CAPÍTULO XI

El día convenido volví a casa de la señorita Havisham y mi vacilante llamada hizo que Estella viniese a la verja. La cerró después de que hube entrado, como había hecho la otra vez, y de nuevo me precedió por el corredor oscuro donde estaba la vela. Ninguna atención me prestó hasta que tuvo la vela en la mano, y entonces me miró por encima del hombro diciendo con altanería: «Hoy vas a venir por aquí», y me condujo a otra parte de la casa.

El corredor era muy largo y parecía seguir todo el cuadro de la planta baja de Manor House. Sin embargo, sólo recorrimos un lado del cuadrado, a cuyo extremo ella se detuvo, dejó la vela en el suelo y abrió una puerta. Allí reapareció la luz del día, y me encontré en un patinillo enlosado, el lado opuesto del cual estaba formado por una vivienda aislada, que parecía haber pertenecido al director o al administrador de la fábrica. Había un reloj en la pared exterior de esa casa. Como el reloj de la habitación de la señorita Havisham, estaba parado a las nueve menos veinte minutos.

Pasamos la puerta, que estaba abierta, y entramos en una sala oscura, baja de techo, que correspondía a la parte posterior de la planta baja. Había otras personas en aquella casa, y Estella me dijo, yendo a reunirse con ellas: «Pasa allí y no te muevas, muchacho, hasta que te llamen». «Allí» era la ventana y atravesando la estancia, «allí» me fui, y «allí» me quedé, en una situación de ánimo muy molesta, mirando al exterior.

La ventana daba a uno de los rincones más miserables del jardín abandonado, con unos tallos de col medio podridos, y un boj que había sido recortado mucho tiempo antes en forma de pudín y había echado por arriba renuevos de color y forma diferentes, como si aquella parte del pudín se hubiera pegado a la cacerola y se hubiera quemado. Éste fue el ordinario pensamiento que me sugirió su vista. El día antes había nevado un poco, y, que yo supiera, la nieve no se había sostenido en ninguna otra parte; pero en la fría sombra de este rincón del jardín aún no había acabado de derretirse, y el viento la levantaba en pequeños remolinos y la arrojaba contra la ventana, como si me apedreara por haber ido allí.

Adiviné que mi llegada había interrumpido la conversación en la sala, y que los demás ocupantes de ésta me estaban contemplando. No podía ver nada de la estancia, salvo el reflejo del fuego en los cristales de la ventana, pero experimentaba hasta en los mismos huesos la sensación de ser objeto de un examen minucioso.

Había en la sala tres señoras y un caballero. A los cinco minutos de estar junto a la ventana, me habían dado ya la impresión de que eran todos unos lagoteros y unos farsantes; sólo que cada uno fingía ignorar que los demás lo eran, por no tener que confesarse que lo era él también.

Todos tenían el aire triste y aburrido del que espera el buen placer de alguien, y la más charlatana de las señoras tenía que hablar con rigidez para contener un bostezo. Esta señora, que se llamaba Camilla, me recordaba mucho a mi hermana, con la diferencia de que era más vieja y, como descubrí cuando pude verla, de facciones más obtusas. En realidad, cuando la conocí mejor empecé a pensar que era un favor de Dios que no tuviera facción alguna, tan inexpresivo era su rostro.

—¡Pobrecito! —dijo esta señora con una brusquedad de maneras idéntica a la de mi hermana—, ¡solamente enemigo de sí mismo!

—Sería mucho más de alabar que fuera enemigo de otros —dijo el caballero—, mucho más natural.

—Primo Raymond —observó otra señora—, hemos de amar al prójimo.

—Sarah Pocket —replicó el primo Raymond—, si un hombre no es su propio prójimo, ¿quién lo será?

La señorita Pocket se rió, y Camilla se rió y dijo, ahogando un bostezo:

—¡Vaya una idea! —Pero yo pensé que les parecía una idea bastante buena. La otra señora, que aún no había hablado, dijo grave y categóricamente:

—¡Es mucha verdad!

