participación en la fábrica (que su padre había tenido la debilidad de legarle), bajo el pretexto de que cuando fuese su marido debía tenerlo y dirigirlo todo. En aquel tiempo la señorita Havisham aún no tenía como abogado a tu tutor, y era demasiado altanera y estaba demasiado enamorada para tomar consejo de nadie. Sus parientes eran pobres e intrigantes, a excepción de mi padre; éste era pobre también, pero no era celoso ni servil. Siendo el único de ellos que poseía un carácter independiente, le advirtió de que estaba haciendo demasiado por ese hombre, y que se estaba poniendo demasiado incondicionalmente en su poder. Ella aprovechó la primera oportunidad para echar a mi padre de su casa, con malos modos, en presencia de su novio; y mi padre no la ha vuelto a ver.
Me acordé de cuando había dicho: «Mathew vendrá a verme por fin cuando yo haya muerto sobre esta mesa», y le pregunté a Herbert si su padre seguía estando tan enojado con ella.
—No es que lo esté —dijo Herbert—, pero ella le acusó en presencia de su novio de haberse sentido defraudado en sus esperanzas de sacarle provecho adulándola; y si ahora él volvía a acercársele, parecería que era verdad: se lo parecería a ella… y hasta se lo parecería a él. Volviendo al hombre y para terminar: el día del casamiento estaba fijado, los trajes de boda comprados, el viaje de novios proyectado, las invitaciones hechas. Llegó el día, pero el novio no. Escribió una carta…
—¿Que ella recibió —interrumpí— cuando se estaba vistiendo para la boda? ¿A las nueve menos veinte minutos?
—A la hora y el minuto exactos —afirmó Herbert— en que luego hizo parar todos los relojes. Lo que decía la carta, excepto que anulaba brutalmente la boda, no lo puedo decir, porque no lo sé. Cuando ella se repuso de la grave enfermedad que esto le ocasionó, dejó toda la casa abandonada tal como la has visto, y desde entonces nunca ha vuelto a ver la luz del día.
—¿Ésta es toda la historia? —le pregunté después de reflexionar.
—Todo lo que yo sé; y a decir verdad, sólo he llegado a saberlo atando cabos; porque mi padre evita siempre hablar de ello, y ni siquiera cuando la señorita Havisham me invitó a ir a su casa, me dijo más de lo que era estrictamente necesario que supiera. Pero había olvidado una cosa. Se supone que el hombre en quien ella había puesto una confianza tan mal empleada obraba de concierto con su hermano; que se trataba de un complot entre ellos, y que se repartían los beneficios.
—No comprendo por qué no se casó y se hizo dueño de todo el caudal —dije yo.
—A lo mejor estaba ya casado, y la cruel mortificación que esto suponía para ella formaba tal vez parte del plan de su hermano —dijo Herbert—. ¡Entiéndelo bien! Yo no sé nada.
—¿Qué se hizo de los dos hombres? —pregunté después de volver a reflexionar sobre el asunto.
—Fueron hundiéndose más todavía, si es que eso es posible, en la vergüenza y la degradación… y en la ruina.
—¿Viven todavía?
—No lo sé.
—Has dicho que Estella no era pariente de la señorita Havisham, sino sólo adoptada. ¿Cuándo la adoptó?
Herbert se encogió de hombros.
—Siempre ha habido una Estella, desde que oigo hablar de la señorita Havisham. No, no sé nada más. Y ahora, Händel —dijo deshaciéndose, como si dijéramos, de la historia—, hay entre nosotros una inteligencia perfecta. Sabes ya todo lo que yo sé sobre la señorita Havisham.
—Y tú sabes —repliqué— todo lo que sé yo.
—Te creo. Por consiguiente, no puede haber entre los dos ni competencia ni recelo. Y en cuanto a la condición que se te ha impuesto para no perder tu posición actual (o sea, que no debes investigar a quién se la debes ni hablar de ello), puedes estar seguro de que jamás ni yo ni ninguno de los míos tratará de hacerte faltar a ella ni de aludir al asunto.
