La aparición de una fila de soldados haciendo sonar las culatas de sus fusiles en el umbral de nuestra puerta hizo que todos los invitados se levantasen atropelladamente y motivó que la señora Joe, que volvía de la cocina con las manos vacías, se detuviese con los ojos muy abiertos en mitad de una asombrada exclamación:
—¡Válgame el cielo y válgame Dios! ¿Qué ha pasado con el pastel?
El sargento y yo entramos en la cocina, mientras la señora Joe se quedaba mirando, y en esta crisis yo recobré en parte el uso de mis sentidos. El sargento era el que me había hablado antes, y ahora paseaba la mirada por los circunstantes, mientras con la mano derecha extendida parecía que les ofreciese las esposas, y con la izquierda se apoyaba en mi hombro.
—Ustedes perdonen, señoras y caballeros —dijo el sargento—; pero como le he dicho en la puerta a este lindo rapaz —cosa que no había hecho—, estoy dando una batida en nombre del rey y necesito al herrero.
—¿Y para qué puede usted necesitarlo? —preguntó la señora Joe, pronta en resentirse de que él fuese necesario para algo.
—Señora —respondió el galante sargento—, hablando por mi cuenta respondería que para tener el honor y el gusto de conocer a su agraciada esposa; hablando en nombre del rey, respondo que para un pequeño trabajo.
Estas palabras fueron acogidas como una muestra de finura y cortesía, hasta el punto de que el señor Pumblechook exclamó de modo que le pudiesen oír:
—¡Bien dicho!
—Vea usted, herrero —dijo el sargento, que ya había adivinado que éste era Joe—, hemos tenido un accidente con estas esposas y nos encontramos con que el cierre de una de ellas no encaja y el juego no funciona. Y como las necesitamos para emplearlas inmediatamente, ¿quiere usted echarles un vistazo?
Joe las examinó y declaró que el arreglo requería que se encendiese la fragua y probablemente unas dos horas de trabajo.
—¿Sí? Entonces será mejor que se ponga usted a ello en seguida, herrero —dijo el expeditivo sargento—, puesto que se trata del servicio de Su Majestad. Y si mis hombres pueden echar una mano, cuente usted con su ayuda.
Con lo cual llamó a sus hombres, que fueron entrando en la cocina uno tras otro, apilando sus armas en un rincón. Y luego se quedaron formando corro, como acostumbran hacerlo los soldados, ora con las manos cruzadas delante, ora descansando una rodilla o un hombro, ora aflojando un cinto o una mochila, ora abriendo la puerta para escupir envarados al patio por encima de sus tiesos corbatines.
Yo veía todas estas cosas sin darme cuenta de que las veía, porque me hallaba en un paroxismo de miedo. Pero, empezando a percibir que las esposas no eran para mí y que los militares habían hecho olvidar lo del pastel, hasta el punto de hacerlo pasar a segundo término, recobré un poco de mi perdida serenidad.
—¿Tiene usted la bondad de decirme qué hora es? —dijo el sargento, dirigiéndose al señor Pumblechook, como a un hombre cuyas apreciativas facultades justificaban la suposición de que llevaba la hora exacta.
—Son las dos y media en punto.
—No está mal —dijo el sargento reflexionando—; aunque me viese obligado a detenerme aquí cerca de dos horas, no importaría. ¿Qué distancia cuentan ustedes que hay de aquí a los marjales? No será más de una milla, me figuro.
—Una milla exacta —dijo la señora Joe.
—Está bien. Empezaremos a rodearlos a la caída de la tarde. Un poco antes de oscurecer. Éstas son mis órdenes.
—¿Forzados, sargento? —preguntó el señor Wopsle con aire de enterado.
—Sí —respondió el sargento—. Dos. Es cosa sabida que aún corren por los marjales, y no tratarán de escapar de ellos antes de oscurecer. ¿Nadie ha visto alguno de estos pájaros?
Todos, excepto yo, respondieron negativamente. Nadie pensó en mí.
—¡Bien! —dijo el sargento—. Espero que se van a encontrar cercados más pronto de lo que se figuran. ¡Vamos, herrero! Si usted está dispuesto, Su Majestad el Rey también lo está.
