CAPÍTULO XVI

Con la cabeza llena de George Barnwell, al principio me vi dispuesto a creer que yo debía haber tenido alguna parte en la agresión a mi hermana, o en todo caso que, como pariente próximo suyo, con motivos notorios para estarle agradecido, debía ser objeto de sospecha más legítimamente que ninguna otra persona.

Pero cuando, a la clara luz de la mañana siguiente, volví a reflexionar sobre el asunto y lo oí discutir a mi alrededor en todos sus aspectos, empecé a considerar el caso de un modo más razonable.

Joe había estado en Los Tres Alegres Barqueros, fumando su pipa, desde las ocho y cuarto hasta las diez menos cuarto. Mientras él estaba allí, mi hermana había sido vista en la puerta de la cocina y había cambiado un saludo con un labrador que volvía a su casa. Lo único que este hombre pudo precisar respecto a la hora en que la vio (se hizo un lío cuando trató de recordarlo) fue que debía de haber sido antes de las nueve. Cuando Joe llegó a casa, cinco minutos antes de las diez, la encontró tendida en el suelo, e inmediatamente pidió socorro. El fuego no estaba más consumido que de costumbre, y el pábilo de la vela no era muy largo; sin embargo, ésta había sido apagada.

Nada faltaba en la casa. Tampoco, aparte de la vela apagada —que se hallaba sobre una mesa entre la puerta y mi hermana, y a espaldas de ésta cuando estando ella de cara al fuego recibió el golpe—, había ningún desorden en la cocina, excepto el que ella misma había hecho al caer y sangrar. Pero había un notable cuerpo del delito, en aquel sitio. La habían golpeado con algo romo y pesado en la cabeza y en el espinazo; después de haberla golpeado, algo había sido arrojado violentamente contra ella mientras estaba de cara al suelo. Y en el suelo, a su lado, cuando Joe se levantó, había un grillete de forzado cortado con una lima.

Ahora bien: Joe, examinando este hierro con ojos de herrero, declaró que había sido limado hacía tiempo. Cuando la voz de alarma llegó hasta los pontones y alguien vino de allí para examinar el hierro, la opinión de Joe se vio confirmada. No se podía asegurar cuándo había salido de los barcos prisión a los cuales indudablemente había pertenecido; pero se dio por cierto que aquel grillete no lo llevaba ninguno de los dos forzados que se había fugado la noche anterior. Además, uno de los dos había sido capturado ya, y no se había liberado de su hierro.

Sabiendo yo lo que sabía, saqué mis propias deducciones. Pensé que el grillete era el de mi forzado —el grillete que le había visto y oído limar en los marjales—, pero mi corazón no le acusaba de haberle dado este último empleo. Porque yo creía que una o dos personas podían haberse apropiado del grillete y haberlo utilizado de aquella manera cruel. O bien Orlick o el desconocido que me había mostrado la lima.

Por lo que toca a Orlick, había ido a la villa exactamente como nos había dicho cuando lo encontramos en el portazgo, se le había visto por la villa toda la tarde, había estado en varias tabernas en compañía de diferentes personas, y había vuelto conmigo y con el señor Wopsle. No había nada contra él, salvo la disputa; y mi hermana había disputado con él, y con toda la vecindad, diez mil veces. Por lo que toca al desconocido, si hubiera vuelto para reclamar sus dos billetes, no podía haber habido discusión a este respecto, porque mi hermana estaba completamente dispuesta a devolvérselos. Además, no había habido disputa; el atacante había entrado tan callada y súbitamente que ella había caído antes de poder volverse.

Era horrible pensar que yo había facilitado el arma, aunque fuese sin querer, pero apenas podía pensar otra cosa. Sufrí indecible turbación mientras meditaba y volvía a meditar si no debía por fin romper aquel hechizo de mi infamia, y contar a Joe toda la historia. Durante varios meses, todos los días resolvía este problema con una negativa, para volver a planteármelo y a darle vueltas a la mañana siguiente. Al fin llegué a esta conclusión: el secreto era ya tan viejo, se me había metido tan dentro y había ya llegado a ser tanto una parte de mí mismo, que no me podía desprender de él. Aparte del miedo que tenía de que, habiendo conducido a daño tal, me privara del afecto de Joe si éste le daba crédito, me contenía el miedo de que no lo creyera, sino que lo pusiera al lado de los frenos fabulosos y las chuletas de ternero, como una monstruosa invención. Sin embargo, contemporicé conmigo mismo —porque, ¿no estaba vacilando entre lo justo y lo injusto, que es cuando se contemporiza?— y resolví hacer una revelación completa, si se presentaba una ocasión en que hacerlo pudiera ayudar al descubrimiento del agresor.

Los condestables y los hombres de Bow-Street de Londres —porque esto ocurría en tiempo de la extinguida policía de los chalecos encarnados— estuvieron una semana o dos rondando por la casa, e hicieron poco más o menos lo que yo había oído contar que hacían esta clase de autoridades en casos parecidos. Detuvieron a varias personas que, evidentemente, no tenían nada que ver con el hecho. Se pusieron a trabajar con gran empeño sobre ideas equivocadas, e insistieron en querer adaptar las circunstancias a las ideas, en vez de sacar ideas de las circunstancias. Además, se pasaban horas enteras en la puerta de los Tres Barqueros, con un aire entendido y reservado que llenaba de admiración a todo el vecindario; y tenían una manera tan misteriosa de beber que valía casi tanto como prender al culpable. Pero no tanto, porque a éste no llegaron a detenerle.

