Estaba en el cuarto año de mi aprendizaje, me hallaba en compañía de Joe y era un sábado por la noche. Había un grupo reunido alrededor del fuego en los Tres Barqueros, oyendo al señor Wopsle que leía un periódico en voz alta. De aquel grupo yo formaba parte.
Se había cometido un crimen de gran resonancia, y el señor Wopsle se hallaba tinto en sangre hasta los ojos. Gozaba con cada uno de los violentos adjetivos de la descripción y se identificaba con cada uno de los testigos en las diligencias. Gemía débilmente «me han matado», en calidad de víctima, y aullaba bárbaramente «voy a arreglarte las cuentas», en calidad de asesino. Leía el informe médico imitando graciosamente a nuestro práctico local, y piaba y temblequeaba de un modo tan perlático, en la declaración del viejo guardabarrera que había oído golpes, que llegaba a inspirar dudas sobre la integridad mental de aquel testigo. El juez de guardia en manos del señor Wopsle se transformaba en un Timón de Atenas; el alguacil, en Coriolano. Él disfrutaba lo indecible y nosotros disfrutábamos por nuestra parte y todos nos sentíamos encantados. En este agradable estado de espíritu llegamos al veredicto de homicidio voluntario.
Entonces y no antes, me apercibí de un caballero desconocido que, apoyado en el respaldo de un banco que yo tenía enfrente, nos estaba mirando. Tenía el semblante contraído en una mueca de desprecio y se estaba mordiendo el lado de un gran dedo, mientras contemplaba el grupo de rostros.
—¡Bueno! —dijo el desconocido al señor Wopsle, en cuanto éste hubo terminado su lectura—, usted lo ha arreglado todo a su entera satisfacción, ¿no es cierto?
Todo el mundo se sobresaltó y levantó los ojos, como si tuviese delante al asesino. Él miraba a todo el mundo fría y sarcásticamente.
—Culpable, desde luego, ¿no es cierto? —dijo—. ¡Vamos, hombre! ¡Dígalo!
—Señor —respondió el señor Wopsle—, aunque no tenga el honor de conocerle a usted, digo: ¡culpable!
Al oír estas palabras, todos cobramos el valor suficiente para unirnos en un murmullo de aprobación.
—Ya sabía que diría usted eso —dijo el desconocido—. Ya se lo he dicho. Pero ahora le voy a hacer una pregunta: ¿sabe o no sabe usted que la ley inglesa supone que todo hombre es inocente mientras no se demuestre que es culpable?
—Señor —empezó a responder el señor Wopsle—, como inglés que soy, yo…
—¡Vamos! —dijo el desconocido, mordiéndose de nuevo el índice—. No eluda la pregunta. O lo sabe o no lo sabe. ¿En qué quedamos?
Permanecía con la cabeza ladeada y ladeado él mismo, de un modo autoritario e interrogativo y pareció lanzar su dedo al señor Wopsle —como si dijéramos para señalarlo— antes de volvérselo a morder.
—¡Venga! —dijo—. ¿Lo sabe usted o no lo sabe?
—Ciertamente, lo sé —respondió el señor Wopsle.
—Ciertamente, lo sabe. Entonces, ¿por qué no lo ha dicho desde un principio? Ahora voy a hacerle otra pregunta —dijo, tomando posesión del señor Wopsle como si tuviera derecho a él—. ¿Sabe usted que ninguno de esos testigos ha sido interrogado de nuevo?
El señor Wopsle empezaba a decir: «Yo sólo puedo decir…», cuando el desconocido le atajó:
—¿Qué? ¿Quiere usted responder a la pregunta, sí o no? Bien, voy a probar otra vez —disparándole otra vez el índice—. Atiéndame, ¿está o no está usted enterado de que ninguno de esos testigos ha sido aún interrogado de nuevo? Vamos, sólo le pido una palabra. ¿Sí o no?
El señor Wopsle vacilaba y todos empezábamos a formarnos un pobre concepto de él.
—¡Vamos! —dijo el desconocido—. Yo le ayudaré. No lo merece usted, pero le ayudaré. Mire el papel que tiene en la mano. ¿Qué es?
—¿Qué es? —repitió el señor Wopsle, contemplándolo muy perplejo.
—¿Es —prosiguió el desconocido con su acento más sarcástico y malicioso— el impreso que usted acaba de leer?
—Indudablemente.