Joe se había quitado la chaqueta, el chaleco y la corbata, se había puesto el mandil de cuero y había pasado a la herrería. Uno de los soldados abrió las contraventanas, otro encendió el fuego, otro acudió al fuelle, el resto se agrupó alrededor de las llamas, que pronto empezaron a rugir. Entonces Joe empezó a martillear y a hacer sonar el hierro y todos los demás lo contemplamos.
El interés de la inminente persecución no sólo absorbió la atención general, sino que hasta hizo que mi hermana se sintiese generosa. Llenó un jarro de cerveza del barril, para los soldados, e invitó al sargento a tomar una copa de brandy. Pero entonces el señor Pumblechook exclamó vivamente:
—Déle usted vino, señora. Puedo garantizar que no hay alquitrán en él.
Así el sargento le dio las gracias y dijo que, como prefería la bebida sin alquitrán, tomaría el vino, si les era igual. Cuando se lo dieron, brindó por Su Majestad, formulando los votos propios de aquellas festividades, se lo bebió de un trago y se chupó los labios.
—Buen caldo, ¿eh, sargento? —dijo el señor Pumblechook.
—Le voy a decir una cosa —replicó el sargento—; sospecho que esta botella la ha traído usted.
El señor Pumblechook, con una risa satisfecha, dijo:
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—Porque —repuso el sargento dándole una palmada amistosa en el hombro— usted es un hombre que sabe distinguir.
—¿Usted cree? —dijo el señor Pumblechook con su risa de antes—. Tome otro vaso.
—Con usted. Vamos a brindar —replicó el sargento—. Lo alto de mi vaso con el pie del suyo, el pie del suyo con lo alto del mío, que choquen una vez, que choquen dos veces, no hay canción mejor en los vasos musicales. A su salud. ¡Que viva usted mil años y no sea nunca peor juez de las cosas de lo que lo es en este momento!
El sargento volvió a vaciar el vaso y parecía dispuesto a aceptar otro. Noté que el señor Pumblechook, en su hospitalidad, parecía olvidar que había regalado el vino, pues tomó la botella de manos de la señora Joe y se apropió todo el mérito de hacerla circular en su rapto de cordialidad. Hasta yo bebí un poco. Y tan generoso se sintió, que pidió la otra botella y la hizo circular con la misma largueza en cuanto se hubo terminado la primera.
Contemplándolos así agrupados alrededor de la fragua y viendo lo que se divertían, pensé en qué terrible y sabrosa salsa, para una comida, había resultado mi fugitivo amigo de los marjales. Nuestros invitados no habían disfrutado ni la cuarta parte de lo que disfrutaban ahora, antes de que la fiesta se viese animada por la excitación que él proporcionaba. Y ahora, mientras todos se prometían alegremente que «los dos rufianes» serían atrapados, mientras el fuelle parecía rugir contra los fugitivos, el fuego llamear para ellos, el humo correr en su persecución, Joe martillear para ellos y todas las lóbregas sombras de la pared moverse amenazándolos, según la llama crecía o se apagaba, mi joven y compasiva fantasía me llevó a imaginar que la pálida tarde, ahí fuera, había palidecido por su culpa, pobres desgraciados.
Por fin, Joe terminó su trabajo y cesaron el martilleo y los rugidos. Mientras se ponía la chaqueta, Joe encontró el valor suficiente para proponer que algunos de nosotros fuésemos con los soldados para ver qué resultado daba la batida. El señor Pumblechook y el señor Hubble rehusaron con el pretexto de fumar una pipa y gozar de la compañía de las señoras, pero el señor Wopsle dijo que iría si iba Joe. Joe dijo que contara con él y que me llevaría a mí, si la señora Joe no veía inconveniente. Estoy seguro de que no habríamos obtenido el permiso para ir, de no haber sido por la curiosidad que sentía la señora Joe por conocer los detalles y enterarse de cómo terminaba la cosa. De todos modos, lo único que especificó fue:
—Si me traes al chico con la cabeza rota por un balazo, no me vengas a que yo se la componga.
