CAPÍTULO VIII

La vivienda del señor Pumblechook, en la calle Mayor de la ciudad, era de un carácter pimentoso y farináceo como debía ser la casa de un tratante en granos y semillas. Pensé que debía de ser verdaderamente un hombre muy feliz por el hecho de tener tantos cajoncitos en su tienda; y al echar un vistazo en uno o dos de los de la primera fila, y ver dentro los paquetitos de papel de estraza, pensé si las semillas y los bulbos no necesitarían nunca de un buen día para escaparse de estas prisiones y florecer.

Era a primeras horas de la mañana siguiente a mi llegada cuando yo me entregaba a estas reflexiones. La noche antes se me había mandado directamente a dormir en un desván de techo inclinado, tan bajo, en el rincón donde estaba la cama, que yo calculé que las tejas debían de quedar a un pie de mis cejas. Aquella misma mañana descubrí una singular afinidad entre las semillas y las panas. El señor Pumblechook llevaba un vestido de pana y lo mismo hacía su dependiente, y el aspecto general y el olor de la pana participaban tanto de los de las semillas, y el aspecto general y el olor de las semillas participaban tanto de los de la pana, que yo apenas sabía distinguir una cosa de otra. La misma oportunidad me sirvió para observar que el señor Pumblechook parecía dirigir su negocio mirando a través de la calle al guarnicionero, quien parecía llevar el suyo no perdiendo de vista al carretero, quien parecía prosperar metiéndose las manos en los bolsillos y contemplando al panadero, quien, a su vez, se cruzaba de brazos y clavaba los ojos en el abacero, quien permanecía en su puerta bostezando sin dejar de mirar al boticario. El relojero, inclinado siempre sobre un pequeño pupitre, con una lupa en el ojo, y siempre contemplado a través del escaparate por un grupo de gente con delantal, parecía la única persona en toda la calle Mayor cuyo trabajo absorbía su atención.

El señor Pumblechook y yo desayunamos a las ocho en la trastienda, mientras el dependiente tomaba su taza de té y un pedazo de pan con mantequilla, sobre un saco de guisantes, en la parte delantera. La compañía del señor Pumblechook resultó para mí una desdicha. Además de estar imbuido de la idea de mi hermana de que había de imprimir un carácter de penitencia y mortificación a mi dieta —además de darme toda la corteza que podía en combinación con la menor cantidad de mantequilla posible y de poner tal cantidad de agua caliente en la leche, que hubiese sido más sincero no poner leche—, su conversación no versó más que sobre aritmética. Al darle yo cortésmente los buenos días, dijo pomposamente: «¡Siete veces nueve, muchacho!». ¿Y cómo iba a poder responder yo, acuciado de aquel modo, en un lugar extraño y con el estómago vacío? Me sentía hambriento, pero antes de engullir el primer bocado, él empezó una suma continua que duró todo el desayuno. ¿Siete y cuatro? ¿Y ocho? ¿Y seis? ¿Y dos? ¿Y diez? Y así por el estilo. Y después de responder a una pregunta, apenas podía tomar un bocado o beber un sorbo sin tener otra encima; en tanto que él se estaba sentado a sus anchas sin calcular nada, y atiborrándose glotonamente (si se me permite la expresión) de jamón y panecillos calientes.

Por estas razones me alegré mucho cuando dieron las diez y salimos para la casa de la señorita Havisham, aunque no estaba del todo tranquilo respecto a la manera en que desempeñaría mi cometido bajo el techo de aquella casa. Al cabo de un cuarto de hora llegamos a la casa, que era de ladrillo viejo, de aspecto muy triste, con muchas rejas de hierro… Algunas de las ventanas habían sido tapiadas; de las que quedaban, todas las bajas estaban defendidas por mohosos barrotes. Había un patio delante y estaba cerrado por una verja, de modo que tuvimos que aguardar, después de hacer sonar la campanilla, a que alguien viniese a abrir. Mientras esperábamos, atisbé por la verja; hasta en aquel momento el señor Pumblechook dijo: «¿Y catorce?», pero fingí no oírle, y vi que a un lado de la casa había una gran fábrica de cerveza. Nadie la fabricaba ahora, y no parecía que nadie lo hubiese hecho desde hacía mucho tiempo.