—Indudablemente. Ahora fíjese en este papel y dígame si no afirma de un modo terminante que el acusado dijo taxativamente que sus abogados le habían recomendado que reservara totalmente su defensa.
—Acabo de leerlo —alegó el señor Wopsle.
—Nada importa lo que usted acaba de leer, señor; no le pregunto lo que ha leído. Puede usted leer al revés el Padrenuestro si le da la gana… y tal vez lo haya hecho ya antes de hoy. Vuelva el papel. No, no, amigo mío; no a la cabeza de la columna; lo sabe usted muy bien; al pie, al pie. (Todos empezábamos a pensar que el señor Wopsle estaba lleno de subterfugios.) ¡Bien! ¿Lo ha encontrado usted?
—Aquí lo tengo —dijo el señor Wopsle.
—Ahora, siga el párrafo con los ojos y dígame si no afirma de un modo terminante que el acusado dijo taxativamente que sus abogados le habían recomendado que reservara totalmente su defensa. ¡Vamos! ¿No es eso?
El señor Wopsle respondió:
—No son exactamente las mismas palabras.
—¡No son exactamente las mismas palabras! —repitió ásperamente el caballero—. ¿Es exactamente éste el sentido?
—Sí —dijo el señor Wopsle.
—¡Sí! —repitió el desconocido, volviéndose hacia el resto de la reunión con la mano derecha extendida hacia el testigo Wopsle—. Y ahora, pregunto yo, ¿qué me dicen ustedes de la conciencia de este hombre, quien, con este párrafo ante los ojos, puede dormir tranquilo después de haber declarado culpable a un semejante suyo al cual no se ha oído aún?
Todos empezamos a sospechar que el señor Wopsle no era el hombre que nos habíamos figurado, y que ahora lo estábamos descubriendo.
—Y este mismo hombre, recuérdenlo —prosiguió el caballero disparando su índice contra el señor Wopsle—, este mismo hombre podría ser llamado a formar parte del jurado en este mismo juicio y, habiéndose comprometido de este modo, volvería al seno de su familia y dormiría tranquilo después de jurar que juzgaría bien y lealmente el caso de nuestro soberano señor el rey contra el prisionero del banquillo, y daría un veredicto justo de acuerdo con las pruebas, ¡así Dios le valiese!
Todos quedamos firmemente convencidos de que el señor Wopsle había ido demasiado lejos, y que más le valía detenerse en su temeraria carrera, mientras aún tuviera tiempo.
El caballero desconocido, con un aire de autoridad indiscutible, y con maneras que parecían indicar que de cada uno de nosotros conocía un secreto que sería nuestra perdición si le diera la gana publicarlo, salió de su asentamiento trasero y vino a ponerse entre los dos bancos, delante del fuego, donde permaneció de pie, con la mano izquierda en el bolsillo y mordiéndose el índice de la derecha.
—Según ciertos informes que he recibido —dijo, mirándonos a uno después de otro, mientras todos le contemplábamos acobardados—, tengo razones para creer que hay entre ustedes un herrero llamado Joseph o Joe Gargery. ¿Quién es?
—Aquí lo tiene usted —dijo Joe.
El caballero desconocido le hizo seña de que se le acercara, y Joe le obedeció.
—¿Tiene usted un aprendiz —prosiguió el desconocido— a quien todos llaman Pip? ¿Está aquí?
—¡Aquí estoy! —exclamé yo.
El desconocido no me reconoció, pero yo le reconocí como el caballero a quien había encontrado en la escalera en ocasión de mi segunda visita a la señorita Havisham. Su aspecto era demasiado notable para que yo lo olvidara. Le había conocido así que le vi asomar por detrás del banco y ahora que lo tenía ante mí, poniéndome la mano en el hombro, volví a repasar en detalle su gran cabeza, su cutis moreno, sus ojos hundidos, sus cejas negras y espesas, su gran cadena de reloj, el fuerte sombreado de su barba y bigote afeitados, y hasta el olor a jabón perfumado que se desprendía de su manaza.
—Deseo tener una conferencia particular con ustedes dos —dijo cuando me hubo contemplado a su placer—. Nos llevará algún tiempo. Tal vez sería mejor que fuéramos a su casa. Prefiero no adelantar aquí nada de lo que tengo que decirles; usted comunicará después a sus amigos lo poco o lo mucho de ello que quiera comunicarles; a mí lo mismo me da.
