CAPÍTULO XIX

La mañana trajo una considerable diferencia en mi perspectiva general de la vida y la animó tanto que apenas me pareció la misma. Lo que más pesaba en mi espíritu era la consideración de que sólo faltaban seis días para mi marcha; porque no podía quitarme la aprensión de que en este tiempo algo podía ocurrir en Londres, y que al llegar yo allí, la ciudad podía estar medio en ruinas o haber desaparecido del todo.

Joe y Biddy se mostraban muy comprensivos y cariñosos cuando hablaba de nuestra próxima separación; pero sólo se referían a ella cuando lo hacía yo. Después del desayuno, Joe sacó del armario de la sala mi contrato de aprendizaje y lo echamos al fuego, con lo que me sentí libre. Lleno de la novedad de mi emancipación fui a la iglesia con Joe y pensé que el clérigo tal vez no habría leído lo del rico y el reino de los cielos si hubiera estado al corriente de todo.

Después de nuestro almuerzo salí a pasear solo, con el propósito de despedirme cuanto antes de los marjales y acabar de una vez. Al pasar por delante de la iglesia sentí (como había sentido durante el servicio de la mañana) una sublime compasión por las pobres criaturas destinadas a ir allí, domingo tras domingo, durante toda su vida y a yacer oscuramente al fin de ella entre los verdes montículos. Me prometí hacer algo por ellos un día u otro, y tracé las líneas generales de un plan para obsequiar con una comida de carne asada, con pudín, un cuartillo de cerveza y un azumbre de condescendencia a cada uno de los habitantes del lugar.

Si antes había pensado a menudo con algo parecido a la vergüenza en mis relaciones con el fugitivo a quien había visto cojear entre aquellas sepulturas, ¡cuáles no serían mis pensamientos este domingo, cuando el lugar me recordaba a aquel desgraciado harapiento y tembloroso, con su grillete y su traje de presidiario! Lo que me consolaba era que esto había ocurrido hacía mucho tiempo, que seguramente él había sido trasladado muy lejos, y que estaba muerto para mí, y que además podía estar muerto de verdad.

Basta ya de tierras bajas y pantanosas, basta ya de diques y compuertas, basta ya de aquel ganado que rozaba la hierba… aunque ahora parecía, a su modo soñoliento, tener un aire más respetuoso y volverse para poder mirar el mayor tiempo posible al dueño de tan gran porvenir. ¡Adiós, monótonas amistades de mi infancia! ¡De ahora en adelante pertenezco a Londres y a sus grandezas; no a vosotros ni al menester de la herrería! Me dirigí exultante a la antigua batería y, habiéndome tendido allí a reflexionar acerca de si la señorita Havisham me destinaba o no a Estella, me quedé dormido.

Cuando desperté me sorprendí al encontrar a Joe sentado a mi lado y fumando su pipa. Me saludó con una alegre sonrisa y dijo:

—Como es la última vez, Pip, he querido seguirte.

—Y yo, Joe, me alegro mucho de que lo hayas hecho.

—Gracias, Pip.

—Puedes estar seguro, querido Joe —continué, después de haber estrechado su mano—, de que nunca te olvidaré.

—¡No, no, Pip! —dijo Joe con tono consolador—. De esto estoy seguro. ¡Sí, sí, querido! Dios te bendiga; no hay que darle muchas vueltas a una cosa para estar seguro de ella. Pero ésta costó un poco de meter en la mollera; el cambio vino tan de repente, ¿no es cierto?

En cierto modo me disgustaba que Joe se mostrara tan seguro de mí. Me habría gustado advertir en él alguna emoción, o que hubiera dicho: «esto te honra, Pip», o algo por el estilo. Por tanto, no hice observación alguna sobre la primera parte de su respuesta y por lo que se refiere a la segunda, dije sólo que, en efecto, la noticia había llegado muy de repente, pero que yo siempre había deseado ser un caballero, y muchas veces había hecho cálculos sobre lo que haría si llegaba a serlo.

—¿Eso hacías? —dijo Joe—. ¡Es asombroso!

—Resulta una lástima ahora, Joe —dije yo—, que tú no hicieras más progresos cuando dábamos nuestras lecciones aquí, ¿no es cierto?

