Como ya iba siendo demasiado crecido para concurrir a la sala de la tía abuela del señor Wopsle, se dio por terminada mi instrucción a las órdenes de aquella estrambótica mujer. Esto no fue, sin embargo, hasta que Biddy me hubo hecho partícipe de todo lo que sabía, desde el pequeño catálogo de precios hasta una canción humorística que una vez había comprado por medio penique. Aunque lo único coherente de esta pieza literaria eran los primeros versos:
Cuando fui a Londres, señores,
tra-ra-la-la
tra-ra-la-la
¿No estaba yo muy moreno, señores?
tra-ra-la-la
tra-ra-la-la
No obstante, en mi deseo de instruirme, me aprendí de memoria esta composición con la mayor seriedad; ni siquiera recuerdo que discutiera su mérito, excepto al pensar (como pensé) que la cantidad de tra-ra-la-la era algo desproporcionada respecto a la poesía. En mi deseo de aprender, hice proposiciones al señor Wopsle para que me concediera algunas migajas intelectuales, a lo cual accedió bondadosamente. Como resultara, sin embargo, que él sólo me quería como una especie de figurón dramático, a quien contradecir y abrazar o hacer llorar y apabullar y agarrar y apuñalar y llevar y traer en una gran variedad de maneras, pronto abandoné aquel método de instrucción, aunque no fue antes de que el señor Wopsle en su poético furor me hubiera maltratado seriamente.
Todo lo que aprendía trataba de enseñárselo a Joe. Esto parece decir tanto en mi favor que en conciencia no puedo dejarlo sin una explicación. Deseaba hacer a Joe menos ignorante y tosco para que fuera más digno de mi compañía y menos merecedor de las críticas de Estella.
La vieja batería de los marjales era nuestra aula, y una pizarra rota y un trozo de pizarrín, nuestros trebejos instructivos, a los cuales Joe añadía siempre una pipa de tabaco. Nunca vi a Joe recordar algo de un domingo a otro ni adquirir, bajo mi enseñanza, conocimiento alguno. No obstante, él fumaba su pipa en la batería con aire más perspicaz que en ningún otro sitio —incluso con aire de doctor— como si se figurara que hacía enormes progresos. ¡Amigo querido, qué más habría yo deseado!
Era agradable y tranquilo estar allí viendo pasar por el río, detrás del terraplén, las velas que, a veces, durante la marea baja, parecían pertenecer a barcos hundidos que aún continuaran navegando en el fondo del agua. Cada vez que contemplaba las embarcaciones saliendo al mar con sus blancas velas desplegadas, acababa pensando en la señorita Havisham y en Estella; y cada vez que la luz daba de soslayo a lo lejos en una nube o en una vela o en una verde colina o en el confín del agua, ocurría lo mismo. La señorita Havisham y Estella y la extraña casa y la extraña vida parecían tener algo que ver con todo lo pintoresco.
Un domingo en que Joe, disfrutando grandemente de su pipa, se había preciado tanto de ser «tan duro de mollera» que tuve que olvidarme de él por aquel día, me tendí un rato sobre el terraplén con la mano apoyada en la barbilla, descubriendo rasgos de la señorita Havisham y de Estella por todo el paisaje, en el cielo y en el agua, hasta que al cabo resolví mencionar un pensamiento referente a ellas que me asediaba hacía algún tiempo.
—Joe —dije—, ¿no crees que debería hacer una visita a la señorita Havisham?
—Verás, Pip —respondió Joe, considerándolo despacio—. ¿Para qué?
—¿Para qué, Joe? ¿Para qué se hacen visitas?
—Tal vez haya visitas, Pip —dijo Joe—, que siempre se prestan a esta pregunta. Pero, en cuanto a visitar a la señorita Havisham, ésta podría figurarse que deseas algo, que esperas algo de ella.
—Y ¿no podría decirle que no espero nada, Joe?
—Claro que podrías decírselo, muchacho —dijo Joe—. Y ella podría creerlo. Pero también podría no creerlo.
Joe sintió como yo que esto era concluyente, y para no quitarle la fuerza con una repetición, se puso a dar enérgicas chupadas a su pipa.
—Ya ves —prosiguió Joe, tan pronto hubo pasado aquel peligro—. La señorita Havisham se portó muy bien contigo cuando me llamó para decirme que no esperase nada más.
