Entonces entré en la rutina de la vida de aprendiz, sin más variación notable, fuera de los límites del pueblo y de los marjales, que la llegada de mi cumpleaños y mi nueva visita a la señorita Havisham. Encontré todavía a la señorita Sarah Pocket de servicio en la puerta; hallé a la señorita Havisham tal como la había dejado, y me habló de Estella de la misma manera, si no con las mismas palabras. La entrevista no duró más que unos minutos, y al marcharme me dio una guinea y me dijo que volviese en mi próximo cumpleaños. He de decir que esto se convirtió en una costumbre anual. Traté de rehusar la guinea en la primera ocasión, sin mejor resultado que oír cómo me preguntaba con enojo si es que esperaba más. Entonces, y sólo entonces, la cogí.
Tan inmutable era la casa vieja y triste, la luz amarillenta de la oscura estancia, el marchito espectro en la silla junto al espejo del tocador, que me daba la impresión de que al pararse los relojes se había detenido el tiempo en aquella misteriosa mansión, y de que mientras yo y todo lo demás que había fuera de la casa crecíamos y aumentábamos de edad, todo en la casa permanecía encantado. Jamás entraba en ella la luz del día, ni en mis pensamientos y recuerdos, ni en la vida real. Esto me hechizaba, y bajo su influencia yo continuaba en el fondo de mi corazón odiando mi oficio y avergonzándome de mi hogar.
Sin embargo, fui dándome cuenta imperceptiblemente de un cambio en Biddy. Sus zapatos se ajustaban a los talones, llevaba el pelo lustroso y bien peinado y sus manos estaban siempre limpias. No era hermosa —era vulgar y no podía ser como Estella—, pero tenía un aspecto sano y agradable y un carácter muy dulce. No hacía más de un año que estaba con nosotros (recuerdo que acababa de quitarse el luto), cuando me dije una noche que tenía unos ojos curiosamente reflexivos y atentos, y, además, lindos y bondadosos.
Esto se me ocurrió al levantar la vista de una tarea en que estaba embebido (copiar unos pasajes de un libro para perfeccionarme de dos modos a la vez, en una especie de estratagema) y hallar a Biddy atenta a lo que yo hacía. Dejé a un lado la pluma, y Biddy interrumpió su labor, aunque sin abandonarla.
—Biddy —dije—, ¿cómo te las arreglas? O yo soy muy estúpido o tú eres muy lista.
—No sé a qué te refieres —respondió Biddy, sonriendo.
Gobernaba maravillosamente toda nuestra vida doméstica, pero yo no me refería a esto, aunque esto hacía más sorprendente el hecho al que quería aludir.
—¿Cómo te las arreglas, Biddy —dije—, para aprender todo lo que aprendo y estar siempre a mi altura?
Yo empezaba a envanecerme de mis conocimientos, en cuya adquisición empleaba mis guineas de cumpleaños y todo lo que podía ahorrar de mi dinero de bolsillo, aunque no dudo, ahora, que lo poco que sabía resultaba sumamente caro a aquel precio.
—Yo puedo preguntarte —dijo Biddy—, ¿cómo te las arreglas tú?
—No; porque cuando entro de la herrería por la noche, todo el mundo puede ver cómo me pongo a estudiar. Pero tú no estudias nunca, Biddy.
—Supongo que se me debe pegar, como la tos —dijo con voz tranquila, y reanudó su costura.
Siguiendo mi idea, mientras me retrepaba en mi silla viendo cómo Biddy cosía con la cabeza ladeada, empecé a considerarla una muchacha extraordinaria. Porque (entonces lo fui recordando) estaba igualmente al corriente de los términos de nuestro oficio y de los nombres de nuestras diferentes clases de trabajos y de nuestras varias herramientas. En resumen, todo lo que yo sabía, lo sabía ella. En teoría era ya tan buen herrero como yo o quizá mejor.