Se abrió una ventana, y una voz clara preguntó: «¿Quién?». A lo cual mi acompañante respondió: «Pumblechook». La voz repuso: «Está bien», volvió a cerrarse la ventana y una señorita vino atravesando el patio con unas llaves en la mano.

—Éste —dijo el señor Pumblechook— es Pip.

—¿Éste es Pip? —preguntó la joven, que era muy bonita y parecía muy orgullosa—. Entra, Pip.

El señor Pumblechook iba a entrar también, cuando ella se lo impidió, cerrando la verja.

—¡Oh! —dijo ella—. ¿Desea usted ver a la señorita Havisham?

—Sí, la señorita Havisham desea verme —respondió el señor Pumblechook, desconcertado.

—¡Ah! —dijo la joven—. Pero el caso es que no lo desea.

Lo dijo de una manera tan categórica, y en un tono tan concluyente, que el señor Pumblechook, aunque herido en su dignidad, no se atrevió a protestar. Pero me miró con dureza —¡como si yo le hubiese hecho algo!— y se despidió con estas palabras, dichas en tono de reproche:

—¡Muchacho! ¡Procura que tu manera de conducirte aquí haga honor a los que te han criado a fuerza de mano!

Yo no estaba muy seguro de que no volviese para preguntarme a través de la verja: «¿Y dieciséis?». Pero no lo hizo.

Mi joven guía cerró la verja y ambos cruzamos el patio. Estaba embaldosado y limpio, pero la hierba crecía en todas las grietas. El edificio de la fábrica comunicaba con él por un pequeño callejón y las puertas de madera de este pasadizo y todas las de la fábrica estaban abiertas, dejando ver el alto muro que la rodeaba, pero todo estaba desocupado y en desuso.

El frío viento parecía más frío allí dentro que afuera en la calle, y hacía un ruido estridente al entrar y salir, aullando por los costados abiertos de la fábrica, semejante al que hace en alta mar entre el aparejo de una nave.

La joven me vio mirar en aquella dirección y dijo:

—Poco daño te haría, muchacho, toda la cerveza que se fabrica ahora aquí.

—Eso pienso yo, señorita —le dije con timidez.

—Y mejor será que no intenten hacer cerveza aquí, ahora, porque se volvería agria, ¿no te parece, muchacho?

—Así lo creo, señorita.

—No es que nadie lo intente —añadió ella—, porque esto se acabó ya, y este lugar quedará como está hasta que se caiga de viejo. En cuanto a cerveza, hay bastante en las bodegas para inundar Manor House.

—¿Es éste el nombre de esta casa, señorita?

—Uno de sus varios nombres, muchacho.

—¿Tiene más de uno entonces, señorita?

—Otro. Su nombre era Satis, que en griego o latín o hebreo o en los tres idiomas juntos, que los tres son lo mismo para mí, quiere decir bastante.

—Bastante casa —dije yo—; es un nombre curioso, señorita.

—Sí —respondió ella—; pero significa más de lo que dice. Quería decir, cuando se lo dieron, que aquel que la poseyera no necesitaría nada más. La gente debía de ser fácil de contentar en aquellos días, pienso yo. Pero no te entretengas, muchacho.

Aunque me llamaba «muchacho» tan a menudo, y con una despreocupación que no tenía nada de lisonjera, era casi de mi edad o poco más. Parecía mayor que yo, desde luego, pues era una muchacha hermosa y muy dueña de sí misma, y me trataba con el mismo desdén que si tuviese veintiún años y fuese una reina.