—Sí, Joe. Ya lo oí.
—Lo cual, quiero decir, Pip, que podía muy bien significar: ¡Se acabó! ¡Yo al norte y vosotros al sur! ¡Cada uno por su lado!
Ya había pensado yo esto, y estaba muy lejos de consolarme descubrir que él lo había pensado también; porque parecía hacerlo más probable.
—Pero Joe…
—¿Qué, muchacho?
—Estoy acabando el primer año de mi aprendizaje desde el día en que se formalizó el contrato, y ni he dado las gracias a la señorita Havisham, ni he preguntado por ella, ni le he demostrado de ningún modo que la recuerdo.
—Es verdad, Pip, y a menos que le hagas un juego completo de herraduras; y se me figura que ni siquiera un juego completo de herraduras sería aceptable como obsequio, visto que no hay caballos a los que ponerlas…
—No me refiero a esta clase de recuerdos, Joe, no quiero decir un regalo.
Pero a Joe se le había metido en la cabeza la idea del regalo y tenía que insistir en ello.
—O hasta —dijo— si te ayudáramos a hacerle una cadena nueva para la puerta principal, o pongamos una gruesa de tornillos o alguna pieza ligera de fantasía, como un tenedor para tostar sus panecillos, o unas parrillas para cuando cogiera una sardina o cosa así.
—Yo no pensaba en ningún regalo, Joe —interrumpí.
—Bien —dijo Joe, volviendo otra vez al tema, como si yo hubiera insistido especialmente en él—. En tu caso, Pip, yo no lo haría. No, no lo haría. Porque ¿a qué viene una cadena para la puerta cuando ella tiene siempre una puesta en la suya? Y los tornillos se prestan a malas interpretaciones. Y si fuera un tenedor para las tostadas, tendría que ser de cobre y no te saldría bien. Y el mejor artífice no siempre puede lucirse en unas parrillas, porque una parrilla es una parrilla —dijo Joe recalcándolo mucho como si quisiera sustraerme a una idea fija—, y tú puedes proponerte lo que quieras, pero al final, quieras que no, será una parrilla y nada más.
—Querido Joe —exclamé desesperado, agarrándole por la chaqueta—, no sigas por ese camino. Nunca se me ha ocurrido hacer ningún regalo a la señorita Havisham.
—No, Pip —asintió Joe, como si hubiera estado luchando todo el rato para convencerme—; y lo que te digo es que tienes razón, Pip.
—Sí, Joe; pero lo que yo deseaba decirte era que, como ahora el trabajo no aprieta, si me dabas una media fiesta mañana, yo iría a la villa y haría una visita a la señorita Est… Havisham.
—Que no se llama Estavisham, Pip —dijo gravemente Joe—, a no ser que haya cambiado de nombre.
—Lo sé, Joe, lo sé. Ha sido una equivocación mía. ¿Qué piensas de ello?
En resumen, Joe pensó que si a mí me parecía bien, él no tenía inconveniente. Pero insistió en que quedase entendido que, si no me recibía con cordialidad, o no se me animaba a repetir mi visita como algo que no tenía ningún otro objeto, sino que era sencillamente de gratitud por un favor recibido, entonces esta excursión experimental no tendría segunda. Yo prometí atenerme a estas condiciones.
Ahora bien: Joe tenía un jornalero que se llamaba Orlick. Él pretendía haber sido bautizado con el nombre de Dolge —una imposibilidad evidente—, pero era un sujeto de carácter tan obstinado que no creo que en este caso fuera víctima de ninguna ilusión, sino que deliberadamente había impuesto este nombre a todo el pueblo como una afrenta a su inteligencia. Era un individuo forzudo, moreno, de anchos hombros, suelto de miembros, que nunca tenía prisa, y siempre iba con la vista al suelo. Nunca parecía ir al trabajo de propósito, sino que se dejaba caer en él como por pura casualidad; y cuando iba a los Alegres Barqueros para comer, o cuando se marchaba por la noche, se iba con la vista al suelo, sin rumbo fijo, como Caín o el Judío Errante, como si no tuviera idea de adónde se dirigía ni propósito de volver jamás. Se alojaba en la casa del guarda de las compuertas en los marjales, y los días de trabajo venía, con la vista al suelo, de su eremitorio, con las manos en el bolsillo y la comida metida en un pañuelo que llevaba atado al cuello y colgándole por la espalda. Los domingos se pasaba casi todo el día echado junto a una compuerta o apoyado en un pajar o en un granero. Siempre andaba encorvado, con la vista al suelo, y cuando tenía que levantarla porque alguien le interpelaba o por cualquier otro motivo, miraba de una manera medio resentida y medio desconcertada, como si su único pensamiento fuese que era un hecho raro y dañoso tener que pensar.
