CAPÍTULO VII

En la época en que estuve en el cementerio, leyendo las inscripciones en las lápidas de la familia, tenía apenas los conocimientos justos para poder deletrearlas. A pesar de la sencillez de su significado, mi interpretación no era demasiado correcta, porque leía «esposa del arriba dicho», como una elogiosa referencia a la exaltación de mi padre a un mundo mejor; y si alguno de mis difuntos parientes hubiera sido aludido con el vocablo «abajo», no dudo de que me hubiera formado el peor concepto de aquel miembro de mi familia. Tampoco eran muy exactas las ideas que tenía de las posiciones teológicas a que mi catecismo me obligaba; porque recuerdo claramente haber supuesto que mi declaración de que «no me apartaría del mismo camino en todos los días de mi vida», me ponía en el deber de atravesar el pueblo desde nuestra casa siempre en una dirección determinada, sin variarla nunca, torciendo, a la ida, por la casa del carretero, o a la vuelta, por el molino.

Estaba previsto que, cuando fuese mayor, se me pusiera de aprendiz con Joe y, mientras esperaba alcanzar esta dignidad no era cuestión de convertirme en lo que la señora Joe llamaba «un miniado», es decir, según lo interpreto, en un minado. En consecuencia, no sólo se me ocupaba en menesteres de la herrería, sino que, siempre que algún vecino necesitaba un muchacho para espantar pájaros, recoger piedras, o hacer algún trabajo por el estilo, me veía favorecido con el empleo. Sin embargo, para evitar que nuestra posición social se viera comprometida por ello, se puso una hucha en la repisa de la chimenea donde era público y notorio que iban a parar todas mis ganancias. Tengo la impresión de que la liquidación se destinaba a contribuir, con el tiempo, a la Deuda Nacional, pero sé que yo no abrigaba esperanza alguna de participar personalmente de aquel tesoro.

La tía abuela del señor Wopsle tenía una escuela nocturna en el pueblo; es decir, era una vieja ridícula de medios limitados e ilimitados achaques que acostumbraba adormilarse cada tarde de seis a siete, ante los alumnos, que pagaban cada uno dos peniques a la semana por la instructiva oportunidad de vérselo hacer. Tenía alquilada una casita, y el señor Wopsle ocupaba el cuarto de arriba, donde los escolares solíamos oírle leer en voz alta de la manera más solemne y terrorífica, y, dar, de vez en cuando, un porrazo en el techo. Existía la ficción de que el señor Wopsle «examinaba» a los alumnos cada trimestre. Lo que hacía en estas ocasiones era remangarse los puños, alborotarse el cabello y recitarnos la oración de Marco Antonio ante el cadáver de César. A esto seguía siempre la Oda de Collins sobre las pasiones, en la cual yo reverenciaba especialmente al señor Wopsle, cuando, personificando la Venganza, arrojaba como un rayo la sangrienta espada y tomaba con mirada fulminante la trompa de la guerra. No me ocurría entonces lo que más tarde, cuando empecé a tener trato con las pasiones y las comparé con Collins y Wopsle, con desventaja para ambos caballeros.

La tía abuela del señor Wopsle, además de regir esta institución docente, tenía —en la misma pieza— un pequeño comercio de artículos varios. No tenía idea alguna de los géneros en existencia ni de cuál era el precio de cada cosa; pero guardaba en un cajón una libreta grasienta que servía como catálogo de precios y, guiada por este oráculo, Biddy ajustaba todas las transacciones de la tienda. Biddy era la nieta de la tía abuela del señor Wopsle; me confieso incapaz de resolver el problema de cuál era su parentesco con el señor Wopsle. Era huérfana como yo, y también como yo había sido criada a fuerza de mano. Era muy notable, pensaba yo, por lo que se refería a las partes extremas de su persona; porque su cabello siempre estaba necesitando que lo peinasen; sus manos, que las lavasen, y sus zapatos que los remendasen y que los ajustasen del tacón. A esta descripción hay que hacer la salvedad de un día por semana. Los domingos iba a la iglesia muy compuesta.