El sargento se despidió muy finamente de las damas y se separó del señor Pumblechook como un camarada, aunque dudo que fuese tan sensible a los méritos de aquel caballero, en estado seco, como después de mojarse el gaznate. Sus hombres volvieron a tomar los fusiles y se alinearon. El señor Wopsle, Joe y yo recibimos orden rigurosa de mantenernos en la retaguardia y de no pronunciar una sola palabra una vez estuviésemos en los marjales. Cuando nos encontramos al aire libre y mientras seguíamos decididamente la marcha hacia el objeto de la expedición, murmuré traidoramente al oído de Joe: «Espero, Joe, que no los encontremos». Y Joe me respondió del mismo modo: «Daría un chelín por que hubiesen escapado».
No se nos unió ningún curioso del lugar, porque el tiempo estaba frío y amenazador, el camino era fatigoso y de mal andar, iba oscureciendo y todos tenían buenos fuegos en sus casas y celebraban la fiesta. Algunos rostros se asomaron a las ventanas iluminadas siguiéndonos con la vista, pero nadie salió. Pasamos junto al poste indicador y tomamos la dirección del cementerio. Allí nos detuvimos unos minutos, obedeciendo a un ademán del sargento, mientras dos o tres de sus hombres se dispersaban entre las tumbas y examinaban de paso el porche. Volvieron sin haber encontrado nada, y luego salimos a los marjales abiertos por la puerta lateral del cementerio. Allí nos azotó el rostro una fría cellisca impulsada por el viento del este, y Joe me tomó a cuestas.
Ahora nos hallábamos en la melancólica llanura donde poco se figuraban todos que ocho o nueve horas antes hubiese estado yo viendo a los dos hombres escondidos. Empecé a pensar con gran temor si, en caso de que diéramos con ellos, se figuraría mi forzado particular que era yo quien había traído a los soldados. Él me había preguntado si no sería yo un diablejo traidor, y había añadido que tenía que ser un pequeño sabueso bien feroz si facilitaba su persecución.
¿Creería ahora que yo era de veras un diablejo traidor y un pérfido sabueso que le había vendido?
De nada valía hacerse ahora esta pregunta. Allí estaba yo, sobre los hombros de Joe, y allí estaba Joe, debajo de mí, saltando las zanjas como un cazador y exhortando al señor Wopsle para que no se rompiera las romanas narices y no se quedara atrás. Los soldados iban delante de nosotros, desplegados en una ancha línea con un intervalo de hombre a hombre. Íbamos siguiendo la dirección que yo había tomado por la mañana y de la cual me había desviado a causa de la niebla. O la niebla no se había extendido aún, o el viento la había dispersado. A los mortecinos resplandores de la puesta del sol, el faro, la horca y el montículo de la batería, así como la orilla opuesta del río, se distinguían claramente, aunque todo se veía de un color de plomo.
Con el corazón martilleando como un herrero sobre los anchos hombros de Joe, miré a mi alrededor buscando algún indicio de la presencia de los forzados. No pude ver ninguno, no pude oír ninguno. Más de una vez, el señor Wopsle me había alarmado enormemente con sus resoplidos y sus jadeos; pero ahora ya conocía estos sonidos y podía distinguirlos del objeto de nuestra persecución. Tuve un susto terrible cuando creí oír aún el ruido de la lima; pero sólo era la esquila de un cordero. Las ovejas dejaban de pacer y nos miraban tímidamente; y las vacas, con la cabeza vuelta, de espaldas al viento y la cellisca, nos miraban airadas, como si nos hicieran responsables de ambas molestias; pero aparte de esto, y del temblor que la muerte del día suscitaba en cada brizna de hierba, nada rompía el desolado silencio de los marjales.
Los soldados avanzaban hacia la vieja batería, y nosotros seguíamos algo rezagados, cuando, de pronto, nos detuvimos todos. Porque en alas del viento y de la lluvia había llegado hasta nosotros un grito prolongado. El grito se repitió. Venía de lejos, de la parte del este, pero era sostenido y fuerte. Aún más, parecía haber dos o más gritos dados a la vez, a juzgar por la confusión del sonido.