—No lo sé —respondió Joe—. ¡Soy tan torpe! No entiendo más que de mi oficio. Siempre ha sido una lástima tener la cabeza tan dura; pero no es más de lamentar ahora de lo que lo era hace un año. ¿No te parece?

Lo que yo había querido decir era que, cuando yo entrara en posesión de mi fortuna y estuviera en situación de hacer algo por Joe, habría sido mucho mejor si él hubiera estado más preparado para mejorar de posición. Sin embargo, era tan completamente inocente del significado de mis palabras que creí preferible hablar de ello con Biddy.

Así, cuando hubimos vuelto a casa y tomado el té, me llevé a Biddy a nuestro huertecito al lado del callejón, y, después de decir de un modo general, para darle ánimos, que nunca la olvidaría, le dije que tenía que pedirle un favor.

—Y es, Biddy —dije—, que no pierdas ninguna oportunidad de ayudar un poco a Joe.

—¿De ayudarle a qué? —preguntó, mirándome con firmeza.

—¡Bien! Joe es un buen muchacho, en realidad, creo que el mejor muchacho que existe, pero está un poco atrasado en algunas cosas. Por ejemplo, Biddy, en su instrucción y en sus modales.

Aunque, mientras hablaba, estuve mirando a Biddy, y aunque ella abrió mucho los ojos después de oírme, no me miró.

—¡Oh, sus modales! ¿Entonces sus modales no son buenos? —preguntó Biddy, arrancando una hoja de grosellero.

—Querida Biddy, están muy bien para un lugar como éste.

—¡Oh! ¿Están bien para un lugar como éste? —interrumpió Biddy, fijando su atención en la hoja que tenía en la mano.

—Déjame acabar; pero si yo, al entrar en posesión de mi fortuna, hiciera entrar a Joe en una esfera superior, como pienso hacerlo, no le harían mucho favor.

—¿Y no crees tú que él lo sabe? —preguntó Biddy.

Era una pregunta tan irritante (porque nunca se me había ocurrido ni por asomo) que dije bruscamente:

—Biddy, ¿qué quieres decir?

Biddy, después de estrujar la hoja entre sus manos —y el olor del grosellero me ha recordado desde entonces aquella noche en el huertecito junto al callejón—, dijo:

—¿No has pensado nunca que él puede tener su orgullo?

—¡Su orgullo! —repetí con desdeñoso énfasis.

—¡Oh!, hay muchas clases de orgullo —dijo Biddy mirándome de frente y meneando la cabeza—; el orgullo no es siempre de una misma clase.

—¡Bien! ¿Por qué te detienes? —dije.

—No todo es de la misma clase —continuó Biddy—. Él puede tener demasiado orgullo para dejar que nadie le saque de una esfera donde emplea bien sus capacidades y ocupa su puesto con dignidad. A decir verdad, creo que tiene este orgullo; aunque parezca en mí atrevido decirlo, porque tú debes conocerle mejor que yo.

—Bueno, Biddy —dije yo—. Me duele mucho ver esto en ti. No lo esperaba. Eres envidiosa, Biddy, y además, malévola. Estás descontenta de mi cambio de fortuna y no puedes disimularlo.

—Si tienes el valor de pensar eso —replicó Biddy—, dilo. Dilo tantas veces como quieras, si tienes el valor de pensarlo.

—Si tú tienes el valor de ser así, querrás decir, Biddy —dije yo en un tono virtuoso y superior—; no me lo achaques a mí. Me duele mucho verlo, y es un lado malo de la naturaleza humana. Yo me proponía pedirte que aprovecharas todas las pequeñas oportunidades que se te ofrezcan cuando me haya marchado, de instruir al querido Joe. Pero después de esto, no te pido nada. Me duele muchísimo ver esto en ti, Biddy —repetí—. Es… es un lado malo de la naturaleza humana.

—Tanto si me censuras como si me apruebas —repuso la pobre Biddy— puedes confiar en que haré todo lo que esté en mi mano, aquí y siempre. Y por mucho que haya perdido en tu opinión, siempre te recordaré del mismo modo. No obstante, un caballero no debe ser injusto —dijo Biddy volviendo el rostro.