—Pobrecito —prosiguió Camilla al cabo de poco (yo sentía que todos habían estado mirándome entretanto)—, ¡es muy raro! ¿Creerán ustedes que cuando murió la mujer de Tom no hubo manera de hacerle ver la importancia de que se pusieran guarniciones de gasa al luto de los niños? «¡Dios mío! Camilla —me dijo—, ¿qué puede importar esto mientras los pobrecillos huérfanos vistan de negro?» ¡Así es Matthew! ¡Qué idea!

—Tiene sus cualidades, tiene sus cualidades —dijo el primo Raymond—. No quiera Dios que yo se las discuta; pero no ha tenido, ni tendrá nunca, el sentido de las conveniencias.

—Me vi obligada, ya lo sabéis —dijo Camilla—, me vi obligada a mostrarme firme. Dije: «Esto sería un deshonor para la familia». Le dije que sin las gasas la familia se vería en una afrenta. Lloré por ello desde el desayuno hasta la comida. Me estropeé la digestión, y al cabo él estalló con su violencia acostumbrada, y dijo, acompañándolo de un juramento: «Haz lo que té de la gana». A Dios gracias, siempre será un consuelo para mí recordar que en el acto me eché a la calle bajo una lluvia torrencial y compré los adornos.

—Pero él los pagó, ¿no es cierto? —preguntó Estella.

—No se trata de saber, querida, quién los pagó —replicó Camilla—. Los compré yo. Y esto me da una tranquilidad cada vez que, como ocurre a menudo, pienso en ello al despertar por las noches.

El sonido de una campanilla distante, uniéndose al eco de un grito o llamada que llegaba del corredor por donde yo había venido, interrumpió la conversación y dio lugar a que Estella me dijese: «¡Ahora, muchacho!». Al volverme, todos me miraron con soberano desdén, y mientras salía, oí decir a Sarah Pocket: «¡Vaya, vaya! ¿Qué se le ocurrirá luego?», y a Camilla añadir con indignación: «¿Se había visto capricho semejante? ¡Qué idea!».

Mientras íbamos con nuestra vela por el oscuro corredor, Estella se detuvo de pronto, y dando media vuelta me dijo con su manera agresiva, acercando su rostro al mío:

—¿Y bien?

—¿Qué, señorita? —respondí, deteniéndome, casi a punto de tropezar con ella.

Ella se quedó mirándome y, naturalmente, yo me quedé mirándola a ella.

—¿Soy bonita?

—Sí, me parece usted muy bonita.

—¿Soy insultante?

—No tanto como la otra vez —dije yo.

—¿No tanto?

—No.

Estaba enfurecida al hacer la última pregunta y, cuando la respondí, me dio un bofetón con todas sus fuerzas.

—¿Y ahora? —dijo—, pequeño monstruo descortés, ¿qué te parezco?

—No voy a decirlo.

—Porque lo vas a decir arriba. ¿Es eso?

—No —dije—. No es eso.

—¿Por qué no lloras ahora, pequeño miserable?

—Porque no lloraré más por usted —respondí.

Lo cual, supongo yo, era la declaración más falsa que se haya hecho nunca, porque en mi interior estaba ya llorando por ella y yo sé lo que sé del dolor que tenía que costarme más tarde.

Subimos la escalera después de este episodio; y mientras la subíamos, topamos con un caballero que las bajaba a tientas.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó el caballero deteniéndose a mirarme.

—Un muchacho —dijo Estella.

Era un hombre corpulento, muy moreno, con una cabeza muy grande y unas manos que correspondían al tamaño de la cabeza. Me cogió la barbilla con su manaza y me hizo levantar la cabeza para mirarme a la luz de la vela. Tenía prematuramente calva la coronilla, las cejas negras, espesas y erizadas, y los ojos hundidos y desagradablemente penetrantes y recelosos. Llevaba una gran cadena de reloj, y el sitio donde habrían estado su barba y su bigote, si los hubiera dejado crecer, aparecía fuertemente sombreado de negro. Él no era nada para mí y en aquel momento no podía prever que llegase nunca a ser nada para mí, pero la casualidad me dio esta ocasión de observarlo bien.