En medio de un intrigado silencio los tres salimos de los Alegres Barqueros y en intrigado silencio nos dirigimos a casa. Mientras andábamos, el caballero desconocido me miraba de vez en cuando y de vez en cuando se mordía el lado de su dedo. Al acercarnos a casa, Joe, sintiendo vagamente que la ocasión era importante y ceremoniosa, se nos adelantó para abrir la puerta principal. Nuestra conferencia tuvo lugar en la sala, débilmente iluminada por una bujía.
Para empezar, el caballero desconocido se sentó ante la mesa, se acercó la bujía y consultó unas notas en su memorándum. Después guardó éste y apartó un poco la bujía, tras habernos vuelto a mirar en la penumbra a Joe y a mí, como para asegurarse de quién era cada uno.
—Me llamo Jaggers —dijo— y ejerzo de abogado en Londres. Soy bastante conocido. Tengo un asunto nada corriente que tratar con ustedes, y empiezo por explicar que no es de mi iniciativa. Si se hubiera pedido mi consejo, yo no estaría aquí. No se me pidió, y aquí me tienen. Hago lo que debo hacer, como agente confidencial de otra persona. Ni más, ni menos.
Percatándose de que no podía vernos bien desde donde estaba sentado, se levantó y, echando una pierna por encima del respaldo de una silla, se inclinó sobre ella, quedando con un pie sobre el asiento de la silla y el otro en el suelo.
—Bueno, Joe Gargery, soy portador de una oferta para desembarazarle de este aprendiz suyo. ¿Tendría usted inconveniente en cancelar su compromiso, a su petición y para su bien? ¿Desearía usted algo en compensación?
—¡Dios me libre de pedir cosa alguna por no ser un estorbo en el camino de Pip! —dijo Joe, abriendo mucho los ojos.
—Esto es muy piadoso, pero no viene al caso —repuso el señor Jaggers—. La pregunta es: ¿Desearía usted algo? ¿Quiere usted algo?
—La respuesta es —replicó severamente Joe—: no.
Me pareció que el señor Jaggers miraba a Joe como si le considerara un tonto por su desinterés. Pero yo estaba demasiado turbado por la curiosidad y la sorpresa para estar seguro de ello.
—Está bien —dijo el señor Jaggers—. Recuerde lo que acaba de decir y no trate de volverse atrás dentro de poco.
—¿Quién va a tratar de volverse atrás? —preguntó Joe.
—Yo no digo que nadie trate de hacerlo. ¿Tiene usted perro?
—Sí, tengo uno.
—Tenga usted presente entonces que Baladrón es un buen perro, pero Agarrafirme es mejor. ¿Lo tendrá usted presente? —repitió el señor Jaggers, cerrando los ojos e inclinando la cabeza hacia Joe, como si le perdonara por algo—. Ahora, volviendo a este amiguito, la comunicación que he de hacerles es que tiene un gran porvenir.
Joe y yo nos miramos boquiabiertos.
—Tengo encargo de comunicarle —dijo el señor Jaggers, disparándome el dedo de refilón— que está destinado a poseer una bonita fortuna. Además, el actual propietario de esta fortuna desea que abandone inmediatamente este lugar y la esfera social en que vive, para ser educado como un caballero; en una palabra, como un joven de gran porvenir.
Mi sueño se realizaba; mi loca fantasía se veía sobrepasada por la pura realidad; la señorita Havisham iba a hacer mi fortuna a gran escala.
—Ahora, señor Pip —prosiguió el abogado—, para lo que me queda por decir, me dirijo a usted. Ha de entender usted en primer lugar que la persona de quien recibo mis instrucciones exige que lleve usted siempre el nombre de Pip. Me figuro que no hallará usted ningún inconveniente en que su gran porvenir se vea gravado por esta sencilla condición. Pero si tiene usted algún inconveniente, ahora es el momento de declararlo.
Mi corazón latía tan precipitadamente, y los oídos me zumbaban de tal modo, que apenas pude balbucear que no tenía inconveniente alguno.