Le repetí con calor que aquél era un lado malo de la naturaleza humana (sentimiento en el cual, aunque aplicado a distinta persona, he tenido después motivos para pensar que estaba en lo cierto) y me alejé de Biddy por el pequeño sendero. Biddy entró en la casa y yo salí por el portillo del huerto a dar un triste paseo hasta la hora de la cena; sintiendo otra vez como algo muy raro y penoso que la segunda noche de mi fortuna fuera tan solitaria y desagradable como la primera.

Pero la mañana volvió a alegrar mis ideas; otorgué mi perdón a Biddy y no hablamos más del asunto. Poniéndome el mejor traje de que disponía, me encaminé a la villa tan pronto como podía esperar encontrar las tiendas abiertas, y me presenté ante el señor Trabb, el sastre, el cual se hallaba en la trastienda tomando su desayuno y, no creyendo que valiese la pena salir a atenderme, me llamó, en cambio, para que entrase yo.

—¡Bien! —dijo el señor Trabb en un tono de indiferente protección—. ¿Cómo está usted, y qué desea?

El señor Trabb había cortado su panecillo caliente en tres rebanadas y las untaba generosamente con mantequilla. Era un próspero solterón y su ventana abierta daba a un próspero jardincillo y a un próspero huertecito, y en la pared, junto a la chimenea, había una próspera caja de caudales, y no dudo que en sus sacos había guardados montones de prosperidad.

—Señor Trabb —dije yo—, no es grato tener que mencionarlo, pues parece una fanfarronada, pero es el caso que he entrado a gozar de una brillante posición.

Hubo un cambio en el señor Trabb. Olvidó su pan con mantequilla, se levantó y se limpió los dedos en el mantel, exclamando:

—¡Dios me bendiga!

—Voy a reunirme con mi tutor en Londres —dije, sacando como al descuido unas guineas de mi bolsillo y contemplándolas—; y necesito para ello un traje a la moda. Quiero pagarlo al contado —añadí, pensando que, de otro modo, no me lo haría de veras.

—Querido señor —dijo el señor Trabb, mientras se inclinaba respetuosamente, abría los brazos y se tomaba la libertad de tocarme en ambos codos—, no me ofenda usted diciendo esto. ¿Puedo atreverme a felicitarle? ¿Quiere usted hacerme el obsequio de pasar a la tienda?

El aprendiz del señor Trabb era el muchacho más descarado de toda la comarca. Al llegar yo, estaba barriendo la tienda y había endulzado su tarea echándome las barreduras encima. Todavía estaba barriendo cuando volví a la tienda en compañía del señor Trabb, y se puso a golpear con la escoba todos los rincones y obstáculos posibles para afirmar (a lo que me pareció) su igualdad con cualquier herrero, vivo o muerto.

—¡Acaba con ese ruido —dijo el señor Trabb con la mayor severidad— o te rompo la cabeza! Tenga usted la bondad de sentarse, señor. Vea usted —agregó, bajando una pieza de paño y extendiéndola sobre el mostrador, antes de meter la mano por debajo para hacer notar su brillo—, es un género muy fino. Lo puedo recomendar para lo que usted desea, caballero, porque, verdaderamente, es de lo mejor. Pero le enseñaré otros. ¡Dame el número cuatro, tú! (al muchacho y acompañándolo de una mirada terriblemente severa, pues preveía el peligro de que aquel malandrín me lo restregara o mostrara cualquier otra señal de familiaridad).

El señor Trabb no apartó del muchacho su severa mirada hasta que hubo depositado el número cuatro sobre el mostrador, y volvió a hallarse a una distancia conveniente. Después le mandó traer el número cinco y el número ocho.

—Y no me hagas una travesura de las tuyas, pequeño malandrín —le dijo— o te vas a acordar toda tu vida.

Luego el señor Trabb se inclinó sobre el número cuatro, y en una especie de deferente confidencia me lo recomendó como un género ligero para el verano, un género muy en boga entre la nobleza y la gente de rango, un género con el que sería un gran honor para él vestir a un conciudadano distinguido (si es que como a tal le permitía considerarme).

—¿Traes esos números cinco y ocho, tú, vagabundo —dijo el señor Trabb después de esto, dirigiéndose al muchacho— o tendré que echarte a puntapiés de la tienda y traerlos yo mismo?