Este arisco jornalero no me tenía simpatía alguna. Cuando yo era pequeño y tímido, me hacía creer que el demonio habitaba en un negro rincón de la herrería, y que él era amigo suyo; también me decía que cada siete años era necesario hacer el fuego con un niño vivo, y que yo podía considerarme como futuro combustible. Cuando entré a ser aprendiz de Joe, confirmó, quizás, alguna sospecha suya de que iba a quitarle el puesto; y acabó de aborrecerme. No es que nunca dijera o hiciera nada que implicara abierta hostilidad; yo sólo notaba que siempre dirigía las chispas hacia mí y que cada vez que yo cantaba el Old Clem, él entraba a destiempo.
Dolge Orlick estaba presente y trabajando cuando al otro día le recordé a Joe mi media fiesta. No dijo nada de momento, porque él y Joe acababan de poner un trozo de hierro candente entre ellos y yo tiraba del fuelle; pero al cabo de poco, dijo, apoyándose en el martillo:
—¡Bueno, maestro! No creo que vaya usted a favorecer a uno solo de nosotros. Si el pequeño Pip tiene su media fiesta, debe haber otro tanto para el viejo Orlick. —Supongo que tenía unos veinticinco años, pero acostumbraba hablar de sí mismo como de una persona de edad.
—¿Y qué harás tú con una media fiesta, si te la dan? —dijo Joe.
—¡Qué haré con ella! ¿Qué hará él? Lo mismo que haga él puedo hacer yo.
—Pip tiene que ir a la villa —dijo Joe.
—Bueno, pues entonces el viejo Orlick va a ir a la villa —replicó el otro—. Pueden ir dos a la villa. No es sólo uno el que puede ir a la villa.
—No te alborotes —dijo Joe.
—Me alborotaré si quiero —gruñó Orlick—. ¡Vaya hombre, con sus idas a la villa! ¡Vamos, maestro! Nada de favoritismos aquí. ¡Sea usted un hombre!
Como el maestro se negara a seguir tratando el asunto hasta que el jornalero estuviese de mejor humor, Orlick se abalanzó a la fragua, sacó una barra de hierro, me la enseñó como si fuera a atravesarme con ella, la hizo voltear por encima de mi cabeza, la puso sobre el yunque, la martilleó —como si se tratara de mí, pensé, y como si las chispas fuesen salpicaduras de mi sangre— y, finalmente, cuando a fuerza de martillear él se hubo acalorado y el hierro se hubo enfriado, dijo, apoyándose otra vez en el martillo:
—¡Ahora, maestro!
—¿Te has calmado ya? —preguntó Joe.
—Sí, me he calmado —dijo el gruñón de Orlick.
—Bueno, pues, como en general trabajas tan bien como cualquier otro —dijo Joe—, vamos todos a tener una media fiesta.
Mi hermana, que había permanecido callada en el patio, oyéndolo todo —era una curiosa y una espía sin escrúpulos—, en el acto metió la cabeza por una de las ventanas.
—Hay que ser tonto como eres tú —dijo dirigiéndose a Joe— para regalar medias fiestas a gandulazos como éste. ¡Claro! Como somos tan ricos, puedes ir desperdiciando el dinero que te cuestan los jornales. ¡Ojalá fuese yo su patrón!
—Usted sería el patrón de todo el mundo, si se atreviera —respondió Orlick con una mala mirada.
—Déjala —dijo Joe.
—Metería en cintura a todos los tontos y a todos los bribones —dijo mi hermana empezando a excitarse—, y no podría meter en cintura a los tontos sin empezar por tu patrón, que es el rey de los tontos. Y no podría meter en cintura a los bribones sin empezar contigo, que eres el bribón más sucio que hay de aquí hasta Francia.
