Es una cosa muy triste avergonzarse del propio hogar. Puede haber en ello una negra ingratitud, y el castigo puede ser justo y bien merecido, pero que es una cosa muy triste, esto lo puedo atestiguar.
Nuestra casa nunca había sido un lugar muy agradable para mí, a causa del genio de mi hermana. Pero Joe la había santificado y yo había creído en la salita como en un elegantísimo salón; había creído en la puerta de la calle como en un misterioso portal del Templo del Estado cuya solemne apertura se acompañaba con un sacrificio de aves asadas; había creído en la cocina como en un aposento limpio, aunque no magnífico; había creído en la herrería como en el camino luminoso que conducía a la virilidad y a la independencia. En un año, todo esto había cambiado. Ahora todo era tosco y ordinario, y por nada del mundo habría querido que lo viesen la señorita Havisham y Estella.
Qué parte de este mezquino estado de ánimo podía haber sido culpa mía, o de la señorita Havisham o de mi hermana, no es cosa que me importe a mí o a nadie. El cambio había ocurrido en mí, la cosa estaba hecha. Bien o mal, excusable o inexcusablemente, estaba hecha.
En un tiempo, me había parecido que cuando por fin pudiese subirme las mangas y entrar en la herrería como aprendiz de Joe, me sentiría dignificado y sería feliz. Ahora que la realidad estaba en mi mano, lo único que sentía era que iba sucio de polvo y carbonilla, y que llevaba en mi recuerdo diario un peso a cuyo lado el yunque era una pluma. Ha habido ocasiones en mi vida posterior (como en la mayoría de las vidas, supongo) en que he sentido por algún tiempo como si una espesa cortina hubiera caído sobre todo lo que aquélla pudiera ofrecer de interés y de aventura para separarme para siempre de todo lo que no fuera monótono sufrimiento. Nunca esta cortina me ha parecido tan tupida y densa como cuando el camino de mi vida se desplegó largo y recto ante mí por la nueva vía de mi aprendizaje al lado de Joe.
Recuerdo que en un posterior período de mi aprendizaje solía quedarme junto al cementerio los domingos al atardecer, comparando mi porvenir con el paisaje de ventosos marjales, y hallando entre uno y otro cierta semejanza cuando pensaba en cuán bajos y desprovistos de accidentes eran ambos, y en cómo se extendían los dos por espacios desconocidos y cubiertos de niebla, para acabar en el mar. Tan oprimido me sentía entonces como el primer día de mi aprendizaje; pero me consuela recordar que nunca murmuré una palabra de ello a Joe mientras duró mi compromiso. Es casi lo único de lo que estoy satisfecho de mí mismo, en lo que se refiere a él.
Porque, aunque mi conducta incluye lo que voy a añadir, todo su mérito corresponde a Joe. No fue porque yo fuera fiel, sino porque Joe era fiel, por lo que no me escapé nunca para sentar plaza de soldado o marinero. No fue porque yo apreciara la virtud de la laboriosidad por lo que trabajé con pasadero celo, venciendo mi repugnancia. No es posible saber hasta dónde llega en el mundo la influencia de un hombre afectuoso, honrado y cumplidor de su deber; pero es muy posible saber cómo le ha afectado a uno estar a su lado, y sé perfectamente que todo lo bueno que haya podido hacer durante mi aprendizaje venía del conformado y sencillo Joe y no de mi yo inquieto, ambicioso y descontento.
¿Quién puede decir lo que yo deseaba? ¿Cómo puedo decir lo que nunca supe? Lo que temía era que en un momento desgraciado, cuando mi aspecto fuese más sucio y vulgar, al levantar los ojos, encontrara a Estella mirando por una de las ventanas de la herrería. Me obsesionaba el temor de que ella, tarde o temprano, me descubriera, con la cara y las manos ennegrecidas, haciendo la parte más grosera de mi trabajo, y gozara en mi humillación y me despreciara. A menudo, en la oscuridad, mientras estaba dándole al fuelle y yo y Joe cantábamos el Old Clem, y cuando el recuerdo de cómo acostumbrábamos a cantarlo en casa de la señorita Havisham parecía hacer surgir del fuego el rostro de Estella con su hermoso cabello agitado por el viento y sus ojos desdeñosos, a menudo, en ocasiones así, levantaba la vista a los retazos de negra noche, que es lo que parecían entonces las ventanas, y me imaginaba ver su rostro en el acto de retirarse, y creía que ella había venido por fin.
Después de esto, cuando entrábamos para la cena, el sitio y la comida me parecían de un aire más rústico que nunca, y más que nunca en mi mezquino corazón me avergonzaba de mi casa.