En buena parte sin ayuda de nadie y más con la ayuda de Biddy que de la tía abuela del señor Wopsle, pasé por el abecedario como por un zarzal, pinchándome y arañándome de lo lindo en cada letra. Luego fui a caer entre aquellos ladrones,[5] las nueve cifras, que cada noche parecían hacer algo nuevo para disfrazarse e impedir que las reconociera. Pero al cabo, como si dijéramos a tientas y a ciegas, empecé a leer, escribir y contar en muy pequeña escala.

Una noche, estaba sentado en el rincón de la chimenea con mi pizarra, poniendo todo mi esfuerzo en la redacción de una carta para Joe. Creo que debía de ser como un año después de nuestra expedición a los marjales, porque había pasado mucho tiempo y estábamos en invierno y caía una fuerte helada. Con un abecedario a mis pies, sobre el hogar para poderlo consultar, logré garrapatear esta epístola:

«CERI Do JOe ESpeRo CE stAS BieN i Espero ce pRontO Po Dre eNseñA rte i JOe entonCes ce cOnTEnTos i CUanDO seA tua Prendiz CoMoNos Di BertiREMoS Tu serBi Dor Pip.»

Nada hacía indispensable que me comunicara por carta con Joe, puesto que lo tenía junto a mí y estábamos solos. Pero yo le entregué esta misiva (con pizarra y todo) por mi propia mano y él la recibió como un milagro de erudición.

—¡Caramba, Pip! —exclamó Joe, abriendo mucho sus ojos azules—. ¡Qué sabio eres! ¿No es cierto?

—Querría serlo —dije yo, mirando la pizarra, mientras él la sostenía, con la aprensión de que la escritura resultase un poco desigual.

—¡Oh, aquí hay una J —dijo Joe— y una O de las mejores! Aquí sin duda dice Joe.

Nunca había oído a Joe leer en voz alta nada más largo que este monosílabo, y el último domingo en la iglesia, un momento en que yo tenía distraídamente vuelto al revés nuestro libro de preces, creí observar que parecía prestarle el mismo servicio así que si lo tuviese derecho. Deseando aprovechar la ocasión para averiguar si para enseñar a Joe tendría que empezar por el principio de todo, dije:

—¡Ah! Pero lee lo demás, Joe.

—Lo demás ¡eh Pip! —dijo Joe estudiando el escrito con mirada lenta y escrutadora—. Una, dos. ¡Mira! ¡Aquí hay dos jotas y dos os y dos jotas… o, Joes, Pip!

Me incliné hacia Joe y con la ayuda de mi índice le leí toda la carta.

—¡Asombroso! —dijo Joe, en cuanto hube terminado—. ¡Eres un sabio!

—¿Cómo deletreas Gargery, Joe? —le pregunté con modesto aire de protección.

—No lo deletreo de ningún modo —dijo Joe.

—Pero suponiendo que lo hicieras…

—No se puede suponer —dijo Joe—. Y eso que me gusta mucho leer.

—¿De veras, Joe?

—Mucho. Dame —dijo Joe— un buen libro o un buen periódico, y ponme sentado junto a un buen fuego, y no deseo nada mejor. ¡Válgame Dios! —continuó después de frotarse un rato las rodillas—, cuando uno llega a una J y una O y se dice «aquí, por fin, hay un J, O: Joe», ¡qué interesante es leer!

De esto deduje que la educación de Joe, como el vapor, se hallaba aún en su infancia. Continuando con el mismo tema, inquirí:

—¿Nunca fuiste a la escuela, Joe, cuando eras pequeño como yo?

—No, Pip.

—¿Por qué no fuiste nunca a la escuela, Joe, cuando tenías mi edad?

—Verás, Pip —dijo Joe cogiendo el hurgón y entregándose, como tenía por costumbre cuando estaba pensativo, a la ocupación de atizar lentamente el fuego—. Voy a decírtelo. Mi padre, Pip, era un poco dado a la bebida, y cuando estaba bebido, pegaba despiadadamente a mi madre con el martillo. Eran casi los únicos martillazos que daba, si exceptuamos los que me daba a mí. Y me martilleaba con una energía igualada solamente por la energía con que no martilleaba su yunque. ¿Me oyes y me entiendes, Pip?

