Mi hermana, la señora de Joe Gargery, tenía veinte años más que yo, y se había ganado gran fama entre los vecinos porque me había criado «a fuerza de mano». Habiendo tenido que descubrir por mí mismo el significado de esta expresión, y hallando que mi hermana tenía la mano dura y pesada, y acostumbraba descargarla sobre su marido tanto como sobre mí, vine a deducir que tanto Joe como yo habíamos sido criados a fuerza de mano.
Mi hermana no era ninguna belleza; y yo tenía la impresión general de que debía de haber conducido a Joe al matrimonio a fuerza de mano. Joe era un hombre guapo, con el plácido rostro oreado con rizos rubios y los ojos de un azul tan desvaído que parecía que las pupilas se le hubieran mezclado con el blanco. Era un muchacho pacífico, complaciente, acomodadizo, algo simple: una especie de Hércules por la fuerza, y también por la debilidad.
Mi hermana, la señora Joe, con el cabello y los ojos negros, tenía en el cutis una rojez tan dominante que yo a veces me preguntaba si no sería posible que usara para lavarse, en vez de jabón, un rallador. Era alta y huesuda, y siempre llevaba puesto un tosco delantal sujeto por detrás con dos presillas y provisto por delante de un pechero cuadrado inexpugnable, erizado de agujas y alfileres. De llevar siempre este delantal, hacía ella un gran mérito para sí y un fuerte reproche para Joe. Aunque yo no veo en realidad para qué tenía que llevarlo, y si lo llevaba, por qué no podía quitárselo cada día de su vida.
La herrería de Joe estaba contigua a nuestra casa, que era de madera, como lo eran muchas viviendas de nuestro país —la mayor parte, en aquel tiempo—. Cuando llegué corriendo del cementerio, la herrería estaba cerrada. Y Joe estaba sentado, solo, en la cocina. Como Joe y yo éramos compañeros de fatigas y, como tales, teníamos nuestras confidencias, Joe me hizo una tan pronto levanté el picaporte y atisbé por la abertura de la puerta, frente a la cual estaba él sentado, en el rincón de la chimenea.
—La señora Joe ha salido a buscarte, Pip, una docena de veces, y ahora ha vuelto a salir a hacer la del fraile.
—¿De veras?
—Sí, Pip —dijo Joe—; y lo que es peor, se ha llevado a Tickler.[1]
Al oír esta aciaga noticia me quedé muy abatido mirando al fuego y dando vueltas al único botón de mi chaleco. Tickler era un trozo de caña encerado y bruñido por sus frecuentes colisiones con mi cuerpo.
—Estaba sentada —dijo Joe— y de pronto se levantó, agarró a Tickler y salió alborotada. Esto es lo que hizo —repitió Joe, escarbando lentamente el fuego con el hurgón y contemplando las brasas—. Salió alborotada, Pip.
—¿Hace mucho que salió, Joe? —Siempre le trataba como una especie de niño grande, que no dejaba de ser un igual mío.
—Bueno —respondió Joe, mirando el reloj—, esta última vez debe de hacer cinco minutos que está alborotando, Pip. ¡Ahora vuelve! Ponte detrás de la puerta, muchacho, y resguárdate con el toallero.
Seguí su consejo. Mi hermana, la señora Joe, abriendo la puerta de un empujón y encontrando un obstáculo detrás, inmediatamente adivinó la causa, y mandó a Tickler a completar la investigación. Terminó por arrojarme —yo le servía a menudo de proyectil conyugal— sobre Joe, quien, contento de apoderarse de mí de cualquier modo que fuese, me hizo pasar al lado de la chimenea y disimuladamente me hizo una barrera con su enorme pierna.
—¿Dónde has estado tú, mico? —dijo la señora Joe pataleando—. O me dices en seguida lo que has estado haciendo para que yo me consumiese de enojo y de susto y de ansiedad, o te he de arrancar de este rincón aunque fueses tú cincuenta Pips y éste cien Gargerys.
—No he ido más que al cementerio —dije desde mi taburete, llorando y restregándome las ronchas.