Entramos en la casa por una puerta lateral —la gran entrada delantera tenía atravesadas dos cadenas—, y lo primero que noté fue que los pasillos estaban a oscuras, y que la muchacha había dejado allí una vela encendida. La cogió, recorrimos otros, subimos por una escalera y todo seguía oscuro y sólo la vela nos alumbraba.

Por fin llegamos a la puerta de una habitación, y me dijo:

—Entra.

Yo respondí, más por timidez que por cortesía:

—Después de usted, señorita.

A esto respondió:

—No seas ridículo, muchacho; yo no tengo que entrar. —Y se alejó desdeñosamente, y, lo que es peor aún, se llevó la vela consigo.

Esto era muy desagradable y yo estaba medio asustado. Sin embargo, sólo podía hacer una cosa, que era llamar. Llamé, y desde dentro me ordenaron que entrase. Entré, pues, y me encontré en una estancia espaciosa, iluminada con velas de cera. No entraba allí ni un rayo de luz diurna. Era un cuarto tocador, según juzgué por el mobiliario, aunque buena parte de éste tenía formas y usos entonces desconocidos para mí. Pero lo más notable en él era una mesa con faldas y un espejo dorado encima; y a primera vista comprendí que se trataba de una mesa tocador.

No sé si habría identificado tan pronto este objeto si no hubiera estado sentada junto a él una elegante señora. En un sillón, con el codo descansando en la mesa y la cabeza apoyada en la mano, estaba la dama más extraña que jamás he visto o veré.

Iba vestida con ricas ropas —satenes, encajes y sedas—, todas blancas. Sus zapatos eran blancos. Llevaba un largo velo blanco colgando de la cabeza, y en el cabello, flores de desposada. Su cabello también era blanco. Hermosas joyas resplandecían en su garganta y en sus manos, y otras centelleaban sobre la mesa. Esparcidos por la habitación había vestidos, menos espléndidos que el que llevaba puesto, y baúles a medio hacer. No había acabado de vestirse, porque no tenía puesto más que un zapato —el otro estaba sobre la mesa, cerca de su mano—, su velo se hallaba a medio arreglar, su reloj con cadena aguardaba que se lo pusiese y unos encajes para su pecho yacían con estas joyas, su pañuelo, sus guantes, algunas flores y un libro de oraciones, todo confusamente amontonado junto al espejo.

No vi todo esto al primer momento, aunque vi más de lo que se podía suponer. Pero vi que todo lo que tenía ante mí que debía ser blanco, hacía mucho tiempo que había sido blanco y había perdido su brillo y estaba mustio y amarillento. Vi que la novia que había dentro del traje de novia se había ajado como el traje y como las flores, y no le quedaba otro brillo que el de sus ojos hundidos. Vi que el vestido había sido puesto en la redondeada figura de una mujer joven, y que la figura sobre la cual colgaba fláccido ahora, había quedado reducida a la piel y a los huesos. Una vez me habían llevado a ver unas horribles figuras de cera en una feria que representaban no sé qué imposible personaje en su capilla ardiente. Otra vez me llevaron a una de nuestras iglesias de los marjales a ver un esqueleto vestido con los restos de un rico traje, que había sido desenterrado de una cripta. Ahora la figura de cera y el esqueleto parecían tener unos ojos oscuros que se movían y me miraban. Si hubiera podido, habría gritado.

—¿Quién es? —dijo la dama que estaba junto a la mesa.

—Pip, señora.

—¿Pip?

—El muchacho que ha venido con el señor Pumblechook, señora. Ha venido… a jugar.

—Acércate más. Deja que te vea. Ven acá.

Fue al encontrarme ante ella, rehuyendo su mirada, cuando observé con detalle los objetos que nos rodeaban, y vi que el reloj que había encima de la mesa estaba parado a las nueve menos veinte minutos, y que el que había en la pared también estaba parado a la misma hora.

—Mírame —dijo la señorita Havisham—. ¿No tienes miedo de una mujer que no ha visto el sol desde que tú naciste?

