CAPÍTULO XX

El viaje de nuestra villa a la metrópoli duraba más de cinco horas. Eran poco más de las doce y media cuando la diligencia de la que yo era pasajero se metió en la maraña de tráfico que se extendía por Cross-Keys, Wood-Street, Cheapside, Londres.

En aquel tiempo los británicos estábamos firmemente convencidos de que era una traición dudar siquiera de que nosotros éramos lo mejor del mundo; de otro modo, al tiempo que me sentía intimidado por la inmensidad de Londres, creo que habría tenido algunas dudas acerca de si no era más bien feo, tortuoso, estrecho y sucio.

El señor Jaggers me había mandado ya su dirección; era en Little Britain, y había añadido al pie de ella, en su tarjeta: «A la salida misma de Smithfield y junto al despacho de las diligencias». No obstante, un cochero de alquiler que parecía llevar tantas esclavinas en su grasiento capote como años tenía, me metió en su coche y me encerró en él con igual aparato que si fuese a llevarme a una distancia de cincuenta millas. Montar él en su pescante, decorado con un paño verde manchado por la intemperie y destrozado por la polilla, fue obra de mucho tiempo. El carruaje era algo prodigioso, con seis coronas pintadas en el exterior y unas cosas atropelladas detrás para que pudiesen sostenerse en ellas no sé cuántos lacayos, y una especie de rastrillo debajo de ellas para quitar la tentación a los aficionados a lacayo.

Apenas había tenido tiempo de disfrutar del coche y de pensar en cuánto se parecía a un almacén de paja y a una tienda de trapero, y de preguntarme por qué se guardaban dentro de él los morrales de los caballos, cuando observé que el cochero empezaba a apearse como si fuésemos a detenernos. Y, en efecto, nos detuvimos en una calle sombría, ante una oficina que tenía la puerta abierta y en ella un letrero que decía: «Señor Jaggers».

—¿Cuánto? —pregunté al cochero.

El cochero respondió:

—Un chelín… y lo que usted desee añadir.

Desde luego, dije que no deseaba añadir nada.

—Entonces tendrá que ser un chelín —observó el cochero—. No quiero tener disgustos. ¡Le conozco! —Guiñó sombríamente un ojo al nombre del señor Jaggers y meneó la cabeza.

Después de haber cobrado su chelín, y mientras se encaramaba en el pescante y se marchaba (lo cual pareció tranquilizarle), yo entré en el primer despacho con la maleta en la mano y pregunté por el señor Jaggers.

—No está —respondió el empleado—. En este momento se halla en el Tribunal. ¿Hablo con el señor Pip?

Le indiqué que, en efecto, hablaba con el señor Pip.

—El señor Jaggers ha encargado que le aguardase usted en su despacho. Como tiene una vista, no sabe cuánto puede tardar. Pero como su tiempo es precioso, es de suponer que no estará más de lo preciso.

Con estas palabras el dependiente abrió una puerta y me introdujo en una habitación interior. Allí encontramos a un caballero tuerto, vestido de terciopelo con calzón corto, quien se limpió las narices con la manga al verse interrumpido en la lectura de su periódico.

—Salga y aguarde afuera, Mike —dijo el dependiente.

Yo empezaba a decir que no quería estorbar, cuando el dependiente echó fuera a este caballero con tan poca ceremonia como yo no había visto nunca y, arrojándole a la espalda su gorro de piel, me dejó solo.

El despacho del señor Jaggers no recibía más luz que la de una claraboya, y era un lugar muy tétrico. La claraboya estaba excéntricamente remendada, como una cabeza rota, y las casas vecinas parecían contorsionarse para mirarme por ella. No había tantos papeles como yo esperaba ver; pero había, en cambio, algunos objetos raros que nunca habría esperado ver allí, tales como una pistola vieja y herrumbrosa, una espada con su vaina, varias cajas y paquetes de aspecto extraño y, sobre un estante, dos horribles mascarillas de rostros especialmente hinchados y narices contraídas. El sillón del señor Jaggers era de crin muy negra, con hileras de clavos dorados en todo su contorno, como un ataúd; y yo me imaginaba verle retreparse en él y morderse el dedo mirando a sus clientes. La estancia era pequeña y los clientes parecían tener la costumbre de recostarse en la pared, porque toda ella, especialmente la parte que caía frente a la silla del señor Jaggers, estaba grasienta del roce de la espalda. Recordé también que el cliente tuerto había salido rozando la pared cuando yo fui causa inocente de que le echasen fuera.

