No estaba muy tranquilo a propósito del pálido señorito. Cuanto más pensaba en la lucha, y recordaba al pálido señorito caído de espaldas con el semblante en distintas fases de hinchazón y amoratamiento, más cierto veía que algo me iba a ocurrir. Sentía que tenía sobre mí la sangre del pálido señorito, y que la ley la iba a vengar. Sin tener ninguna idea precisa de las penas en que había incurrido, se me hacía evidente que los muchachos pueblerinos no pueden andar por el país asaltando las casas de las personas distinguidas y atacando a la juventud estudiosa de Inglaterra, sin exponerse a severos castigos. Durante unos días no me atreví a alejarme de casa, y antes de salir para algún recado miraba con la mayor precaución y azoramiento por la puerta de la cocina por miedo a que los oficiales de la cárcel del distrito se echasen sobre mí. La nariz del pálido señorito había manchado mis pantalones, y traté de lavar estas pruebas de mi culpa en el secreto de la noche. Me había abierto los nudillos contra los dientes del pálido señorito y torturé de mil maneras mi imaginación, buscando increíbles medios de explicar esta delatora circunstancia cuando me llevasen ante los jueces.
Al llegar el día en que debía volver al teatro de la lucha, mis terrores llegaron a su colmo. ¿Y si los mirmidones de la justicia, enviados expresamente desde Londres, estaban emboscados tras la verja? ¿Y si la señorita Havisham, prefiriendo vengarse personalmente de un agravio hecho a su propia casa, se levantaba con sus vestidos sepulcrales, sacaba una pistola, y me mataba de un tiro? ¿Y si se había alquilado a unos muchachos —una numerosa banda de mercenarios— para que se arrojasen sobre mí en la fábrica y me matasen a puñetazos? Daba testimonio de mi confianza en la lealtad del pálido señorito, al que nunca me imaginé cómplice de estas venganzas; siempre se me ocurrían como actos de parientes suyos movidos por el estado de su rostro e indignados por el ultraje hecho a las facciones de la familia.
Sin embargo, no tenía más remedio que ir a casa de la señorita Havisham y allá fui. ¡Y vean ustedes!, nada oí acerca de la pasada lucha. Ninguna alusión se hizo a ella, ni ningún pálido señorito se dejó ver en toda la casa. Encontré la misma puerta abierta, y exploré el jardín y hasta miré a las ventanas del edificio aislado, pero nada pude ver, porque los postigos estaban cerrados y todo se hallaba en silencio. Sólo en el rincón donde había tenido lugar el combate, se podía descubrir algún testimonio de la existencia del señorito. Había rastros de su sangre en aquel lugar y yo los oculté a la vista de los hombres con tierra del jardín.
En el ancho descansillo que separaba la habitación de la señorita Havisham de aquella donde estaba puesta la larga mesa, vi una silla de jardín: una silla ligera provista de ruedas, de las que se empujan por detrás. La habían puesto allí después de mi última visita, y aquel mismo día empecé la regular tarea de pasear en ella a la señorita Havisham (cuando se cansaba de andar con la mano en mi hombro) alrededor de su habitación y a través del descansillo y alrededor de la otra sala. Una y otra vez hacíamos estas excursiones, y a veces duraban hasta tres horas seguidas. Menciono el gran número de estos paseos, porque se decidió que volviera a la casa cada dos días a la hora del mediodía para este objeto, y porque ahora voy a resumir un período de ocho o diez meses por lo menos.
A medida que nos fuimos acostumbrando más el uno al otro, la señorita Havisham habló más conmigo y me hizo preguntas como qué era lo que había aprendido y qué oficio iba a seguir. Yo le dije que, según creía, me iban a poner de aprendiz con Joe; y me extendí sobre mi ignorancia y mi deseo de saberlo todo, con la esperanza de que ella me ofreciese su ayuda para alcanzar un fin tan deseable. Pero no lo hizo; al contrario, pareció preferir que fuese ignorante. Tampoco me dio nunca dinero —ni nada más que la comida diaria—, ni se estipuló que mis servicios fueran pagados.
