Estaba seguro de encontrar un guardia en la cocina esperando para prenderme. Pero no solamente no había guardia alguno, sino que aún no se había descubierto el robo. La señora Joe estaba prodigiosamente atareada arreglando la casa para las solemnidades del día y Joe había sido relegado al umbral de la cocina para que estuviera lejos del cogedor, un utensilio con el cual, tarde o temprano, el destino le hacía topar siempre que mi hermana estaba limpiando rigurosamente los suelos de la vivienda.
—¿Dónde diablos has estado? —fue el saludo navideño de la señora Joe cuando yo y mi conciencia hicimos nuestra aparición.
Respondí que había ido a oír los villancicos.
—¡Ah! ¡Bien! —observó la señora Joe—. Cosas peores podías haber hecho.
«No hay duda», pensé.
—Tal vez si no fuese la mujer de un herrero y, lo que es igual, una esclava que no puede quitarse nunca el delantal, también yo habría ido a oír los villancicos —dijo la señora Joe—. Me gustan los villancicos y ésta es la mejor razón para que no pueda oírlos nunca.
Joe, que se había arriesgado a entrar en la cocina detrás de mí, a medida que el cogedor se había ido retirando ante nosotros, se pasó el revés de la mano por la nariz en respuesta a una mirada que le asestó la señora Joe con aire conciliatorio, y cuando ésta desvió los ojos, disimuladamente, puso en cruz sus dedos índices y me los mostró como señal convenida de que la señora Joe estaba de mal humor. Éste era en ella un estado tan normal que Joe y yo, durante semanas enteras, éramos, por lo que toca a nuestros dedos, como monumentales cruzados por lo que toca a sus piernas.[3]
Íbamos a tener una comida soberbia, consistente en una pierna de cerdo en adobo con verduras y un par de pollos asados. Un magnífico pastel de carne había sido hecho el día antes (lo cual explicaba que no se hubiese echado de menos la carne picada) y el pudín, que estaba ya a punto de hervir. Estos vastos preparativos fueron causa de que nos despacharan sin contemplaciones en lo tocante al desayuno.
—Porque no estoy —dijo la señora Joe—, porque no estoy a estas horas para comilonas y fregoteos de platos. Con el trabajo que me aguarda, ¡os lo prometo!
Así pues, recibimos nuestras raciones de pan con mantequilla en la mano como si fuésemos dos mil soldados en una marcha forzada y no un niño y un hombre en su casa, y tomamos sorbos de leche y agua, con cara de disculparnos por ello, de un jarro del aparador. Entretanto, la señora Joe mudaba las cortinillas blancas y ponía un nuevo volante floreado a la repisa de la ancha chimenea, en sustitución del viejo, y desenfundaba los muebles de la sala al otro lado del pasillo; éstos no se descubrían en ninguna otra ocasión, antes pasaban el resto del año envueltos en una bruma de papel blanco, que se hacía extensiva a los cuatro perritos de loza blanca de encima de la chimenea, cada uno con la nariz negra y una cestita de flores en la boca, y cada uno reproducción exacta de los demás. La señora Joe era una mujer muy limpia, pero poseía el arte exquisito de hacer su limpieza más incómoda y desagradable para los demás que la misma suciedad. La limpieza vale casi tanto como la piedad, y hay personas que hacen lo mismo con su religión.
Como mi hermana tenía tanto que hacer, iba a ir a la iglesia por delegación; es decir, íbamos a ir Joe y yo. Con sus ropas de trabajo, Joe era un herrero fornido, con el aire característico de los de su oficio; con su atuendo de las fiestas, parecía más que nada un espantajo bien acomodado. Nada de lo que llevaba entonces le sentaba bien o parecía pertenecerle, y todo lo que llevaba entonces le picaba. En aquella ocasión, salió de su cuarto, al gozoso repiqueteo de las campanas, hecho una estampa de la desdicha, con su terno completo de penitente dominical. En cuanto a mí, me figuro que mi hermana debía tener, en general, la idea de que yo era un joven delincuente a quien un policía comadrón había pescado (el día de mi nacimiento) y se lo había entregado a ella para que lo castigara de acuerdo con la ultrajada majestad de la ley. Siempre se me había tratado como si me hubiese empeñado en nacer contra todos los dictados de la razón, la religión y la moral, y a pesar de los argumentos disuasivos de mis mejores amigos. Hasta cuando me llevaban a que me hicieran un traje nuevo, el sastre recibía instrucciones para hacer de él una especie de reformatorio, sin dejarme gozar, bajo ningún concepto, del libre uso de mis miembros.
