CAPÍTULO IX

Cuando llegué a casa, mi hermana tenía una gran curiosidad por saber cosas de la señorita Havisham, y me hizo un sinfín de preguntas. Y pronto empezaron a llover sobre mí los cogotazos y los empellones y mi rostro se vio ignominiosamente restregado contra la pared de la cocina porque no respondía estas preguntas con suficiente extensión.

Si el temor de no ser comprendido se alberga en el pecho de otros niños como se albergaba en el mío —lo que considero probable, pues no tengo ningún motivo especial para sospechar que yo haya sido una monstruosidad—, ésta es la clave de muchos comportamientos reservados. Estaba convencido de que si describía a la señorita Havisham tal como la habían visto mis ojos, nadie me comprendería. Y no era eso sólo, sino que tenía el convencimiento de que nadie comprendería tampoco a la señorita Havisham; y aunque ella resultaba completamente incomprensible para mí, tenía la impresión de que sería algo brutal y traidor exponerla tal como era (por no hablar de la señorita Estella) a la contemplación de la señora Joe. En consecuencia, dije lo menos que pude, y me dejé restregar la cara contra la pared de la cocina.

Lo peor de todo fue que aquel metomentodo del viejo Pumblechook, devorado por el deseo de enterarse de lo que yo había visto y oído, llegó en su coche a la hora del té, a que le diesen todos los detalles. Y a la vista de este tormento, con sus ojos de pescado y su boca abierta, su cabello pajizo erizado inquisitivamente y su chaleco hinchado de pomposa aritmética, acabé de encastillarme en mi reserva.

—Bien, muchacho —empezó el tío Pumblechook, en cuanto se hubo sentado en el sitio de honor junto al fuego—. ¿Cómo te ha ido en la ciudad?

—Bastante bien, señor —respondí, y mi hermana me amenazó con el puño.

—¿Bastante bien? —repitió el señor Pumblechook—. Bastante bien no es una respuesta. Dinos lo que quieres decir con bastante bien, muchacho.

Tal vez la cal en la frente embota el cerebro hasta ponerlo en estado de obstinación. Como quiera que fuese, con la cal de la pared en mi frente, mi obstinación fue diamantina. Reflexioné un rato, y luego respondí como si hubiera descubierto una idea nueva:

—Quiero decir bastante bien.

Mi hermana, con una exclamación de impaciencia, iba a lanzarse sobre mí —yo no tenía defensa alguna, pues Joe estaba ocupado en la herrería— cuando el señor Pumblechook se interpuso diciendo:

—¡No! No pierdas los estribos. Deja al muchacho para mí, sobrina. Deja al muchacho para mí.

Luego el señor Pumblechook me hizo dar media vuelta para ponerme ante sí, como si fuese a cortarme el pelo, y dijo:

—Ante todo, para ordenar las ideas, ¿cuánto son cuarenta y tres peniques?

Calculé las consecuencias de responder cuatrocientas libras pero, comprendiendo que me serían desfavorables, respondí lo más exactamente que pude, que fue con un error de unos ocho peniques. El señor Pumblechook entonces me hizo pasar por toda la tabla de equivalencias desde «doce peniques hacen un chelín», hasta «cuarenta peniques hacen tres chelines y cuatro peniques», y después preguntó triunfalmente, como si me hubiera aplastado:

—Y ahora, ¿cuánto son cuarenta y tres peniques?

A lo cual yo respondí, después de meditar un buen rato:

—No lo sé.

Y estaba tan exasperado que casi dudo de que en realidad lo supiera.

El señor Pumblechook revolvió mi cabeza como si fuese un sacacorchos con el que quisiese arrancarme las respuestas y dijo:

—Cuarenta y tres peniques, por ejemplo, ¿serán acaso siete chelines y seis peniques y tres cuartos?

—¡Sí! —dije yo. Y aunque mi hermana en el acto me tiró de las orejas, fue una gran satisfacción para mí ver que la respuesta le estropeaba la broma, y la llevaba a un punto muerto.

—¡Muchacho! ¿Cómo es la señorita Havisham? —empezó de nuevo el señor Pumblechook, así que se hubo repuesto, cruzándose enérgicamente de brazos y aplicando el sacacorchos.

