Era una mañana fría y muy húmeda. Había visto chorrear la humedad por el exterior de mi ventanilla como si un duende hubiese estado llorando allí toda la noche y usado mis cristales como pañuelo. Ahora veía la humedad extendida sobre los setos desnudos y la mezquina hierba, formando unas a modo de gruesas telarañas que colgaban de brizna en brizna y de rama en rama. En cada barrera y en cada portillo el agua se hacía pegajosa, y la niebla de los marjales era tan espesa que el brazo de madera del poste que indicaba a los forasteros la dirección de nuestro lugar —dirección que nunca seguían, porque no venía allí nadie— permaneció invisible para mí hasta que casi estuve debajo de él. Y entonces, al levantar los ojos y verlo gotear, parecióle a mi conciencia oprimida un fantasma que me condenase a los pontones.
La niebla era aún más espesa cuando salí a los marjales, de manera que, en vez de correr yo hacia las cosas, parecía que las cosas corrieran hacia mí. Esto era muy enojoso para un espíritu culpable. Los portillos, las zanjas y los ribazos me salían bruscamente al paso como si gritasen con toda claridad: «¡Un muchacho que ha robado un pastel de cerdo! ¡Detenedle!». Las vacas se me echaban encima con parecida precipitación, como si me dijeran con su mirada muy fija y sus narices humeantes: «¡Eh! ¡Ladroncillo!». Un buey negro, con corbata blanca —que hasta tenía para mi conciencia excitada cierto aire curialesco—, me clavó tan obstinadamente la vista y volvió su maciza cabeza de una manera tan acusadora al pasar yo, que le dije gimoteando:
—¡No he podido evitarlo, señor! ¡No lo he cogido para mí! —Y entonces él bajó la cabeza, resopló, arrojando una nube de vapor por sus narices y desapareció dando una coz y meneando la cola.
Mientras tanto, yo me iba acercando al río; pero por deprisa que fuese, no podía calentarme los pies, a los cuales la fría humedad parecía remachada como estaba remachado el hierro a la pierna del hombre a cuyo encuentro corría. Conocía bastante bien el camino de la batería, porque había estado allí un domingo con Joe, y Joe, sentado sobre un viejo cañón, me había dicho que cuando yo fuese su aprendiz con todas las de la ley, tendríamos allí nuestros holgorios. Sin embargo, confundido con la niebla, acabé por encontrarme desviado a la derecha y tuve que buscar el camino retrocediendo a lo largo de la orilla del río, entre las piedras sueltas sobre el lodo y las estacas que servían para señalar la marea. Andando por allí a toda prisa, acababa de cruzar una zanja que sabía muy cercana a la batería, y de trepar a un montículo inmediato, cuando vi al hombre sentado ante mí. Estaba vuelto de espaldas, tenía los brazos cruzados y daba cabezadas, agobiado por el sueño.
Pensé que estaría más contento si aparecía ante él con su almuerzo de aquella manera inesperada; así pues, me llegué a él de puntillas y le toqué el hombro. Se levantó de un salto, ¡y no era el mismo hombre, sino otro!
Y, no obstante, este hombre iba también vestido de burdo paño gris, y llevaba un gran hierro en la pierna, y cojeaba y estaba ronco y temblaba de frío, y era en todo igual al otro; sólo que no tenía el mismo rostro y llevaba un sombrero de fieltro bajo de copa y ancho de alas. Vi todo esto en un momento, porque tuve un momento para verle; me lanzó un juramento, me lanzó un golpe —fue un golpe vago y débil que no me alcanzó y que casi le echó de bruces, pues le hizo tropezar— y luego corrió a zambullirse en la niebla, tropezando dos veces mientras corría, y desapareció.
«Es el joven», pensé, sintiendo, al identificarle, una punzada en el corazón. Con toda seguridad, habría sentido también una punzada en el hígado, si hubiese sabido dónde lo tenía.
Pronto, sin embargo, llegué a la batería, y allí encontré al hombre que buscaba, abrazándose a sí mismo y cojeando de un lado a otro como si toda la noche no hubiera dejado de abrazarse y cojear. Me esperaba. Debía de estar terriblemente helado. Casi temí verle caer ante mí muerto de frío. Sus ojos, además, delataban un hambre tan espantosa, que cuando le entregué la lima, pensé que habría tratado de comérsela, si no hubiese visto mi lío. No me volvió boca abajo esta vez para quitarme lo que llevaba, sino que me dejó de pie mientras yo abría el hatillo y vaciaba mis bolsillos.
—¿Qué hay en la botella, muchacho? —preguntó.
—Brandy —respondí.
Ya estaba echándose la carne picada al gaznate de una manera muy curiosa —más como si la estuviese guardando presuroso en algún sitio, que como si la estuviese comiendo—, pero la dejó para beber del licor. Y todo el rato temblaba tan violentamente que tenía dificultad en conservar el gollete de la botella entre los dientes sin romperlo.
—Me parece que ha cogido usted calentura —dije.
—Lo mismo creo yo, muchacho —respondió.
—Es mala cosa estar ahí —le dije—. Ha pasado usted la noche en los marjales y éstos son el demonio para dar las fiebres. Y para pescar un reuma.
—Pues antes de que me maten, voy a desayunar —dijo él—. Lo haría aunque después tuvieran que colgarme de aquella horca de allí abajo. Ya venceré los temblores, te lo aseguro.
Engullía carne picada, jamón, pan, queso y pastel de cerdo, todo a la vez, mirando entretanto recelosamente la niebla que nos rodeaba e interrumpiéndose —interrumpiendo hasta el movimiento de sus quijadas— para escuchar. Algún sonido real o imaginario, algún ruido en el río o el resoplido de una res en los marjales, le sobresaltó y le hizo decir, de pronto:
—¿No eres un diablillo traidor? ¿No has traído a nadie contigo?
