31

Lloyd Simcoe pensaba a menudo en su hija de siete años, Joan, que ahora vivía en Japón. Por supuesto, cada pocos días hablaban por videófono, y Lloyd trataba de convencerse de que verla y oírla era tan satisfactorio como abrazarla, como hacerla rebotar en su rodilla, como apretar su mano mientras paseaban por el parque, como limpiar sus lágrimas cuando se caía y se lastimaba una rodilla.

La amaba enormemente y estaba orgulloso de ella más allá de lo que podía describir. Sí, a pesar de su nombre occidental, no se parecía en nada a él; sus rasgos eran totalmente asiáticos. De hecho, se parecía muchísimo a la pobre Tamiko, la hermana a la que nunca había conocido. Pero su aspecto no importaba; la mitad de Joan procedía de Lloyd. Más que su premio Nóbel, más que los trabajos que había publicado solo o con otros, ella era su inmortalidad.

Y aunque procedía de un matrimonio que no había durado, Joan lo llevaba bien. Sí, Lloyd no dudaba que en ocasiones desearía que su padre y su madre siguieran juntos, pero había asistido a la boda de su padre con Doreen, quedándose con el corazón de todos los presentes al ir echando las flores para la mujer que pronto sería su madrastra.

Madrastra. Medio hermana. Ex mujer. Ex marido. Nueva esposa. Permutaciones; la panoplia de interacciones humanas, de formas de constituir una familia. Casi nadie seguía casándose en grandes ceremonias, pero Lloyd había insistido. Las leyes en casi todos los estados y provincias de Norteamérica decían que, si dos adultos vivían juntos el tiempo suficiente, estaban casados; si dejaban de vivir juntos, dejaban de estarlo. Así de simple, sin más papeleos y sin el dolor que los padres de Lloyd habían padecido, sin la histeria y el sufrimiento que Dolly y él habían presenciado, conmocionados mientras el mundo se derrumbaba a su alrededor.

Pero Lloyd había querido la ceremonia; antes lo había rechazado por el miedo a crear otro hogar roto (una expresión que, había advertido, en la última edición del Merriam-Webster calificaban como «arcaica»). Estaba decidido a no volver a sentirse amilanado por el pasado, así que Doreen y él lo habían hecho a lo grande: una estupenda fiesta, había dicho todo el mundo, una noche para recordar, llena de bailes, música, risa y amor.

Doreen ya había pasado la menopausia cuando se conocieron. Por supuesto, en aquellos tiempos ya había procedimientos y técnicas para haber tenido un hijo, de haberlo deseado. Lloyd estaba más que dispuesto; ya era padre, pero no le negaría a ella la posibilidad de ser madre. Pero Doreen había rechazado la idea. Estaba contenta con su vida antes de conocer a Lloyd, y la disfrutaba aún más ahora que estaban juntos. Pero no anhelaba los hijos, no buscaba la inmortalidad.

Ahora que Lloyd se había retirado, pasaban mucho tiempo en la cabaña de Vermont. Por supuesto, las visiones de ambos los habían situado en aquel lugar. Rieron mientras amueblaban el dormitorio, haciendo que tuviera el aspecto exacto que había tenido entonces, colocando con esmero la vieja mesilla de aglomerado y el espejo de pino nudoso.

Allí estaban, tumbados de lado en la cama; ella vestía incluso la camisa Tilley azul oscura. A través de la ventana podían ver los árboles vestidos con los gloriosos colores del otoño. Sus dedos estaban entrelazados. La radio estaba encendida, contando los segundos que restaban hasta la llegada de los neutrinos de Sanduleak.

Lloyd sonrió a Doreen. Ya llevaban casados cinco años. Él suponía que, siendo hijo de un divorcio y estando a su vez divorciado, no debía tener pensamientos ingenuos sobre estar con Doreen hasta la muerte, pero a pesar de todo no dejaba de sentirlo así. Lloyd y Michiko habían encajado muy bien, pero él y Doreen eran perfectos. Ella había estado casada una vez, pero el matrimonio se había roto hacía ya veinte años. Había supuesto que nunca volvería a casarse, por lo que se había acostumbrado a vivir sola.

Y entonces se conocieron, el físico ganador del Nóbel y la pintora, dos mundos totalmente distintos, en muchos aspectos más dispares que el Japón de Michiko y la Norteamérica de Lloyd; pero a pesar de todo habían encajado a la perfección y el amor había surgido entre ambos; ahora él dividía la vida en dos partes, antes y después de Doreen.

La voz de la radio seguía desgranando los segundos.

—Diez segundos. Nueve. Ocho.