Verdaderamente, dijo esto con tanta delicadeza que sentí que el asunto quedaba terminado, aunque yo tuviera que vivir años y más años bajo el techo de su padre. No obstante, lo dijo con tanta intención, al mismo tiempo, que comprendí que estaba tan convencido como yo de que mi bienhechora era la señorita Havisham.
No se me había ocurrido antes que él hubiera aludido a aquel tema con el objeto de dejar bien aclarado todo lo que pudiera ser un estorbo para nuestra amistad, pero nos sentíamos tan descansados y a gusto por haber hablado de ello, que ahora me daba cuenta de que éste era el caso. Estábamos muy alegres y efusivos, y en el curso de nuestra conversación le pregunté qué era él. Me respondió:
—Capitalista… asegurador de barcos. —Supongo que me vio echar una ojeada alrededor en busca de algo relacionado con la navegación o el capital, porque añadió—: En la City.
Yo tenía formado un concepto grandioso de la riqueza e importancia de los aseguradores de barcos de la City, y empecé a pensar con temor que había tumbado de espaldas a un joven asegurador, había amoratado uno de sus emprendedores ojos y le había hecho un chirlo en la cabeza. Pero, una vez más, tuve, para tranquilidad mía, la extraña impresión de que Herbert Pocket nunca sería ni muy afortunado ni muy rico.
—No voy a contentarme con emplear mi capital solamente en el seguro de barcos. Quiero comprar además buenas acciones de seguros de vida y abrirme paso hasta la dirección. También quiero dedicarme un poco a las minas. Y ninguna de estas cosas me impedirá fletar por mi cuenta algunos millares de toneladas. Haré el tráfico —dijo, repantigándose en su silla— con las Indias Orientales: sedas, chales, especias, tinturas, drogas y maderas preciosas. Es un comercio interesante.
—¿Y da muchos beneficios? —pregunté.
—¡Tremendos! —respondió él.
Me impresionó de nuevo, haciéndome pensar que aquí había un porvenir todavía mejor que el mío.
—Me parece que también comerciaré con las Indias Occidentales —dijo, metiendo los pulgares en los bolsillos de su chaleco— en azúcar, tabaco y ron. Y también con Ceilán, especialmente en colmillos de elefante.
—Necesitarás muchos barcos —dije.
—Toda una flota —respondió.
Completamente abrumado por la magnificencia de estas transacciones, le pregunté por dónde navegaban entonces los barcos que él aseguraba.
—Aún no he empezado a asegurar —dijo—; estoy a la mira.
Esta ocupación me pareció más en consonancia con Barnard's Jun. Dije (con tono de convicción):
—¡Ah!
—Sí. Estoy en un despacho esperando una ocasión.
—¿Es provechoso un despacho? —pregunté.
—¡Ah!… ¿Para un joven que esté en uno? —preguntó él a su vez.
—Sí; para ti.
—Pues… no: para mí, no —dijo esto con el aire del que echa cuidadosamente sus cuentas y saca un balance—. Directamente provechoso, no. Es decir, no me pagan nada y he de… mantenerme.
Verdaderamente, esto no tenía aspecto de ser provechoso, y yo meneé la cabeza como dando a entender que sería difícil ahorrar mucho capital con tal fuente de ingresos.
—Pero lo importante —dijo Herbert Pocket— es que uno está a la mira. Ésta es la gran cosa. Uno está en un despacho, ¿sabes?, y está a la mira.
Esto me pareció una curiosa implicación de que uno no podía estar fuera de un despacho y estar a la mira; pero me callé, remitiéndome a su experiencia.
—Llega un día —dijo Herbert— en que uno ve su oportunidad y se agarra a ella, y hace su capital, ¡y ya está! Una vez que uno ha hecho su capital, no tiene más que emplearlo.
Esto se parecía mucho a su manera de conducir aquel encuentro en el jardín; mucho. También su manera de soportar la pobreza correspondía exactamente a su manera de soportar aquella derrota. Me pareció que recibía ahora todos los golpes y bofetadas, exactamente con el mismo aire con que recibió los míos. Era evidente que su ajuar no abarcaba más que lo estrictamente indispensable, porque todo lo que llamó mi atención resultó que lo habían traído en mi honor del café o de algún otro sitio.
