CAPÍTULO XXI

Mirando fijamente al señor Wemmick, mientras andábamos, para ver qué tal era a la luz del día, vi que era un hombre enjuto, más bien bajo, con un rostro cuadrado e impasible que parecía imperfectamente esculpido con un cincel mellado. Había en él algunas señales que podían haber sido hoyuelos, si el material hubiera sido más blando y la herramienta más fina, pero que en su actual estado no pasaban de ser simples mellas. El cincel había hecho tres o cuatro tentativas para embellecer su nariz, pero las había abandonado sin hacer un esfuerzo para pulirlas. Le supuse soltero, juzgando por lo arrugado de su ropa blanca, y parecía haber experimentado un gran número de pérdidas familiares, porque llevaba por lo menos cuatro anillos de luto, además de un broche que representaba una dama y un sauce llorón junto a una tumba con una urna encima. Tenía unos ojos brillantes —pequeños, sagaces y negros— y unos labios finos, anchos y moteados. Hacía que los tenía, a mi parecer, de cuarenta a cincuenta años.

—¿Así que usted no había estado nunca en Londres? —me preguntó el señor Wemmick.

—No —respondí.

—También yo una vez fui nuevo aquí —dijo el señor Wemmick—. ¡Es curioso pensarlo ahora!

—¿Usted lo conoce bien ahora?

—Oh, sí —dijo el señor Wemmick—. Conozco sus recovecos.

—¿Es un sitio muy malo? —pregunté, más por decir algo que por deseos de informarme.

—Le pueden a usted timar, robar y asesinar en Londres. Pero en todas partes abunda la gente que haría lo mismo.

—Si hay mala sangre entre usted y ellos —dije yo para atenuarlo un poco.

—¡Oh!, no es cuestión de mala sangre —respondió el señor Wemmick—. No hay tanta como parece. Lo harán si encuentran algo que ganar con ello.

—Esto lo pone peor.

—¿Usted cree? —repuso el señor Wemmick—. Para mí, es lo mismo.

Llevaba el sombrero echado sobre el cogote, y miraba fijamente adelante. Andaba de un modo abstraído, como si no hubiera nada en la calle que pudiera llamarle la atención. Su boca era tan parecida a un buzón que le daba la apariencia de sonreír maquinalmente. No fue hasta después de haber llegado a lo alto de Holborn Hill cuando reparé en que era sólo una apariencia y que en realidad no sonreía.

—¿Sabe usted dónde vive el señor Matthew Pocket? —pregunté al señor Wemmick.

—Sí —respondió, indicándome la dirección con un movimiento de cabeza—; en Hammersmith, al oeste de Londres.

—¿Está lejos?

—¡Oh! Unas cinco millas.

—¿Usted le conoce?

—¡Hombre, no es usted mal interrogador! —dijo el señor Wemmick con aire de aprobación—. Sí, le conozco. ¡Vaya si le conozco!

Hubo un aire de tolerancia o de menosprecio en su manera de pronunciar estas palabras que me deprimió un poco; y aún estaba mirando de soslayo al bloque de su rostro en busca de una alentadora apostilla a aquel texto, cuando dijo que ya estábamos en Barnard's Jun. Mi depresión no disminuyó con este anuncio, porque yo me había figurado aquel establecimiento como un hotel, regido por el señor Barnard, al lado del cual el Jabalí Azul de nuestra villa no sería más que una taberna. Y ahora resultaba que Barnard era un espíritu desencarnado o una ficción, y que su hotel era la más sucia colección de sórdidos edificios que se hubiesen apiñado nunca en un rincón maloliente para servir a los gatos de punto de reunión.

Entramos en ese albergue por una portezuela y siguiendo un estrecho pasadizo salimos a un melancólico patio que me pareció un cementerio. Pensé que había en él los árboles más tristes, los gorriones más tristes, los gatos más tristes (en número de una media docena) que hubiera visto jamás. Parecióme que las ventanas de las hileras de habitaciones en que estas casas estaban divididas se hallaban en la última etapa de su decadencia, con sus persianas y cortinas destrozadas, sus macetas rotas, sus vidrios resquebrajados, y su aire de polvorienta podredumbre y miserable interinidad; mientras, los se alquila, se alquila me hacían guiños desde las habitaciones vacías, como si ya no llegaran allí nuevos desventurados, y como si el alma vengativa de Barnard se apaciguara poco a poco con el gradual suicidio de los actuales ocupantes y su impío entierro debajo de los guijarros. Un sucio luto de hollín y humo adornaba esta desolada creación de Barnard, que llevaba cenizas en la cabeza y sufría penitencia y humillación como un simple cubo de la basura. Esto por lo que concierne a mi sentido de la vista, mientras la podredumbre seca y la podredumbre húmeda y toda la silenciosa corrupción de las cosas que se pudren en los sótanos y desvanes abandonados —hedor de chinches y ratones, hedor de las cuadras, que, además, estaban cerca— se dirigían débilmente a mi olfato gimiendo: «Pruebe la mixtura de Barnard».

Tan imperfecta resultaba la realización de la primera de mis grandes esperanzas, que miré desalentado al señor Wemmick.

—¡Ah! —dijo éste, equivocando mis sentimientos—; este retiro le recuerda el campo. A mí también.