Siento tener que confesar que no temí decir la enorme mentira comprendida en la respuesta: «No».

—¿Sabes qué toco aquí? —dijo ella, llevándose las manos, una sobre otra, al costado izquierdo.

—Sí, señora. (Me hizo pensar en el joven.)

—¿Qué toco?

—Su corazón.

—¡Destrozado!

Pronunció esta palabra con mucho énfasis, acompañándola de una mirada ansiosa y una sonrisa espectral en la que se advertía una especie de vanagloria. Luego mantuvo sus manos allí durante un momento y las fue separando poco a poco como si pesasen mucho.

—Estoy cansada —dijo la señorita Havisham—. Necesito diversión y ya he terminado con los hombres y las mujeres. Juega.

Pienso que el lector más exigente me concederá que no se podía pedir a un desdichado muchacho que hiciera nada más difícil de hacer en aquellas circunstancias.

—Tengo a veces caprichos de enferma —prosiguió ella—. Y ahora tengo el capricho de ver jugar a alguien. ¡Vamos, vamos! —dijo, moviendo con impaciencia los dedos de la mano derecha—. ¡Juega, juega, juega!

Por un instante y acuciado por el miedo a las palizas de mi hermana, tuve la desesperada idea de ponerme a correr por la estancia imitando el carruaje del señor Pumblechook, pero me sentí tan incapaz de hacerlo, que desistí de ello y me quedé mirando a la señorita Havisham con una expresión que le debió de parecer de testarudez, pues, después de mirarnos unos instantes, preguntó:

—¿Acaso eres adusto y obstinado?

—No, señora; me da usted mucha pena y siento mucho no saber jugar en este momento. Si usted se queja de mí, mi hermana me castigará; así pues, lo haría si pudiese; pero todo esto me resulta tan nuevo y tan extraño… y tan hermoso… y tan triste… —Me detuve, temiendo decir demasiado o haberlo dicho ya, y volvieron a cruzarse nuestras miradas.

Antes de volver a hablar, ella apartó los ojos de mí, miró el vestido que llevaba, la mesa tocador y, finalmente, su propia imagen en el espejo.

—¡Tan nuevo para él —musitó—, tan viejo para mí; tan extraño para él, tan familiar para mí; tan melancólico para los dos! Llama a Estella.

Como aún estaba mirando su imagen en el espejo, creí que aún hablaba consigo misma, y permanecí callado.

—Llama a Estella —repitió lanzándome una mirada—. Esto bien puedes hacerlo. Llama a Estella. Ve a la puerta.

Permanecer a oscuras en un misterioso corredor de una casa desconocida, llamando a voces a una joven desdeñosa que ni se dejaba ver ni respondía, y sintiendo que me tomaba una terrible libertad al gritar su nombre, era casi peor que jugar por encargo. Pero al cabo ella respondió y su luz apareció en el corredor como una estrella.

La señorita Havisham le hizo señal de que se le acercase y, tomando una joya de encima de la mesa, ensayó su efecto sobre su hermoso pecho juvenil y sobre su lindo cabello castaño.

—Un día será tuya, querida, y tú harás buen uso de ella. Ahora vas a jugar a los naipes con este muchacho.

—¡Con este muchacho! ¡Si es un palurdo!

Si no pareciese tan imposible, creería haber oído a la señorita Havisham responder:

—Y bien, si puedes, destrózale el corazón.

—¿A qué sabes jugar, muchacho? —me preguntó Estella, con el mayor desdén.

—Sólo a «la ruina», señorita.

—Arruínale —dijo la señorita Havisham a Estella. Así pues, nos sentamos a jugar.