—¡Naturalmente! Ahora ha de entender usted, señor Pip, en segundo lugar, que el nombre de su generoso bienhechor ha de permanecer en el más absoluto secreto hasta que esta persona quiera revelarlo. Estoy autorizado para decir que la persona en cuestión piensa revelárselo en persona, directamente y de palabra. ¿Cuándo cumplirá este propósito? No puedo decirlo; no puede decirlo nadie. Pueden pasar años… Usted ha de entender claramente que le está prohibido del todo hacer ninguna investigación a este efecto o aludir, aunque sea de un modo lejano, a ninguna persona determinada como a la persona en cuestión en los tratos que habrá de tener conmigo. Si abriga usted una sospecha, guárdela para sí. Nada importa en absoluto cuáles sean las razones de esta prohibición; pueden ser razones muy poderosas y graves o pueden ser mero capricho. No es cosa que deba usted investigar. La condición está clara. Que usted la acepte y se obligue a cumplirla es la última exigencia de la persona de quien he recibido las instrucciones y respecto a la cual no tengo otra responsabilidad. Esta persona es la persona a quien usted deberá su porvenir, y el secreto sólo es compartido por ella y por mí. Tampoco ésta me parece una condición difícil como gravamen de un parecido encumbramiento; pero si usted encuentra en ella algún obstáculo, es éste el momento de decirlo. Hable usted.
Otra vez balbucí con dificultad que no encontraba ningún obstáculo.
—¡Naturalmente! Ahora, señor Pip, he terminado con mis condiciones. —Aunque me llamaba señor Pip y empezaba a tratarme con cierto respeto, aún no podía despojarse de cierto aire de amenaza y de sospecha; y hasta de vez en cuando cerraba los ojos y me disparaba el dedo al hablar, como para expresar que, si quisiera, podría revelar de mí un montón de cosas denigrantes—. Pasemos ahora a los detalles del arreglo. Ha de saber usted, que aunque he usado más de una vez el término «porvenir», usted no dispone solamente del porvenir. Hay ya depositada en mis manos una suma más que suficiente para su adecuada educación y mantenimiento. Me hará usted el favor de considerarme su tutor. ¡Oh! —porque yo iba a darle las gracias—. De antemano le digo que me pagan por mis servicios; de otro modo no los prestaría. Se estima que usted debe ser mejor educado, en consonancia con su nueva posición, y que se hará cargo de la importancia y necesidad de entrar en el acto a gozar de esta ventaja.
Dije que siempre lo había deseado.
—Nada importa lo que usted haya deseado, señor Pip —replicó—; con que lo desee ahora, es suficiente. ¿He de entender que está usted dispuesto a ponerse en seguida bajo el cuidado de un preceptor competente? ¿Es así?
Tartamudeé que sí, que así era.
—Bueno. Ahora hay que consultar sus inclinaciones. No me parece muy juicioso, pero éstas son mis instrucciones. ¿Conoce usted algún preceptor que prefiera a cualquier otro?
Nunca había oído hablar de otro preceptor que Biddy y la tía abuela del señor Wopsle; así pues, respondí negativamente.
—Hay un preceptor, a quien conozco algo, y que me parece a propósito para el caso —dijo el señor Jaggers—. Yo no lo recomiendo, obsérvelo bien; porque yo nunca recomiendo a nadie. El caballero de quien hablo es un tal señor Matthew Pocket.
¡Ah! En el acto recordé el nombre. Era el pariente de la señorita Havisham. El Matthew de quien habían hablado el señor y la señora Camilla. El Matthew cuyo lugar estaría a la cabeza de la señorita Havisham cuando ésta yaciese muerta, con su traje de novia sobre la mesa nupcial.
—¿Usted conoce el nombre? —preguntó el señor Jaggers, dirigiéndome una mirada sutil y cerrando luego los ojos, en tanto que aguardaba mi respuesta.
Respondí que conocía el nombre.
—¡Oh! —dijo él—. Usted conoce el nombre. Pero la cuestión es: ¿qué le parece?
Yo le dije o traté de decirle que le estaba muy agradecido por su recomendación.
—No, ¡mi joven amigo! —interrumpió, meneando muy despacio su gran cabeza—. ¡Recuerde usted!
No recordando nada, empecé otra vez a decirle que le quedaba muy agradecido por su recomendación.
—No, mi joven amigo —interrumpió nuevamente meneando la cabeza, reprendiéndome y sonriendo a un tiempo—, no, no, no; esto está muy bien, pero es inútil; es usted demasiado joven para hacerme decir lo que no quiero. Recomendación no es la palabra, señor Pip; busque usted otra.
Corrigiéndome entonces, dije que le estaba muy reconocido por haber mencionado al señor Matthew Pocket.
—¡Esto está mejor! —exclamó el señor Jaggers.