La miró y sonrió, y ella le devolvió el gesto.

—Seis. Cinco. Cuatro.

Lloyd se preguntó lo que vería en el futuro, pero había una cosa que no dudaba en ningún momento.

—¡Dos! ¡Uno!

Deparara lo que deparase el porvenir, Doreen y él estarían siempre juntos.

¡Cero!

Lloyd recibió una breve imagen fija de él y Doreen, mucho mayor, mayor de lo que hubiera creído posible para ellos, y entonces...

Sin duda, no morirían. Sin duda, si su conciencia hubiera dejado de existir, no vería nada.

Su cuerpo podía haberse ajado, pero... un rápido vistazo, el destello de una imagen...

Un nuevo cuerpo, todo plata y oro, suave y brillante...

¿Un androide? ¿Una forma robótica para su conciencia humana?

¿O un cuerpo virtual, nada más (o menos) que una representación del interior de un ordenador?

Su perspectiva cambió.

Ahora contemplaba la Tierra desde cientos de kilómetros de altura. Nubes blancas la cubrían por todas partes, y el sol se reflejaba en los vastos océanos.

Pero...

Pero, en el breve instante en el que percibió aquello, pensó en que quizá no se trataba del océano, sino del continente de Norteamérica, resplandeciente, su superficie cubierta por una red de metal y maquinaria, todo el planeta convertido literalmente en una Gran Telaraña Mundial.

Y entonces su perspectiva cambió otra vez, pero de nuevo contempló la Tierra, o lo que pensó que podía ser la Tierra. Sí, sí, lo era sin duda, pues allí estaba la Luna alzándose. Pero el Océano Pacífico era menor, cubriendo sólo un tercio de lo que alcanzaba a ver, y la costa oeste de Norteamérica había cambiado de forma radical.

El tiempo restallaba; los continentes habían tenido milenios para desplazarse a nuevas ubicaciones.

Y siguió desplazándose...

Vio la luna girando cada vez más lejos de la Tierra, y entonces...

Pareció algo instantáneo, pero quizá hubiera tomado miles de años: la Luna desmoronándose en la nada.

Otro cambio...

Y la propia Tierra reduciéndose, menguando, encogiéndose, empequeñeciendo hasta ser un mero guijarro, y entonces...

Otra vez el sol, pero...

Increíble.

El sol estaba ahora parcialmente enfundado en una esfera metálica, capturando cada fotón de energía generado. La Luna y la Tierra no se habían desmoronado... habían sido desmanteladas. Material en bruto.

Lloyd prosiguió su viaje. Vio...

Sí, había sido inevitable; sí, había leído al respecto hacía incontables años, pero nunca hubiera pensado que viviría para verlo.

La Vía Láctea, el remolino de estrellas que la humanidad llamaba hogar, chocaba contra Andrómeda, su vecina, de mayor tamaño; los dos remolinos se fundían y el gas interestelar brillaba cegador.

Y seguía viajando, adelante, hacia el futuro.

No había tenido nada que ver con la primera vez, pero ¿no era siempre así la vida?

En las primeras visiones, el cambio del presente al futuro había parecido instantáneo. Pero si tomara una cienmilésima de segundo, ¿quién lo hubiera advertido? Y si cada cienmilésima de segundo representara el salto de un año, ¿quién se hubiera enterado? Pero esos 0,00005 segundos multiplicados por ocho miles de millones de años sumaban algo más de una hora, una hora deslizándose, planeando sobre paisajes temporales, nunca centrado en nada, nunca materializándose, nunca desplazando del todo la conciencia apropiada del momento, pero sintiendo, percibiendo, viendo cómo se desarrollaba todo, observando el universo crecer y cambiar, experimentar paso a paso la evolución de la humanidad desde la niñez a...

...a lo que fuera que deparara el destino.

Por supuesto, en realidad Lloyd no estaba viajando. Seguía firmemente en Nueva Inglaterra, y no tenía más control sobre lo que veía o sobre lo que hacía su cuerpo de reemplazo que durante la primera visión. Sin duda, los cambios de perspectiva se habían debido al reposicionamiento de aquello en lo que se había convertido a medida que pasaban los milenios. Debía de existir una especie de persistencia de la memoria, análoga a la persistencia de la visión que hacía posible ver películas. Sin duda, rozaba cada uno de esos tiempos tan sólo un instante fugaz; su consciencia trataba de comprobar si una rebanada del cubo estaba ocupada, y, cuando descubría que así era, algo similar al principio de exclusión (Theo le había escrito para contarle el asunto de Rusch y sus aparentes delirios) le impedía permanecer allí, acelerándolo, llevándolo cada vez más y más hacia el futuro.