Y elegí la tela para un traje, ayudado por los consejos del señor Trabb y volví a la trastienda para que me tomase las medidas. Porque, aunque el señor Trabb tenía ya mis medidas y hasta entonces le habían bastado, me dijo en tono de excusa que, en las actuales circunstancias, no serían suficientes. Así pues, me midió y me calculó, en la trastienda, como si yo fuera una finca y él el más escrupuloso agrimensor, y se tomó tantísimo trabajo que llegué a dudar de que el precio de ningún traje alcanzara a recompensarle por sus molestias. Cuando por fin hubo terminado y se hubo convenido que mandaría los artículos a casa del señor Pumblechook el jueves por la tarde, me dijo, con la mano en el picaporte de la trastienda:

—Ya sé, señor, que no se puede esperar que los caballeros de Londres favorezcan, como regla general, a un sastre de provincias, pero si usted en calidad de paisano quisiera de vez en cuando darme una oportunidad, se lo estimaría muchísimo. Buenos días, señor; muy agradecido… ¡La puerta!

Estas últimas palabras fueron dirigidas al muchacho, que no tenía la menor idea de lo que querían significar. Pero le vi quedarse anonadado al ver que su amo me acompañaba y me abría la puerta con sus propias manos; y mi primera experiencia definida del estupendo poder del dinero fue que éste, moralmente, había tumbado de espaldas al aprendiz de Trabb.

Después de este memorable acontecimiento fui a casa del sombrerero y del zapatero y del calcetero, y me sentí un poco como el perro de la tía Hubbard, cuyo equipo requería el concurso de tantos oficios.[12] También fui al despacho de las diligencias y tomé un asiento para el sábado por la mañana, a las siete. No fue necesario explicar a todo el mundo el cambio de mi posición; pero cada vez que dije algo a este efecto, se siguió que el comerciante respectivo dejó de tener su atención distraída por el tráfico de la calle y la concentró por entero en mi persona. Cuando hube encargado todo lo que necesitaba, enderecé mis pasos a casa de Pumblechook y, al acercarme al establecimiento comercial de aquel caballero, le vi de pie en la puerta.

Me aguardaba con gran impaciencia. Había salido por la mañana temprano en su carruaje y había estado en la herrería, donde le dieron la noticia. Me tenía preparada una colación en la sala Barnwell, y también ordenó a su dependiente «que se quitara del paso», al entrar mi sagrada persona.

—Mi querido amigo —me dijo, tomándome ambas manos, cuando él y yo y la colación estuvimos solos—, le felicito por su buena suerte. ¡Muy merecida, muy merecida!

Esto sí que era ir al caso, y me pareció una manera muy razonable de expresarse.

—Pensar —dijo el señor Pumblechook, después de contemplarme resoplando de admiración durante un buen momento— que uno ha sido el humilde instrumento que ha conducido a este resultado es una recompensa que le hace sentirse orgulloso.

Rogué al señor Pumblechook que tuviera presente que sobre este particular no había que decir, ni siquiera insinuar, nada.

—Mi joven y querido amigo —dijo el señor Pumblechook—, si me permite que le llame así…

Yo murmuré: «Ciertamente», y el señor Pumblechook me tomó otra vez las dos manos, y comunicó a su chaleco un movimiento que tenía algo de emotivo, aunque la prenda estaba bastante caída.

—Mi joven y querido amigo, cuente con que durante su ausencia haré todo lo posible para que Joe no deje de recordarlo… ¡Joe! —dijo el señor Pumblechook a modo de compasiva adjuración—. ¡¡Joe!! ¡¡¡Joe!!! —Con lo cual meneó la cabeza y se la golpeó para expresar su concepto de la capacidad intelectual de Joe—. Pero mi joven y querido amigo —dijo a continuación—, debe de estar usted hambriento, debe de estar agotado. Siéntese usted. Aquí hay un pollo traído del Jabalí, aquí hay una lengua traída del Jabalí, aquí hay una o dos cositas traídas del Jabalí, que espero no desdeñará usted. Pero ¿realmente veo yo ante mí —dijo el señor Pumblechook levantándose un momento después de haberse sentado— a aquel con quien jugaba siempre en los días felices de su infancia? ¿Y puedo…, puedo…?