No obstante, a pesar de haber hecho ya en imaginación su fortuna, hablaba de ello tan sencillamente que me movió a sentirme agradecido de que no se diera tono conmigo. Era un detalle más a añadir a sus modales naturalmente agradables y nos entendimos magníficamente. Por la noche nos dimos una vuelta por las calles, y fuimos al teatro con billetes de favor; y al día siguiente asistimos al servicio en la abadía de Westminster, y por la tarde nos paseamos por los parques; y yo me preguntaba quién herraba todos aquellos caballos y pensaba que ojalá pudiera ser Joe.
Según un cómputo moderado, hacía muchos meses, aquel domingo, que me había separado de Joe y Biddy. El espacio interpuesto entre ellos y yo participaba de esta dilatación, y nuestros marjales me parecían de lo más hermoso. Que yo hubiera podido hallarme en nuestra vieja iglesia vestido con mi viejo traje de las fiestas, y esto tan sólo el domingo último, me parecía una combinación de imposibilidades geográficas y sociales, solares y lunares. No obstante, encontraba en las calles de Londres, tan concurridas y tan brillantemente iluminadas al anochecer, deprimentes alusiones y reproches por el hecho de haber dejado la pobre y vieja cocina de mi casa. Y en mitad de la noche, los pasos de un inepto impostor de portero que rondaba por Barnard's Jun, bajo pretexto de vigilar, caían pesadamente sobre mi corazón.
El lunes por la mañana, a las nueve menos cuarto, Herbert fue al despacho para hacer acto de presencia —y también, supongo, para estar al día, y yo le acompañé. Él tenía que salir al cabo de una hora o dos para acompañarme a Hammersmith, y yo debía aguardarle. Me pareció que los huevos de donde salían los jóvenes aseguradores se empollaban con polvo y calor, como los huevos de avestruz, a juzgar por los sitios adonde acudían estos incipientes gigantes el lunes por la mañana. Tampoco la oficina a la que asistía Herbert para estar al día me pareció cosa mayor en calidad de observador, pues consistía en la parte trasera de un segundo piso, que daba a un patio de aspecto mezquino en todos los sentidos, y desde donde todo lo que se veía del mundo exterior era el interior de otro segundo piso. Estuve allí hasta cerca del mediodía y luego fui a la Bolsa, donde vi a unos hombres sentados bajo los anuncios marítimos, a los cuales tomé por grandes comerciantes, aunque no pude comprender por qué tenían que estar todos tan mohínos. Cuando llegó Herbert, fuimos a almorzar a un celebrado establecimiento que entonces me inspiró un gran respeto, pero que ahora se me antoja la más abyecta superstición de Europa, y donde no pude dejar de notar, aun entonces, que había mucha más salsa en los manteles, y en los cuchillos y en la ropa de los camareros, que en los guisos mismos. Habiendo tomado esta colación por un precio moderado (teniendo en cuenta la grasa, que no se nos cargó en cuenta), volvimos a Barnard's Jun a recoger mi maletín, y después tomamos el coche para Hammersmith. Llegamos allí a las dos o a las tres de la tarde, y tuvimos que andar muy poco para llegar a casa del señor Pocket. Levantando el picaporte de una verja, entramos directamente en un jardincillo sobre el río, donde estaban jugando los niños del señor Pocket. Y a menos que me engañe sobre un punto que nada tenía que ver con mis intereses y simpatías, vi que los niños del señor Pocket estaban siendo criados, no a fuerza de mano, sino a fuerza de caídas y batacazos.
La señora Pocket leía sentada en una silla de jardín bajo un árbol, con los pies puestos en otra silla; y las dos niñeras de la señora Pocket se distraían por allí, mientras los niños jugaban.
—Mamá —dijo Herbert—, te presento al joven Pip. —Después de lo cual, la señora Pocket acogió mi saludo con un aire de amable dignidad.
—¡Señorito Alick y señorita Jane —gritó una de las niñeras a dos de los niños—, si saltan de este modo sobre las matas, se van a caer al río, y qué dirá entonces su papá!