—Lo que es usted es una arpía, tía Gargery —gruñó el jornalero—. Si esto cuenta para ser juez de bribones, haría usted uno de primera.
—Déjala ya, ¿quieres? —dijo Joe.
—¿Qué ha dicho? —exclamó mi hermana, poniéndose a chillar—. ¿Qué ha dicho? ¿Qué me ha dicho este tipo de Orlick, Pip? ¿Cómo me ha llamado, delante de mi marido? ¡Oh, oh, oh! —Cada una de estas exclamaciones era un alarido; y debo observar, hablando de mi hermana, lo que también es verdad de todas las mujeres violentas que he conocido, a saber: que no la excusaba la cólera, porque es innegable que, en lugar de ser arrastrada a ella consciente y deliberadamente hacía los esfuerzos más extraordinarios para ponerse en aquel estado, y llegaba a un ciego furor por etapas regulares—; ¿qué nombre me ha dado ante el ruin que juró defenderme? ¡Oh, contenedme! ¡Oh!
—¡Ah! —masculló el jornalero entre dientes—. Ya la contendría yo si fuese mi mujer. La metería debajo de la bomba y le daría una buena ducha.
—Te digo que la dejes —repitió Joe.
—¡Oh, oídle! —exclamó mi hermana, palmoteando al propio tiempo que daba otro chillido (lo cual era su segunda etapa)—. ¡Oíd cómo me insulta este Orlick! ¡Y en mi propia casa! ¡A mí, una mujer casada! ¡Oh, oh! —Aquí mi hermana, después de un acceso de gritos y palmoteos, se golpeó el pecho y las rodillas, se arrancó la cofia y se deshizo el pelo (lo cual era su última etapa en el camino del frenesí). Estando ya hecha una completa furia, y un éxito completo, se abalanzó a la puerta, que yo afortunadamente había cerrado.
¿Qué podía hacer entonces el desdichado Joe, después de ser desoídas sus interrupciones, sino encararse con su jornalero y preguntarle qué buscaba metiéndose entre él y su mujer?; y, luego, si era hombre para dar la cara. El viejo Orlick comprendió que la situación no admitía otra salida, e inmediatamente se puso en guardia y así, sin quitarse siquiera sus chamuscados mandiles, fueron uno contra el otro como dos gigantes. Pero si había en la vecindad un hombre que pudiera resistir a Joe, yo no lo he conocido. El viejo Orlick, como si no fuese cosa de mayor importancia que el pálido jovencito caballerete, se vio pronto entre la carbonilla y sin prisa alguna por salir de allí. Entonces, Joe abrió la puerta y recogió del suelo a mi hermana, que se había desmayado junto a la ventana (no sin haber primero presenciado la pelea, me imagino), y la llevó adentro, la acostó y le recomendó que volviera en sí; pero ella no quiso hacer otra cosa que revolverse y tirarle del pelo. Luego vino aquella calma y aquel silencio singulares que siguen a todos los alborotos y, con la vaga sensación (que siempre he relacionado con tales silencios) de que era domingo y había muerto alguien, subí a mi cuarto para vestirme.
Cuando volví a bajar, hallé a Joe y Orlick barriendo la herrería, sin otra señal de la pasada trapatiesta que un corte en la nariz de Orlick, el cual no resultaba ni expresivo ni ornamental. Había aparecido un jarro de cerveza procedente de los Alegres Barqueros y lo estaban consumiendo apaciblemente por turnos. La calma tuvo una influencia sedante y filosófica sobre Joe, quien me siguió a la calle para decirme como una observación de despedida: «Un alboroto se viene, Pip, y un alboroto se va, Pip; ¡ésta es la vida!».
Poco importa cuáles fueron las absurdas emociones (porque los sentimientos que hallamos muy serios en un hombre nos parecen cómicos en un niño) con que me encontré yendo otra vez a casa de la señorita Havisham. Ni tampoco cuántas veces pasé y volví a pasar por delante de la verja antes de decidirme a llamar. Ni cómo dudé si volverme sin llamar; ni cómo indudablemente me habría ido, si el tiempo de que disponía hubiera sido mío, para poder volver.
No vino a abrirme Estella, sino la señorita Sarah Pocket.
—¿Cómo? ¿Tú aquí otra vez? —dijo la señorita Pocket—. ¿Qué deseas?