A Lloyd le sorprendió que mantuviera su individualidad; había pensado que, si la humanidad lograba sobrevivir millones de años, sin duda lo haría como una conciencia enlazada y colectiva. Pero no había oído otras voces en su mente; por lo que había visto, seguía siendo una entidad única y diferenciada, aunque el frágil cuerpo físico que una vez lo había encapsulado hubiera dejado de existir hacía tiempo.

Había visto la esfera de Dyson rodeando el sol, lo que significaba que la humanidad domeñaría un día tecnologías fantásticas, pero seguía sin ver más inteligencia que la del hombre.

Y entonces llegó como un destello de conocimiento. Lo que estaba sucediendo significaba que no había más vida inteligente en ninguna otra parte; que no había vida en ninguno de los planetas de los doscientos mil millones de estrellas que componían la Vía Láctea, ni, se detuvo para corregirse, en los seiscientos mil millones de estrellas que componían la súper galaxia combinada formada por la intersección de la Vía Láctea y Andrómeda. Tampoco en ninguno de los planetas de cualquiera de las estrellas en los incontables miles de millones de galaxias que conformaban el universo.

Desde luego, todas las conciencias en todas partes tenían que coincidir en lo que constituía el «ahora». Si la conciencia humana rebotaba de un lado a otro, cambiando, ¿no significaba eso que no debía existir ninguna otra, ningún otro grupo intentando imponer qué momento determinado constituía el presente?

En cuyo caso la humanidad estaría absoluta, abrumadora, despiadadamente sola en la vasta oscuridad del cosmos, como única chispa de conciencia que nunca jamás existiría. La vida se había desarrollado feliz en la Tierra durante cuatro mil millones de años antes de los primeros destellos de conciencia, pero, para el 2030, nadie había conseguido duplicar aquella cualidad en una máquina. Ser consciente, saber que aquello fue ayer, que eso era el ahora y que aquello era el mañana, era una increíble casualidad, una coincidencia, una aberración que nunca antes se había dado en la historia del universo, y que nunca se repetiría.

Quizá eso explicara la increíble falta de nervio que Lloyd había observado una y otra vez. Incluso en 2030, la humanidad aún no se había aventurado más allá de la Luna; sesenta y un años después del pequeño paso de Armstrong, nadie había ido todavía a Marte, y no parecía que hubiera ningún plan para hacerlo. Marte, por supuesto, podía llegar a alejarse de la Tierra hasta trescientos setenta y siete millones de kilómetros cuando los dos planetas se situaban en lados opuestos del sol. Una mente humana en Marte, en tales circunstancias, se encontraría a veintiún minutos luz de la de sus congéneres. Incluso la gente que se encontraba la una junto a la otra estaba algo separada en el tiempo; no se veían como eran, sino como habían sido una trillonésima de segundo antes. Sí, un cierto grado de desincronización era claramente tolerable, pero debía de existir un límite superior. Quizá los dieciséis minutos luz se toleraran (la separación entre dos personas en lados opuestos de una esfera de Dyson construida con el radio de la órbita de la Tierra), pero veintiún minutos luz fueran excesivos. O quizá incluso esos dieciséis minutos excedían lo permisible para los seres conscientes. Sin duda, había sido la humanidad la que había construido la esfera de Dyson que Lloyd había observado (aislándose así de la vacua y solitaria vastedad del exterior), pero quizá no estuviera poblada toda la superficie interior. La gente podía concentrarse en una porción determinada. Después de todo, una Esfera de Dyson tenía una superficie millones de veces superior a la de la Tierra; aun usando un décimo del territorio disponible, la humanidad dispondría de más tierras de las que nunca hubiera conocido. La esfera serviría para absorber todos los fotones emitidos por la estrella central, pero quizá la humanidad no la empleara toda como residencia.

Lloyd, o aquello en lo que se había convertido, se descubrió avanzando cada vez más en el futuro. Las imágenes no dejaban de cambiar.

Pensó en lo que había dicho Michiko: Frank Tipler y su teoría sobre que todo el mundo sería, o podría ser, resucitado en el Punto Omega para vivir de nuevo. La física de la inmortalidad.

Pero la teoría de Tipler se basaba en la premisa de que el universo era cerrado, de que tenía masa suficiente como para que su propia atracción gravitatoria lo colapsara todo de vuelta a la singularidad. A medida que los eones volaban, parecía claro que eso no iba a suceder. Sí, la Vía Láctea y su vecina más cercana habían colisionado, pero incluso galaxias enteras eran minúsculas en la escala de un universo siempre en expansión. Aquel alejamiento podría frenarse casi hasta la nada, acercándose al cero en una asíntota, pero jamás se detendría. Nunca existiría un punto omega. Y nunca habría otro universo. Aquella era la única iteración de espacio y tiempo.