Me senté en la silla de los clientes, puesta enfrente de la del señor Jaggers, y fui sintiéndome fascinado por la tétrica atmósfera de la estancia. Se me ocurrió que el pasante tenía también, como el señor Jaggers, el aire de saber algo deshonroso de todo el mundo. Me preguntaba cuántos empleados había arriba y si todos tenían el mismo poder sobre sus semejantes. Me preguntaba cuál sería la historia de todas las cosas raras que había en el despacho y cómo habían llegado hasta allí. Me preguntaba si las dos caras hinchadas pertenecían a la familia del señor Jaggers, y por qué, si le había cabido la desgracia de tener un par de parientes tan mal encarados, los había puesto en aquel polvoriento estante a merced de las moscas y los escarabajos, en vez de darles un sitio en su casa. Desde luego yo no tenía experiencia alguna de lo que era un día de verano en Londres y acaso mi espíritu se hallase oprimido por la atmósfera viciada y sofocante y por el polvo y la arenilla que lo cubrían todo. Pero seguí cavilando y esperando en el despacho del señor Jaggers hasta que no pude soportar más las dos mascarillas del estante colocado sobre la silla del señor Jaggers y me levanté y salí.

Cuando dije al pasante que quería ir a dar una vuelta para tomar el aire mientras esperaba, me aconsejó que doblara por la primera esquina y entrase en Smithfield. Así pues, entré en Smithfield y aquel sitio indecoroso, lleno de inmundicias, de grava, de sangre y espumarajos, pareció pegárseme.[13]

Hui de él en cuanto pude, torciendo por una calle donde vi la gran cúpula negra de San Pablo descollando por encima de un siniestro edificio de piedra que alguien dijo que era la prisión de Newgate. Siguiendo el muro de la cárcel, encontré la calzada cubierta de paja para apagar el ruido de los vehículos, y por eso y por el número de personas que andaban por allí, oliendo fuertemente a ron y a cerveza, colegí que el tribunal estaba trabajando.

Mientras miraba a mi alrededor, un ministro de la justicia extremadamente sucio y medio borracho me preguntó si quería entrar y presenciar uno o dos juicios; me anunció que por media corona podía proporcionarme un sitio de primera fila donde podría disfrutar de la vista del lord presidente con su peluca y su traje de ceremonia, hablándome de este terrible personaje como de una figura de cera, y ofreciéndomelo, al cabo de poco, al precio reducido de dieciocho peniques. Como yo rehusara esta oferta, con la excusa de tener una cita, tuvo la amabilidad de hacerme entrar en el patio y mostrarme donde se guardaba la horca y donde se azotaba a la gente; y después me mostró la Puerta de los Deudores, por donde salían los que iban a ser ahorcados, realzando el interés de la temible puerta con el anuncio de que «cuatro de ellos» iban a pasarla dos días después a las ocho de la mañana para ser ejecutados en fila. Esto era horrible y me dio una nauseabunda idea de Londres; con mayor motivo, cuando todo lo que llevaba el propietario del lord presidente (desde el sombrero hasta las botas, pasando por el pañuelo de bolsillo) eran prendas apolilladas que no le habían pertenecido originalmente y que se me metió en la cabeza que debían de haber sido compradas al verdugo. En estas circunstancias, me di por bien librado al desembarazarme de él por un chelín.

Volví al despacho a preguntar si el señor Jaggers había vuelto ya, y hallando que no era así, volví a echarme a la calle. Esta vez di la vuelta a Little Britain y entré en Bartholomew Close; y entonces me di cuenta de que otros personajes, además de mí, esperaban al señor Jaggers. Había dos hombres de aspecto misterioso que mientras hablaban metían los pies con aire pensativo en las grietas del pavimento, uno de los cuales dijo al otro, la primera vez que pasaron por mi lado: «Si hay que hacerlo, Jaggers lo hará». Había un grupo de tres hombres y dos mujeres en una esquina, y una de las mujeres lloraba con la cara escondida en un chal sucio, y la otra la consolaba diciendo, mientras se arreglaba el suyo propio sobre los hombros: «Jaggers le defiende, Melia, ¿qué más quieres?». Había un pequeño judío de ojos encarnados que entró en el callejón, mientras yo estaba allí, acompañado de otro pequeño judío a quien mandó con algún encargo; y mientras el mensajero estaba ausente, vi a este judío, que era de un temperamento muy excitable, bailar de impaciencia bajo un farol, acompañándose en una especie de frenesí con las palabras: «¡Oh, Jaggers, Jaggers, Jaggers! Los demás no valen nada. Para mí Jaggers». Estos testimonios de la popularidad de mi tutor me causaron profunda impresión, y me dejaron más admirado que nunca.

Al fin, mientras miraba por la verja de Bartholomew Close hacia Little Britain, vi al señor Jaggers atravesando la calle en dirección a mí. Todos los demás que le aguardaban le vieron al mismo tiempo y todos corrieron hacia él. El señor Jaggers, poniéndome la mano en la espalda y llevándome consigo sin decirme nada, se dirigió a los que le seguían.