—Muy alta y morena —le dije.

—¿Es así, tío? —preguntó mi hermana.

El señor Pumblechook le hizo un guiño de asentimiento, de lo cual deduje en seguida que nunca había visto a la señorita Havisham, pues ésta no era así.

—¡Bueno! —dijo el señor Pumblechook, con suficiencia—. ¡Ésta es la manera de dominarle! Ahora empezamos a hacernos obedecer, ¿no te parece, sobrina?

—Estoy segura de ello, tío —respondió la señora Joe—. Ojalá estuviese usted siempre a su lado. Usted conoce bien la manera de tratarle.

—¡Vamos, muchacho! ¿Qué hacía ella cuando tú entraste hoy? —preguntó el señor Pumblechook.

—Estaba sentada —respondí— en un coche de terciopelo negro.

El señor Pumblechook y la señora Joe se miraron asombrados —y con razón— y repitieron:

—¿En un coche de terciopelo negro?

—Sí —respondí—. Y la señorita Estella, me figuro que es su sobrina, le servía torta y vino por la ventanilla del coche, en una bandeja de oro. Y todos tomamos torta y vino en bandejas de oro. Y yo me subí a la trasera del coche para comer mi parte, porque ella me lo mandó.

—¿Había alguien más allí? —preguntó el señor Pumblechook.

—Cuatro perros —dije.

—¿Grandes o pequeños?

—Tremendos —dije—. Y se peleaban por unas chuletas de ternera que les echaban de una cestilla de plata.

El señor Pumblechook y la señora Joe se miraron otra vez, completamente aturdidos. Yo estaba frenético —un testigo enloquecido por la tortura— y me sentía capaz de decirles cualquier cosa.

—Pero ¡en nombre de Dios! ¿Dónde estaba ese coche? —preguntó mi hermana.

—En la habitación de la señorita Havisham —ellos volvieron a mirarse—; pero no tenía caballos. —Añadí esta cláusula prudente en el momento de descartar cuatro caballos ricamente enjaezados que había tenido locos deseos de enganchar en él.

—¿Puede ser esto posible, tío? —preguntó la señora Joe—. ¿Qué querrá decir este chico?

—Ya te lo diré —explicó el señor Pumblechook—. En mi opinión, se trata de una silla de manos. Es una mujer caprichosa, ¿sabes?, muy caprichosa: lo bastante para pasarse los días en una silla de manos.

—¿La ha visto usted alguna vez en ella, tío? —preguntó la señora Joe.

—¿Cómo habría podido —respondió él obligado a hacer esta confesión—, si no la he visto en mi vida? ¡Nunca le pude echar los ojos encima!

—¡Dios mío, tío! ¿Y, no obstante, usted le ha hablado?

—Tú ya sabes —dijo el señor Pumblechook, con impertinencia— que cuando fui me hicieron subir hasta la puerta de su habitación, y ella me habló desde dentro por la puerta entreabierta. No me digas ahora que no sabías eso. De un modo u otro, el caso es que el chico ha ido a jugar allí. ¿A qué jugaste, muchacho?

—Jugamos con banderas —dije yo (permítaseme observar que cuando recuerdo las mentiras que dije en aquella ocasión me maravillo de mí mismo).

—¡Banderas! —repitió mi hermana.

—Sí —dije yo—. Estella agitaba una bandera azul, y yo una encarnada, y la señorita Havisham tremolaba, sacándola por la ventanilla del coche, otra toda tachonada de estrellitas de oro. Y después todos blandimos nuestras espadas y lanzamos vítores.

—¡Espadas! —repitió mi hermana—. ¿De dónde sacasteis las espadas?

—De un armario —dije yo—. Y vi pistolas en él y confituras y píldoras. Y en la habitación no entraba la luz del día, sino que estaba toda iluminada con bujías.

—Esto es verdad, sobrina —dijo el señor Pumblechook, con una grave inclinación de cabeza—. Éste es el estado de cosas a juzgar por lo que he visto.

Y después ambos se quedaron mirándome, y yo con una boba expresión de ingenuidad les devolvía la mirada, mientras con la mano derecha me retorcía la pernera de los pantalones.