Me llevó a un rincón y me hizo subir por una escalera —que me pareció que estaba convirtiéndose en serrín, de modo que cualquier día los huéspedes de los pisos altos iban a salir a sus puertas y a encontrarse sin medio de bajar— a una serie de habitaciones del último piso. En la puerta estaba pintado «Señor Pocket, hijo», y sobre el buzón había una etiqueta que decía: «Volverá en breve».

—No le esperaba tan pronto —explicó el señor Wemmick—. ¿Necesita usted algo más de mí?

—No, gracias —dije.

—Como yo guardo el dinero —observó el señor Wemmick—, supongo que nos veremos a menudo. Buenos días.

Le ofrecí mi mano, y el señor Wemmick al principio la miró como si creyese que le pedía algo. Luego me miró, y dijo, corrigiéndose:

—¡Ah, ya! Sí. ¿Usted tiene costumbre de estrechar las manos?

Me quedé confuso, creyendo que eso no debía ya de estar de moda en Londres, pero le contesté afirmativamente.

—Yo he perdido ya esta costumbre —dijo el señor Wemmick—, si no es para despedirme de alguien que está en las últimas. Celebro mucho haberle conocido. Buenos días.

Cuando nos hubimos estrechado la mano y él se hubo marchado, abrí la ventana de la escalera y por poco me decapita, porque las cuerdas estaban podridas y la hoja se vino abajo como una guillotina. Felizmente fue tan rápido que aún no había sacado la cabeza. Habiendo escapado a este peligro me contenté con gozar de una brumosa vista del edificio a través de la suciedad que oscurecía el vidrio; y así me quedé, mirando tristemente el panorama, y diciéndome que Londres no estaba a la altura de su fama.

La idea que el señor Pocket hijo tenía de lo que significaba «en breve» no era la mía, porque casi había enloquecido observando el panorama por espacio de media hora, y había escrito varias veces mi nombre con el dedo en el polvo de cada uno de los cristales de la ventana, antes de oír pasos en la escalera. Uno tras otro aparecieron ante mí el sombrero, la cabeza, la corbata, el chaleco, las calzas, las botas de un miembro de la sociedad poco más o menos de la clase que yo aparentaba.

—¿El señor Pip? —dijo él.

—¿El señor Pocket? —dije yo.

—¡Dios mío! —exclamó—. Lo siento mucho, pero sabía que al mediodía llegaba una diligencia que pasa por su villa y me figuré que usted vendría en ella. El caso es que salí por culpa suya (no es que esto me excuse), pero pensé que, llegando usted del campo, tal vez le gustaría un poco de fruta para el postre, y fui al mercado de Covent Garden para encontrarla buena.

Por una razón que me asaltó, sentí como si los ojos quisieran salírseme de la cabeza. Correspondí incoherentemente a su atención, y empecé a pensar que estaba soñando.

—¡Dios mío! —dijo el señor Pocket hijo—. ¡Esta puerta se agarra de un modo!…

Como estaba haciendo mermelada de la fruta al luchar con la puerta teniendo las bolsas bajo los brazos, le rogué que me permitiese sostenérselas. Me las cedió con una agradable sonrisa, y luchó con la puerta como con una bestia salvaje. Ésta cedió por fin, tan de repente que él se me cayó encima y yo me caí sobre la puerta del otro lado, y ambos nos reímos. Pero aún sentía como si los ojos quisieran salírseme de la cabeza, y me parecía estar soñando.

—Tenga usted la bondad de entrar —dijo el señor Pocket hijo—. Permítame que pase delante. Esto está muy mal amueblado, pero confío en que encuentre aceptable su estancia aquí, hasta el lunes. Mi padre ha pensado que usted pasaría mejor el día de mañana conmigo que con él y que tal vez querría darse un paseo por Londres. Yo estaré encantado de enseñárselo. En cuanto a la comida, supongo que no la encontrará mal, pues nos la servirán del café de al lado y (es preciso que lo diga) a cuenta de usted, pues éstas son las órdenes del señor Jaggers. En cuanto a nuestro alojamiento, dista mucho de ser espléndido, porque yo he de ganarme la vida, y mi padre no puede darme nada, y aunque pudiera, yo no lo tomaría de él. Ésta es nuestra salita, las pocas sillas, mesas, alfombras y demás que he podido traerme de casa. No vaya usted a figurarse que el mantel ni los cubiertos ni las vinagreras son mías, porque han venido del café en su honor. Éste es mi dormitorio; un poco mohoso, pero es que todo Barnard es mohoso. Éste es su dormitorio; el mobiliario ha sido alquilado para la ocasión, pero espero que será suficiente; si desea usted algo más, iré a buscarlo. Las habitaciones están algo retiradas y estaremos un poco solos, pero creo que no reñiremos. Pero, ¡Dios mío!, perdóneme usted; le he dejado todo este rato con la fruta en las manos. Estoy avergonzado.

Mientras estaba frente al señor Pocket hijo entregándole las bolsas, una, dos, vi en sus ojos la expresión de asombro que hacía rato debía de aparecer en los míos.

—¡Bendito sea Dios —dijo, dando un paso atrás—, usted es el muchacho del jardín!

—¡Y usted —dije yo— es el pálido señorito!