De esto estaban hablando en voz baja el sargento y los más próximos de sus hombres cuando Joe y yo los alcanzamos. Después de escuchar un rato, Joe, que era un buen juez, se mostró de acuerdo en que eran dos, y el señor Wopsle, que era un mal juez, se mostró también de acuerdo. El sargento, un hombre resuelto, ordenó que no se respondiera al grito, pero que se cambiara el rumbo y que sus hombres se dirigieran al sitio de donde venía, dando un rodeo. Torcimos hacia la derecha, donde estaba el este, y Joe se puso a dar unas zancadas tan prodigiosas que tuve que agarrarme fuerte para no caer.
Era ya ahora una franca carrera, lo que Joe llamó, en las dos únicas palabras que pronunció en todo aquel tiempo, «una ventolera». Bajábamos y subíamos taludes, saltábamos barreras, chapoteábamos en las zanjas, y nos abríamos paso entre ásperos juncos: nadie miraba dónde ponía los pies. Al acercarnos a los gritos, se hizo cada vez más evidente que había más de una voz. A veces los gritos parecían cesar por completo, y entonces los soldados se detenían. Cuando volvían a oírse, los soldados corrían hacia ellos más rápidos que nunca, y nosotros, a la zaga. Al cabo de un rato habíamos corrido así tanto, que pudimos oír una voz que gritaba: «¡Asesino!», y otra que decía: «¡Forzados! ¡Escapados! ¡Guardias! ¡Por aquí!». Después ambas voces parecieron ahogadas por una lucha, y más tarde volvieron a gritar. Llegando a este punto, los soldados corrieron como gamos, y Joe a la par de ellos.
El sargento fue el primero en adelantarse cuando alcanzamos el lugar de donde partían los gritos, y dos de sus hombres corrieron junto a él. Tenían los fusiles armados y apuntando cuando llegamos los demás.
—¡Aquí están los dos! —jadeó el sargento, bregando en el fondo de una zanja—. ¡Rendíos! ¡Malditos seáis! ¡Parecéis dos bestias salvajes! ¡Separaos!
Chapoteaba el agua, salpicaba el barro, llovían los golpes y los juramentos cuando algunos hombres más bajaron al fondo de la zanja para ayudar al sargento y sacaron, a rastras y por separado, a mi forzado y al otro. Ambos sangraban y jadeaban y maldecían y se agitaban; pero, desde luego, los reconocí en el acto.
—¡Recuerden! —dijo mi forzado, limpiándose la sangre del rostro con las mangas rotas y sacudiéndose de los dedos unos mechones de pelo— que fui yo quien le cogí. ¡Yo se lo entregué a ustedes! ¡Recuérdenlo!
—No es cosa en que valga mucho la pena insistir —dijo el sargento—, y de poco le servirá estando como está usted en el mismo aprieto. ¡Vengan las esposas!
—No espero que me sirva de nada. Ni deseo que me sirva de más de lo que me sirve ahora —dijo mi forzado con una nerviosa carcajada—. Yo lo he cogido y él lo sabe. Esto me basta.
El otro forzado estaba lívido y por añadidura la antigua señal que tenía en la mejilla izquierda parecía llena de magulladuras y rasguños por todas partes. Jadeaba de tal modo que no pudo hablar hasta que le hubieron esposado, y tuvo que apoyarse en un soldado para no caerse.
—Tengan cuidado, guardias, ha querido matarme —fueron sus primeras palabras.
—¿Que he querido matarle? —dijo mi forzado desdeñosamente—. ¿He querido, y no lo he hecho? Le he cogido y lo he entregado; esto es lo que he hecho. No sólo he impedido que huyera de los marjales, sino que le he traído a rastras hasta aquí. Este bandido, señores, se las da de caballero. Ahora los pontones, gracias a mí, recobran a su caballero. ¿Matarle yo? No valía la pena matarle, cuando podía hacer algo peor, arrastrándole para que lo devuelvan a donde estaba.
El otro aún jadeaba:
—Ha querido… ha querido… matarme. Ustedes… ustedes son testigos.