—¿Un muchacho de la vecindad? ¿Eh? —dijo él.

—Sí, señor —dije.

—¿Cómo has venido aquí?

—La señorita Havisham me mandó llamar, señor —expliqué.

—¡Bien! Compórtate. Tengo una gran experiencia de los muchachos, y sois todos una mala ralea. ¡Ahora ándate con cuidado! —dijo, mordiéndose un lado de su gran índice mientras me miraba con el ceño fruncido—, ¡y pórtate bien!

Con esto me soltó —de lo que me alegré, pues sus manos olían a jabón perfumado— y siguió escalera abajo. Yo me pregunté si sería un doctor; pero no, pensé: no podía ser un doctor porque habría tenido modales más suaves y persuasivos. No tuve mucho tiempo para reflexionar sobre ello, porque pronto estuvimos en la habitación de la señorita Havisham, donde ella y todo lo demás estaba exactamente como lo había dejado la otra vez. Estella me dejó junto a la puerta y yo me quedé allí hasta que la señorita Havisham acertó a verme desde su mesa tocador.

—Así pues —dijo, sin sobresaltarse ni sorprenderse—, han pasado los días, ¿no es cierto?

—Sí, señora, hoy es…

—¡Basta, basta, basta! —exclamó, con el movimiento impaciente de sus dedos—. No quiero saberlo. ¿Estás dispuesto a jugar?

Me vi obligado a responder, con alguna confusión:

—Me parece que no, señora.

—¿No jugarías otra vez a los naipes? —preguntó ella, lanzándome una mirada escrutadora.

—Sí, señora; podría hacerlo, si usted lo desea.

—Puesto que esta casa te vuelve viejo y triste, y no tienes ganas de jugar —dijo la señorita Havisham con impaciencia—, ¿estarás dispuesto a trabajar?

Pude responder a esta pregunta con más ánimo que a la otra, y dije que lo haría de buena gana.

—Entonces ve a la sala de enfrente —dijo, señalando con su mano reseca la puerta que había a mi espalda— y aguárdame.

Crucé el descansillo de la escalera y entré en la sala que me había indicado. También de aquella estancia estaba excluida la luz natural, y había en ella un olor a aire viciado que se hacía opresivo. Habían encendido fuego en la vieja y húmeda parrilla, pero estaba más dispuesto a apagarse que a prender, y el humo que flotaba en la habitación parecía más frío que el aire mismo, como ocurre con la niebla de nuestros marjales. Unos severos candelabros sobre la alta chimenea iluminaban débilmente la estancia; o, por mejor decir, alteraban débilmente su oscuridad. Era una habitación espaciosa, y en su tiempo debía de haber sido magnífica, pero todo lo que en ella se podía ver estaba lleno de polvo y moho, y cayéndose a pedazos. El objeto más notable era una gran mesa cubierta con un mantel, como si se hubiera estado preparando una gran fiesta en el momento en que la casa y los relojes se pararon a un tiempo. En medio de este mantel había una especie de centro; estaba tan lleno de telarañas, que apenas se podía distinguir su forma; y, al mirar la amarillenta extensión, de la cual el centro parecía sobresalir como un negro hongo, vi unas arañas de patas moteadas y cuerpo abotargado que entraban en él y volvían a salir precipitadamente, como si algo de gran importancia pública acabase de traslucirse en la comunidad de las arañas.

Oí ratones, también, que corrían por detrás de los arrimaderos como si la misma ocurrencia fuese importante para ellos. Pero las cucarachas no paraban mientes en esta agitación, y se movían a tientas alrededor del hogar, con un aire solemne y taciturno, como si fuesen cortas de vista y duras de oído, y no se llevaran bien unas con otras.