—Sí, Joe.

—En consecuencia, mi madre y yo nos escapamos varias veces de casa; y entonces mi madre salía a trabajar, y me decía: «Joe, ahora, si Dios quiere, vas a tener instrucción, hijo mío», y me ponía en la escuela. Pero lo que mi padre tenía de bueno era que no podía vivir sin nosotros. Así es que venía acompañado de mucha gente y armaba tal escándalo a las puertas de las casas donde nos habíamos refugiado, que se veían obligados a deshacerse de nosotros y a abandonarnos a él. Y entonces se nos llevaba a casa y nos daba de martillazos. Y esto, ¿comprendes, Pip? —dejando de atizar pensativo el fuego y mirándome—, era un serio estorbo para mis estudios.

—Cierto que sí, ¡pobre Joe!

—Aunque, considera, Pip —dijo Joe con uno o dos golpes judiciales del hurgón en la barra de arriba—, dando a cada cual lo suyo y haciendo justicia igual, entre hombre y hombre, mi padre tenía esto de bueno, ¿lo ves?

No lo veía, pero no se lo dije.

—¡Bien! —prosiguió Joe—. Alguien tiene que encargarse de que hierva el puchero, Pip, de lo contrario no hierve, ¿entiendes?

Lo entendía y se lo dije.

—Consecuencia: mi padre no se opuso a que yo empezase a trabajar; y me llevó a trabajar del oficio que tengo ahora, que era también el suyo, si hubiese querido seguirlo, y trabajé de firme, Pip, te lo aseguro. Con el tiempo pude mantenerle a él, y le mantuve hasta que se lo llevó una parálisis. Y tuve intención de hacer poner sobre su tumba: «Por defectos que haya tenido, piensa sólo, lector, lo bueno que ha sido».

Joe recitó este pareado con un orgullo tan manifiesto y con tal precisión, que le pregunté si lo había hecho él.

—Yo lo hice —dijo Joe—, yo solito. Lo hice en un momento. Fue como hacer saltar una herradura de un solo golpe. Nunca en mi vida estuve más sorprendido: no podía creer que hubiese salido de mi cabeza. Como decía, Pip, mi intención era hacerlo grabar en una lápida; pero la poesía cuesta dinero, lo mismo si se graba en letras pequeñas que en letras grandes, y no se hizo. Había que pagar el entierro, y lo poco que quedó después lo necesitaba mi madre. Tenía perdida la salud y no le quedaban fuerzas. No tardó mucho en seguirle, la pobre. Por fin le llegó el descanso.

Los ojos azules de Joe se llenaron de lágrimas. Se los enjugó de una manera inadecuada e incómoda, con el mango del hurgón.

—Se me hizo muy triste entonces —dijo Joe— el vivir solo, y me puse en relaciones con tu hermana. Y oye, Pip —dijo Joe mirándome con firmeza, como si supiese que iba a disentir de él—, tu hermana tiene una hermosa figura.

No pude menos de quedarme mirando el fuego en un manifiesto estado de duda.

—Cualquiera que sea la opinión de la familia o la opinión del mundo sobre este asunto, Pip, tu hermana tiene —aquí acompañó cada sílaba de las que seguían con un golpe de hurgón sobre las barras del hogar— una her-mo-sa fi-gu-ra.

No se me ocurrió nada mejor que decir:

—Me alegro de que lo pienses así, Joe.

—Y yo también —repuso—. Estoy contento de pensarlo, Pip. Una pequeña rojez o un hueso de más o de menos, ¿qué me importan?

Observé sagazmente que, si no le importaban a él, ¿a quién podían importar?

—¡Claro! —asintió Joe—. Esto es. Tienes razón, muchacho. Cuando conocí a tu hermana se hablaba de cómo te estaba criando a fuerza de mano. Todos decían que era mucha bondad de su parte, y yo lo decía como los demás. En cuanto a ti —continuó, con cara de estar mirando algo muy feo—, si hubieses podido ver lo pequeño y flojo y esmirriado que eras, ¡válgame Dios!, te habrías formado un mezquino concepto de ti mismo.