Al mismo tiempo esta niñera recogió el pañuelo de la señora Pocket, y dijo: «¡Es la sexta vez que lo deja usted caer, señora!». A lo cual la señora Pocket se rió y dijo: «Gracias, Flopson», y, acomodándose en una sola silla, prosiguió su lectura. Su semblante tomó inmediatamente una expresión concentrada y atenta como si hiciese una semana que estuviese leyendo, pero antes de haber podido leer media docena de líneas fijó sus ojos en mí, y dijo: «¿Cómo sigue su mamá?». Esta inesperada pregunta me puso en tal embarazo que empecé a decir, del modo más absurdo, que de existir tal persona estaba seguro de que se encontraría bien y le quedaría muy agradecida y le mandaría sus saludos, cuando la niñera vino en mi auxilio.
—¡Vaya! —exclamó, recogiendo el pañuelo—; ¡ya es la séptima vez! ¿Qué le pasa esta tarde, señora? —La señora Pocket recibió la prenda, primero con una mirada de indecible sorpresa, como si no la hubiera visto nunca, y luego riéndose, como si al fin la reconociera, y dijo:
—Gracias, Flopson. —Luego me olvidó y prosiguió su lectura.
Ahora que tenía espacio para contarlos, me di cuenta que había presentes entre caídas y batacazos no menos de seis pequeños Pockets. Apenas había llegado a este total cuando se oyó, como si fuese en la región del aire, un séptimo que lloraba lastimosamente.
—¡Pero si es el bebé! —dijo Flopson, pareciendo encontrarlo muy sorprendente—. ¡Corra arriba, Millers!
Millers, que era la otra niñera, entró en la casa, y gradualmente los gritos de la criatura fueron debilitándose y se acallaron, como si se tratara de un joven ventrílocuo a quien hubiesen metido algo en la boca. La señora Pocket no había dejado de leer en todo el rato, y yo tenía curiosidad por saber qué libro leía.
Supongo que esperábamos a que saliera el señor Pocket; en todo caso aguardábamos allí y tuve ocasión de observar el notable fenómeno de que cada vez que los niños, en sus juegos, iban a parar cerca de la señora Pocket, tropezaban y se le caían encima, siempre con grande y momentáneo asombro por parte de ella y grandes y duraderos lamentos por parte de ellos. No sabía qué pensar de esta sorprendente circunstancia, y no pude evitar hacer cábalas sobre ella, hasta que, poco a poco, Millers bajó con el bebé, el cual fue entregado a Flopson, quien iba a entregárselo a la señora Pocket, cuando ella también, con bebé y todo, fue a caer sobre la señora Pocket, y Herbert y yo tuvimos que levantarla.
—¡Dios mío, Flopson! —dijo la señora Pocket, apartando un momento sus ojos del libro—; ¡todo el mundo se cae!
—¡Dios mío, señora! —repuso Flopson muy sofocada—. ¿Qué tiene usted ahí?
—¿Aquí, Flopson? —preguntó la señora Pocket.
—¡Pero si es un taburete! —exclamó Flopson—. ¡Y si usted lo tiene así oculto bajo la falda, cómo no quiere que tropecemos con él! ¡Vamos! Coja usted al bebé, señora, y déme el libro.
La señora Pocket siguió el consejo, y desmañadamente se puso a mecer al niño en su regazo mientras los demás jugaban a su alrededor. Muy poco tiempo hacía que duraba esta situación cuando la señora Pocket dio orden de que se llevaran a los niños a la casa para que echaran un sueño. Entonces hice yo el segundo descubrimiento de aquella primera ocasión, o sea que la crianza de los pequeños Pocket consistía en una alternancia de sueños y caídas.
En estas circunstancias, cuando Flopson y Millers hubieron conducido a los niños a la casa como un pequeño rebaño de corderos, y el señor Pocket salió para conocerme, no me causó gran sorpresa ver que éste era un caballero con la gris pelambrera revuelta y, en el semblante, una expresión de perplejidad, como si no viera el modo de poner orden en nada.