—Y —añadí— me complacería estudiar con ese caballero.
—Bien, será mejor que lo haga en su propia casa. Le prepararemos el camino, y usted podrá ver primero a su hijo que está en Londres. ¿Cuándo quiere usted ir a Londres?
Dije (mirando a Joe, quien nos contemplaba inmóvil) que suponía que podría ir en seguida.
—Antes —dijo el señor Jaggers— tendría que tener un traje nuevo, y no ha de ser un traje de obrero. Pongamos dentro de una semana. Necesitará usted dinero. ¿Le parece bien que le deje veinte guineas?
Sacó una larga bolsa con la mayor indiferencia, y contó las monedas encima de la mesa y las empujó hacia mí. Entonces fue cuando por primera vez quitó la pierna de la silla. Se sentó a horcajadas en ella después de empujar el dinero y balanceó la bolsa mirando a Joe.
—¡Bien, Joe Gargery! Parece que se ha quedado usted patitieso.
—¡Lo estoy! —dijo Joe muy decidido.
—¿Recuerda que hemos quedado en que no quería usted nada para sí?
—Quedó entendido —dijo Joe—. Y está entendido; y lo estará para siempre jamás.
—Pero ¿qué le parecería —dijo el señor Jaggers, balanceando su bolsillo— si yo tuviese el encargo de hacerle un regalo como compensación?
—¿Como compensación de qué? —preguntó Joe.
—De la pérdida de su aprendiz.
Joe me puso la mano en el hombro con la delicadeza de una mujer. A menudo he pensado en él, desde entonces, como en el martillo de vapor que puede aplastar a un hombre o acariciar sin resquebrajar una cáscara de huevo en su combinación de fuerza y suavidad.
—Con todo el corazón le digo que Pip queda libre desde este instante para irse a gozar de su honor y su fortuna —dijo Joe—. Pero si usted se figura que el dinero puede compensarme de la pérdida de aquel niño que vino a la herrería y en el que siempre he tenido al mejor amigo…
¡Oh, querido Joe, a quien yo con tanta ingratitud me sentía dispuesto a dejar, todavía te veo con tu fuerte brazo de herrero ante los ojos y con tu ancho pecho jadeando, mientras tu voz se debilita!… ¡Oh querido Joe, bueno, fiel, tierno Joe, todavía siento el amoroso temblor de tu mano sobre mi brazo, tan solemnemente como si fuese el roce de un ala de ángel!
Pero en aquel momento le animé. Me hallaba perdido en el laberinto de mi futura fortuna y no podía volver a recorrer los atajos que habíamos pisado juntos. Rogué a Joe que se consolara, porque (como él decía) habíamos sido siempre los mejores amigos, y (como decía yo) siempre sería así. Joe se frotaba los ojos con el puño que le quedaba libre, como si estuviese empeñado en arrancárselos, pero no dijo una palabra más.
El señor Jaggers había contemplado todo esto como si reconociera en Joe al tonto del lugar, y en mí a su guardián. Al final dijo, sopesando la bolsa que había dejado de balancear:
—Bueno, Joe Gargery, le advierto que ésta es su última oportunidad. Conmigo no valen medias tintas. Si usted piensa aceptar el regalo que tengo el encargo de hacerle, hable de una vez y será suyo. Si, por el contrario, usted me dice… (Aquí, con gran asombro por su parte, fue interrumpido por Joe, que se puso a dar vueltas a su alrededor con todas las señales de abrigar intenciones pugilísticas.)
—¡Lo que digo —exclamó Joe— es que si usted ha venido a mi casa para acosarme y fastidiarme, ya puede salir de aquí! Lo que digo es que si es usted un hombre, acérquese a probarlo. Lo que digo es que cuando digo una cosa la digo de veras y la sostengo hasta el fin.
Me llevé a Joe aparte, y se calmó inmediatamente, limitándose a manifestarme, de un modo deferente y como una especie de reconvención general para todos aquellos a quienes pudiese interesar, que no iba a consentir que fuesen a marearle en su propia casa. El señor Jaggers se había levantado al empezar Joe sus demostraciones, y había retrocedido hasta cerca de la puerta. Sin mostrar deseo alguno de volver a entrar, formuló sus observaciones de despedida. Éstas fueron:
—Bueno, señor Pip, puesto que ha de ser usted un caballero, creo que cuanto antes salga usted de aquí mejor. Dejémoslo para dentro de una semana, y entretanto recibirá mi dirección impresa. Puede alquilar un coche en el despacho de diligencias de Londres e ir inmediatamente a mi casa. Entienda que no expreso ninguna opinión favorable ni desfavorable acerca de la misión que se me ha confiado. Me pagan para que la cumpla y la cumplo. Entienda bien esto. ¡Entiéndalo usted!
