30

Una de las paredes del bunker estaba cuajada de armarios. Jake cogió de ellos un casco amarillo, indicándole a Moot que hiciera lo mismo. Dentro había un ascensor, así como una escalera que conducía abajo. Jake llamó al ascensor y esperaron unos interminables segundos hasta que llegó la cabina.

—Quien haya entrado debe seguir ahí abajo —dijo—. De otro modo, el ascensor hubiera estado esperando arriba.

—¿No ha podido coger las escaleras?

—Supongo, pero son cien metros, el equivalente a un edificio de treinta plantas. Incluso bajando es agotador.

El ascensor llegó y entraron en él. Jake pulsó los botones para activarlo, pero el descenso fue de una lentitud frustrante, tardando un minuto en llegar hasta el nivel del túnel. Desembarcaron para ver un deslizador esperándolos, y Jake se dirigió hacia él.

—¿No dijo que debería haber dos deslizadores?

—Eso es lo que esperaba, sí.

Jake se sentó en el asiento del conductor, y Moot en el del pasajero. Encendió los faros y activó los ventiladores. El aparato se desplazó hacia arriba y se adentraron en el túnel, en el sentido contrario a las agujas del reloj, a tanta velocidad como permitía el vehículo.

A lo largo del camino, el túnel se enderezó un trecho; lo hacía cerca de los cuatro detectores principales, para evitar la radiación del sincrotrón. En medio de la sección recta vieron la gigantesca cámara hueca, de veinte metros de altura, empleada para albergar el detector solenoidal compacto de muones, con su imán de catorce mil toneladas. En el momento de su construcción, el CMS había costado más de cien millones de dólares americanos. Tras el desarrollo del colisionador de taquiones-tardiones, el CERN lo había vendido, igual que el ALICE, que se encontraba en una cámara similar en otro punto del túnel. El gobierno japonés los había comprado para su empleo en el acelerador KEK de Tsukaba. Michiko Komura había supervisado el desmantelamiento de las inmensas máquinas en Suiza, así como su reensamblaje en Japón. El sonido de los motores del deslizador resonaba en la vasta cámara, lo bastante grande como para albergar un pequeño edificio de apartamentos.

—¿Queda mucho? —preguntó Moot.

—No.

Prosiguieron.

Theo miró al hombre, que seguía arrodillado en el túnel, frente a la bomba de aire.

Mein Gott —dijo el intruso en voz baja.

—Usted —demandó Theo en francés—. ¿Quién es?

—Hola, Dr. Procopides.

Theo se relajó. Si el tipo sabía quién era, no podía ser un intruso. Además, le parecía vagamente familiar.

El hombre miró la sección del túnel por la que había llegado. Entonces metió la mano en la chaqueta de cuero oscuro que vestía y sacó una pistola.

El corazón de Theo dio un vuelco. Por supuesto, hacía años, después de que el joven Helmut mencionara la Glock 9mm, había buscado una imagen del arma en la red. Aquella pistola semiautomática era la que lo apuntaba ahora; en su cargador cabían hasta quince balas.

El hombre miró la pistola, como si también él se sorprendiera al verla en su mano.

—Algo que compré en los Estados Unidos. Allí son mucho más fáciles de conseguir. Y sí, sé lo que está pensando. —Hizo un gesto a la maleta de aluminio con el cronómetro azul—. Piensa que puede ser una bomba, y eso es exactamente. Supongo que la podría haber puesto en cualquier parte, pero bajé al túnel en busca de un lugar en el que esconderla, para que nadie la encontrara. El interior de esa máquina parecía un lugar adecuado.

—¿Qué... —Theo se sorprendió ante el sonido de su propia voz. Tragó saliva, intentando recuperar el control— qué es lo que pretende?

El hombre se encogió de hombros.

—Debería ser evidente. Intento sabotear su acelerador de partículas.

—Pero ¿por qué?

Señaló a Theo con la pistola.

—No me reconoce, ¿no?

—Me parece familiar, pero...

—Vino a visitarme a Alemania. Uno de mis vecinos había contactado con usted; mi visión me había mostrado viendo una noticia grabada en vídeo sobre su muerte.

—Cierto —dijo Theo—. Lo recuerdo.

No se acordaba de su nombre, pero sí del encuentro, hacía veinte años.

—¿Y por qué estaba viendo aquella noticia? ¿Por qué había adelantado la cinta para ver la historia sobre su muerte? Porque comprobaba si tenían alguna prueba que me incriminara. Nunca pretendí matar a nadie, pero lo haré si es necesario. Es justo, ¿no? Usted mató a mi mujer.

Theo comenzó a protestar, a decir que él no había matado a nadie, pero entonces lo recordó. Vino a él la visita a aquel hombre. Su mujer había caído por unas escaleras del metro durante el desplazamiento temporal; se había roto el cuello.

—No había modo de saber lo que iba a pasar, no había modo de prevenirlo.