En consecuencia, Joe y yo, al dirigirnos a la iglesia, debíamos de resultar un espectáculo conmovedor para cualquier espíritu compasivo. Sin embargo, lo que yo padecía por fuera no era nada comparado con lo que sufría por dentro. Los terrores que me habían invadido cada vez que la señora Joe se había acercado a la despensa o había salido de la estancia, sólo podían igualarse con el remordimiento con que mi espíritu meditaba sobre lo que yo había hecho. Bajo el peso de mi inicuo secreto, me preguntaba si la Iglesia sería lo bastante poderosa para salvarme de la venganza del terrible joven, en caso de que yo lo divulgase a aquella institución. Concebía la idea de que el momento en que, habiendo leído las amonestaciones, el clérigo decía: «¡Ahora declaradlo!», sería para mí el momento de levantarme y pedir una conferencia reservada en la sacristía. No estoy muy seguro de que no hubiese asombrado a nuestra pequeña congregación recurriendo a esta medida extrema, de no haber sido porque estábamos en el día de Navidad, y no en domingo.
El señor Wopsle, el sacristán, iba a comer con nosotros, y con el señor Hubble, el carretero, y la señora Hubble, y el tío Pumblechook (era tío de Joe, pero su mujer se lo había apropiado), que era un rico tratante en granos de la vecina ciudad y tenía carruaje propio. La hora de la comida era la una y media. Cuando Joe y yo llegamos a casa, encontramos la mesa puesta, a la señora Joe vestida, la comida a punto y la puerta principal con el cerrojo descorrido (nunca en ninguna otra ocasión lo tenía) para que los invitados entrasen por ella; todo magnífico y resplandeciente. Y todavía ni una palabra del robo.
Llegó la hora, sin traer ningún alivio a mis angustias, y llegaron los invitados. El señor Wopsle, junto con una nariz romana y una gran frente calva y brillante, tenía una voz profunda de la cual estaba muy orgulloso; de hecho era cosa entendida entre sus amistades que, si le daban pie para ello, sería capaz de dar lecciones al clérigo en persona; él mismo confesaba que si la iglesia estuviese «abierta», es decir, abierta a la competencia, no desesperaría de distinguirse en ella. Como la iglesia no estaba «abierta», él no era otra cosa, como he dicho, que nuestro sacristán. Pero castigaba tremendamente los amén y cuando iniciaba el salmo —siempre recitando el versículo entero—, primero se volvía a mirar a toda la congregación, como diciendo: «¡Ya habéis oído a mi amigo de arriba; tened la bondad de decirme ahora qué os parece este estilo!».
Yo abría la puerta a los invitados —dando a entender que teníamos costumbre de hacerlo— y primero abrí al señor Wopsle, después al señor y la señora Hubble, y, por fin, al tío Pumblechook. N. B. No se me permitía llamarle tío, so pena de los más severos castigos.
—Señora Joe —dijo el tío Pumblechook, un hombrón de media edad, asmático, cachazudo, con una boca como la de un pez, la mirada fija y apagada y el cabello rojo, erizado de tal modo que parecía que se hubiera medio ahogado y acabase de volver en sí en aquel momento—, le traigo, como obsequio del día, señora, una botella de jerez. Y le traigo, señora, una botella de oporto.
Cada Navidad se presentaba, como una gran novedad, exactamente con las mismas palabras, y llevando las dos botellas como si fuesen pesas de gimnasta. Cada Navidad, la señora Joe respondía como respondió entonces:
—¡Oh! ¡Tí-o Pum-ble-chook! ¡Qué amable!
Cada Navidad, él replicaba como entonces:
—No es más de lo que mereces. Y ahora que os he visto a todos tan campantes, ¿cómo anda este medio chelín en calderilla? —con lo cual se refería a mí.