Este «puedo yo» quería decir: ¿puedo yo estrechar su mano? Yo consentí. Él lo hizo fervorosamente y volvió a sentarse.

—Aquí hay vino —dijo—. ¡Bebamos en agradecimiento a la Fortuna, y ojalá ella elija siempre a sus favorecidos con el mismo acierto! Y no obstante, no puedo —dijo el señor Pumblechook, volviendo a levantarse— ver ante mí a… y beber a la salud de… sin volver a expresar… ¿Puedo…, puedo…?

Dije que podía, y me volvió a estrechar la mano y vació su copa y la volvió boca abajo. Yo hice lo mismo y, si me hubiera puesto boca abajo antes de beber, el vino no habría podido ir más directamente a mi cabeza de lo que fue entonces.

El señor Pumblechook me sirvió un alón de pollo y la mejor tajada de la lengua (nada de rebañaduras de cerdo ahora) y, comparativamente hablando, no se preocupó de sí mismo.

—¡Ah, pollo, pollo! Poco te figurabas —dijo apostrofando al ave que había en el plato—, cuando no eras más que un polluelo, lo que te estaba reservado. Poco te figurabas que ibas a servir de refrigerio, bajo este humilde techo, a quien… llámele usted debilidad, si quiere —dijo el señor Pumblechook, volviendo a levantarse—, pero ¿puedo? ¿Puedo…?

Empezaba a ser innecesario que repitiese la formalidad de preguntar si podía; así pues, lo hizo en seguida. Cómo pudo hacerlo tan a menudo sin hacerse daño con mi cuchillo es cosa que no entiendo.

—¡Y su hermana —continuó después de comer un rato sin interrupción—, que tuvo el honor de criarle a usted a fuerza de mano! Es un triste cuadro, cuando se reflexiona que ya no está en condiciones de apreciar este honor. Puedo…

Vi lo que iba a venírseme otra vez encima y le atajé.

—Vamos a beber a su salud —dije.

—¡Ah! —exclamó el señor Pumblechook, retrepándose en su silla, deshecho de admiración—. ¡En esto es en lo que se conocen, sir! (No sé quién era ese sir, pero ciertamente no era yo, y no había otra persona presente.) ¡En esto es en lo que se conocen los nobles corazones, sir! Siempre indulgente y siempre afable. A una persona vulgar puede parecerle una repetición, pero… —dijo el servil Pumblechook, dejando precipitadamente la copa sin vaciar y volviendo a levantarse— ¿puedo…?

Cuando lo hubo hecho, volvió a sentarse y brindó por mi hermana.

—No podemos ser ciegos —dijo el señor Pumblechook— a los defectos de su carácter, pero hemos de suponer que su intención era buena.

En esos momentos empecé a observar que su rostro se iba arrebolando; en cuanto a mí, sentía que toda la cara, empapada en vino, me escocía.

Indiqué al señor Pumblechook que deseaba que me mandaran el traje a su casa, y se quedó embelesado de que le distinguiera de tal modo. Le manifesté las razones que tenía para querer evitar la curiosidad del pueblo, y me las alabó hasta ponerlas por las nubes. ¿Había nadie, insinuó, tan digno como él de mi confianza, y… en resumen, podía…? Luego me preguntó tiernamente si recordaba nuestros juveniles juegos aritméticos, y cómo habíamos ido juntos a formalizar mi contrato de aprendizaje, y cómo, de hecho, él había sido siempre mi favorito y mi amigo del alma. Aunque yo hubiera bebido diez veces más vino del que había bebido, me habría dado cuenta de que él nunca había tenido esa relación conmigo, y, en el fondo de mi corazón, habría repudiado la idea. Pero, a pesar de todo, recuerdo que estaba convencido de haberle juzgado mal y de que era un hombre de los más bondadosos y razonables.