—Eres una persona de esas, Biddy —dije yo—, que sacan el mejor partido de todas las oportunidades. Nunca tuviste una oportunidad antes de venir aquí, y ya ves cuánto has mejorado.
Biddy me miró un instante, y continuó cosiendo.
—Pero yo fui tu primera maestra, ¿no es cierto? —me preguntó, mientras cosía.
—¡Biddy! —exclamé asombrado—. ¿Por qué lloras?
—No lloro —dijo Biddy, levantando los ojos y riendo—. ¿Qué es lo que te lo ha hecho pensar?
¿Qué podía habérmelo hecho pensar, sino el brillo de una lágrima que cayó sobre su labor? Me quedé callado recordando lo arrastrada que había sido su vida hasta que la tía abuela del señor Wopsle venció aquella mala costumbre de vivir que tanto convendría que perdiesen algunas personas. Recordé las tristes circunstancias que la habían rodeado en la mísera tiendecilla y la mísera y ruidosa escuela, con aquel viejo fardo de inutilidades al que tenía que atender constantemente. Reflexioné que aun en aquellos tiempos adversos debía de haber estado latente en Biddy lo que ahora se estaba desarrollando, porque, ya en el principio de mi inquietud y descontento, me había parecido natural acudir a ella en demanda de auxilio. Biddy continuó cosiendo, sin derramar más lágrimas, y, mientras la miraba, pensando en todo eso, se me ocurrió que tal vez no le había mostrado suficiente gratitud. Quizás había sido demasiado reservada, y debía haberla favorecido más (aunque en mis reflexiones no usé precisamente esta palabra) con mi confianza.
—Sí, Biddy —observé, cuando hube terminado de dar vueltas a todo esto—, tú fuiste mi primera maestra, y esto en un tiempo en que poco pensaba que un día habíamos de hallarnos reunidos en esta cocina.
—¡Ah, la pobrecita! —respondió Biddy. Fue muy propio de su abnegación aplicar a mi hermana la observación que yo acababa de hacer, y levantarse para cuidar de que estuviese más cómoda—. Es una triste verdad.
—¡Bien! —dije—. Tenemos que hablar de algo más, como acostumbrábamos antes. Y yo debo consultarte más a menudo, como solía hacer. Tendríamos que salir a pasear por los marjales el próximo domingo, Biddy, para conversar un buen rato.
Nunca dejábamos sola a mi hermana; pero Joe se encargó gustosamente de atenderla aquella tarde de domingo, y Biddy y yo salimos juntos. Estábamos en verano y hacía un tiempo magnífico. Cuando hubimos pasado el pueblo y la iglesia y el cementerio, y llegamos a los marjales y empezamos a ver pasar las velas de los barcos, yo me puse a combinar, como de costumbre, a la señorita Havisham y Estella con el paisaje. En cuanto llegamos a la orilla del río y nos sentamos, con el agua murmurando a nuestros pies, haciéndolo todo más tranquilo de lo que habría sido sin aquel rumor, resolví que aquél era el momento y el lugar a propósito para abrir mi corazón a Biddy.
—Biddy —dije, después de hacerle prometer el secreto—, me gustaría ser un caballero.
—¡Oh! Yo, en tu lugar, no querría serlo —respondió—. No creo que puedas ganar nada con ello.
—Biddy —dije con severidad—, tengo razones especiales para querer ser un caballero.
—Tú sabes mejor lo que te conviene, Pip; pero ¿no piensas que eres más feliz como eres ahora?
—Biddy —exclamé con impaciencia—, yo no soy feliz como soy ahora. ¡Estoy disgustado con mi oficio y con la vida que llevo! Nunca les he tomado cariño desde que empecé el aprendizaje. ¡No seas absurda!
—¿He sido absurda? —dijo Biddy, pausadamente, levantando las cejas—. Lo siento. No era ésa mi intención. Sólo deseo verte feliz y contento.