En estas ocasiones comíamos en la cocina y pasábamos después a la sala para tomar las nueces, naranjas y manzanas, lo cual era un cambio parecido al de Joe cuando mudaba su ropa de trabajo por la de las fiestas. Mi hermana estaba extraordinariamente animada en esta ocasión, y, de hecho, estaba siempre más amable en compañía de la señora Hubble que en otra cualquiera. Recuerdo a la señora Hubble como una personilla rizada y angulosa que adoptaba un aire convencionalmente juvenil, porque se había casado con el señor Hubble —en no sé qué remoto período— cuando ella era mucho más joven que él. Recuerdo al señor Hubble como un hombre rudo, cargado de espaldas, que olía a serrín y andaba con las piernas extraordinariamente separadas, de modo que en aquellos días de mi infancia, cuando lo encontraba por la vereda, veía siempre muchas millas de campo entre ellas.
Con tan buena compañía yo tenía que haberme sentido, aunque no hubiese saqueado la despensa, en una falsa posición. Y no era porque me encontrara estrujado en un ángulo de los manteles, con la mesa contra el pecho y un codo Pumblechookiano en el ojo; ni porque no se me permitiera hablar (no tenía deseo alguno de hacerlo), ni porque se me obsequiara con las puntas escamosas de las patas de los pollos, y con aquellos negros retazos de cerdo de que el animal, cuando estaba vivo, había tenido menos motivo para envanecerse. No; todo esto no me habría importado mientras me hubieran dejado tranquilo. Pero no me dejaban tranquilo. Parecían creer que desperdiciaban la ocasión si dejaban de tomarme de vez en cuando como tema de sus conversaciones y aplicarme su moraleja. Se habría dicho que yo era un malhadado novillo en una plaza española; tan duramente me pinchaban estos puyazos morales.
Empezó tan pronto como nos sentamos a comer. El señor Wopsle recitó la acción de gracias en un tono teatral —algo, según se me parece ahora, como una religiosa combinación del fantasma de Hamlet con Ricardo III— y acabó expresando el deseo, muy oportuno, de que todos fuéramos sinceramente agradecidos. Oyendo lo cual, mi hermana me clavó los ojos y me dijo a media voz, en tono de reproche:
—¿Oyes esto? Tienes que ser agradecido.
—Especialmente —dijo el señor Pumblechook— sé agradecido, muchacho, con los que te han criado a fuerza de mano.
La señora Hubble meneó la cabeza y, contemplándome como si tuviese el lúgubre presentimiento de que yo no pararía en cosa buena, preguntó:
—¿Cómo es que los jóvenes nunca son agradecidos?
Este misterio moral pareció indescifrable para todos los reunidos, hasta que el señor Hubble lo resolvió concisamente, diciendo:
—Perversidad natural.
Todos murmuraron entonces:
—¡Es verdad! —Y me miraron de un modo especialmente personal y desagradable.
La autoridad e influencia de Joe eran algo más débiles, si cabe, cuando había visitas que cuando estábamos solos. Pero me ayudaba y consolaba, a su manera, siempre que podía, y en las comidas solía hacerlo dándome salsa, cuando la había. Habiendo salsa aquel día en abundancia, Joe, en este punto, me echó en el plato como un medio cuartillo de ella.
Algo más avanzada la comida, el señor Wopsle criticó el sermón con cierta dureza, indicando qué clase de sermón habría hecho él en la usual hipótesis de que la iglesia estuviese «abierta». Después de obsequiarnos con algunas muestras del discurso, observó que consideraba mal elegido el tema de la homilía de aquel día; lo cual, añadió, era menos excusable cuando había tal abundancia de temas por todas partes.
—Es mucha verdad —dijo el tío Pumblechook—. Ha dado usted en el clavo. Abundancia de temas por todas partes, para los que saben ponerles la sal. Uno no necesita ir muy lejos para encontrar un tema, con tal que tenga el salero a mano.
El señor Pumblechook, después de un breve intervalo de meditación, añadió:
—Vean ustedes el cerdo, por no hablar de otra cosa. ¡Esto es un tema! Si buscan ustedes un tema, ¡ahí tienen el cerdo!
—Es cierto, señor. Muchas lecciones morales para la juventud —repuso el señor Wopsle, y antes de que lo dijera ya vi que me iba a meter en ello— se podrían deducir de este texto.
—Escucha esto —me dijo mi hermana, en un severo paréntesis.