Nos estaba disparando el índice a los dos, y creo que habría proseguido de no haber sido porque la actitud de Joe le pareció peligrosa, y se fue.
Se me ocurrió entonces algo que me indujo a correr tras él, mientras se dirigía a los Alegres Barqueros, donde había dejado su coche de alquiler.
—Perdone usted, señor Jaggers.
—¡Hola! —dijo volviéndose—, ¿qué ocurre?
—Deseo obrar con rectitud, señor Jaggers, y seguir en todo sus instrucciones; así que he pensado que valía más que se lo preguntara. ¿Habría algún inconveniente en que me despidiera de alguien que conozco antes de irme?
—No —dijo él, mirándome como si no acabara de comprenderme.
—¡No aquí en el pueblo, sino en la villa!
—No —dijo—. Ningún inconveniente.
Le di las gracias y volví corriendo a casa, donde encontré a Joe que había cerrado la puerta principal y abandonado la sala, y estaba en la cocina sentado junto al fuego con una mano en cada rodilla y los ojos fijos en las llamas. Yo también me senté ante el fuego y me puse a contemplar los carbones, y durante mucho tiempo nadie dijo una palabra.
Mi hermana estaba en el rincón de siempre en su silla de almohadones y Biddy cosía sentada ante el fuego, y Joe estaba a su lado y yo al de Joe en el rincón opuesto al de mi hermana. Cuanto más miraba los carbones encendidos, más incapaz me sentía de mirar a Joe; cuanto más duraba el silencio, más difícil se me hacía hablar.
Finalmente me decidí:
—Joe, ¿se lo has dicho a Biddy?
—No, Pip —respondió, sin dejar de mirar al fuego y sujetándose fuertemente las rodillas como si tuviese conciencia de que quisieran escaparse—; lo he dejado para ti, Pip.
—Preferiría que se lo dijeras tú, Joe.
—Bueno, pues. Pip es un caballero rico —dijo Joe— y Dios se lo bendiga.
Biddy soltó su costura y me miró. Joe se apretó las rodillas y me miró. Yo los miré a ambos. Tras una pausa, los dos me felicitaron calurosamente; pero había en sus palabras una cierta nota de tristeza que me molestó un poco.
Tomé a mi cargo hacer presente a Biddy (y por medio de Biddy a Joe) la grave obligación en que, según yo, estaban mis familiares de no saber ni decir nada respecto al autor de mi fortuna. Todo se sabría a su tiempo, observé, y entretanto lo único que podía decirse era que se me ofrecía un gran porvenir gracias a un misterioso protector. Biddy movió la cabeza con ademán pensativo, mirando al fuego, mientras volvía a tomar su labor, y dijo que lo tendría muy presente, y Joe, reteniendo aún sus rodillas, dijo:
—Sí, sí, yo también lo tendré muy presente, Pip.
Y luego volvieron a felicitarme y expresaron tanta maravilla ante la idea de verme convertido en un caballero que acabaron por hacerme muy poca gracia.
Luego Biddy se tomó un trabajo infinito para hacer comprender a mi hermana algo de lo que estaba ocurriendo. Me pareció que sus esfuerzos resultaban totalmente infructuosos. Mi hermana se rió y movió la cabeza muchísimas veces y hasta repitió con Biddy las palabras: «Pip» y «fortuna». Pero dudo que les diese más sentido del que puede tener un lema electoral, y no puedo sugerir una imagen más sombría del estado de su mente.
Nunca lo habría creído de no haberlo experimentado, pero a medida que Joe y Biddy recobraban su alegría natural, yo me sentía más triste. Desde luego, no podía estar descontento de mi suerte, pero es posible que estuviera, sin saberlo, descontento de mí mismo.
Comoquiera que fuese, permanecía sentado con el codo en la rodilla y el rostro apoyado en la mano, mirando al fuego, mientras aquellos dos hablaban de mi marcha y de cómo se las arreglarían sin mí, y de todo lo demás. Y cada vez que sorprendía a uno de ellos mirándome, aunque nunca lo habían hecho con más cariño (y me miraban a menudo, especialmente Biddy), me sentía ofendido; como si expresaran alguna desconfianza en mí. Aunque Dios sabe bien que jamás lo hicieron ni con palabras ni con actos.