—Bien, pues, entiéndelo de una vez para siempre: yo no seré nunca feliz, y sí muy desgraciado, sí, Biddy, mientras no pueda llevar una clase de vida muy diferente de la que llevo ahora.
—¡Es una lástima! —dijo Biddy, meneando tristemente la cabeza.
Yo también había pensado tan a menudo que era una lástima, que, en la singular disputa que sostenía conmigo mismo, estaba a punto de derramar lágrimas de despecho y de dolor cuando Biddy dio expresión a este sentimiento que era a la vez el suyo y el mío. Le dije que tenía razón, que yo comprendía que era lamentable, pero que la cosa no tenía remedio.
—Si hubiera podido resignarme —le dije, arrancando la corta hierba que me rodeaba, al modo como en otro tiempo había desahogado mis sentimientos mesándome los cabellos y dando patadas en la pared de la fábrica de cerveza—; si yo hubiese podido resignarme y guardar para la herrería la mitad del afecto que le había tenido cuando era niño, sé que hubiera sido mejor para mí. Tú y yo y Joe no habríamos tenido, entonces, nada que desear, y quizá Joe y yo habríamos llegado a ser socios al fin de mi aprendizaje, y quizá yo habría llegado a cortejarte y los domingos habríamos venido a sentarnos aquí, muy distintos de lo que somos ahora. Tú me habrías encontrado bastante bueno para ti, ¿no es verdad, Biddy?
Biddy suspiró, mirando los barcos que pasaban y respondió:
—Sí; no soy demasiado exigente—. No parecía esto muy halagador para mí, pero comprendí que lo había dicho con buena intención.
—En vez de eso —dije yo, volviendo a arrancar hierba y mordiendo una brizna—, mira cómo estoy. Descontento y desasosegado, y, ¿qué me importaría ser tosco y ordinario si nadie me lo hubiera dicho?
Biddy se volvió de pronto hacia mí y me miró con mucha más atención de la que había puesto al mirar los barcos que pasaban.
—Esto no es verdad, ni fue muy cortés el decirlo —observó, volviendo a contemplar los barcos—. ¿Quién lo dijo?
Me quedé desconcertado, porque había hablado sin darme cuenta de adónde iba a parar. Pero ya no podía retroceder, y respondí:
—La hermosa señorita que había en casa de la señorita Havisham es más hermosa que nadie en el mundo, y yo la admiro tremendamente. Es por ella por lo que deseo ser un caballero. —Habiendo hecho esta loca confesión me puse a arrojar al río la hierba que había arrancado, como si tuviera intenciones de arrojarme tras ella.
—¿Quieres ser un caballero para humillarla o para conquistarla? —me preguntó Biddy después de una pausa.
—No lo sé —respondí malhumorado.
—Porque si es para humillarla —prosiguió Biddy—, yo pensaría (pero tú lo entiendes mejor) que lo conseguirías antes y con menos molestias no haciendo caso alguno de sus palabras. Y si es para conquistarla, yo pensaría (pero tú lo entiendes mejor) que no merece la pena.
—Exactamente lo que yo mismo había pensado muchas veces.
Exactamente lo que era perfectamente claro para mí en aquel momento. Pero ¿cómo podía yo, un pobre y deslumbrado muchacho lugareño, evitar aquella sorprendente inconsciencia en que caen todos los días hombres mejores y más sabios?
—Todo esto puede ser una gran verdad —dije a Biddy—, pero la admiro tremendamente.
En resumen, al llegar aquí me eché de cara al suelo, y me mesé los cabellos. Y sin dejar de comprender todo el tiempo que el desvarío de mi corazón era tan loco y mal empleado que mi cabeza habría merecido que la levantara por los cabellos y la golpeara contra las piedras, en castigo de pertenecer a un idiota como yo.