Estos bichos rastreros habían fascinado mi atención y los estaba contemplando desde cierta distancia, cuando la señorita Havisham me puso una mano en el hombro. En la otra llevaba un bastón con puño de muleta en el cual se apoyaba y todo su aspecto la hacía parecer la bruja de aquel lugar.

—Aquí —dijo, señalando la gran mesa con su bastón— es donde me pondrán cuando muera… Aquí vendrán ellos a verme.

Con un vago temor de que fuese a subirse a la mesa y a morirse en aquel mismo instante, convirtiéndose en una completa realización de la horrible figura de cera que había visto en la feria, retrocedí a su contacto.

—¿Qué piensas que es esto? —me preguntó, volviendo a señalar con el bastón—; ¿esto tan lleno de telarañas?

—No puedo adivinarlo, señora.

—Es un gran pastel. Un pastel de boda. ¡La mía!

Paseó por la habitación una mirada centelleante, y luego dijo, apoyándose en mí, en tanto que su mano se crispaba en mi hombro.

—¡Vamos, vamos, vamos! ¡Paséame! ¡Paséame!

Entendí por esto que el trabajo que tenía que hacer era ir paseando a la señorita Havisham en torno a la estancia. En consecuencia, eché a andar inmediatamente, y ella se apoyó en mi hombro, y emprendimos una carrera que podía haber sido una imitación (fundada en el primer impulso que tuve bajo aquel techo) del carruaje del señor Pumblechook.

Ella no era fuerte físicamente, y al cabo de un rato dijo: «¡Más despacio!». Sin embargo, continuamos a un paso impaciente y espasmódico, y mientras andábamos, sus manos se crispaban sobre mi hombro, sus labios se movían y todo me hacía creer que si íbamos deprisa era porque su pensamiento trabajaba deprisa. Al cabo de un rato, dijo: «¡Llama a Estella!». Y así yo salí al descansillo y grité aquel nombre como había hecho la vez anterior. Cuando apareció su vela, volví al lado de la señorita Havisham y ambos volvimos a emprender nuestra carrera en torno a la estancia.

Que Estella viniese a ser espectadora de nuestro entretenimiento era ya suficiente para causarme desazón; pero como además trajo consigo a las tres señoras y al caballero que había visto abajo, yo no sabía qué hacer. Por cortesía, me había detenido; pero la señorita Havisham me oprimió el hombro y ambos seguimos andando con el bochornoso convencimiento por mi parte de que ellos se figurarían que todo era cosa mía.

—¡Querida señorita Havisham! —dijo la señorita Sarah Pocket—. ¡Qué buen aspecto tiene!

—No es verdad —respondió la señorita Havisham—. Me he quedado en los puros huesos.

A Camilla le brillaron los ojos mientras la señorita Pocket recibía esta repulsa; y mirando compasivamente a la señorita Havisham, murmuró:

—¡Pobrecita! ¡Cómo quieren que tenga buen apetito, la infeliz! ¡Vaya una idea!

—¿Y usted cómo está? —dijo la señorita Havisham a Camilla. Como pasábamos cerca de ésta en aquel momento, intenté detenerme, pero la señorita Havisham no quiso. Seguimos andando y comprendí que me había hecho altamente odioso a Camilla.

—Gracias, señorita Havisham —respondió ésta—. Estoy todo lo bien que se puede esperar.

—Pero ¿qué le pasa a usted? —preguntó la señorita Havisham con suma acritud.

—Nada que valga la pena mencionar —respondió Camilla—. No me gusta alardear de mis sentimientos, pero me he pasado más noches pensando en usted de lo que consiente mi salud.

—Pues no piense en mí —gruñó la señorita Havisham.