Primero habló a los dos hombres de aspecto misterioso.

—No tengo nada que decirles —les dijo disparándoles el dedo—. No quiero saber más de lo que sé. En cuanto al resultado, es una cosa de cara y cruz. Ya se lo dije a ustedes desde el principio. ¿Han pagado a Wemmick?

—Esta mañana hemos reunido el dinero —dijo sumisamente uno de los hombres mientras el otro trataba de leer en el rostro del señor Jaggers.

—No pregunto cuándo lo han reunido ustedes, ni dónde, ni si lo han reunido o no. ¿Lo tiene Wemmick?

—Sí, señor —dijeron los dos hombres a la vez.

—Muy bien; entonces, déjenme ustedes. ¡Eh! ¡Basta, basta! —dijo el señor Jaggers, haciéndoles seña de que se quedaran atrás—. Si me dicen una palabra más, abandono el caso.

—Hemos pensado, señor Jaggers… —empezó uno de los hombres, quitándose el sombrero.

—Esto es lo que les he dicho que no hicieran —dijo el señor Jaggers—. ¡Pensar ustedes! Yo pienso por ustedes y esto les ha de bastar. Si los necesito, ya sé dónde encontrarlos; no quiero que me busquen ustedes. ¡Basta, basta! No quiero oír una palabra.

Los dos hombres se miraron mientras el señor Jaggers les volvía a hacer señal de que se fueran; se apartaron humildemente y no se los oyó más.

—¡Ahora, ustedes! —dijo el señor Jaggers, deteniéndose de pronto y volviéndose a las dos mujeres de los chales, de las cuales se habían alejado dócilmente los tres hombres—. ¡Oh!, ¿es Amelia?

—Sí, señor Jaggers.

—Y ¿recuerda usted —repuso él— que de no ser por mí, usted no estaría aquí, ni podría estar aquí?

—¡Oh, sí, señor! —exclamaron las dos mujeres a la vez—. ¡Dios le bendiga, señor, lo sabemos muy bien!

—Entonces —dijo el señor Jaggers—, ¿por qué vienen aquí?

—¡Mi Bill, señor! —suplicó la mujer que había estado llorando.

—Oiga —dijo el señor Jaggers—. Sépalo de una vez. Si usted no es capaz de darse cuenta de que su Bill está en buenas manos, yo sí lo soy. Y si viene a incomodarme con su Bill, voy a darles un escarmiento a su Bill y a usted, dejando que se me escurra de los dedos. ¿Han pagado a Wemmick?

—¡Oh, sí, señor! Hasta el último penique.

—Muy bien. Entonces han hecho cuanto tenían que hacer. Digan una palabra más, sólo una palabra, y Wemmick les devolverá el dinero.

Esta terrible amenaza hizo que las dos mujeres se apartaran inmediatamente. Sólo quedaba el excitable judío, que ya se había llevado varias veces a los labios los faldones del frac del señor Jaggers.

—¡No conozco a este hombre! —dijo el señor Jaggers con el mismo acento devastador—. ¿Qué quiere este individuo?

—Querido zeñor Jaggers. ¡Zoy el hermano de Abraham Lazaruz!

—¿Quién es? —preguntó el señor Jaggers—. ¡Suélteme usted el frac!

El suplicante, volviendo a besar el borde del frac antes de soltarlo, respondió:

—Abraham Lazaruz, zozpechozo en el azunto de la vajilla de plata.

—Llega usted demasiado tarde —dijo el señor Jaggers—. Defiendo a la otra parte.

—Zanto Dioz, zeñor Jaggerz —exclamó mi excitable judío, poniéndome lívido—. ¡No me diga que eztá usted contra Abraham Lazaruz!

—Lo estoy —dijo el señor Jaggers— y se acabó. Fuera de aquí.

—¡Zeñor Jaggerz! ¡Un momento! En este inztante mi primo ha ido a ver al zeñor Wemmick para ofrecerle el precio que quiera. ¡Zeñor Jaggerz, medio zegundo! Zi uzted quiere tener la bondad de ponerze de nueztro lado… ¡al precio que zea!… ¡El dinero no importa! ¡Zeñor Jaggerz! ¡Zeñor…!

Mi tutor echó a un lado al importuno con suprema indiferencia, y le dejó bailando en el pavimento como si éste estuviese ardiendo. Sin otra interrupción, llegamos al despacho, donde hallamos al pasante y al hombre del gorro de terciopelo.

—Aquí está Mike —dijo el pasante, bajando de su taburete y acercándose confidencialmente al señor Jaggers.

—¡Ah! —dijo el señor Jaggers, volviéndose hacia el hombre que se tiraba de un mechón de pelo que tenía en medio de la frente, como el Toro que, en la nana, tiraba del badajo—.[14] Esta tarde le toca a su hombre. ¿Hay algo?