Fue entonces cuando empecé a comprender que todo en aquella estancia se había detenido, a semejanza de los relojes, hacía mucho tiempo. Observé que la señorita Havisham dejaba la joya exactamente en el mismo sitio de donde la había tomado. Mientras Estella repartía los naipes, di otra ojeada a la mesa tocador y vi que el zapato que había encima, blanco un día, ahora amarillo, jamás había sido usado. Miré al pie de donde faltaba el zapato, y vi que la media de seda, blanca un día, ahora amarilla, estaba destrozada por el uso. Sin esta detención de todo, esta inmovilidad de todos los objetos pálidos y marchitos, ni el ajado traje de novia sobre aquella figura postrada habría parecido tanto un vestido de muerta, ni el largo velo tanto un sudario.

Así, mientras nosotros jugábamos a los naipes, ella permanecía inmóvil como un cadáver, con las franjas y escarolados de su traje de novia como si fuesen de polvoriento papel. Yo no sabía nada en aquel entonces de los descubrimientos que de vez en cuando se hacen de cadáveres que, habiendo sido enterrados en tiempos antiguos, se deshacen al contacto del aire; pero después he pensado a menudo que ella debía de tener un aspecto como si, al tocarla la luz del día, hubiese de deshacerse en polvo.

—A las sotas llama mozos, ¡este muchacho! —dijo con desdén Estella, antes de que terminase nuestra primera partida—. ¡Y qué manos tiene tan bastas! ¡Y qué botas tan gruesas!

Nunca hasta entonces se me había ocurrido avergonzarme de mis manos, pero empecé a considerarlas una pareja muy ordinaria. El desprecio de Estella era tan grande que se hacía contagioso, y se me pegó.

Ella ganó el juego y yo repartí. Me equivoqué, como no podía menos, sabiendo que ella estaba aguardando que lo hiciera; y entonces me acusó de ser un palurdo desmañado y estúpido.

—Tú no dices nada de ella —observó, dirigiéndose a mí la señorita Havisham, mientras nos contemplaba—. Ella dice muchas cosas ofensivas para ti, pero tú no dices nada de ella. ¿Qué piensas de ella?

—No quisiera decirlo —balbucí.

—Dímelo al oído —dijo la señorita Havisham inclinándose.

—Me parece muy orgullosa —respondí en un susurro.

—¿Nada más?

—Me parece muy bonita.

—¿Nada más?

—Me parece muy insolente. (Ella me estaba mirando con aire de suprema aversión.)

—¿Nada más?

—Me parece que me gustaría irme a casa.

—¿Y no volver a verla más, a pesar de que es tan bonita?

—No estoy seguro de que no me gustase volver a verla, pero ahora querría irme a casa.

—Pronto irás —dijo la señorita Havisham, en voz alta—. Acabad el juego.

De no ser por aquella espectral sonrisa del principio, habría asegurado que el rostro de la señorita Havisham no era capaz de sonreír. Había tomado ahora una expresión cavilosa y atenta —muy en consonancia con la especie de encantamiento en que había quedado todo lo que le rodeaba— y no parecía que nada pudiera nunca reanimarla. Estaba como doblada y con el pecho hundido, se le había debilitado la voz y hablaba en tono bajo como sumida en un sopor; en conjunto, tenía el aspecto de haberse desplomado en cuerpo y alma, por dentro y por fuera, bajo el peso de un golpe aplastante.

Acabé el juego con Estella y ésta me ganó. Arrojó los naipes sobre la mesa, después de habérmelos ganado todos, como si los despreciase por habérmelos ganado a mí.

—¿Cuándo te volveremos a ver? —dijo la señorita Havisham.

—Déjeme pensar.

Empezaba a recordarle que estábamos en miércoles, cuando me atajó con el mismo movimiento impaciente de los dedos de la mano derecha.

—¡Calla, calla! No sé nada de los días de la semana; ni de las semanas del año. Vuelve pasados seis días. ¿Oyes?

—Sí, señora.

—Estella, llévale abajo. Dale algo de comer, y déjale que corra por ahí mientras come. Vete, Pip.