—Cerdos —prosiguió el señor Wopsle, con su voz más profunda y apuntando con su tenedor a mi encendido rostro como si pronunciara mi nombre de pila—. Cerdos eran los compañeros del hijo pródigo. La glotonería del cerdo se nos ofrece como un ejemplo para los jóvenes. —Pensé que no estaba mal viniendo de él, que acababa de alabar el cerdo porque estaba tan gordo y jugoso—. Lo que es detestable en un cerdo es aún más detestable en un niño.
—O en una niña —sugirió el señor Hubble.
—O en una niña, claro está, señor Hubble —asintió, algo picado, el señor Wopsle—; pero aquí no hay ninguna niña.
—Además —dijo el señor Pumblechook, volviéndose vivamente hacia mí—, piensa en lo que tienes que agradecer. Si hubieses nacido chillón…
—Pues no lo era poco: como el que más —dijo mi hermana con gran energia.[4]
Joe me dio más salsa.
—Bueno, quería decir un chillón de cuatro patas —dijo el señor Pumblechook—. Si hubieras nacido así, ¿estarías aquí ahora? No.
—A no ser que fuese en esta forma —dijo el señor Wopsle señalando la fuente con la cabeza.
—Pero no quiero decir en esta forma, señor —replicó el señor Pumblechook, a quien no le gustaba que le interrumpieran—. Quiero decir deleitándose con personas mayores y de mejor conocimiento, instruyéndose con su conversación y regalándose en la abundancia y la comodidad. ¿Estaría él así? No, no estaría así. ¿Y cuál habría sido tu destino? —volviéndose de nuevo hacia mí—. Te habrían vendido por más o menos chelines, según fuera el precio del artículo en el mercado, y Dunstable, el carnicero, se te hubiera acercado mientras estabas acostado en tu paja, te hubiera sujetado con el brazo izquierdo y con el derecho se hubiera remangado la blusa, para sacar un cuchillo del bolsillo de su chaleco, hubiera vertido tu sangre y te hubiera quitado la vida. No se habría hablado de criarte a fuerza de mano entonces. ¡Ni pizca!
Joe me ofreció más salsa, que yo tuve miedo de aceptar.
—Le habrá dado a usted muchas molestias, señora —comentó la señora Hubble, compadeciendo a mi hermana.
—¿Molestias? —repitió ésta—, ¿molestias? —Y se puso a enumerar un pavoroso catálogo de todas las enfermedades de las que yo había sido culpable, y de todos los actos de insomnio que había cometido, y de todos los sitios altos y bajos desde los cuales o a los cuales me había caído, y de todos los chichones que me había hecho, y de todas las veces que me habría querido ver en la tumba, donde yo contumazmente me había negado a ir.
Me figuro que los romanos debían de irritarse unos a otros con sus narices. Tal vez fue por esto por lo que resultaron un pueblo tan inquieto. Sea como fuese, la nariz romana del señor Wopsle me irritó tanto, durante la relación de mis fechorías, que habría querido tirar de ella hasta hacerle aullar. Pero todo lo que había sufrido hasta aquel momento no fue nada comparado con los terribles sentimientos que me dominaron cuando se rompió el silencio que había seguido a la enumeración de mi hermana, durante el cual todos me miraron (como yo percibía dolorosamente) con indignación y aborrecimiento.
—Sin embargo —dijo el señor Pumblechook, volviendo delicadamente la atención de la concurrencia al tema del que se había desviado—, el cerdo, considerado como un guiso, no deja de ser suculento, ¿no es cierto?
—Va usted a tomar un poco de brandy, tío —dijo mi hermana.
¡Dios del cielo, por fin había llegado la cosa! Le parecería flojo, diría que era flojo y yo estaría perdido. Me agarré con ambas manos a la pata de la mesa, por debajo del mantel, y aguardé mi suerte.
Mi hermana fue a por la botella de barro, volvió con el frasco y sirvió el brandy a su tío; ninguno de nosotros lo tomaba. El miserable se entretenía con su vaso —lo tomaba, lo miraba al contraluz, lo volvía a dejar—, prolongaba mi sufrimiento. Mientras tanto, el señor y la señora Joe desembarazaban activamente la mesa para hacer sitio al pastel y al pudín.