Si hubieran seguido haciéndome preguntas, seguramente me habría traicionado, porque llegué a estar a punto de mencionar que había un globo aerostático en el patio, y lo habría hecho ya, de no haber sido porque mi inventiva se hallaba indecisa entre este fenómeno y la presencia de un oso en la fábrica. Ellos, sin embargo, estaban tan ocupados en discutir las maravillas que había expuesto ya a su consideración, que esto me salvó. El tema les absorbía aún cuando Joe llegó de la herrería para tomar su taza de té. Y mi hermana, más para expansión de su espíritu que para satisfacción del de su marido, le refirió mis supuestas experiencias.

Ahora bien, cuando vi a Joe abrir sus ojos azules y pasearlos por toda la cocina con desvalido asombro, el remordimiento se apoderó de mí; pero sólo por lo que a él se refería —no en absoluto por lo que se refería a los otros dos—. Por Joe, y sólo por Joe, yo me consideraba como un joven monstruo, mientras todos iban discutiendo qué resultados podían augurarse para mí de mi relación con la señorita Havisham. No tenían ninguna duda de que la señorita Havisham haría «algo» por mí; sus dudas se referían a la forma que tomaría este «algo». Mi hermana se inclinaba por «propiedad». El señor Pumblechook creía mejor una espléndida prima para pagarme el aprendizaje de una profesión distinguida; digamos, por ejemplo, el comercio de granos y semillas. Joe se indispuso con ambos, al ofrecer la brillante sugerencia de que tal vez no harían más que regalarme uno de los perros que se habían peleado por las chuletas.

—Si la cabeza de un tonto no puede expresar opiniones mejores que ésta —dijo mi hermana— y tienes trabajo en otra parte, será mejor que vayas a hacerlo.

Con lo cual Joe se fue.

Luego que el señor Pumblechook se hubo marchado y mientras mi hermana lavaba los platos, yo me escapé a la herrería, junto a Joe, y me quedé con él hasta que hubo terminado su trabajo. Entonces le dije:

—Antes de que el fuego se apague, Joe, querría decirte algo.

—¿De veras, Pip? —dijo Joe, acercando a la fragua el banco de herrar—. Dilo pues. ¿De qué se trata, Pip?

—Joe —dije, agarrándome a la manga remangada de su camisa y retorciéndola entre mi pulgar y mi índice—, ¿recuerdas todo lo que he dicho de la casa de la señorita Havisham?

—¿Si lo recuerdo? —dijo Joe—. ¡Ya lo creo! ¡Maravilloso!

—Hay una cosa terrible, Joe; no es verdad.

—¿Qué me cuentas, Pip? —exclamó Joe, echándose atrás con el mayor asombro—. No vas a decirme que es…

—Sí, lo digo; es mentira, Joe.

—Pero no todo, ¿verdad? Porque no vas a decirme, Pip, que no había tal coche de ter… ¿eh? (Porque yo meneaba la cabeza.) Pero por lo menos estarían los perros. Vamos, Pip —dijo Joe en tono persuasivo—, si no había chuletas de ternera, por lo menos estarían los perros…

—No, Joe.

—¿Un perro? —dijo Joe—. ¿Un cachorro? ¡Vamos!

—No, Joe, no había nada de todo eso.

Cuando fijé mis ojos tristemente en él, me contempló desalentado:

—¡Pip, muchacho! ¡Esto no está bien, querido! ¿Dónde crees que vas a llegar?

—Es terrible, Joe. ¿No es cierto?

—¿Terrible? —exclamó Joe—. ¡Espantoso! ¿Qué se apoderó de ti?

—No sé lo que se apoderó de mí, Joe —respondí, soltando su manga y sentándome a sus pies en las cenizas, con la cabeza baja—; pero quisiera que no me hubieras enseñado a llamar mozos a las sotas; y quisiera que mis botas no fueran tan gruesas ni mis manos tan bastas.

Y entonces conté a Joe que me sentía muy desgraciado y que no me había visto con fuerzas para explicarme con la señora Joe y Pumblechook, que tan mal me trataban, y que había una hermosa joven en la casa de la señorita Havisham que era terriblemente orgullosa y había dicho que yo era ordinario, y que yo sabía que era ordinario, y que no quería ser ordinario, y que las mentiras habían nacido de esto, no sabía yo cómo.