Seguí la luz al bajar, como la había seguido al subir, y la joven dejó la vela en el mismo sitio donde la habíamos encontrado. Hasta que abrió la entrada lateral, había imaginado, sin pensar en ello, que necesariamente debía ser de noche. El torrente de la luz diurna me deslumbró completamente, y me dio la impresión de haber pasado muchas horas a la luz de las bujías en aquella extraña habitación.

—Tendrás que aguardar aquí, muchacho —dijo Estella; y desapareció cerrando la puerta.

Aproveché la ocasión de quedarme solo en el patio para mirarme las manos bastas y las botas groseras. El concepto que formé de estos accesorios no fue favorable. Nunca me habían preocupado antes, pero me preocupaban ahora como adminículos vulgares. Decidí preguntar a Joe por qué me había enseñado a llamar mozos a aquellos naipes que debían llamarse sotas. Habría querido que Joe hubiera sido educado más finamente y así lo habría sido yo también.

Estella volvió, llevando pan, carne y un jarrito de cerveza. Dejó el jarro sobre las baldosas del patio, y me dio el pan y la carne sin mirarme, con tanta insolencia como si yo hubiera sido un perro en desgracia. Me sentía tan humillado, herido, maltratado, ofendido, enojado, dolorido —no puedo encontrar nombre adecuado para aquel escozor, sabe Dios qué nombre tendría—, que se me saltaron las lágrimas. Y en aquel momento, la muchacha me miró, mostrando en su semblante el vivo placer que le producía haber sido causa de ellas. Esto me dio fuerzas para contenerlas y devolverle la mirada. Ella movió la cabeza despreciativamente, pero satisfecha, me pareció a mí, de haberse asegurado de que me quedaba bien mortificado, y me dejó.

En cuanto se hubo marchado, busqué un lugar donde esconder mi rostro, y poniéndome detrás de una de las puertas del callejón que conducía a la fábrica de cerveza, apoyé el brazo en ella, recliné la frente sobre el brazo y me eché a llorar. En tanto que lloraba, daba patadas en la pared y me tiraba violentamente de los pelos; tan amargos eran mis sentimientos y tan aguda la punzada sin nombre que requería este desahogo.

El modo en que me había criado mi hermana me había hecho muy sensible. En el pequeño mundo en que viven los niños, sea quien sea el que los eduque, no hay nada que se perciba con tanta delicadeza ni que se sienta tan agudamente como la injusticia. La injusticia de la que el niño es objeto puede ser sólo una pequeña injusticia; pero el niño es pequeño y su mundo es pequeño y su caballo de cartón es tan alto, en proporción, como un grande y huesudo caballo irlandés. En mi interior había sostenido, desde mis primeros años, un perpetuo conflicto con la injusticia. Había sabido, desde que empecé a hablar, que mi hermana, en su caprichosa y violenta conducta, era injusta conmigo. Había abrigado un profundo convencimiento de que el hecho de criarme a fuerza de mano no le daba derecho a criarme a empujones. A través de todos mis castigos, ayunos, vigilias, y otros lances punitivos, había acariciado esta certidumbre; y el hecho de haber tenido que sufrir y meditar a solas y sin protección, atribuyo en gran parte el que yo fuese moralmente tímido y sobremanera sensible.

Después de desahogar, por el momento, mis sentimientos heridos, dando puntapiés a la pared y mesándome los cabellos, me limpié el rostro con la manga y salí de detrás de la puerta. El pan y la carne eran aceptables, la cerveza me dio un agradable calorcillo, y pronto estuve con ánimo de mirar a mi alrededor.

Verdaderamente, era aquél un lugar desierto, hasta por lo que se refiere al palomar, que algún vendaval había torcido sobre su soporte y donde los pichones, si es que había alguno, se habrían convencido de hallarse balanceándose en alta mar. Pero no había pichones en el palomar, ni caballos en la cuadra, ni cerdos en la pocilga, ni malta en el almacén, ni olor a grano o a cerveza en la caldera o en las cubas. Todos los usos y los olores de la fábrica parecían haberse disipado con la última vaharada de humo. En un patio contiguo había multitud de barriles vacíos, que parecían conservar el agrio recuerdo de mejores días; pero demasiado agrio para ser aceptado como una muestra de la cerveza que habían contenido, y en este respecto aquellos reclusos se me antojan parecidos a muchos otros.