—¡Al cementerio! —repitió mi hermana—. De no ser por mí, tiempo hace que estarías tú en el cementerio, y para siempre. ¿Quién te crió a fuerza de mano?
—Tú —dije yo.
—¿Y por qué lo hice? ¡Eso quisiera saber! —exclamó mi hermana.
—No lo sé —gemí.
—¡Yo soy quien no lo sabe! —dijo mi hermana—. ¡Pero no me cogerán en otra! Eso sí que lo sé. Puedo decir en verdad que no me he quitado este delantal desde que naciste. No me basta con ser la mujer de un herrero (y de un Gargery, además) que aún tengo que ser tu madre.
Mis pensamientos se desviaron de esta cuestión mientras contemplaba el fuego desconsoladamente. Porque el fugitivo de los marjales con su hierro en la pierna, el joven misterioso, la lima, la comida, el terrible compromiso en que me hallaba de cometer un latrocinio bajo aquel techo protector, todo se levantaba contra mí de entre las brasas vengadoras.
—¡Ah! —dijo la señora Joe, volviendo a Tickler a su lugar—. ¿Al cementerio, decís? Podéis hablar del cementerio, vosotros dos. —Por cierto que uno de nosotros no había dicho nada—. Es a mí a quien llevaréis al cementerio entre ambos, un día de éstos; y bonita pareja haréis cuando no me tengáis.
Mientras ella se aplicaba a disponer las cosas para el té, Joe me miró por encima de su pierna como si estuviese comparando nuestras tallas y calculando qué clase de pareja haríamos en las aflictivas circunstancias pronosticadas. Luego empezó a acariciarse las rubias patillas y los rizos del lado derecho, mientras seguía con sus ojos azules los movimientos de la señora Joe, como tenía por costumbre cuando había borrasca.
Mi hermana tenía una manera brusca de prepararnos nuestro pan con mantequilla que nunca variaba. Primero con la mano izquierda sujetaba fuertemente el pan contra su pechero… donde a veces se clavaba un alfiler o una aguja que luego nos encontrábamos en la boca. Después, tomaba algo de mantequilla (no mucha) con un cuchillo, y la extendía sobre el pan a la manera de un boticario cuando hace un emplasto, usando ambas caras del cuchillo con prodigiosa destreza, y ajustando y moldeando la mantequilla alrededor de la corteza. Después, daba al cuchillo un enérgico restregón final en el canto del emplasto y aserraba una gruesa rodaja de pan que, finalmente, antes de separarla del todo, dividía en dos mitades: una para Joe y otra para mí.
En aquella ocasión, aunque me acuciaba el apetito, no osaba comer mi pedazo. Comprendía que debía tener algo reservado para mi temible conocido y su compañero, el todavía más temible joven. Sabía que la señora Joe era una administradora de las más rígidas, y que podía muy bien ocurrir que mis culpables pesquisas no hallasen nada de provecho en la despensa. En consecuencia, resolví guardar mi pedazo de pan con mantequilla en una pernera del pantalón.
El esfuerzo que tuve que hacer para mantener y cumplir esta resolución resultó tremendo. Fue como si me hubiese decidido a arrojarme desde el tejado de una casa muy alta o a zambullirme en unas aguas profundas. Y Joe, inconsciente, me lo hacía más difícil. En nuestra ya mencionada masonería de compañeros de fatigas, y en su bondadosa camaradería para conmigo, habíamos tomado la costumbre de comparar todas las noches la manera en que hacíamos desaparecer nuestros pedazos de pan, ofreciéndolos silenciosamente de vez en cuando, a nuestra mutua admiración, lo cual estimulaba nuestros esfuerzos. Aquella noche, Joe me invitó varias veces con la exhibición de su pedazo de pan, que disminuía rápidamente, a entrar en la amistosa competencia de costumbre; pero cada vez me encontró con mi taza de té sobre una de las rodillas y mi pan intacto sobre la otra. Al cabo consideré, con desesperación, que no tenía más remedio que hacer lo que me proponía y que sería mejor hacerlo de la manera menos improbable que permitían las circunstancias. Aproveché un momento en que Joe acababa de mirarme, y me metí el pan en la pernera del pantalón.
