CAPÍTULO VI

El estado de mi espíritu con respecto al hurto del que tan inesperadamente se me había exculpado, no me impelía hacia una franca confesión; pero confío en que, no obstante, quedara en su fondo un resto de honradez.

No recuerdo que sintiese ningún dolor de conciencia, por lo que a la señora Joe se refería, cuando me vi libre del temor de ser descubierto. Pero quería a Joe —quizás por ninguna razón mejor, en aquellos días, que la de que el excelente muchacho dejaba que le quisiera— y, por lo que a él se refería, mi conciencia no se tranquilizaba fácilmente. Me oprimía el pensamiento (sobre todo al ver que empezaba a buscar su lima) de que debía contarle toda la verdad. Y sin embargo, no lo hice, por la razón de que temía que, de hacerlo, me creería todavía peor de lo que era. El miedo de perder la confianza de Joe y de tener que pasar en adelante mis veladas sentado en el rincón de la chimenea mirando tristemente a mi compañero y amigo perdido para siempre, me ataba la lengua. Morbosamente, me imaginaba que si Joe lo sabía, nunca más podría verle junto al fuego acariciándose las patillas, sin figurarme que estaba pensando en ello. Que si Joe lo sabía, nunca más le podría ver echar una mirada, aunque fuese casual, a la comida o al pudín del día antes cuando éstos salían a la mesa, sin figurarme que estaba tratando de adivinar si yo había andado en la despensa. Que si Joe lo sabía, y, en cualquier período posterior de nuestra común vida doméstica, observaba que su cerveza era floja o espesa, la convicción de que sospechaba que había alquitrán en ella me haría afluir la sangre al rostro. En una palabra, era demasiado cobarde para hacer lo que conocía como cosa buena, como había sido demasiado cobarde para evitar hacer lo que conocía como cosa mala. Aún no había tenido tratos con el mundo entonces, y no imitaba a ninguno de sus muchos habitantes que suelen obrar de este modo. Genio completamente espontáneo, hice por mí mismo el descubrimiento de esta línea de conducta.

Como me acometiera el sueño antes de encontrarnos muy lejos del barco prisión, Joe volvió a tomarme a cuestas y me llevó así a casa. Debió de ser para él una jornada fatigosa, porque el señor Wopsle, cansado y magullado, estaba de tan mal humor que, si la iglesia hubiera estado abierta, probablemente habría excomulgado a toda la expedición, empezando por Joe y por mí. En su condición de laico, insistió en estar sentado sobre la tierra húmeda por un espacio de tiempo tan imprudente que, cuando se quitó el frac para ponerlo a secar al fuego de la cocina, las huellas dejadas en sus pantalones habrían bastado para hacerle ahorcar si eso hubiera sido un delito capital.

En aquellos momentos, yo me tambaleaba sobre el suelo de la cocina como un pequeño beodo, a causa de que me habían vuelto a poner de pie, y de haber estado durmiendo, y de haber despertado entre el calor, las luces y la algarabía de la conversación. Cuando me despabilé, con la ayuda de un fuerte batacazo entre los hombros, y la fortaleciente exclamación de «¡Uf! ¡Dónde se ha visto un muchacho como éste!…», por parte de mi hermana, encontré a Joe refiriendo la confesión del forzado, y a cada uno de los invitados sugiriendo hipótesis diferentes acerca de los medios que el fugitivo podía haber empleado para llegar a la despensa. El señor Pumblechook descubrió, después de una detenida inspección de la casa, que primero se había encaramado al tejado de la herrería, que de allí había pasado al de la casa y que después se había descolgado por la chimenea de la cocina con una cuerda hecha de tiras cortadas de su propia sábana; y como el señor Pumblechook era muy categórico y tenía carruaje propio, lo cual parecía darle derecho a atropellar a todo el mundo, se acordó que la cosa debía haber ocurrido como él decía. Es cierto que el señor Wopsle gritó desatinadamente: «¡No!», con la débil malicia de un hombre cansado: pero fue unánimemente desoído, puesto que no tenía teoría alguna que ofrecer y, además, estaba en mangas de camisa; eso sin contar con que, habiéndose vuelto de espaldas al fuego para secarse los pantalones, echaba mucho humo por detrás, lo cual no era, que digamos, muy a propósito para inspirar confianza.

Esto es todo lo que oí aquella noche antes de que mi hermana me cogiera, cual si mi presencia fuera una ofensa para la vista de los visitantes, y me ayudara a subir a mi cuarto con mano tan fuerte que me pareció llevar puestas cincuenta botas, todas chocando contra los cantos de los escalones. El estado de mi espíritu, del que he dado cuenta al principio, empezó antes de que me levantase a la mañana siguiente, y duró hasta mucho tiempo después de que el asunto perdiera su actualidad y dejara de ser mencionado, salvo en ocasiones excepcionales.