Biddy era la más prudente de las muchachas, y no se esforzó en razonar conmigo. Puso su mano, que era una mano acariciadora aunque endurecida por el trabajo, sobre las mías, una después de otra, y suavemente me las apartó del cabello. Después me dio unas palmaditas consoladoras en el hombro, mientras yo con el rostro oculto en el brazo lloraba un poco —exactamente como había hecho en el patio de la cervecería— y me sentía vagamente convencido de que había sido muy maltratado por alguien o por todo el mundo; no puedo decir quién.
—De una cosa me alegro, Pip —dijo Biddy—, y es de que hayas creído que podías depositar tu confianza en mí. Y también me alegro de otra cosa, y es de que tú, desde luego, sabes que puedes contar con que seré siempre digna de ella y te guardaré tu secreto. Si tu primera maestra (¡Dios mío!, tan pobre y tan necesitada de aprender por su parte) lo fuera también ahora, cree saber qué lección te señalaría. Pero sería una lección difícil de aprender, y tú ya la has aventajado, y ahora todo resultaría inútil. —Y dando un leve suspiro de compasión y afecto por mí, Biddy se puso en pie y dijo, con un nuevo y agradable cambio de voz—: ¿Paseamos un poco más, o volvemos a casa?
—Biddy —exclamé yo levantándome y echándole los brazos al cuello y dándole un beso—. Siempre te lo contaré todo.
—Hasta que seas un caballero —dijo Biddy.
—Tú sabes que nunca lo seré. Y no es que tenga necesidad de contarte nada, porque tú sabes todo lo que yo sé… como te dije la otra noche en casa.
—¡Ah! —suspiró Biddy, mirando los barcos lejanos. Y después repitió con el tono alegre de antes:
—¿Paseamos un poco o volvemos a casa?
Le dije que paseáramos un poco más, y así lo hicimos; y la tarde de estío fue convirtiéndose en un crepúsculo de estío y era algo muy hermoso. Empecé a reflexionar si, en resumidas cuentas, no me hallaba en una situación más natural y saludable como estaba entonces, que jugando a los naipes, a la luz de unas bujías, en la estancia de los relojes parados, y sintiendo el desprecio de Estella. Pensaba en lo bueno que sería para mí podérmela quitar de la cabeza, con todo el resto de mis recuerdos y fantasías, y poder ponerme al trabajo dispuesto a hallar placer en él, y a aplicarme en él y a sacar de él el mayor partido. Me preguntaba si Estella, de estar en aquel instante a mi lado, en lugar de Biddy, no me haría desgraciado. Y me veía obligado a reconocer que lo tenía por cosa cierta; y me decía: «¡Pip, qué loco eres!».
Hablamos largo rato paseando, y todo lo que Biddy decía parecía razonable. Biddy nunca era insolente o caprichosa; ella sólo habría encontrado pena, y no placer, en causarme pesadumbre; ella antes hubiera herido su propio corazón que el mío. ¿Cómo podía ser, pues, que no la quisiera yo más que a la otra?
—Biddy —dije, cuando íbamos de vuelta para casa—. Desearía que tú pudieras curarme.
—¡Ojalá pudiera hacerlo! —dijo Biddy.
—Si yo pudiera enamorarme de ti… ¿No te importa que hable tan abiertamente, siendo como somos antiguos amigos?
—Oh, no, querido, ¡de ningún modo! —dijo Biddy—. No te apures por mí.
—Si yo pudiera hacerlo, sería lo mejor para mí.
—Pero, ya ves, tú nunca querrás —dijo Biddy.
No me parecía tan imposible aquella noche como me lo habría parecido si lo hubiéramos discutido unas horas antes. En consecuencia, observé que no estaba seguro de ello. Pero Biddy dijo que ella sí, y lo dijo de una manera concluyente. En el fondo de mi alma, creía que tenía razón; y, no obstante, me sentó un poco mal que fuese tan categórica sobre este punto.
Cuando llegamos cerca del cementerio, tuvimos que cruzar un terraplén y pasar por un portillo junto a una presa. Allí de pronto se nos apareció, saliendo de la compuerta o de los juncos o del cieno (lo cual era muy propio de él), el viejo Orlick.