Poco a poco fue depositando tal confianza en mí, que me pidió consejo acerca de sus propios asuntos. Dijo que se le presentaba la mejor ocasión que nunca se hubiera presentado en aquel vecindario, o en ningún otro, para monopolizar el negocio de granos y semillas, en su propio establecimiento, siempre y cuando pudiera ampliarlo convenientemente. Lo único que se necesitaba para la realización de una vasta fortuna, consideraba él, era más capital. Éstas eran las dos palabritas, más capital. Ahora bien: él (Pumblechook) opinaba que si este capital era aportado al negocio por un socio comanditario, éste no necesitaría hacer otra cosa que dejarse caer cuando le viniese en gana, personalmente o por delegación, a examinar los libros —y llegarse dos veces al año a embolsar los beneficios, a razón de un cincuenta por ciento—; y esto le parecía que podía ser una oportunidad tal para un joven caballero de espíritu emprendedor, combinado con posibles, que a la fuerza había de merecer su atención.

Pero ¿qué me parecía? Él tenía una gran confianza en mi opinión. Yo le di como opinión mía: «¡Aguarde un poco!». La vastitud junto con la precisión de esta respuesta le impresionaron de tal modo que ya no me preguntó si podía estrecharme la mano, sino que dijo que realmente debía hacerlo y lo hizo.

Nos bebimos todo el vino, y el señor Pumblechook se comprometió una y otra vez a hacer que Joe se mantuviera a la altura (no sé a qué altura) y a prestarme servicios eficientes y constantes (no sé qué servicios). También me hizo saber, por primera vez en mi vida, y ciertamente después de haberlo guardado maravillosamente en secreto, que siempre había dicho de mí: «Este muchacho se sale de lo ordinario, y, fíjense en lo que digo, su fortuna no será una fortuna ordinaria». Con una sonrisa lacrimosa dijo que era curioso que pensara ahora en ello, y yo dije que así era. Finalmente salí al aire con una oscura percepción de que había algo desusado en la luz del sol, y llegué, como en sueños, a la barrera del peazgo sin tener conciencia de haber pasado por la calle.

Allí me despertaron los gritos del señor Pumblechook, que me llamaba. Estaba casi al final de la calle soleada y me hacía expresivos ademanes para que me detuviera. Me detuve y él me alcanzó jadeando.

—No, querido amigo —dijo en cuanto recobró el aliento—. No será si puedo yo evitarlo. Esta ocasión no ha de pasar enteramente sin esta afabilidad de parte de usted. ¿Puedo yo, como antiguo amigo lleno de buenos deseos?… ¿Puedo?

Nos estrechamos la mano por centésima vez, por lo menos, y él ordenó muy indignado a un joven carretero que me dejara el paso libre. Después me dio su bendición y se quedó agitando la mano hasta que hube doblado el ángulo de la carretera; y entonces entré en un campo, y, antes de proseguir el camino hacia mi casa, eché un buen sueño a la sombra de un seto.

No era mucho el equipaje que debía llevar conmigo a Londres, pues eran muy pocos mis efectos adecuados a mi nueva posición. Pero empecé a arreglarlo aquella misma tarde, y sin ton ni son empaqueté cosas que sabía que había de menester a la mañana siguiente, para hacerme la ilusión de que no tenía momento que perder. Así pasaron el martes, el miércoles y el jueves; y el viernes por la mañana fui a casa del señor Pumblechook para ponerme mi traje nuevo y hacer una visita a la señorita Havisham. El señor Pumblechook me cedió su propia habitación para que me vistiera, y la adornó expresamente para el caso con toallas nuevas. Desde luego, mi traje me desilusionó un poco. Probablemente desde que existen trajes, cualquier traje nuevo esperado con afición ha dejado de colmar las esperanzas del que había de ponérselo. Pero después de una hora o así de llevar puesto el mío, y de haber hecho una infinidad de contorsiones ante el reducido espejo del señor Pumblechook en un vano esfuerzo para verme las piernas, pareció sentarme mejor. Como era día de mercado en una vecina población a unas diez millas de distancia, el señor Pumblechook no estaba en casa. Yo no le había dicho exactamente cuándo pensaba marcharme y no era probable que tuviera que volver a estrecharle la mano antes de partir.

Por este lado marchaba bien la cosa; pero salí con mi nuevo atavío, terriblemente avergonzado de tener que pasar ante el dependiente, y temeroso de hacer una pobre figura no muy distinta de la que hacía Joe con su traje dominguero.

Fui a casa de la señorita Havisham, dando un rodeo por callejas apartadas y tiré del llamador con torpeza, a causa del embarazo que me producían los largos y rígido dedos de mis guantes. Sarah Pocket salió a la verja y, materialmente, retrocedió al verme tan cambiado; su cara de nuez, de morena que era, se puso verde y amarilla.