Esto era un caso de metafísica, tan difícil para Joe como para mí. Pero Joe sacó el caso por completo de la región de la metafísica y por este medio lo dominó.

—Hay una cosa de la cual puedes estar seguro, Pip —dijo, después de rumiar un poco—, y es de que las mentiras siempre serán mentiras. De dondequiera que vengan debían de haber venido, y vienen del padre de las mentiras y a él vuelven. No me hables más de ellas, Pip. Éste no es el camino para salir de lo ordinario, muchacho. Y en cuanto a lo de ser ordinario, no acabo de entenderlo, querido. En algunas cosas eres extraordinario. Eres extraordinariamente pequeño. También extraordinariamente instruido.

—No, soy ignorante y retrasado, Joe.

—¡Cómo! Mira qué carta escribiste anoche. Hasta en letra de molde. ¡He visto cartas, ah, y de verdaderos señores, que puedo jurar que no estaban escritas en letra de molde! —dijo Joe.

—No he aprendido casi nada, Joe. Tú me quieres demasiado. Eso es todo.

—En fin, Pip —dijo Joe—. De todos modos, me figuro que hay que ser un estudiante ordinario antes de poder serlo extraordinario. El rey en su trono, con su corona en la cabeza, no puede escribir leyes del Parlamento en letra de molde, sin haber empezado cuando no era más que un príncipe, con el alfabeto… ¡Ah! —añadió, con un movimiento de cabeza lleno de significación—, y sin haber empezado por la A y seguido todo el camino hasta la Z. Y sé lo que es esto, aunque no puedo decir precisamente que lo haya hecho.

Había algo de alentador en estas sabias palabras y me animó un poco.

—Si los ordinarios, por su posición y por su oficio, estarían o no mejor quedándose entre los ordinarios, en vez de ir a jugar con los distinguidos… esto me recuerda que tal vez hubiera una bandera.

—No, Joe.

—Siento que no hubiera una bandera, Pip. Si sería mejor o no, es cosa que no se puede discutir ahora sin alborotar a tu hermana, lo cual no debemos hacer de ningún modo, al menos a sabiendas. Oye, Pip, lo que te dice un amigo verdadero: Si no puedes dejar de ser ordinario, siguiendo por el camino recto, nunca lo conseguirás por los caminos torcidos. Así pues, no digas más mentiras, Pip, y vivirás bien y morirás feliz.

—¿No estás enojado conmigo, Joe?

—No, querido. Pero teniendo en cuenta que tus mentiras han sido de un estilo, por decirlo así, asombroso y atrevido (y me refiero a lo de las chuletas de ternera y los perros que se peleaban), un amigo sincero te aconsejaría, Pip, que pensaras en ello al hacer tu examen de conciencia a la hora de acostarte. Nada más. querido. No lo vuelvas a hacer.

Cuando subí a mi cuarto y recé mis oraciones, no olvidé la recomendación de Joe; y sin embargo, mi joven espíritu se hallaba en tal estado de perturbación y desagradecimiento, que durante un buen rato, después de acostarme, estuve pensando cuán ordinario hallaría Estella a Joe, un simple herrero, cuán gruesas sus botas y cuán groseras sus manos. Pensé que Joe y mi hermana estaban en aquellos momentos sentados en la cocina, y que yo me había ido a dormir viniendo de la cocina, y que la señorita Havisham y Estella nunca se sentaban en la cocina, sino que estaban muy por encima de estos hábitos vulgares. Me dormí recordando lo que «yo hacía» cuando estaba en casa de la señorita Havisham; como si hubiera estado allí tres semanas o tres meses, en vez de tres horas, y como si el recuerdo aquél fuese un recuerdo antiguo en vez de datar de ese mismo día.

Fue aquél un día memorable para mí, porque me trajo grandes cambios. Pero en todas las vidas ocurre lo mismo. Imaginad que se suprime de ellas un día determinado, y pensad cuán diferente habría sido su curso. Deteneos los que esto leéis a pensar por un momento en la larga cadena de hierro y oro, de espinas y flores, que nunca os hubiera atado de no haber sido por un primer eslabón que se formó en un día memorable.