—Esto se dice fácilmente —observó Camilla, reprimiendo amablemente un sollozo, mientras le temblaba el labio superior y se le saltaban las lágrimas—. Raymond es testigo de cuánto jengibre y cuántas sales me veo obligada a tomar por las noches. Raymond es testigo de las sacudidas nerviosas que tengo en las piernas. Pero ni las sofocaciones ni las sacudidas nerviosas tienen importancia para mí cuando pienso con ansiedad en los seres queridos. Si yo fuese menos afectuosa y sensible, tendría mejores digestiones y unos nervios de hierro. Le aseguro que querría ser así. Pero dejar de pensar en usted por las noches… ¡Qué idea! —Y aquí una explosión de llanto.

Comprendí que el Raymond aludido era el caballero presente, y también comprendí que era el señor Camilla. Éste, en aquel punto, acudió en auxilio de su esposa diciendo en tono consolador y lisonjero:

—Camilla, querida mía, todos saben que tus sentimientos familiares te están minando gradualmente hasta el punto de que una de tus piernas ya es más corta que la otra.

—No veo —observó la grave señora cuya voz no había yo oído más que una vez— por qué pensar en una persona querida tiene que darle a uno derecho a su gratitud.

La señorita Sarah Pocket, que, según podía ver ahora, era una viejecita seca, morena y arrugada, con una carita que parecía hecha de cáscaras de nuez y una boca grande como la de un gato sin bigotes, apoyó esta proposición diciendo:

—No, en verdad, querida. ¡Hem!

—Pensar no cuesta nada —dijo la grave señora.

—¿Conoce usted algo más fácil? —asintió la señorita Pocket.

—¡Oh, ya, ya! —exclamó Camilla, cuyos agitados sentimientos parecían ascenderle de las piernas al pecho—. ¡Todo esto es una gran verdad! Es una debilidad ser tan afectuosa, pero no puedo evitarlo. No hay duda de que mi salud sería mucho mejor si fuera de otro modo, y, no obstante, yo no cambiaría mi condición aunque pudiese. Me hace sufrir mucho, pero es un consuelo saber que la poseo, cuando me despierto por la noche. —Aquí otra explosión de sentimiento.

La señorita Havisham y yo nunca nos detuvimos en todo este tiempo; continuamos dando vueltas y más vueltas a la sala, ora rozando las faldas de las visitantes, ora regalándoles toda la longitud de la tétrica habitación.

—¡Ahí tienen ustedes a Matthew! —dijo Camilla—. Sin participar nunca de mis afectos familiares; sin venir aquí nunca a ver cómo sigue la señorita Havisham. Han tenido que tenderme en el sofá, después de cortarme las cintas del corsé, y he pasado allí horas y horas insensible, con la cabeza caída, el cabello suelto y los pies no sé dónde.

—Mucho más altos que tu cabeza, querida —dijo el señor Camilla.

—He pasado en este estado horas y horas por culpa de la extraña e inexplicable conducta de Matthew y nadie me lo ha agradecido.

—¡Claro! —interpuso la grave señora—, ¿quién tenía que agradecérselo?

—Verá usted, querida —agregó la señorita Pocket (un personaje de suave malignidad)—, lo que usted debe preguntarse es ¿quién esperaba usted que se lo agradeciese, cariño?

—Sin esperar agradecimiento alguno, o nada que se le parezca —prosiguió Camilla—, he pasado en este estado horas enteras, y Raymond puede atestiguar hasta qué punto me oprimía la sofocación, y cuán totalmente ineficaz ha resultado el jengibre, y cómo me han oído en casa del afinador de pianos de enfrente, donde las pobres criaturas creyeron oír a los palomos que se arrullaban a lo lejos…, y que ahora me digan… —Aquí Camilla se llevó la mano a la garganta, y se puso a combinar en ella toda suerte de sonidos.

Al oír nombrar a Matthew, la señorita Havisham me detuvo y se detuvo, y se quedó mirando a la que hablaba. Este cambio contribuyó mucho a acabar repentinamente con las combinaciones de Camilla.