No encontrando esto demasiado agradable, dije:

—No te preocupes por mí, Joe.

—Pero me preocupé, Pip —replicó con tierna simplicidad—. Cuando pedí relaciones a tu hermana y le ofrecí llevarla al altar cuando le placiera y estuviese dispuesta a venir a la herrería, le dije: «Y trae a la pobre criatura, ¡Dios le bendiga! ¡No faltará sitio para él en la herrería!».

Me puse a llorar pidiéndole perdón, y le eché los brazos al cuello; él dejó el hurgón para estrecharme, diciendo:

—Somos los mejores amigos, ¿no es verdad, Pip? ¡No llores, criatura!

Después de esta pequeña interrupción, Joe continuó:

—¡Bien; ya lo ves, Pip, y aquí estamos! ¡Esto es más o menos a lo que íbamos, aquí estamos! Ahora, cuando emprendas mi instrucción, Pip, y te he de advertir que soy muy duro de mollera, terriblemente duro, la señora Joe no ha de enterarse de lo que traemos entre manos. Hay que hacerlo como si dijéramos a hurtadillas.

—Y ¿por qué a hurtadillas?

—Te diré por qué, Pip. —Había vuelto a coger el hurgón, sin lo cual dudo que hubiese podido proseguir su explicación—. Tu hermana es muy dada al gobierno.

—¿Dada al gobierno, Joe? —me sobresaltó porque me formé una vaga idea, y temo que debo añadir esperanza, de que Joe se había divorciado de ella en favor de los lores del Almirantazgo o de la Tesorería.

—Dada al gobierno —dijo Joe—. O sea, quiero decir, al gobierno tuyo y mío.

—¡Oh!

—Y no le gusta tener sabios en casa —continuó Joe—, y en particular no le gustaría mucho que supiese demasiado, por miedo a que me sublevase. Como una especie de rebelde, ¿comprendes?

Iba a responder con una pregunta, y había llegado hasta decir «¿Por qué…?» cuando me detuvo.

—Aguarda un momento. Ya sé lo que ibas a decir, Pip; ¡aguarda un momento! No niego que tu hermana a veces es para nosotros como una especie de Gran Mogol. No niego que nos tumba de espaldas y nos apabulla con todo su peso. Cuando tu hermana está alborotada, Pip —Joe bajó la voz hasta convertirla en un susurro y miró a la puerta—, la franqueza obliga a confesar que es un terremoto.

Joe pronunció esta palabra como si empezase con no menos de doce «tes» mayúsculas.

—¿Por qué no me sublevo? ¿Era esto lo que ibas a decir cuando te interrumpí?

—Sí, Joe.

—Bueno —dijo, pasándose el hurgón a la mano izquierda para poder acariciarse las patillas, y yo perdía toda esperanza en él cada vez que se entregaba a esta plácida ocupación—, tu hermana es una gran cabeza. Una gran cabeza.

—¿Y eso qué es? —pregunté con cierta esperanza de detenerle. Pero Joe tenía su definición más a punto de lo que me figuraba y me contuvo mirándome fijamente y respondiendo, en una especie de círculo vicioso:

—La suya. Y yo no soy una gran cabeza —prosiguió Joe, después de apartar su mirada y volviéndose a acariciar la patilla—, y además, Pip, y esto te lo digo muy en serio, muchacho, recuerdo tanto en mi pobre madre a la mujer que se pasó la vida como una esclava, sufriendo y trabajando, sin tener nunca un momento de tranquilidad, que tengo un miedo mortal de descarriarme y no cumplir como es debido con una mujer; y prefiero descarriarme por el lado contrario, sufriendo yo alguna incomodidad. Quisiera ser yo solo el incomodado, Pip; quisiera que no hubiese Tickler para ti, querido; quisiera recibirlo todo sobre mis costillas; pero las cosas son como son, y espero que perdonarás los defectos.