Yo no podía apartar la mirada del tío Pumblechook. Sin dejar de agarrarme fuertemente con pies y manos a la pata de la mesa, vi a la miserable criatura jugar con su vaso, levantarlo, sonreír, inclinar la cabeza atrás y echarse el brandy al gaznate. Un instante después, todos los reunidos eran presa de una indecible consternación, al ver que se levantaba bruscamente, daba varias vueltas bailando y tosiendo de un modo aterrador, y corría desolado a la puerta; luego se le vio por la ventana, convulsionado, expectorando violentamente, haciendo los más horribles visajes, y, al parecer, fuera de sí.
Yo continuaba fuertemente cogido, mientras la señora Joe y Joe corrían a auxiliarle. No sabía de qué manera lo había hecho, pero no tenía duda de haberle matado. En mi espantosa situación, sentí una especie de alivio cuando le llevaron de nuevo dentro, y él, mirando, uno después de otro, a todos los reunidos, como si fuesen ellos los que le habían sentado mal, se dejó caer en la silla pronunciando, entre jadeos, esta sola y significativa palabra:
—¡Alquitrán!
¡Yo había acabado de llenar la botella con el jarro de agua de alquitrán! Sabía que no tardaría en sentirse peor. Como un médium de nuestros días, llegué a mover la mesa gracias a la fuerza con que invisiblemente me agarraba a ella.
—¡Alquitrán! —exclamó mi hermana llena de asombro—. Pero ¿cómo podía haber alquitrán en el brandy?
Pero el tío Pumblechook, que era omnipotente en aquella cocina, no quiso ni oír una sola palabra, no quiso que se hablase más del asunto, lo relegó al olvido con un ademán imperioso y pidió ginebra con agua caliente. Mi hermana, que se había puesto a reflexionar de un modo alarmante, tuvo que ocuparse activamente en sacar la ginebra, el agua caliente, el azúcar, la corteza de limón y mezclarlo todo. Por el momento, al menos, me había salvado. Continuaba agarrado a la pata de la mesa, pero ahora era con el fervor de la gratitud.
Poco a poco fui tranquilizándome hasta poder soltarme y participar del pudín. El señor Pumblechook comió también de él. Todos participaron del pudín. Ya se estaba terminando y el señor Pumblechook se iba reanimando bajo el estimulante influjo de la ginebra. Yo empezaba a creer que mi día iba a pasar sin tropiezo, cuando mi hermana le dijo a Joe:
—Platos limpios, fríos.
En el acto volví a agarrarme a la pata de la mesa y la apreté contra mi pecho como si hubiese sido el compañero de mi infancia y el amigo de mi corazón. Adiviné lo que venía y sentí que esta vez estaba perdido de veras.
—Para terminar —dijo mi hermana dirigiéndose a sus invitados, llena de amabilidad— van a probar ustedes un obsequio exquisito y delicioso del tío Pumblechook.
¡Iban a probarlo! ¡Que no lo esperasen!
—Sepan ustedes —dijo mi hermana levantándose— que se trata de un pastel; un apetitoso pastel de cerdo.
Los circunstantes murmuraron unas palabras de cumplido. El tío Pumblechook, consciente de haber merecido bien de sus semejantes, dijo, con bastante animación, después de todo:
—Bien, señora Joe; haremos todos un esfuerzo. ¡Venga el pastel que lo cortaremos!
Mi hermana salió a buscarlo. Oí sus pasos dirigiéndose a la despensa. Vi al señor Pumblechook balanceando su cuchillo; vi renacer el apetito en las narices del señor Wopsle. Oí cómo el señor Hubble observaba que un poco de sabroso pastel de cerdo podía ponerse, sin causar daño, encima de todo lo que uno pudiera imaginar, y oí decir a Joe:
—Tú también comerás, Pip.
Nunca he estado seguro de si proferí un alarido de terror solamente en espíritu o de una manera materialmente audible para los demás. Sentí que no podía resistir más y que debía escapar. Solté la pata de la mesa y eché a correr como un loco.
Pero no pasé de la puerta de la calle, porque allí fui a dar de cabeza con un destacamento de soldados con sus fusiles, uno de los cuales me mostró un par de esposas, diciendo:
—¡A punto vienes! ¡Vamos, adelante!