Por supuesto, para entonces incluso la esfera de Dyson sin duda había desaparecido; si los astrónomos del siglo veintiuno tenían razón, el sol de la Tierra se expandiría como gigante rojo, engullendo el cascarón que lo rodeaba. Pero la humanidad hubiera dispuesto de una advertencia de miles de años, y sin duda habría emigrado (en masse, si así lo requería la física de la consciencia) a otra parte.

Al menos eso esperaba, pensó Lloyd. Aún se sentía desconectado de todo lo que se le mostraba en fotogramas individuales. Puede que la humanidad se hubiera evaporado al morir el sol.

Pero él, fuera lo que fuese, seguía vivo de algún modo, aún pensante, aún sintiente.

Tenía que haber alguien más con quien compartir todo aquello.

Salvo que...

Salvo que aquel fuera el modo de sellar la inesperada grieta creada por los neutrinos de Sanduleak lloviendo sobre la recreación del primer momento de la existencia.

Eliminar a toda vida extraña. Dejar un único observador cualificado, una forma omnisciente, observándolo... todo, decidiendo la realidad con sus observaciones, cerrando un ahora constante, moviéndose adelante al ritmo inexorable de un segundo por segundo.

Un dios...

Pero en un universo vacío, estéril, sin inteligencia.

Al fin acabó su viaje en el tiempo. Había llegado a su destino, a la apertura; la consciencia de aquel año lejano (si es que la palabra «año» conservaba algún significado, ahora que el mundo cuya órbita lo había definido no existía desde hacía tiempo) había sido evacuada hasta reinos aún más remotos, dejando un sitio que ocupar con la suya.

Claro que el universo estaba abierto. Claro que existiría eternamente. El único modo para que una consciencia del pasado pudiera estar saltando adelante era que existiera un punto aún más lejano al que pudiera moverse la conciencia del presente; si el universo fuera cerrado, el desplazamiento temporal nunca se hubiera producido. Tenía que ser una cadena interminable.

Y ahora, frente a él, se abría el futuro lejano.

Siendo joven, Lloyd había leído La máquina del tiempo, de H.G. Wells y le había atormentado durante años. Pero no por el mundo de los eloi y los morlocks; incluso siendo pequeño, reconocía que se trataba de una alegoría, una obra moral sobre la estructura de clases de la Inglaterra victoriana. No, aquel mundo del 802.701 no era lo que le impresionó. Pero el viajero temporal de Wells hacía en el libro otro viaje, saltando millones de años hacia delante, hasta el ocaso del mundo, cuando las fuerzas de las mareas detuvieron la rotación de la Tierra, de modo que siempre se mostraba la misma cara hacia el sol, rojo e hinchado, un funesto ojo en el horizonte, mientras seres similares a los cangrejos se desplazaban lentamente por una playa.

Pero lo que tenía frente a él parecía aún más sombrío. El cielo era oscuro; las estrellas se habían separado tanto las unas de las otras que sólo unas pocas eran visibles. El único alivio era que esas estrellas, ricas en metales forjados en las generaciones de soles que les habían precedido, brillaban con colores nunca vistos en el joven universo que Lloyd había conocido: había estrellas esmeralda, y púrpura, y turquesa, como gemas en el firmamento de terciopelo.

Y ahora que había llegado a su destino, seguía sin tener el control de su cuerpo sintético; era un pasajero tras unos ojos de cristal.

Sí, seguía siendo sólido, y conservaba su forma física. De vez en cuando alcanzaba a advertir lo que parecía ser un brazo, perfecto, inmaculado, más como metal líquido que como algo biológico, apareciendo y desapareciendo de su campo de visión. Estaba en una superficie planetaria, una vasta llanura de polvo blanco que podría ser nieve, o roca pulverizada, o cualquier otra cosa totalmente desconocida para la patética ciencia de hacía miles de millones de años. No había señal de edificaciones; si uno disfrutaba de un cuerpo indestructible, quizá no se necesitara ni deseara refugio. El planeta no podía ser la Tierra, que había desaparecido hacía mucho, pero la gravedad era similar. No captaba olor alguno, pero sí sonidos; extraños, etéreos sonidos, algo entre un céfiro y música de viento.