—¿Tú? —dijo—. ¿Tú, Dios mío? ¿Qué quieres?

—Voy a Londres, señorita Pocket —respondí— y querría decir adiós a la señorita Havisham.

No se me esperaba, porque me dejó encerrado en el patio mientras iba a ver si se me quería recibir. Al cabo de unos instantes volvió y me condujó arriba, sin dejar de mirarme en todo el camino.

La señorita Havisham estaba haciendo ejercicio en la sala de la mesa puesta, apoyándose en su bastón. La estancia se hallaba iluminada como en otro tiempo, y al ruido de nuestra entrada se detuvo y se volvió. Estaba en aquel momento frente al apolillado pastel de boda.

—No se vaya, Sarah —dijo—. ¿Qué hay, Pip?

—Salgo mañana para Londres, señorita Havisham —yo medía cuidadosamente mis palabras—, y he pensado que no la molestaría si venía a despedirme.

—Estás muy elegante, Pip —dijo, haciendo trazos a mi alrededor con su bastón, como si fuese el hada madrina que me había transformado y estuviera otorgándome el don final.

—Desde que la vi por última vez, señorita Havisham, ha cambiado mucho mi posición —murmuré—. Y estoy muy agradecido por ello, señorita Havisham.

—¡Ya, ya! —dijo ella y mirando gozosa a la desconcertada y envidiosa Sarah—. He visto al señor Jaggers. Estoy enterada, Pip. Así que ¿te vas mañana?

—Sí, señorita Havisham.

—¿Y has sido adoptado por una persona rica?

—Sí, señorita Havisham.

—¿Que no se ha dado a conocer?

—No, señorita Havisham.

—¿Y el señor Jaggers es tu tutor?

—Sí, señorita Havisham.

Se regodeaba con estas preguntas y respuestas; tan vivo era el placer que hallaba en la celosa consternación de Sarah Pocket.

—¡Bien! —continuó—. Se te ofrece una brillante carrera. Sé bueno…, procura merecerla… y cumple las instrucciones del señor Jaggers. —Me miró, miró a Sarah, y la expresión de Sarah arrancó a su rostro vigilante una cruel sonrisa—. Adiós, Pip, ya sabes que has de conservar siempre este nombre.

—Sí, señorita Havisham.

—¡Adiós, Pip!

Me tendió la mano y yo, de rodillas, la llevé a mis labios. No había pensado antes cómo me despediría de ella; me resultó natural en aquel momento hacerlo así. Ella miró a Sarah Pocket con una expresión triunfante en sus extraños ojos, y dejé a mi hada madrina con ambas manos en el puño de su bastón, de pie en medio de la estancia medio iluminada, al lado del pastel apolillado y cubierto de telarañas.

Sarah Pocket me condujo abajo como si yo fuera un fantasma al que hubiera que alejar. No podía acabar de hacerse a mi nuevo aspecto y estaba llena de confusión. Yo dije: «Adiós, señorita Pocket», pero ella no hacía más que mirarme sin dar señales de haberme oído. Una vez fuera de la casa, me apresuré a volver a la de Pumblechook, me quité el traje nuevo, lo envolví y regresé a casa vestido con mis ropas viejas, y llevándolas, a decir verdad, mucho más a gusto, a pesar de tener que cargar con el bulto.

Y ahora aquellos seis días que debían transcurrir tan despacio habían pasado deprisa y se habían terminado, y el mañana me miraba a la cara con más firmeza que como podía mirarlo yo. A medida que las seis noches se reducían a cinco, a cuatro, a tres, a dos, había ido apreciando mejor la compañía de Joe y Biddy. Esta última velada, me vestí mi traje nuevo para complacerlos, y hasta la hora de acostarme estuve ornado de su esplendor. Para festejar la ocasión tuvimos una cena caliente favorecida por el inevitable pollo asado, y para terminar tomamos todos vino blanco. Todos estábamos muy abatidos y los esfuerzos que hacíamos para aparecer animados aún lo ponían peor.