Joe estaba evidentemente inquieto por lo que suponía mi falta de apetito y dio a su pedazo de pan un mordisco distraído que no pareció proporcionarle ninguna satisfacción. Lo revolvió en la boca, más tiempo que de costumbre y, después de cavilar un buen rato, lo engulló todo como si fuese una píldora. Iba a tomar otro bocado y acababa de ladear la cabeza para abarcar un buen trozo, cuando sus ojos dieron conmigo y vio que todo mi pan había desaparecido.
El pasmo y la consternación con que Joe se detuvo en medio de su acción y se quedó mirándome fueron demasiado manifiestos para escapar a la observación de mi hermana.
—¿Qué ocurre ahora? —dijo con acritud, dejando su taza sobre la mesa.
—¡Pero criatura! —murmuró Joe, moviendo la cabeza con aire de seria reconvención—. ¡Pip! Te va a hacer daño. Se te atascará en algún sitio. Es imposible que lo hayas masticado, Pip.
—Bueno, ¿qué pasa? —repitió mi hermana con más acritud que antes.
—Si puedes devolver una parte tosiendo, te aconsejo que lo hagas —dijo Joe—; los modales son los modales, pero la salud es lo primero.
En ese momento, mi hermana, completamente desesperada, se arrojó sobre Joe, y asiéndole por las patillas estuvo un rato haciéndole chocar de cabeza contra la pared; mientras tanto yo permanecía sentado en mi rincón mirando con expresión culpable.
—Bueno, tal vez ahora me dirás lo que pasa —dijo mi hermana, jadeante—, cabeza de cerdo embobado.
Joe levantó los ojos hacia ella con desaliento; con el mismo desaliento tomó otro bocado y se volvió hacia mí.
—¿Sabes, Pip? —dijo solemnemente Joe, con su último bocado en un carrillo y hablando en tono confidencial, como si estuviéramos completamente solos—, tú y yo siempre seremos amigos, y yo sería el último en delatarte. ¡Pero una… —movió su silla, miró el espacio de suelo que mediaba entre nosotros y luego a mí otra vez— una engullida tan extraordinaria como ésta!
—¿Ha estado engullendo el pan? —exclamó mi hermana.
—¿Sabes, querido? —dijo Joe, mirándome a mí y no a la señora Joe, con el bocado todavía en el carrillo—, yo mismo engullía cuando tenía tu edad (muy a menudo) y de muchacho he sido de los mayores engullidores; pero jamás había visto una engullida como la tuya, Pip, y ha sido un favor de Dios que no hayas caído muerto.
Mi hermana se echó sobre mí y me pescó por los cabellos; sin decir nada más que estas horrendas palabras:
—Ven a que te dé la medicina.
Algún bestia de médico había resucitado en aquellos días el agua de alquitrán como un magnífico remedio, y la señora Joe guardaba siempre una provisión de ella en la alacena, pues tenía fe en sus virtudes, proporcionada a lo horrible de su sabor. Había veces en que se me administraba tal cantidad de aquel elixir, como reconstituyente de primer orden, que yo tenía conciencia de ir por el mundo oliendo como una valla nueva. Aquella noche la urgencia del caso requería un cuartillo de aquel brebaje, que me echaron al gaznate, mientras, para mayor comodidad mía, la señora Joe me tenía sujeta la cabeza debajo de su brazo, igual que una bota puesta en un sacabotas. Joe escapó con medio cuartillo, y lo tuvo que tomar (con gran disgusto suyo y mientras estaba sentado mascullando y meditando ante el fuego) porque se le había revuelto el estómago. A juzgar por lo que a mí me ocurría, se le revolvió con toda certeza después, si no se le había revuelto antes.