Al oír que sólo había ido a ver cómo estaba la señorita Havisham, Sarah evidentemente reflexionó si me mandaría o no a paseo. Pero no atreviéndose a tomar sobre sí esta responsabilidad, me hizo entrar, y, al cabo de poco, me trajo el enjuto mensaje de que «subiera».
Nada había variado, y la señorita Havisham estaba sola.
—¿Bien? —dijo, clavándome la mirada—. Espero que no desees nada. Nada vas a conseguir.
—No, señorita Havisham. Sólo deseaba que supiera usted que estoy haciendo progresos en mi aprendizaje, y que siempre le estoy muy agradecido.
—¡Bueno, bueno! —dijo, con el movimiento impaciente de sus dedos—. Ven de vez en cuando; ven el día de tu cumpleaños. ¡Ah! —dijo de pronto, volviéndose, junto con su silla, hacia mí—. Estás buscando a Estella, ¿verdad?
En efecto, había estado buscando a Estella con los ojos, y expresé, tartamudeando, mis deseos de que ésta estuviera bien de salud.
—Está en el extranjero —dijo la señorita Havisham—, instruyéndose para ser una señora; fuera de tu alcance; más hermosa que nunca; admirada por todos los que la ven. ¿Sientes haberla perdido?
Había un goce tan maligno en la manera en que pronunció estas palabras, y las acompañó de una risa tan desagradable, que me quedé sin saber qué decir. Me ahorró el trabajo de pensarlo despidiéndome. Cuando Sarah, la de la cara de nuez, cerró la verja tras de mí, me sentí más que nunca descontento de mi hogar, de mi oficio y de todo; y esto es lo que gané con aquella visita.
Mientras iba por la calle Mayor, mirando desconsoladamente los escaparates, y pensando en lo que compraría si fuese un caballero, ¡a quién veo salir de la librería, sino al señor Wopsle! El señor Wopsle llevaba en la mano la conmovedora tragedia de George Barnwell,[8] en la que acababa de invertir seis peniques con la idea de descargar hasta la última de sus palabras sobre la cabeza del señor Pumblechook, con quien iba a tomar el té. En cuanto me vio, pareció considerar que una Providencia especial había puesto un aprendiz en su camino para aumentar su auditorio; y en consecuencia, se apoderó de mí e insistió para que le acompañase a la trastienda pumblechookiana. Como sabía que iba a sentirme desgraciado en casa y como las noches eran oscuras y el camino solitario, y cualquier compañía en él era mejor que ninguna, no opuse gran resistencia; así pues, entramos en casa de Pumblechook a la hora en que las luces de la calle y de sus tiendas empezaban a encenderse.
Como nunca he asistido a ninguna otra representación de George Barnwell no sé cuánto tiempo dura usualmente; pero sé muy bien que aquella noche duró hasta las nueve y media y que, cuando el señor Wopsle entró en Newgate,[9] creí que nunca llegaría al cadalso, pues se volvió mucho más lento que en cualquier otro período de su deshonrosa carrera. Pensé que resultaba un poco excesivo que se quejara de que le cortasen en flor, como si no hubiese estado deshojándose y dando fruto desde el comienzo de su vida. Esto, sin embargo, era sólo una cuestión de extensión y aburrimiento. Lo que me hirió fue la identificación de todo el asunto con mi inofensiva persona. Cuando Barnwell empezó a andar por mal camino, declaro que me sentí positivamente avergonzado, de tal manera me abrumaba la mirada indignada de Pumblechook.
Wopsle, por su parte, se esforzó en presentarme bajo el peor aspecto. A la vez feroz y borracho, hicieron que asesinara a mi tío sin ninguna circunstancia atenuante; Millwood me acallaba siempre en todas las discusiones; se hizo una pura monomanía en la hija de mi patrón, el importársele un bledo de mí; y todo lo que puedo decir en defensa de mi conducta vacilante y dilatoria en la mañana fatal es que era concordante con la general debilidad de mi carácter. Aun después de que me hubieron ahorcado y de que Wopsle hubo cerrado el libro, Pumblechook continuó mirándome fijamente y diciendo: «¡Que te sirva de lección, muchacho, que te sirva de lección!». Como si fuese cosa sabida que yo abrigaba el propósito de asesinar a un pariente próximo, con tal que encontrara alguno que quisiese convertirse en mi protector.