Iba a dejar el pueblo a las cinco de la madrugada, llevando mi maletín, y le había dicho a Joe que deseaba irme solo. Temo mucho —y con pesar ahora— que este propósito nacía del miedo al contraste que ofreceríamos Joe y yo si llegábamos juntos a la diligencia. Me había querido convencer de que no era eso; pero cuando subí a mi cuartito esa última noche, hube de reconocer que podía ser muy bien que lo fuera y tuve el impulso de bajar otra vez y rogar a Joe que me acompañara a la mañana siguiente. Pero no lo hice.

Toda la noche estuve soñando en diligencias que equivocaban el camino y en vez de ir a Londres iban a otros sitios, llevando entre las varas ora perros, ora gatos, ora cerdos, ora hombres; pero nunca caballos. Imaginarios viajes fracasados me obsesionaron.

Apuntó el día y los pájaros empezaron a cantar. Entonces me levanté, me vestí a medias y me senté junto a la ventana para contemplar su vista por última vez, y en ese estado me dormí.

Biddy se levantó tan temprano para prepararme el desayuno que, aunque no llegué a dormir una hora, en la ventana, el humo de la cocina me dio en las narices; en ese momento me desperté sobresaltado por el terrible pensamiento de que era ya la hora del atardecer. Pero mucho después de eso, y mucho después de haber oído el ruido de las tazas para el té y de estar completamente vestido, todavía me faltaba resolución para bajar. Me quedé arriba abriendo y cerrando la maleta una y otra vez, hasta que Biddy me gritó que se hacía tarde.

Desayuné de prisa y sin gusto alguno. Me levanté de la mesa, diciendo con una especie de vivacidad, como si en aquel momento acabara de ocurrírseme: «¡Bueno! ¡Tendré que marcharme!», y después besé a mi hermana, que se reía meneando la cabeza y revolviéndose en su silla como de costumbre; besé a Biddy y eché los brazos al cuello de Joe. Después cogí mi maletín y salí. Lo último que vi de ellos fue cuando, a los pocos momentos, oí un ruido a mi espalda, y al volverme vi que Joe me arrojaba un zapato viejo y Biddy, otro.

Entonces me detuve para agitar el sombrero, y el bueno y querido Joe agitó su fuerte brazo derecho por encima de su cabeza, gritando con voz ronca: «¡Hurra!», y Biddy se cubrió el rostro con el delantal.

Me alejé a buen paso, pensando que irse era más fácil de lo que había supuesto, y reflexionando que no habría sido muy agradable que hubieran arrojado un zapato viejo detrás de la diligencia, a la vista de toda la calle Mayor. Iba silbando como si la cosa no tuviera importancia. Pero el pueblo estaba silencioso y apacible, y la niebla se levantaba solemnemente como para descubrir el mundo a mis ojos, y yo me había sentido allí tan inocente y pequeño, y todo lo de más allá era tan desconocido y grande, que de pronto y con un gran sollozo me eché a llorar. Pasaba junto al poste indicador a la salida del pueblo, y puse mi mano en él diciendo: «Adiós, amigo querido».

Sabe el cielo que nunca debemos avergonzarnos de nuestras lágrimas, porque son la lluvia que limpia el polvo cegador de la tierra que cubre nuestros endurecidos corazones. Me sentí mejor después de haber llorado, más apenado, más consciente de mi ingratitud, más afectuoso. Si hubiera llorado antes, Joe habría estado entonces a mi lado.

Tan ablandado me sentí por aquellas lágrimas, y por las que vertí nuevamente durante el camino, que cuando estuve en la diligencia y ésta hubo salido de la villa, llegué a pensar, con el corazón dolorido, en si no haría mejor bajando en el primer cambio de caballos y volviéndome a casa y despedirme mejor de los míos. Cambiamos los caballos y aún no acababa de decidirme, pero me decía aún para consolarme que podría bajar y volverme en el próximo relevo. Y en tanto que me agobiaban estas dudas, creía ver a Joe en todos los hombres que venían por la carretera hacia nosotros, y el corazón me latía con fuerza. ¡Como si él pudiese estar allí!

Cambiamos una y otra vez, y ahora era ya demasiado tarde y estábamos demasiado lejos para retroceder; y seguí adelante. Y la niebla se había levantado del todo, y el mundo se extendía ante mis ojos.

[Fin del volumen I en la primera edición.]