—Matthew vendrá a verme un día —reprochó con severidad la señorita Havisham— cuando esté yaciendo en esta mesa. ¡Éste será su lugar, aquí —golpeando la mesa con su bastón— a mi cabeza! ¡Y el de usted será aquí! ¡Y el de su marido aquí! ¡Y el de Sarah Pocket aquí! ¡Y el de Georgiana aquí! Ahora ya saben cuál será el sitio de cada uno cuando vengan a gozarse con mis despojos. Y ahora, ¡váyanse!

Al pronunciar cada uno de estos nombres, había golpeado con su bastón un sitio diferente. Luego dijo:

—¡Paséame! ¡Paséame! —Y volvimos a andar.

—Supongo que no podemos hacer otra cosa —exclamó Camilla— que obedecer e irnos. Ya es algo que uno haya podido ver al objeto de su amor y veneración, aunque haya sido por tan poco tiempo. Pensaré en ello con melancólica satisfacción cuando despierte por la noche. Querría que Matthew pudiese tener este consuelo, pero él se burla de esto. Estoy resuelta a no hacer alarde de mis sentimientos, pero es muy duro tener que oír que una desea gozarse con los despojos de sus parientes, como si fuese un ogro, y que le digan que se vaya. ¡Qué idea!

Habiendo intervenido el señor Camilla al ver que la señora Camilla se llevaba la mano al agitado pecho, esta señora adoptó un aire de entereza tan forzado, que supuse quería expresar el propósito de desplomarse en cuanto hubiese pasado la puerta y, besando la mano en señal de saludo a la señorita Havisham, se dejó escoltar fuera de la sala. Sarah Pocket y Georgiana contendieron por cuál de las dos sería la última en salir; pero Sarah era demasiado lista para dejarse vencer y danzó alrededor de Georgiana con tan escurridiza habilidad que ésta se vio obligada a salir antes. Sarah entonces produjo su efecto particular, despidiéndose con un:

—¡Dios la bendiga, querida señorita Havisham! —y con una sonrisa de conmiseración en su cara de nuez por la imbecilidad de los demás.

Mientras Estella estaba fuera alumbrando a los que se iban, la señorita Havisham siguió andando con la mano en mi hombro, pero cada vez más despacio. Al fin se detuvo ante el fuego y después de contemplarlo, musitando por espacio de unos minutos, dijo:

—Hoy es mi cumpleaños, Pip.

Iba a desearle felicidades, cuando ella levantó su bastón.

—No puedo sufrir que me hablen de ello. No puedo sufrir que ni los que estaban ahora aquí, ni nadie, me hable de ello.

Naturalmente, yo no hice ningún otro esfuerzo para referirme a ello.

—En este día del año, mucho antes de que tú nacieses, este montón de podredumbre —señalando con el bastón el montón de telarañas de encima de la mesa, pero sin tocarlas— fue traído aquí. Él y yo nos hemos consumido a la vez. Los ratones lo han roído, y dientes más agudos que los dientes de los ratones me han roído a mí.

Apretaba contra el pecho el puño de su bastón mientras contemplaba la mesa; ella con su vestido que un día fue blanco, todo amarillento y ajado; los manteles que un día fueron blancos, todos amarillentos y ajados; todo lo que nos rodeaba en estado de deshacerse al menor contacto.

—Cuando la ruina sea completa —dijo con una espantosa mirada— y me tiendan con mi vestido nupcial en esta mesa de boda, lo cual se hará y será la última maldición que caiga sobre él… ¡ojalá fuese hoy mismo!

Miraba la mesa como si contemplase allí a su propia figura extendida. Yo permanecía inmóvil.

Estella volvió y también permaneció inmóvil. Me pareció que continuábamos así durante mucho tiempo. En la atmósfera cargada de la habitación, y con las tinieblas que se agolpaban en sus lejanos rincones, llegué a tener la alarmante quimera de que Estella y yo empezaríamos a marchitarnos de un momento a otro.