—¡Oiga! —dijo mi forzado al sargento—. Sin ayuda de nadie me escapé del barco. Lo mismo me habría escapado de estas llanuras heladas… (mire mi pierna: no encontrará usted el grillete), si no hubiese descubierto que él estaba aquí. ¿Dejarle en libertad? ¿Dejarle que se aprovechase del medio que yo descubrí? ¿Dejar que volviese a hacer de mí su instrumento? ¿Otra vez? No, no y no. Aunque hubiese tenido que morir en el fondo de esta zanja —e hizo un enérgico ademán con sus manos esposadas—, le hubiera tenido agarrotado entre mis manos hasta que ustedes hubiesen venido a quitármelo.
El otro fugitivo, que evidentemente tenía un miedo horroroso de su compañero, repitió:
—Ha querido matarme. De no haber llegado ustedes ya estaría muerto.
—¡Miente! —dijo mi forzado, con terrible energía—. Ha nacido embustero y morirá embustero. Mírenle la cara. ¿No lo lleva escrito en ella? Que me mire a los ojos. Le desafío a que lo haga.
El otro, haciendo un esfuerzo para sonreír desdeñosamente —que no pudo, sin embargo, fijar el nervioso movimiento de su boca en ninguna expresión determinada—, miró a los soldados, miró a los marjales que nos rodeaban, miró al cielo, pero no miró al que acababa de hablar.
—¿Lo ven ustedes? —prosiguió mi forzado—. ¿No ven cuán ruin es? ¿No ven esta mirada baja y huidiza? Así estaba cuando nos juzgaron. Nunca me miró.
El otro, sin dejar de mover los labios resecos y volviendo inquietamente los ojos a su alrededor, acabó por posarlos un momento en su compañero, diciendo: «No hay mucho que mirar en ti»; y lanzó una provocativa mirada a las manos amanilladas del otro. Entonces mi forzado se exasperó de tal modo, que se le habría arrojado encima de no haberse interpuesto los soldados.
—¿No les decía yo —dijo entonces el otro forzado— que me mataría si podía? —Y cualquiera podía ver que se estremecía de miedo y que le brotaban de los labios unos curiosos copos blancos que parecían nieve fina.
—Basta ya de esta charla —dijo el sargento—. Enciendan las antorchas.
Mientras uno de los soldados, que llevaba una cesta en vez de fusil, se ponía de rodillas para abrirla, mi forzado se volvió por primera vez y me vio. Yo me había bajado de los hombros de Joe al llegar al borde de la zanja y no me había movido desde entonces. Le miré ansiosamente cuando él me miró e hice un leve ademán con las manos y la cabeza. Había estado aguardando a que me viese para tratar de asegurarle mi inocencia. No supe si llegó siquiera a comprender mi intención, pues me dirigió una mirada que no entendí, y todo fue cosa de un momento. Pero, aunque me hubiese estado mirando una hora o un día entero, no habría podido recordar en adelante una expresión más atenta en su rostro que la que entonces le vi.
El soldado que llevaba la cesta pronto hizo lumbre y encendió tres o cuatro antorchas, tomando una para sí y distribuyendo las otras. Había estado casi oscuro antes, pero ahora acababa de oscurecer y, al cabo de poco, hubo cerrado la noche. Antes de dejar aquel sitio, cuatro soldados puestos en corro dispararon dos veces al aire. En seguida vimos otras antorchas encendidas a alguna distancia detrás de nosotros, y otras en los marjales del otro lado del río.
—Perfectamente —dijo el sargento—. ¡En marcha!
No habíamos andado mucho, cuando enfrente de nosotros oí estallar algo en mi oído.
—Le esperan a bordo —dijo el sargento a mi forzado—; saben que llegan ustedes; no se quede atrás, amigo. ¡Acérquese!