Detrás del extremo más alejado de la fábrica había un jardín abandonado defendido por un muro viejo, pero no tan alto que yo no pudiera subirme a él y mirar por encima y ver que el jardín abandonado era el jardín de la casa que estaba cubierto de maleza, pero que en sus senderos verdes y amarillos había algunas huellas, como si alguien, de vez en cuando, paseara por allí, y que Estella en aquel mismo momento se alejaba por uno de ellos. Parecía estar en todas partes. Porque, cuando cedí a la tentación que ofrecían los barriles y me puse a andar sobre ellos, la vi andar sobre los del otro extremo del patio. Estaba de espaldas a mí, sostenía su bonito cabello castaño extendido entre las manos, y, sin volverse a mirar, desapareció en seguida.

Lo mismo ocurrió en la fábrica misma, quiero decir en el edificio grande, alto y enlosado donde en otro tiempo solían hacer la cerveza y donde aún estaban los utensilios para ello. Cuando entré allí y, atemorizado por su lúgubre aspecto, me quedé junto a la puerta mirando a mi alrededor, la vi pasar entre los hogares apagados, subir por una ligera escalera de hierro, y salir por una galería alta, como si subiera al cielo.

Fue en este lugar y en este momento cuando tuve una extraña imaginación. Me pareció cosa rara entonces, y más extraña todavía me pareció más tarde. Volví los ojos, un poco deslumbrados de mirar a la helada luz de arriba, hacia una enorme viga que había a mi derecha, en un rincón del edificio, y vi una figura colgada de allí por el cuello. Una figura vestida toda de blanco amarillento, con un pie descalzo, y colgaba de tal manera que pude ver que los ajados adornos de su traje parecían de polvoriento papel y que su rostro era el rostro de la señorita Havisham, que se movía como si se esforzara por llamarme. Con el terror que sentí al ver la figura, y al saber que un momento antes no estaba, al principio hui y después corrí hacia ella. Y mi terror fue mayor todavía, al ver que no había allí figura alguna.

Necesité nada menos que la fría luz del alegre cielo, la vista de la gente que pasaba al otro lado de la verja y la reanimadora influencia de lo que quedaba de pan y carne y cerveza, para reponerme. Y aun con estos auxilios, podía no haberme recobrado tan pronto como lo hice, de no haber visto que Estella se acercaba con las llaves para abrirme la puerta. Pensé que tendría un buen pretexto para mostrarme su desprecio, si me veía asustado, y en manera alguna quería darle este pretexto.

Me lanzó una mirada de triunfo al pasar, como si se regocijara de que mis manos fuesen tan bastas y mis botas tan gruesas, abrió la verja y se quedó junto a ella. Yo iba a salir, sin mirarla, cuando me tocó con mano insolente:

—¿Por qué no lloras?

—Porque no tengo ganas.

—Sí, tienes —dijo ella—. Has estado llorando hasta quedar medio ciego, y ahora mismo estás a punto de llorar.

Se rió con desprecio, me empujó afuera, y cerró la verja tras de mí. Me dirigí inmediatamente a casa del señor Pumblechook, y me sentí inmensamente aliviado al no encontrarle en ella. Así, dejando dicho al dependiente cuál era el día en que debía volver a casa de la señorita Havisham, emprendí las cuatro millas de camino que me separaban de nuestra herrería, discurriendo mientras andaba sobre todo lo que había visto, y dando vueltas a la idea de que yo era un palurdo, de que mis manos eran bastas, de que mis botas eran gruesas, de que había caído en la despreciable costumbre de llamar mozos a las sotas, de que era mucho más ignorante de lo que me había creído la noche anterior, y, en una palabra, de que mi género de vida era bajo y ruin.