Vio que su campo de visión cambiaba al girar. No, no era eso. No había girado, sino que había desviado la atención a otro grupo de entradas, unos ojos en la parte trasera de la cabeza. Bueno ¿y por qué no? Si ibas a fabricarte un cuerpo, bien se podían resolver los problemas del original.

Y, en este nuevo campo de visión, vio otra figura, otra esencia humana encapsulada. Para su sorpresa, el rostro no era liso, no era un simple ovoide. Tenía rasgos intrincados, delicadamente tallados; y si el cuerpo de Lloyd parecía de metal líquido, el otro fluía de mármol verde, veteado, pulimentado, hermoso, una estatua encarnada.

No había nada masculino ni femenino en su forma, pero supo al instante de quién se trataba. Doreen, por supuesto, su esposa, su amada, aquella con la que había deseado pasar la eternidad.

Pero entonces estudió el rostro, los rasgos tallados, los ojos...

Los ojos de almendra.

Y entonces...

Lloyd estaba tumbado en la cama cuando comenzó el experimento, con su mujer al lado. No había modo de hacerse daño cuando perdieran el conocimiento.

—Ha sido increíble —dijo Lloyd cuando terminó—. Absolutamente increíble.

Giró la cabeza, buscó la cabeza de Doreen y la miró.

—¿Qué has visto? —preguntó.

Ella usó la otra mano para apagar la radio, y vio que estaba temblando.

—Nada.

Su corazón dio un vuelco.

—¿Nada? ¿Ninguna visión?

Ella negó con la cabeza.

—Oh, cariño. Lo siento.

—¿Cuánto avanzaste? —preguntó ella. Debía de estar preguntándose cuánto tiempo se había perdido.

Lloyd no sabía cómo expresarlo con palabras.

—No estoy seguro —dijo. Había sido un viaje asombroso... pero le destrozaba pensar que Doreen no viviría para verlo.

Ella trató de parecer fuerte.

—Soy mayor —dijo—. Creía que podría vivir otros veinte o treinta años, pero...

—Estoy seguro de que vivirás —dijo él, intentando mostrar convicción—. Estoy seguro.

—Pero tú tuviste visión...

Lloyd asintió.

—Pero fue... fue de un tiempo muy alejado de éste.

—Enciende la televisión —dijo Doreen al aire; parecía nerviosa—. ABC.

Uno de los cuadros de la pared se convirtió en una pantalla. Doreen se incorporó para ver mejor.

—...gran decepción —dijo la reportera, una mujer blanca de unos cuarenta años—. De momento, nadie ha informado de una visión durante el «apagón». La reproducción del experimento en el CERN pareció funcionar, pero nadie aquí en ABC News, ni en cualquier otra parte que nos haya llamado, ha informado de visiones. Todo el mundo simplemente perdió el conocimiento durante... las primeras estimaciones indican que puede haber pasado hasta una hora mientras duraba la inconsciencia. Como a lo largo del día, Jacob Horowitz se une a nosotros desde el CERN; el Dr. Horowitz formó parte del equipo que produjo el primer fenómeno de desplazamiento temporal, hace veinte años. Doctor, ¿qué significa esto?

Jake se encogió de hombros.

—Bueno, asumiendo que se produjo un desplazamiento temporal, y aún no estamos seguros de ello, por supuesto, debe de haber sido a un tiempo lo bastante lejano en el futuro como para que todos los que en este momento estamos vivos... bueno, no hay un modo agradable de decirlo ¿no? En el que todos los que ahora vivimos hayamos muerto. Si el desplazamiento hubiera sido de ciento cincuenta años, por ejemplo, no es de extrañar, pero...

—Silencio —dijo Doreen, desde la cama—. Pero tú has tenido una visión —dijo a su marido—. ¿Fue tan lejos como dice?

Lloyd negó con la cabeza.

—Más —dijo suavemente—. Mucho más.

—¿Cuánto?

—Millones. Miles de millones.

Doreen no pudo reprimir la risa.

—¡Oh, venga, cariño! Debe de haber sido un sueño. Es evidente que estarás vivo en el futuro, pero soñando.

Lloyd pensó en aquello. ¿Tendría razón? ¿Podía no haber sido más que un sueño todo aquello? Pero había sido tan vívido, tan real...

Y tenía sesenta y seis años, por el amor de Dios. Por muchos años que hubiera saltado en el futuro, si él había tenido una visión otros más jóvenes la hubieran tenido también. Pero Jake Horowitz tenía veinticinco años menos, y sin duda ABC News tenía personal de veinte o treinta años.

Y ninguno había informado de visión alguna.

—No sé —dijo al fin—. No me pareció un sueño.