Los dos hombres iban separados, cada uno rodeado de su guardia. Yo me había cogido de la mano de Joe y Joe llevaba una de las antorchas. El señor Wopsle era partidario de volverse a casa, pero Joe estaba resuelto a ver el final y así todos continuamos con el destacamento. Había ahora un camino bastante aceptable, la mayor parte de él a la orilla del río, excepto cuando alguna represa, con un molino en miniatura y una fangosa compuerta más allá, le obligaba a desviarse. Cuando me volvía a mirar, no podía ver otras luces que las de los que nos seguían. Las antorchas que llevábamos dejaban caer grandes manchas de fuego en el camino, y yo podía verlas en el suelo humeando y chisporroteando. No podía ver nada más, excepto una negra oscuridad. Nuestras luces calentaban el aire con su llama resinosa, y los dos prisioneros parecían disfrutar con ello mientras andaban cojeando en medio de los fusiles. No podíamos ir deprisa a causa de su cojera, y estaban tan agotados que dos o tres veces tuvimos que detenernos para que descansasen.
Después de andar así cosa de una hora, llegamos a una tosca cabaña de madera junto a un embarcadero. Había un guardia en la cabaña, y nos dio el alto y el sargento hizo una especie de atestado, anotó algo en un libro, y luego el forzado a quien yo llamo el otro forzado fue conducido afuera con su guardia para ser llevado el primero a bordo.
Mi forzado no me miró nunca, excepto una vez. Desde que entramos en la cabaña, permanecía ante el fuego, absorto en sus reflexiones o calentándose ora un pie, ora el otro, y mirándolos pensativo como si los compadeciera por sus recientes aventuras. De pronto, se volvió al sargento y observó:
—Quisiera decir algo referente a esta huida. He de evitar que se sospeche de otras personas por mi culpa.
—Puede usted decir lo que guste —respondió el sargento mirándole fríamente con los brazos cruzados—, pero no es aquí donde debe decirlo. Oportunidad tendrá de hablar de ello y de oír hablar de ello, ¿comprende?, antes de que se dé el asunto por terminado.
—Ya lo sé, pero esto es otra cosa, un asunto aparte. Un hombre no puede dejarse morir de hambre, al menos yo no puedo. Tomé unas vituallas en aquel pueblecito que tiene la iglesia casi en medio de los marjales.
—Quiere usted decir que los robó —dijo el sargento.
—Y les diré de dónde. De la casa del herrero.
—¡Vaya! —dijo el sargento, mirando a Joe.
—¡Vaya, Pip! —dijo Joe mirándome a mí.
—No eran más que unos restos de viandas… y un trago de licor y un pastel.
—¿Por casualidad ha echado usted de menos un pastel, herrero? —preguntó en tono confidencial el sargento.
—Mi mujer acababa de echarlo de menos en el instante preciso de entrar usted. ¿No lo sabes, Pip?
—Entonces —dijo mi forzado, volviéndose hacia Joe con expresión taciturna y sin mirarme—, entonces, ¿usted es el herrero? Siento decirle que me he comido su pastel.
—Dios sabe que sólo deseo que le aproveche, es decir, por lo que a mí me toca —respondió Joe, haciendo una salvedad a cuenta de la señora Joe—. No sabemos lo que ha hecho usted, pero no habríamos querido que por ello tuviese que morir de hambre, pobre hombre. ¿No es cierto, Pip?
Aquel algo que ya había notado antes hizo tic-tac en la garganta del hombre, y éste se volvió de espaldas. El bote había vuelto, y su guardia estaba dispuesta; así pues, le seguimos al embarcadero, hecho de toscas piedras y pilotes, y vimos cómo le hacían entrar en el bote donde remaban otros forzados como él. Nadie pareció sorprendido de verle, o interesado por verle, o contento de verle o pesaroso de verle, ni dijo una palabra, a excepción de alguien que gruñó como si se dirigiese a unos perros: «¡Aflojad!», que era la señal para mojar el remo. A la luz de las antorchas, vimos el negro pontón anclado a cierta distancia del fango de la orilla, como una negra arca de Noé. Enjaulado y rodeado y amarrado por gruesas cadenas de mohoso hierro, el barco prisión le pareció a mis ojos infantiles estar encadenado como los mismos prisioneros. Vimos el bote llegar al costado del buque, vimos al hombre subir por la borda y desaparecer. Luego los cabos de las antorchas fueron echados al agua, donde silbaron y se apagaron, como si todo hubiese terminado con ellos.