Por último, saliendo de su estado de abstracción, no por grados, sino en un instante, la señorita Havisham dijo:

—Os quiero ver jugar a los naipes, ¿por qué no habéis empezado? —Con esto, volvimos a la otra estancia y nos sentamos como la otra vez; yo perdí como la otra vez, y también como la otra vez, la señorita Havisham nos estuvo contemplando todo el rato, llamó mi atención hacia la belleza de Estella, y me la hizo notar más aún probando sus joyas sobre el pecho y el cabello de la muchacha. Estella, por su parte, también me trató como la otra vez; con la diferencia de que no se dignó a hablar. Cuando hubimos jugado una media docena de partidas, se señaló día para que yo volviera, y se me llevó al patio para darme de comer, como la otra vez, igual que a un perro. Allí, también, se me consintió, como la otra vez, que vagase a mis anchas.

No viene mucho al caso si una puerta que había en la pared, sobre la cual me había subido para mirar al jardín en la última ocasión, estaba abierta o cerrada. Baste decir que en aquella ocasión no vi ninguna, y que veía una ahora. Como estaba abierta, y como yo sabía que Estella había despedido a los visitantes —porque había vuelto con las llaves en la mano—, salí al jardín y me paseé por él. Era un verdadero erial y había viejos invernáculos para melones y pepinos, que parecían haber producido en su decadencia una espontánea vegetación de sombreros y zapatos viejos, con algún que otro renuevo en forma de cacerola abollada.

Cuando hube recorrido el jardín y un invernadero en el que sólo había una parra caída y algunas botellas, me encontré en el melancólico rincón que había contemplado desde la ventana. No dudando ni un momento de que la casa estaba ahora vacía, miré a otra ventana, y me hallé, con gran sorpresa mía, cambiando una mirada de asombro con un pálido jovencito de rojos párpados y rubio cabello.

Este pálido jovencito desapareció rápidamente para reaparecer en seguida a mi lado. Estaba ocupado con sus libros cuando le descubrí, y ahora veía que llevaba manchas de tinta.

—¡Hola, muchacho! —dijo él.

Siendo «hola» una observación general que, según había observado corrientemente, se respondía mejor repitiéndola, dije: «¡Hola!», omitiendo cortésmente lo de «muchacho».

—¿Quién te abrió? —dijo.

—La señorita Estella.

—Vamos a pelearnos —dijo el pálido jovencito.

¿Qué podía hacer sino seguirle? A menudo me lo he preguntado desde entonces; pero ¿qué otra cosa podía hacer? Su actitud era tan concluyente, y yo estaba tan atónito, que le seguí a donde me condujo, como hechizado.

—Aguarda un momento —dijo volviéndose en redondo antes de que hubiésemos dado muchos pasos—. He de darte motivos para la pelea. ¡Y ahí va!

De la manera más provocativa, palmoteó, echó delicadamente una pierna atrás, me tiró de los pelos, volvió a palmotear, agachó la cabeza y me dio un topetazo en la boca del estómago.

Este último proceder, aparte de que debía ser indiscutiblemente considerado como una libertad excesiva, resultaba especialmente desagradable después de haber comido pan y carne. Por consiguiente le di un puñetazo, e iba a darle otro cuando él dijo:

—¡Ah! ¿Ésas tenemos? —Y se puso a danzar avanzando y retrocediendo de un modo que no tenía pareja dentro de los límites de mi experiencia—. ¡Hay que observar las reglas! —dijo. Aquí dio un salto y se quedó apoyado sobre la pierna derecha—. ¡Las reglas normales! —Aquí dio otro salto y quedó apoyado sobre la pierna izquierda—. Vamos al terreno y cumpliremos con los preliminares.—

Aquí volvió a saltar adelante y atrás e hizo toda clase de cosas raras mientras yo le contemplaba aturdido.

Tuve secretamente miedo de él cuando le vi tan ágil, pero me sentía moral y físicamente convencido de que su cabello pajizo no tenía nada que hacer en la boca de mi estómago, y que yo tenía derecho a considerar impertinente que se impusiese de aquel modo a mi atención. Así pues, le seguí sin pronunciar palabra a un ángulo retirado del jardín, formado por el encuentro de dos muros y oculto por la broza. Habiendo preguntado si me satisfacía el terreno y habiéndole respondido yo que sí, me pidió permiso para ausentarse un momento, al cabo del cual volvió con una botella de agua y una esponja empapada en vinagre.