Era noche negra cuando terminó todo y emprendí la vuelta a casa con el señor Wopsle. Fuera de la villa encontramos una niebla espesa y húmeda. La luz de la barrera del portazgo se veía borrosa, y se habría dicho que estaba fuera de su lugar habitual; sus rayos parecían de sustancia sólida en medio de la niebla. Estábamos percatándonos de estas cosas, y diciendo que la niebla podría levantarse si el viento cambiaba de dirección, cuando topamos con un hombre que permanecía cabizbajo al abrigo de la casilla del portazgo.
—¡Hola! —le dijimos, deteniéndonos—. ¿Es Orlick?
—¡Sí! —respondió él, irguiéndose—. Me he parado aquí un minuto por si pasaba alguien.
—Vuelve usted tarde —observé.
Orlick respondió, naturalmente:
—¿Y qué? Ustedes también vuelven tarde.
—Hemos estado, señor Orlick —dijo el señor Wopsle, entusiasmado con su última representación—, hemos estado pasando una velada intelectual.
El viejo Orlick gruñó, como si no tuviera nada que decir a eso, y todos juntos proseguimos el camino. Al poco rato le pregunté si había pasado su media vacación yendo y volviendo de la villa.
—Sí —dijo él—, toda la tarde. Fui detrás de vosotros. No os vi, pero no debía andaros muy lejos. Por cierto, que los cañones han vuelto a sonar.
—¿En los pontones? —pregunté.
—¡Sí! Alguno de los pájaros se habrá escapado de la jaula. Los cañones disparan desde el anochecer. Ahora lo oiréis.
En efecto, no habíamos recorrido muchas yardas más cuando la bien conocida detonación nos vino al encuentro, amortiguada por la niebla; se perdió luego por las tierras bajas de junto al río, como persiguiendo y amenazando a los fugitivos.
—Buena noche para escabullirse —dijo Orlick—. Nos veríamos apurados, esta noche, para abatir una pieza que hubiese alzado el vuelo.
El tema era sugestivo para mí, y yo meditaba sobre él en silencio. El señor Wopsle, en el papel del tío que tan mal retribuidas halló sus bondades en la tragedia de aquella noche, se puso a meditar en voz baja en su jardín de Camberwell.[10] Orlick, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, andaba a mi lado despacio. El camino era muy oscuro, muy húmedo y muy fangoso, y a cada paso nos metíamos en el barro. De vez en cuando, el ruido del cañón nos salía al paso y se perdía a lo largo del río. Yo iba silencioso y embebido en mis pensamientos. El señor Wopsle murió amablemente en Camberwell, con gran valor en el campo de Bosworth, y pasando las mayores angustias en Glastonbury.[11] Orlick a veces gruñía la canción de Old Clem. Yo creí que había bebido, pero no estaba borracho.
Así llegamos al pueblo. El camino por donde entramos pasaba por delante de los Alegres Barqueros, y nos sorprendió —siendo como eran ya las once de la noche— hallar este establecimiento en estado de conmoción, con las puertas abiertas de par en par y luces desacostumbradas que habían sido precipitadamente encendidas y puestas por todas partes. El señor Wopsle entró a preguntar qué ocurría (suponiendo que habían detenido a un forzado), pero salió corriendo muy agitado.
—Ha ocurrido algo en tu casa, Pip —dijo sin detenerse—. ¡Corramos todos!
—¿Qué ha sido?— pregunté, poniéndome a correr como él. Lo mismo hizo Orlick a mi lado.
—No lo entiendo. Parece que han entrado en la casa violentamente mientras Joe estaba fuera. Se supone que han sido los forzados. Han atacado y herido a alguien.
Corríamos demasiado para continuar la conversación y no nos detuvimos hasta encontrarnos en nuestra cocina. La hallamos llena de gente, todo el pueblo estaba allí, o en el patio, y en el centro de la cocina, inclinados hacia el suelo, estaban un cirujano, Joe y un grupo de mujeres. Los espectadores desocupados se apartaron al verme, y así percibí a mi hermana —yaciendo sin sentido ni movimiento sobre las planchas desnudas donde la había derribado un tremendo golpe en el colodrillo, asestado por una mano desconocida cuando estaba vuelta de cara al fuego—, condenada a no volver a alborotarse mientras fuera la mujer de Joe.