Mucho tiempo después de que estos poderes constitucionales se hubieron dispersado, mi hermana seguía en cama muy enferma. Tenía la vista trastornada de tal modo que veía multiplicados los objetos, y trataba de coger tazas y copas imaginarias en vez de las reales; su oído había quedado muy debilitado, su memoria también, y su habla era ininteligible. Cuando por fin se restableció lo bastante para bajar con ayuda la escalera, se hizo necesario tener mi pizarra siempre a su lado para que pudiera indicar por escrito lo que no podía indicar de palabra. Como su escritura era ya naturalmente defectuosa, y Joe un lector más que deficiente, nacían entre ellos extraordinarias complicaciones que yo era siempre llamado a resolver. La administración del carnero en vez de la medicina, la sustitución del té por Joe y del panadero por el jamón, se contaron entre los más leves de mis propios errores.

Sin embargo, su carácter había mejorado mucho, y se había vuelto paciente. Una trémula incertidumbre en la acción de todos sus miembros pronto formó parte de su estado habitual, y más tarde, a intervalos de dos o tres meses, a menudo se llevaba las manos a la cabeza y permanecía durante casi una semana sumida en una especie de sombría abstracción. Nos veíamos apurados para encontrar una enfermera adecuada para ella, hasta que ocurrió una circunstancia a propósito para sacarnos de la dificultad. La tía abuela del señor Wopsle se sobrepuso a la inveterada costumbre de vivir que había contraído, y Biddy entró a formar parte de nuestra casa.

Sería poco más o menos al cabo de un mes de la reaparición de mi hermana en la cocina, cuando Biddy se unió a nosotros con un baulillo moteado que contenía todos sus efectos, y se convirtió desde entonces en una bendición para todos. Fue especialmente una bendición para Joe, porque el pobre muchacho estaba muy apenado por la constante contemplación de la ruina de su mujer, y se había acostumbrado, mientras la atendía por las noches, a volverse a mí de vez en cuando para decirme con los ojos humedecidos: «¡Con lo buena moza que era, Pip!». Habiéndose hecho Biddy instantáneamente cargo de ella de la manera más inteligente, como si la hubiera estudiado desde su infancia, Joe pudo en cierto modo apreciar la mayor tranquilidad de su vida, y llegarse de vez en cuando a los Tres Barqueros en busca de saludable distracción. Era característico de la policía haber sospechado de Joe en mayor o menor medida (aunque él no lo supo jamás) y coincidido en considerarle como uno de los caracteres más astutos que hubieran encontrado nunca.

El primer triunfo de Biddy en sus nuevas funciones fue resolver una dificultad que me había derrotado por completo. Había luchado bravamente con ella, pero en vano. Era ésta:

Una y otra vez, mi hermana había trazado en la pizarra un signo que parecía una curiosa T y, después, con la mayor vehemencia, nos lo había propuesto a nuestra atención como algo que deseaba muy especialmente. Yo había ensayado en vano todo lo procurable que empezase con una T, desde una tostada a un tubo. Por fin se me ocurrió que el signo se parecía a un martillo, y al gritar yo con todas mis fuerzas aquella palabra al oído de mi hermana, ella se había puesto a martillear sobre la mesa y había expresado un marcado asentimiento. A consecuencia de lo cual, yo había traído todos nuestros martillos, uno después de otro, sin resultado. Entonces pensé en una muleta, pues su forma era muy parecida, y pedí una prestada y la mostré a mi hermana con gran confianza. Pero al mostrársela, se puso a menear la cabeza de tal modo que nos hizo temer que, en su quebrantado estado, se dislocase el cuello.

Cuando mi hermana descubrió que Biddy la comprendía con facilidad, el signo misterioso volvió a aparecer en la pizarra. Biddy lo contempló pensativa, oyó mi explicación, miró pensativa a mi hermana, miró pensativa a Joe (quien siempre estaba representado en la pizarra por su letra inicial) y corrió a la herrería seguida por Joe y por mí.

—¡Claro! —exclamó Biddy, con expresión triunfante—. ¿No lo veis? ¡Es él!

¡Orlick, sin duda alguna! Ella había olvidado su nombre, y sólo podía representarle por su martillo. Dijimos al hombre por qué queríamos que fuera a la cocina, y él dejó lentamente su martillo, se enjugó la frente con el brazo, se la volvió a enjugar con el mandil, y salió con la vista al suelo y con una curiosa manera de andar con las rodillas medio dobladas que le distinguía especialmente.

Confieso que esperaba ver a mi hermana denunciar a Orlick, y que me causó una decepción el resultado muy diferente que tuvo la entrevista. Ella se manifestó deseosa en extremo de reconciliarse con él, manifestó gran satisfacción de que por fin le hubiéramos hecho venir, e hizo señales de querer que se le diese algo para beber. Espiaba su semblante como si quisiera asegurarse de que acogía de buen grado aquella recepción, mostró el mayor deseo de congraciarse con él, y en todo lo que hizo hubo un aire de humilde propiciación semejante al que yo he visto adoptar a un niño ante un maestro severo. Desde entonces, apenas pasó un día sin que ella dibujara el martillo en la pizarra, y sin que Orlick entrara con la vista al suelo y permaneciera hoscamente a su lado como si no supiera más que yo mismo qué pensar de todo ello.