—¡No, señor! ¡No!
—¿Ni le has dicho a nadie que te siguiera?
—¡No!
—Bien —dijo—. Te creo. Serías un sabueso bien feroz, si a tus años fueses capaz de ayudar a la caza de un pobre bicho acorralado, tan cercano como yo a la muerte y al muladar.
Algo sonó en su garganta, como si tuviera dentro una máquina de reloj que fuese a dar la hora, y el hombre se pasó la andrajosa manga por los ojos.
Compadecido de su desolación y, viendo cómo gradualmente iba haciendo desaparecer el pastel, me atreví a decir:
—Me alegra que sea de su gusto.
—¿Has dicho algo?
—Decía que me alegra que sea de su gusto.
—Sí, lo es. ¡Gracias, muchacho!
A menudo me había entretenido viendo comer a un perrazo que teníamos, y ahora notaba una marcada semejanza entre la manera de comer del perro y la del hombre. El hombre daba fuertes y repentinos mordiscos, igual que el perro. Tragaba, o mejor dicho, arrebataba cada bocado, demasiado pronto y demasiado de prisa; y miraba de través a uno y otro lado mientras comía, como si creyera que había peligro, en todas direcciones, de que alguien viniera a quitárselo. Estaba demasiado inquieto para saborearlo con tranquilidad o para que nadie pudiese acercársele, pensé yo, sin que él le diera un mordisco. En todo lo cual se parecía mucho al perro.
—Temo que no deje usted nada para él —dije tímidamente, después de un silencio durante el cual había estado dudando si sería o no cortés hacer la observación—. No queda ya nada que yo pueda sacar de donde he cogido esto. —Era la certidumbre de este hecho lo que me impulsaba a hacer la insinuación.
—¿Dejar nada para él? ¿Quién es él? —dijo mi amigo, dejando de morder el pastel.
—El joven. Aquel de quien me habló usted. El que estaba escondido con usted.
—¡Ah, ya! —replicó, con bronca risa—. ¿Él? Sí, sí. Él no necesita comida.
—Pensé que tenía cara de necesitarla —dije yo.
El hombre dejó de comer y, con expresión sorprendida, me lanzó una mirada escrutadora.
—¿Que tenía cara de necesitarlo? ¿Cuándo?
—Ahora mismo.
—¿Dónde?
—Allí —dije, señalándolo—; allí abajo, donde le encontré dando cabezadas y le tomé por usted.
El hombre me agarró por el cuello y me miró de tal modo que empecé a pensar que había vuelto a acometerle su primera idea de cortarme el pescuezo.
—Vestido como usted, ¿sabe?, pero con un sombrero —expliqué, temblando—; y… y… —quería decirlo con delicadeza—, y con… la misma razón para desear una lima. ¿No oyó usted el cañón anoche?
—Entonces, ¡era el cañón! —dijo, para consigo mismo.
—Me extraña que no estuviese usted seguro de ello —respondí—, porque lo oímos desde casa, que está más lejos y además teníamos cerradas las puertas y ventanas.
—¡Oh, verás! —dijo—. Cuando un hombre anda solo por estos llanos, con la cabeza débil y el estómago vacío, muerto de frío y de necesidad, no oye más que disparos de cañón y voces que gritan. Y no solamente oye. Ve a los soldados, con sus casacas rojas, alumbrados por las antorchas, que le rodean. Oye gritar su número, oye cómo le llaman, oye el ruido de los fusiles, las voces de mando: «¡Prepárense! ¡Ahora! ¡Apuntadle bien!», y siente que le ponen la mano encima… ¡y no hay nada! Y no ha sido sólo un destacamento de perseguidores lo que he visto anoche, avanzando en formación, malditos sean, con su tram tram. Un centenar he visto. ¡Y en lo que a cañonazos se refiere!, hasta después de clarear el día, he visto la niebla agitada por los disparos… Pero este hombre —había dicho todo lo anterior como si hubiese olvidado mi presencia—, ¿has notado algo en él?
—Tenía el rostro lleno de magulladuras —dije, recordando lo que apenas sabía que supiese.
—¿No aquí? —exclamó el hombre, golpeándose sin compasión la mejilla izquierda con la mano abierta.
—¡Sí! ¡Ahí!
—¿Dónde está? —Se embutió lo que quedaba de comida en el pecho, bajo su chaqueta gris—. Muéstrame por dónde iba. Voy a cazarle como a un perro. ¡Maldito sea este hierro que me lastima la pierna! Dame la lima, muchacho.
Le indiqué en qué dirección la niebla había ocultado al otro hombre, y él levantó hacia allí los ojos por un instante. Luego se arrojó sobre la hierba espesa y mojada y se puso a limar su hierro como un loco, sin preocuparse de mí ni de su pierna, que tenía una antigua rozadura y sangraba, pero que él trataba tan rudamente como si no tuviese más sensibilidad que la lima misma. Me daba mucho miedo, ahora que se había excitado de aquel modo, y al mismo tiempo temía estar demasiado tiempo fuera de mi casa. Le dije que debía irme, pero no me hizo ningún caso, de manera que pensé que lo mejor que podía hacer era escabullirme de allí. La última vez que le vi, tenía la cabeza inclinada sobre la rodilla y trabajaba furiosamente en su grillete, murmurando impacientes imprecaciones contra él y contra su pierna. Lo último que oí fue, al detenerme en medio de la niebla para escuchar, la lima que aún chirriaba.