—¡Hola! —gruñó—. ¿Adónde vais, los dos?
—¿Adónde teníamos que ir sino a casa?
—Bueno, pues —dijo—. Que me pesquen si no os acompaño.
Este «que me pesquen» era una especie de maldición con que acompañaba todos sus asertos. No atribuía a la expresión ningún significado preciso, que yo sepa, sino que la usaba, tal como hacía con su pretendido nombre de pila, para afrentar a la humanidad y dar una idea de algo terriblemente cruel. Cuando yo era más pequeño, tenía una especie de convicción de que si me hubiera pescado él personalmente, lo habría hecho con un garfio acerado y retorcido.
Biddy no quería que viniera con nosotros, y me lo dijo en un susurro: «No le dejes venir; no me gusta». Como a mí tampoco me gustaba, me tomé la libertad de decirle que se lo agradecíamos, pero que no deseábamos ser acompañados. Él recibió la noticia con una estruendosa carcajada, y nos dejó marchar, pero nos fue siguiendo a poca distancia con la vista al suelo.
Curioso por saber si Biddy sospechaba que él hubiera tenido parte en la traidora agresión de que mi hermana no había podido dar ninguna cuenta, le pregunté por qué no le tenía simpatía.
—¡Oh! —respondió ella, mirando por encima del hombro, mientras el otro nos seguía—. Porque… porque temo que yo le gusto a él.
—¿Te lo ha dicho alguna vez? —pregunté indignado.
—No —dijo Biddy, volviendo a mirar por encima del hombro—, nunca me lo ha dicho; pero en cuanto me ve, se me pone a bailar.
Por nuevo y extraño que fuese este modo de testimoniar el afecto, no tuve duda alguna respecto a la exactitud de la interpretación. Me sentía muy enojado por la osadía de Orlick al enamorarse de Biddy, tan enojado como si se tratase de una ofensa hecha a mi persona.
—Pero esto, ¿sabes?, no tiene que ver contigo —dijo Biddy con calma.
—No, Biddy, ya sé que no tiene que ver conmigo; pero no me gusta; no lo apruebo.
—Ni yo tampoco —dijo Biddy—. Aunque no tiene que ver contigo.
—Claro —repuse—; pero una cosa te diré, y es que no tendría buena opinión de ti, Biddy, si este baile fuese con tu consentimiento.
A partir de aquella noche, me puse a vigilar a Orlick, y cada vez que las circunstancias se prestaban a que bailara por Biddy, yo me ponía delante para eclipsar aquella demostración. Había echado raíces en la herrería de Joe a causa de la repentina afición que le había tomado mi hermana; de no haber sido así, yo habría tratado de hacer que le despidieran. Él adivinaba mis «buenas» intenciones y correspondía a ellas, como tuve ocasión de saber más adelante.
Y ahora, como si el estado de mi espíritu no hubiera sido lo bastante confuso, compliqué cincuenta mil veces su confusión, pasando estados y épocas en que me parecía evidente que Biddy era inconmensurablemente mejor que Estella, y que la vida sencilla y honrada de artesano para la que había nacido no tenía nada de qué avergonzarse, antes me ofrecía medios sobrados para alcanzar el respeto propio y la felicidad. En estas ocasiones me sentía claramente persuadido de que mi desafecto hacia el buen Joe y a la herrería se había desvanecido, y de que me hallaba en camino de llegar a ser el socio de Joe y el marido de Biddy. Hasta que de pronto algún endiablado recuerdo de los días en que iba a casa de la señorita Havisham me acometía como un proyectil destructor, y hacía pedazos de mi buen juicio. Un buen juicio hecho pedazos no se rehace en un día, y a menudo, antes de que lo hubiera rehecho, volvía a ser esparcido en todas direcciones por el errante pensamiento de que tal vez, a pesar de todo, la señorita Havisham haría mi fortuna cuando yo hubiese terminado el aprendizaje.