La conciencia es una cosa terrible cuando acusa a quienquiera que sea: hombre o niño. Pero cuando, en el caso de un niño, aquel peso secreto coopera con otro peso secreto en la pernera de sus pantalones, es, como puedo atestiguarlo, un gran castigo. El culpable convencimiento de que iba a robar a la señora Joe —nunca pensé que fuera a robar a Joe, porque nunca pensé que nada de la casa fuese suyo—, unido a la necesidad de mantener siempre una mano sobre mi pan cuando estaba sentado o cuando andaba por la cocina en cumplimiento de algo que se me ordenase, casi me volvió loco. Luego, cuando el viento de los marjales reanimó el fuego y avivó las llamas, creí oír afuera la voz del hombre del grillete en la pierna que me había hecho jurar el secreto, declarando que no podía ni quería estar hambriento hasta mañana y que tenía que comer en seguida. Otras veces pensaba: ¡Y si el joven a quien él con tanta dificultad mantuvo alejado de mí, cedía a la impaciencia de la naturaleza o equivocaba el tiempo, y se creía con derecho a mi hígado y mi corazón esta noche en vez de mañana! Si alguna vez el terror hizo erizar el cabello de alguien, el mío debió erizarse entonces. Pero tal vez esto no sucede nunca.
Era la víspera de Navidad, y yo tenía que menear con la varita de cobre el pudín del día siguiente, desde las siete hasta las ocho en punto. Traté de hacerlo llevando mi peso en la pierna (y esto me hizo pensar de nuevo en el peso de su pierna) y me di cuenta de que no había manera de dominar la tendencia de aquel ejercicio a hacer asomar el pan por encima de mi tobillo. Afortunadamente, pude escurrirme y depositar aquella parte de mi conciencia en mi cuartito del ático.
—¡Oye! —dije, cuando hube terminado mi tarea, y mientras me calentaba en el rincón de la chimenea, antes de que me mandasen a la cama—. ¿Son cañonazos esto, Joe?
—¡Ah! —dijo Joe—. Otro forzado que anda suelto.
—¿Qué quiere decir esto, Joe? —pregunté.
La señora Joe, que siempre tomaba a su cargo las explicaciones, dijo, en tono regañón: «¡Escapado, escapado!», administrando la definición como si fuese agua de alquitrán.
Mientras la señora Joe tenía la cabeza inclinada sobre su costura, yo hice con la boca los movimientos de preguntar:
—¿Qué es un forzado?
Joe hizo con la suya señales de darme una respuesta tan complicada, que sólo pude entender una sola palabra: «Pip».
—Anoche se escapó un forzado —dijo Joe en voz alta— después del cañonazo de la puesta de sol. Y dispararon para dar aviso de ello. Y parece que hoy están disparando por otro.
—¿Y quién dispara? —pregunté.
—¡Demonio de chico! —interpuso mi hermana, mirándome ceñuda por encima de su labor—. ¡Qué preguntón es! No hagas preguntas, y no te dirán mentiras.
No me pareció muy cortés para consigo misma, el suponer que había de decir mentiras, aunque fuera yo quien preguntase. Pero ella nunca se mostraba cortés, a no ser que hubiera visitas.
En este punto, Joe aumentó grandemente mi curiosidad, abriendo la boca como para decir una palabra que me pareció «mal humor». Así es que moví la mía como diciendo: «Ella». Pero Joe hizo como si no lo viera, y volvió a abrir toda la boca y trató de imitar muy distintamente la pronunciación de la palabra, a pesar de lo cual no entendí nada.
—Señora Joe —dije yo, como último recurso—, me gustaría saber, si no le importa mucho, ¿de dónde vienen los cañonazos?
—¡Bendito sea el niño! —exclamó mi hermana, como si no quisiera decir esto, sino todo lo contrario—. De los pontones.
—¡Oh! —dije, mirando a Joe—. ¡Pontones!
Joe tosió en tono de reproche, como diciendo: «Bien, ya te lo había dicho».[2]
—Y, por favor, ¿qué son los pontones? —pregunté.
—¡Así es él! —exclamó mi hermana, apuntándome con la aguja enhebrada y amenazándome con la cabeza—. Respóndele a una pregunta y enseguida os hará otras doce. Los pontones son unos barcos que sirven de prisión al otro lado de los marjales.
—No sé a quiénes meten en esos barcos y por qué los meten allí —dije yo, como hablando en general, y con serena desesperación.