A pesar de mis pocos años, creo que aquella noche empecé a sentir una nueva admiración por Joe. Continuamos siendo iguales como habíamos sido antes; pero en adelante, cuando en horas de reposo estaba yo sentado mirándole y pensando en él, tenía la conciencia de que en el fondo de mi corazón me sentía muy inferior a él.

—En fin —dijo Joe, levantándose para volver a llenar el fuego—, ahí tenemos el reloj preparándose para tocar las ocho, ¡y ella aún no está en casa! Espero que la yegua del tío Pumblechook no haya puesto una pata sobre un trozo de hielo y se haya caído.

La señora Joe hacía de vez en cuando un corto viaje con el tío Pumblechook en días de mercado, para ayudarle en la compra de cachivaches y objetos de uso casero que requerían el dictamen de una mujer; pues el tío Pumblechook era soltero y no tenía confianza en su criada. Aquél era día de mercado, y la señora Joe había salido en una de estas expediciones.

Joe reavivó el fuego, barrió el hogar, y luego nos acercamos a la puerta a escuchar si se oía el carruaje. La noche era fría y seca, y el viento soplaba intensamente, y la helada era blanca y dura. Pensé que el hombre que se quedara a dormir en los marjales esa noche, de fijo moriría. Y después miré a las estrellas, y consideré lo terrible que sería para un hombre volver el rostro a ellas al sentir que se iba helando y no encontrar ayuda ni compasión en toda aquella brillante multitud.

—¡Aquí está la yegua —dijo Joe—, sonando como un repique de campanas!

El sonar de las herraduras sobre el suelo endurecido se hacía musical a medida que la yegua iba acercándose a un trote más vivo que de costumbre. Sacamos una silla para que pudiera apearse la señora Joe, atizamos el fuego para que viese la ventana iluminada y dimos un repaso final a la cocina para que nada estuviese fuera de su sitio. En cuanto hubimos terminado estos preparativos, llegaron ellos embozados hasta los ojos. La señora Joe se apeó la primera y detrás de ella el señor Pumblechook, quien cubrió la yegua con una manta, y pronto estuvimos todos en la cocina reunidos, llevando con nosotros tal cantidad de aire frío que parecía contrarrestar todo el calor del fuego.

—Ahora —dijo la señora Joe, desabrigándose presurosa y excitada y echándose el gorro a la espalda, donde quedó pendiente de unos cordones—, ¡si este muchacho no está agradecido esta noche, no lo estará nunca!

Puse la expresión de agradecimiento que podía poner un muchacho completamente ignorante de los motivos por los cuales debía adoptar esta expresión.

—Hay que confiar —dijo mi hermana— en que no le vayan a viciar. Pero tengo mis temores.

—Ella no es de ésas, señora —dijo el señor Pumblechook—. Sabe lo que hace.

—¿Ella? —Miré a Joe, haciendo el movimiento con mis labios y cejas—. ¿Ella? —Joe me miró haciendo el movimiento con sus labios y cejas—. ¿Ella? —Habiéndole sorprendido mi hermana en este acto, se pasó la mano por la nariz con el aire conciliatorio que acostumbraba adoptar en estas condiciones y se quedó mirándola.

—Bueno —dijo mi hermana, con su tono regañón—, ¿por qué me miras así? ¿Se ha pegado fuego a la casa?

—Como alguien —indicó cortésmente Joe— dijo… «ella»…

—Y ella es «ella», supongo yo —dijo mi hermana—. A menos que llames a la señorita Havisham «él». A lo mejor, serías capaz de hacerlo.

—¿La señorita Havisham, la de la ciudad? —preguntó Joe.

—¿Es que conoces otra señorita Havisham? —respondió mi hermana—. Quiere que el chico vaya a jugar a su casa. Y, naturalmente, tendrá que ir. Y tendrá que jugar —dijo mi hermana amenazándome con la cabeza, como un medio de infundirme ánimos para que me mostrase muy alegre y juguetón—, si no quiere que le zurre la badana.

Yo había oído hablar de la señorita Havisham —todo el mundo en muchas millas alrededor había oído hablar de la señorita Havisham— como de una señora huraña e inmensamente rica, que vivía en una casa grande y lúgubre, fortificada contra los ladrones, llevando una vida de absoluta reclusión.