—Pues verá usted, señor Jaggers —respondió Mike con una voz tal que parecía que padeciese de un resfriado crónico—, con mucho trabajo he encontrado a uno que podría servir.

—¿Qué está dispuesto a jurar?

—Verá usted, señor Jaggers —dijo Mike, limpiándose la nariz con su gorro de terciopelo—, en términos generales, cualquier cosa.

El señor Jaggers de pronto se encolerizó.

—Ya le advertí antes —dijo, disparando su índice al aterrorizado cliente— que si se atrevía a hablarme de este modo, le daría un escarmiento. ¿Cómo se atreve, maldito bribón, a decirme esto?

El cliente pareció asustado, pero extrañado al mismo tiempo, como si no comprendiese qué mal había hecho.

—¡Carcamal! —dijo el pasante en voz baja, tocándole el codo—. ¡Memo! ¿Qué necesidad tiene de decírselo a la cara?

—Ahora vuelvo a preguntarle, estúpido zopenco —dijo mi tutor, con mucha severidad—, y por última vez, ¿qué es lo que está dispuesto a jurar el hombre que usted ha traído?

Mike le miró fijamente, como si tratara de aprender una lección en su rostro, y pausadamente respondió:

—O que le tiene por una persona honrada o que estuvo en su compañía sin separarse nunca de él la noche de marras.

—Ahora, atiéndame. ¿De qué clase social es ese hombre?

Mike miró a su gorro, miró al suelo, miró al techo, miró al pasante y hasta me miró a mí, antes de empezar a responder nerviosamente:

—Le hemos vestido de…

Entonces mi tutor estalló:

—¿Cómo? ¿Que le han vestido ustedes?

—¡Carcamal! —añadió el pasante, tocándole en el codo otra vez.

Después de mirar desolado a su alrededor, Mike se animó y empezó otra vez:

—Viste como un respetable vendedor de tortas; una especie de pastelero.

—¿Está aquí? —preguntó mi tutor.

—Le he dejado —dijo Mike— sentado en unos escalones, a la vuelta de la esquina.

—Hágale pasar por delante de la ventana, que yo lo vea.

La ventana indicada era la ventana del despacho. Los tres nos pusimos allí, detrás de la alambrera, y al cabo de unos momentos vimos pasar al cliente, como por casualidad, con un individuo alto, con cara de asesino, un vestido corto de lienzo blanco y un gorro de papel. Este inocente pastelero no estaba muy sereno y lucía un ojo amoratado, en la etapa verde de su curación, disimulado con maquillaje.

—Dígale que se lleve a su testigo inmediatamente —dijo mi tutor al pasante, con expresión de repugnancia—, y pregúntele qué se propone trayendo a un tipo como ése.

Mi tutor me llevó entonces a su propio despacho y, mientras tomaba su almuerzo de pie, de una caja de emparedados y un frasco de jerez (parecía querer intimidar al emparedado mientras se lo comía), me informó de las disposiciones que había tomado por mi cuenta. Yo tenía que ir a Barnard's Inn,[15] a las habitaciones del joven Pocket, donde se había instalado una cama para mí; tenía que permanecer con el joven Pocket hasta el lunes; el lunes tenía que ir con él de visita a la casa de su padre para ver si me gustaba. También me dijo a cuánto ascendería mi pensión —era una pensión muy generosa— y me dio, sacándolas de uno de los cajones, las tarjetas de ciertos comerciantes con quienes tenía que tratar toda clase de vestidos y otras cosas que pudiese razonablemente necesitar.

—Hallará usted crédito suficiente, señor Pip —dijo mi tutor, cuyo frasco de jerez, cuando bebía precipitadamente unos tragos, olía como todo un barril—, pero por este medio yo podré comprobar sus facturas, y detenerle si le veo en camino de caer en las garras del alguacil. Claro que acabará usted mal de todos modos, pero esto no es culpa mía.

Después de reflexionar un poco sobre estas alentadoras palabras, pregunté al señor Jaggers si podía mandar por un coche. Me dijo que no valía la pena, porque el lugar a donde tenía que ir no estaba lejos; Wemmick me acompañaría, si yo gustaba.

Descubrí entonces que Wemmick era el pasante del despacho de al lado. Se hizo bajar de arriba a otro empleado para reemplazarle mientras estuviese fuera, y yo salí con él a la calle, después de estrechar la mano a mi tutor. Encontramos a otras personas aguardando afuera, pero Wemmick se abrió paso entre ellas diciendo fría pero resueltamente:

—Les digo que es inútil; no quiere hablar una palabra con ninguno de ustedes. —Y pronto los hubimos dejado atrás y marchamos uno al lado del otro.