Estella estaba siempre por allí, y me abría al entrar y al salir, pero nunca volvió a decirme que podía besarla. A veces, me toleraba fríamente; a veces, se dignaba tratar conmigo, a veces se mostraba completamente familiar; a veces, me decía enérgicamente que me odiaba. A menudo, la señorita Havisham me preguntaba en un susurro, o cuando estábamos solos: «¿No es cierto, que cada vez está más bonita, Pip?». Y cuando yo decía que sí (porque en realidad así era), parecía gozarse ávidamente de ello, en secreto. También, cuando jugábamos a los naipes, la señorita Havisham nos contemplaba, con una especie de avara complacencia en el humor de Estella, cualquiera que fuese. Y a veces, cuando su humor era tan vario y contradictorio que yo no sabía qué hacer, la señorita Havisham la abrazaba con pródigos transportes, murmurando a su oído algo parecido a: «¡Destrózales el corazón, esperanza y orgullo mío, destrózales el corazón y no tengas piedad!».
Había una canción de la cual Joe acostumbraba tararear algunos fragmentos cuando trabajaba en la fragua, cuyo estribillo era Old Clem. No era ésta una manera muy ceremoniosa de rendir homenaje a un santo patrón,[6] pero me figuro que Old Clem tenía esta clase de trato con los herreros. Era una canción que imitaba el compás del martilleo sobre el hierro, y era una mera excusa lírica para la introducción del respetado nombre de Old Clem.
Muchachos, dadle al martillo.
¡Old Clem!
A una, golpe y ruido.
¡Old Clem!
Dadle, dadle al martillo.
¡Old Clem!
Que resuene para el fuerte.
¡Old Clem!
Dadle al fuelle, dadle al fuelle.
¡Old Clem!
Que ruja, y salte el fuego.
¡Old Clem!
Un día, poco después de la aparición de la silla de ruedas, la señorita Havisham me dijo de pronto, con un movimiento impaciente de los dedos: «¡Venga, venga, venga! ¡Canta, muchacho!». Y sin saber por qué, me puse a entonar esta canción, mientras empujaba la silla por la estancia. Tan de su gusto resultó que se puso a seguirla en voz baja como si la entonase en sueños. Después de esto adoptamos la costumbre de cantarla mientras íbamos de un lado para otro, y Estella, a menudo, nos acompañaba; pero nuestras voces eran tan bajas, hasta cuando cantábamos los tres, que hacían menos ruido en la tétrica casa que el más ligero soplo de viento.
¿Qué había de ser de mí en este ambiente? ¿Cómo podía dejar mi carácter de ser influido por él? ¿Es de extrañar que mi pensamiento se hallase deslumbrado como lo estaban mis ojos, cuando salían de la niebla amarillenta de aquellas estancias a la luz del día?
Tal vez habría hablado a Joe del pálido señorito si no hubiera caído antes en la tentación de contar aquellas enormes mentiras que el lector ya conoce. En las actuales circunstancias, comprendía que Joe difícilmente dejaría de ver en el pálido señorito un adecuado pasajero para el coche de terciopelo negro; por consiguiente, nada dije de él. Por otra parte, aquella repugnancia que me había asaltado al principio a permitir que se discutiera de la señorita Havisham y de Estella fue haciéndose más fuerte a medida que pasaba el tiempo. No tenía confianza completa en nadie más que en Biddy; pero es porque a Biddy se lo contaba todo. Por qué llegó a ser natural en mí hacerlo, y por qué Biddy se interesaba profundamente por todo lo que yo le decía, es cosa que no sabía entonces, aunque creo saberlo ahora.
Entretanto, en la cocina de mi casa, se celebraban consejos que llenaban de insoportable irritación mi ya exasperado ánimo. Aquel burro de Pumblechook acostumbraba venir a menudo por las noches para discutir con mi hermana acerca de mis perspectivas, y creo en verdad (y hasta el presente con menos contrición de la que debiera sentir) que si mis manos hubieran podido quitar la estornija a una rueda de su carruaje lo habrían hecho. El miserable era un hombre de tan cerrada estolidez que no podía discutir mis perspectivas sin tenerme delante —como si dijéramos, para operar conmigo— y solía sacarme del taburete donde yo me estaba quieto en un rincón, agarrándome por el cuello; y poniéndome ante el fuego, como si quisiera asarme, empezaba diciendo:
—¡Bueno, sobrina, aquí tenemos al muchacho! Aquí tenemos al muchacho que tú criaste a fuerza de mano. Levanta la cabeza, muchacho, y sé agradecido a los que hicieron esto por ti. Ahora, sobrina, tocante a este muchacho… —Y entonces me alborotaba el cabello a contrapelo (una cosa que, como ya he dicho, nunca he reconocido que nadie tuviese el derecho de hacer) y me sostenía ante sí agarrándome por la manga, convertido en un espectáculo de imbecilidad que sólo él mismo podía igualar.