En estas ocasiones me levantaba y salía a mirar a la puerta, porque la puerta de nuestra cocina se abría al exterior y en las noches de verano se dejaba abierta para airear la estancia. Temo que hasta las estrellas hacia las que levantaba mis ojos me parecían unas estrellas pobres y humildes por brillar sobre los rústicos objetos entre los cuales había pasado mi vida.
—El sábado por la noche —dije, en cuanto nos sentamos a consumir nuestra cena de pan, queso y cerveza—. ¡Cinco días más y estaremos en la víspera! Pronto pasarán.
—Sí, Pip —observó Joe, cuya voz sonó hueca en su jarro de cerveza—. Pronto pasarán.
—Pronto, pronto pasarán —dijo Biddy.
—Estaba pensando, Joe, que cuando vaya el lunes a la villa a encargar mi traje nuevo, diré al sastre que iré a ponérmelo allí, o que me lo mande a casa del señor Pumblechook. Sería muy desagradable ser mirado como una rareza por la gente del lugar.
—Sin embargo, Pip, al señor y a la señora Hubble les gustaría poder verte con tus ropas de señor —dijo Joe, cortando afanosamente su pan con queso sobre la palma de la mano izquierda y lanzando una mirada a la cena que yo no había tocado aún, como si pensara en el tiempo en que solíamos comparar nuestros bocados—. Y a Wopsle, también. Y en los Alegres Barqueros lo tomarían todos como una atención.
—Esto es precisamente lo que yo no quiero, Joe. Meterían tanto ruido con ello (ruido vulgar y ordinario) que no podría soportarme a mí mismo.
—¡Ah, buena es ésta, Pip! —dijo Joe—. Si tú no puedes soportarte a ti mismo…
Biddy me preguntó mientras sostenía el plato de mi hermana:
—¿Has pensado, Pip, cuándo te mostrarás al señor Gargery y a tu hermana y a mí? Porque de nosotros, sí que te dejarás ver, ¿no es cierto?
—Biddy —repliqué algo resentido—, eres tan lista que apenas se te puede seguir.
—Siempre ha sido lista —observó Joe.
—Si hubieras aguardado un momento, Biddy, me habrías oído decir que pienso traer las ropas en un lío una noche, posiblemente la noche antes de mi partida.
Biddy no habló más. Perdonándola generosamente, pronto cambié con ella y con Joe un afectuoso «buenas noches», y me fui a la cama. Cuando llegué a mi cuartito, me senté y lo contemplé largamente, como un mezquino cuartito que pronto iba a cambiar, para siempre, por otro más distinguido. Estaba poblado de jóvenes y recientes recuerdos, e incluso en aquel momento caí en aquel estado de confusión en que no sabía si lo preferiría a las elegantes habitaciones que iba a ocupar, igual que otras veces había dudado entre si prefería la herrería o la casa de la señorita Havisham, si a Biddy o a Estella.
El sol había estado cayendo todo el día sobre el tejado de la buhardilla y hacía un calor sofocante. Al abrir la ventana y asomarme fuera vi a Joe que salía despacio por la oscura puerta de abajo y daba unos paseos al aire libre. Luego vi salir a Biddy y traerle su pipa y encendérsela. Joe no fumaba nunca a estas horas y esto me pareció indicar que por una u otra razón necesitaba consuelo.
Poco después, se detuvo en la puerta, justo debajo de mi ventana; y Biddy se quedó a su lado hablándole a media voz, y comprendí que hablaban de mí porque más de una vez les oí pronunciar mi nombre con acento cariñoso. No habría querido oír más aunque hubiera podido; así pues, me retiré de la ventana y me senté en mi única silla al lado de la cama, sintiendo que era muy triste y raro que esa noche, que era la primera de mi brillante fortuna, fuese la más solitaria que había conocido.
Mirando por la ventana abierta veía flotar leves anillos de humo de la pipa de Joe y me imaginé que eran una bendición suya: no como una imposición o un alarde por su parte, sino algo que llenaba el aire que ambos respirábamos. Apagué la luz y me metí en la cama, y la encontré tan incómoda entonces, que no pude lograr en ella el sueño reparador de antaño.