Esto era ya demasiado para la señora Joe, quien inmediatamente se levantó:
—¡Te lo voy a decir, jovencito! —dijo—. No te he criado a fuerza de mano para que fastidies a todo el mundo. Si lo hubiese hecho, sería en mí una falta y no un mérito. Meten a las personas en los pontones porque asesinan, y porque roban, y porque falsifican, y hacen toda clase de cosas malas; y siempre empiezan haciendo preguntas. Y ahora, ¡vete a la cama!
Nunca se me concedía una vela para irme a la cama, y mientras subía a oscuras la escalera, con un hormigueo en la cabeza —debido a que el dedal de la señora Joe había estado tamborileando en ella, para acompañar sus últimas palabras—, caí despavorido en la cuenta de la gran conveniencia de tener los pontones tan a mano. Yo estaba, evidentemente, en el camino que a ellos conducía. Había empezado haciendo preguntas, e iba a robar a la señora Joe.
Desde aquel momento, tan lejano ahora, he pensado a menudo que pocos conocen cuánta reserva puede caber en un niño sometido al terror. Por irracional que sea su terror, mientras sea terror. Yo sentía un miedo mortal de aquel joven que quería comérseme las entrañas; sentía un miedo mortal de mi interlocutor del grillete en la pierna; sentía un miedo mortal de mí mismo a causa de la terrible promesa que me habían arrancado; no tenía esperanza de socorro por parte de mi todopoderosa hermana, que me rechazaba a cada punto; me horroriza pensar lo que habría sido capaz de hacer, si me lo hubiesen exigido, en mi secreto terror.
Si llegué a dormir aquella noche, fue sólo para imaginarme flotando en el río, arrastrado hacia los pontones por una fuerte marea; y que, al pasar por el patíbulo, un pirata fantasma me gritaba con una bocina que más me valía salir a la orilla y que me ahorcasen ya, antes que aplazarlo más. Tenía miedo de dormir porque, aunque hubiera tenido sueño, sabía que, al primer resplandor del alba, tenía que robar la despensa. Nada podía hacer durante la noche, porque en aquel tiempo no se podía obtener luz con sólo frotar un fósforo; para tener luz, habría tenido que golpear el pedernal con un eslabón, y habría hecho un ruido como el del mismo pirata cuando hacía rechinar sus cadenas.
Tan pronto como la aterciopelada negrura que se percibía a través de mi ventana empezó a rayarse de gris, me levanté y bajé a la cocina, en tanto que cada tabla de la escalera y cada grieta en cada tabla gritaban tras de mí: «¡Al ladrón!» y «levántese, señora Joe». En la despensa, que estaba mejor provista que de costumbre, debido a la época del año, me llevé un gran susto por culpa de una liebre colgada por las patas, a la cual me pareció sorprender guiñándome un ojo, mientras estaba medio vuelto de espaldas. No tuve tiempo para cerciorarme de lo que había, ni para escoger, ni para nada, porque se me hacía tarde. Robé un poco de pan, unas cortezas de queso, medio tarro de carne picada (que envolví en mi pañuelo junto con mi pan de la víspera), algo de brandy de una botella de barro (que vertí en un frasco de vidrio que había usado en secreto para hacer, arriba en mi cuarto, aquel fluido embriagador que llamamos agua de regaliz, cuidando después de rellenar la botella de barro con el contenido de un jarro que hallé en la alacena), y cogí, además, un hueso de jamón con muy poca carne y un hermoso y compacto pastel de cerdo. Estuve a punto de irme sin el pastel, pero me sentí tentado de encaramarme a un anaquel para ver qué era lo que tan cuidadosamente estaba guardado en una cazuela tapada que había en un rincón y, viendo que era el pastel, me lo llevé con la esperanza de que no estuviera previsto que nos lo comiéramos en seguida y de que no se echara en falta hasta pasado algún tiempo.
Había en la cocina una puerta que comunicaba con la herrería; di vuelta a la llave, descorrí el cerrojo y cogí una lima de entre las herramientas de Joe. Después volví a dejar los cerrojos como los había encontrado y, abriendo la puerta por donde había entrado la víspera al volver a casa, la cerré y eché a correr hacia los brumosos marjales.