Entonces, él y mi hermana se entregaban a tan locas especulaciones sobre la señorita Havisham, y sobre lo que ella haría conmigo y por mí, que me daban ganas —ganas dolorosas— de echarme a llorar de despecho, arrojarme sobre Pumblechook y aporrearle. En estos diálogos, mi hermana hablaba de mí como si a cada alusión me arrancase moralmente un diente; mientras el propio Pumblechook, convertido por su propia iniciativa en mi patrón, me contemplaba con mirada despreciativa, como un arquitecto de mi fortuna que se considerase ocupado en un trabajo nada remunerador.
En estas discusiones, Joe no tomaba parte, pero, en el curso de ellas, a menudo se le dirigía la palabra a causa del convencimiento que tenía la señora Joe de que él no era partidario de que se me alejase de la herrería. Yo tenía ahora edad suficiente para que se me inscribiese como aprendiz. Y cuando Joe permanecía sentado con el hurgón entre las piernas, removiendo pensativo las cenizas, mi hermana interpretaba tan claramente esta inocente acción como una oposición de su parte, que se arrojaba sobre él, le sacudía, le arrancaba el hurgón de las manos y lo guardaba. Había un final exasperante para cada uno de estos debates. De pronto, sin que nada pudiese anunciarlo, mi hermana se detenía con un bostezo, y mirándome cual si me viese por azar, se precipitaba sobre mí, exclamando:
—¡Bueno! ¡Ya estamos hartos de ti! A la cama en seguida; ¡ya has dado bastante molestia por una noche!— Como si yo les hubiese pedido por favor que me amargasen la existencia.
Seguimos de este modo durante mucho tiempo, y parecía probable que habríamos de seguir del mismo modo mucho más tiempo todavía, cuando, un día, la señorita Havisham se detuvo en seco mientras paseábamos, ella apoyada en mi hombro, y dijo con desagrado:
—¡Has crecido mucho, Pip!
Yo creí conveniente indicar, por medio de una mirada meditativa, que esto podía deberse a circunstancias sobre las cuales yo no tenía ningún poder.
No dijo más entonces; pero al poco rato, volvió a detenerse y a mirarme; y al poco rato, lo repitió; y después de esto, pareció enfurruñada y cavilosa. El próximo día, cuando hubimos terminado nuestro ejercicio habitual y yo la había dejado junto a su tocador, me detuvo con un movimiento de sus dedos impacientes:
—Dime otra vez el nombre de tu herrero.
—Joe Gargery, señora.
—¿Es el maestro con quien van a ponerte de aprendiz?
—Sí, señorita Havisham.
—Será mejor que te pongan en seguida. ¿Crees que Gargery querría venir aquí y traer tus papeles?
Respondí que sin duda lo consideraría un honor.
—Entonces, que venga.
—¿Qué día, señorita?
—¡Deja, deja! No quiero saber nada de días. Que venga pronto y que venga sólo contigo.
Cuando llegué a casa por la noche, con este recado para Joe, mi hermana se alborotó en un grado más alarmante que en ninguna otra ocasión. Preguntó a Joe y a mí si nos creíamos que ella era una esterilla para limpiarnos los pies, y cómo nos atrevíamos a tratarla de aquel modo, y con quién la considerábamos digna de alternar. Cuando hubo agotado un torrente de preguntas por este estilo, arrojó un candelero a la cabeza de Joe, prorrumpió en ruidosos sollozos, sacó el recogedor —lo cual era siempre muy mal signo—, se puso su delantal de faena y emprendió una limpieza por todo lo alto. No satisfecha con barrer y quitar el polvo, sacó un cubo de agua y un estropajo y se puso a fregar los suelos, echándonos con ello de la casa, de manera que nos tuvimos que quedar en el patio temblando de frío. Eran las diez de la noche cuando nos arriesgamos a deslizarnos dentro, y entonces mi hermana preguntó a Joe por qué no se había casado con una esclava negra. Joe no ofreció respuesta alguna, pobre muchacho, pero se quedó acariciándose las patillas y mirándome con aire abatido, como si pensara que aquello realmente podía haber sido un mejor negocio.