—A la disposición de los dos —dijo, poniéndolas junto a la pared. Y entonces empezó a despojarse no sólo de su chaqueta y su chaleco, sino también de su camisa, de un modo a la vez animoso, práctico y sanguinario.

Aunque su aspecto no era muy sano —pues tenía la cara llena de barros y un grano junto a la boca—, estos terribles preparativos me asustaron un poco. Me pareció poco más o menos de mi misma edad, pero era mucho más alto y tenía una manera de moverse muy aparatosa. Por lo demás era un señorito vestido de gris (cuando aún no se había desnudado para el combate), con los codos, rodillas, muñecas y talones mucho más desarrollados que el resto de su persona.

Se me encogieron los ánimos al verle cuadrado ante mí con todas las muestras de precisión matemática, y estudiando mi anatomía como si eligiese ya cuidadosamente qué hueso me iba a romper. En mi vida he quedado tan sorprendido como cuando le largué el primer golpe, y le vi caído de espaldas, mirándome con las narices sangrando y el rostro extremadamente en escorzo.

Pero se puso de pie inmediatamente, y después de pasarse la esponja con gran afectación de destreza, volvió a ponerse en guardia. La segunda mayor sorpresa de mi vida la tuve al verle otra vez caído de espaldas, mirándome con un ojo amoratado.

Su valor me inspiraba un gran respeto. Parecía no tener fuerza alguna y ninguno de sus golpes fue duro y cada uno de los míos le derribaba; pero volvía a levantarse al momento y se pasaba la esponja o bebía agua de la botella (dando muestras de gran satisfacción al hacer consigo mismo el oficio de segundo de acuerdo con las formalidades del caso), y después venía hacia mí con un aire y un aparato que me hacía creer que al fin iba a acabar conmigo. Salió muy magullado, pues siento tener que decir que cada vez que le daba, le daba más fuerte, y al último golpe fue a caer de mala manera chocando de colodrillo contra la pared. Aún después de esta crisis, volvió a levantarse y a dar vueltas y más vueltas aturdidamente sin ver dónde estaba yo; pero finalmente cayó de rodillas, alcanzó su esponja y la arrojó al aire, gritando al mismo tiempo con voz jadeante:

—Esto quiere decir que has ganado.

Parecía tan valeroso e inocente que aunque yo no la había buscado, me sentí muy poco satisfecho de mi victoria. En realidad, creo que, mientras me vestía, llegué a considerarme como una especie de lobo salvaje u otra bestia fiera. Sin embargo, me vestí, limpiándome a intervalos el rostro sanguinolento, y le dije: «¿Puedo ayudarte?» y él dijo: «No, gracias», y yo dije: «Buenas tardes», y él dijo «Igualmente».

Cuando volví al patio, hallé a Estella aguardando con las llaves. Pero ni me preguntó dónde había estado, ni por qué la había hecho esperar; y tenía el rostro arrebolado como si hubiera ocurrido algo que la encantase. En vez de ir directamente a la verja, retrocedió al comedor y me llamó:

—¡Ven aquí! Puedes besarme si quieres.

Besé su mejilla cuando me la ofreció. Creo que habría sido capaz de cualquier cosa por poder besar su mejilla. Pero sentí que este beso se daba al muchacho tosco y ordinario como podía habérsele dado una moneda de limosna, y que no tenía ningún valor.

Entre las visitas de cumpleaños, y las cartas, y la lucha, mi estancia se había prolongado tanto que, cuando llegué a las cercanías de mi casa, la luz del banco de arena frente a la punta de los marjales brillaba contra un cielo negro, y la fragua de Joe trazaba un camino de fuego a través de la calle.