—¡Vaya, vaya! —dijo Joe, asombrado—. ¡Me extraña que conozca a Pip!

—¡Simplote! —exclamó mi hermana—. ¿Quién te ha dicho que le conoce?

—Alguien —volvió a insinuar delicadamente Joe— ha mencionado su deseo de que él fuese a jugar a su casa.

—¿Y no podía ella haber preguntado al tío Pumblechook si conocía algún niño para mandarlo a jugar allí? ¿No es muy posible que el tío Pumblechook sea uno de sus arrendatarios y que alguna vez (no diremos cada tres meses o cada medio año, porque esto sería pedir demasiado, sino alguna vez) vaya allí a pagar su renta? Y ¿no podía ella entonces preguntar al tío Pumblechook si conocía a un muchacho que pudiera ir a jugar allí? ¿Y no podía el tío Pumblechook, apreciándonos como nos aprecia y mirando como mira siempre por nosotros, aunque tú no te lo creas, Joe —dijo en un tono de severo reproche, como si Joe fuese el más desnaturalizado de los sobrinos—, mencionar entonces a este chico que está dando brincos por ahí, lo cual puedo declarar solemnemente que yo no hacía en modo alguno, y de quien he sido siempre una esclava voluntaria?

—¡Bravo! —exclamó el tío Pumblechook—. ¡Muy bien dicho! Te explicas como un libro. ¡Bravo! Ahora, Joe, ya conoces el caso.

—No, Joe —dijo mi hermana, todavía en tono de reproche, mientras Joe, conciliadoramente, se pasaba una y otra vez el revés de la mano por la nariz—, aunque te figures lo contrario, aún no conoces el caso. Puedes creer que lo conoces, pero no lo conoces, Joe. Porque tú no sabes que el tío Pumblechook, dándose cuenta de que podría muy bien ocurrir que la ida del muchacho a casa de la señorita Havisham fuese el principio de su fortuna, se ha ofrecido a llevárselo a la ciudad esta misma noche en su carruaje, y a tenerle en su casa y a llevarle de su propia mano a casa de la señorita Havisham mañana por la mañana. Y, ¡válgame Dios! —exclamó mi hermana, arrojando su gorro con súbita desesperación—, aquí estoy hablando a dos completos idiotas, sin reparar en que el tío Pumblechook aguarda y la yegua se está enfriando en la puerta y el chico está cubierto de hollín y suciedad desde la punta de los cabellos a la planta de los pies.

Diciendo esto se arrojó sobre mí, como un águila sobre un cordero, y me apretó la cara contra los barreños del fregadero, me puso la cabeza bajo un diluvio de agua, me enjabonó, sobó, restregó, aporreó, rastrilló y rascó hasta que casi llegué a perder el sentido. (Puedo observar aquí que me tengo por mejor conocedor que cualquier otra autoridad viviente del efecto desgarrante de una sortija de boda cuando roza brutalmente un rostro humano.)

Una vez terminadas mis abluciones, me pusieron ropa interior limpia de lo más almidonado, como si metiesen a un joven penitente en una tela de saco, y me empaquetaron dentro del más terrible y ajustado de mis trajes. Entonces fui entregado al señor Pumblechook, quien me recibió con tanta solemnidad como si fuese el alguacil y me soltó el discursito que desde hacía rato se moría por pronunciar:

—Tienes que estar siempre agradecido, muchacho, a todos tus amigos, pero, especialmente, a los que te han criado a fuerza de mano.

—¡Adiós, Joe!

—¡Dios te bendiga, Pip querido!

Nunca hasta entonces me había separado de él, y entre las lágrimas que asomaban a mis ojos y los restos de la jabonadura que quedaba en ellos, al principio no pude ver las estrellas desde el carruaje. Pero éstas fueron parpadeando, una tras otra, sin arrojar ninguna luz sobre el enigma de por qué diablos tenía que ir yo a jugar a casa de la señorita Havisham y a qué diablos querían que jugase.