Claro que podían haberlo prevenido —saltó el hombre... Rusch era su nombre, recordó Theo: Wolfgang Rusch—. Claro que sí. No tenían por qué hacer lo que hicieron. ¡Tratar de reproducir las condiciones del nacimiento del universo! ¡Tratar de forzar la obra de Dios, exponiéndola a la luz del día! Dicen que la curiosidad mató al gato, pero fue su curiosidad, y fue mi mujer la que terminó muerta.

Theo no sabía qué decir. ¿Cómo explicarle la ciencia (la necesidad, la búsqueda) a alguien que era obviamente un fanático?

—Mire —dijo—, ¿dónde estaría el mundo si no...?

—¿Cree que estoy loco? —preguntó Rusch—. ¿Cree que estoy tarado? —sacudió la cabeza—. No soy un tarado. —Buscó en el bolsillo trasero y extrajo su cartera, tratando de sacar una tarjeta laminada amarilla y azul para enseñársela a Theo.

El griego la miró. Era una tarjeta de identificación de profesor en la Universidad Humboldt.

—Profesor numerario —dijo Rusch— del Departamento de Química, doctorado por la Sorbona. —Era cierto. En 2009 le había dicho que enseñaba Química—. Si llego a saber entonces de su papel en todo esto, nunca hubiera hablado con usted. Pero vino a verme antes de que el CERN hiciera pública su responsabilidad.

—¿Y ahora quiere matarme? —el corazón de Theo corría desbocado, tanto que pensó que le iba a estallar. Sintió el sudor empapando todo su cuerpo—. Eso no le devolverá a su esposa.

—Oh, sí, claro que sí.

que estaba loco. Maldición, ¿por qué había bajado solo al túnel?

—No su muerte, por supuesto —dijo Rusch—, pero sí lo que voy a hacer. Sí, recuperaré a Helena gracias al principio de exclusión de Pauli.

Theo se quedó sin habla. Aquel hombre deliraba.

—¿Cómo?

—Wolfgang Pauli —repitió Rusch, asintiendo—. Me gusta decirle a mis estudiantes que me llamo así por él, pero no fue así. Mi nombre viene del tío de mi padre. El principio de exclusión de Pauli, en sus primeros tiempos, sólo se aplicaba a los electrones: dos electrones no podían ocupar simultáneamente el mismo estado energético. Más tarde se expandió para incluir a otras partículas subatómicas.

Theo ya sabía todo aquello, pero trataba de ocultar su creciente pánico.

—¿Y?

—Así que creo que el principio de exclusión también se aplica al concepto del Ahora. Todas las pruebas están aquí: sólo puede haber un ahora: a lo largo de la historia humana, todos hemos estado de acuerdo en qué momento era el presente. Nunca ha habido un instante que parte de la humanidad considerara el ahora, mientras otra lo creyera el pasado, y otra el futuro.

Theo levantó ligeramente los hombros, sin saber adónde conducía todo aquello.

—¿No lo entiende? —preguntó Rusch—. ¿No lo ve? Cuando enviaron la conciencia de la humanidad veintiún años en el futuro, cuando movieron el «ahora» de 2009 a 2030, el «ahora» que debiera haber sido experimentado por la gente en 2030 debió de haberse desplazado a algún otro lugar. ¡El principio de exclusión! Todo momento existe como el «ahora» para aquellos congelados en él, no puedes superponer los «ahoras» de 2009 y 2030; ambos no pueden existir de forma simultánea. Cuando llevaron adelante el ahora de 2009, el de 2030 tuvo que dejar vacante ese tiempo. Cuando oí que iban a reproducir el experimento en el momento exacto que habían mostrado las visiones, todo encajó en su sitio. La supernova de Sanduleak oscilará durante décadas o siglos, así que es probable que el intento de mañana no sea el último. ¿Cree que el ansia de la humanidad por ver el futuro quedará saciado por un vistazo más? Claro que no. Somos voraces en nuestro deseo. Desde la antigüedad, ningún sueño ha sido más seductor que el de conocer el porvenir. Siempre que sea posible cambiar el sentido del ahora, lo haremos... suponiendo que su experimento de mañana tenga éxito.

Theo echó un vistazo a la bomba. Si leía la pantalla correctamente, tenía más de cincuenta y cinco horas antes de que explotara. Trataba de pensar con claridad; no había imaginado lo desconcertante que era tener una pistola apuntando a su corazón.

—Entonces, ¿qué... qué es lo que sugiere? ¿Que si en 2030 no queda un espacio para que la conciencia de 2009 salte al futuro, el primer salto no se producirá jamás?

—¡Exacto!

—Pero eso es una locura. El primer salto ya ha sucedido. Todos hemos vivido veintiún años desde entonces.

—No todos hemos vivido esos veintiún años —le cortó áspero Rusch.

—Bueno, no, pero...

—Sí, ha sucedido, pero yo voy a deshacer eso. Voy a rescribir de forma retroactiva las dos últimas décadas.

Theo no quería discutir con aquel hombre, pero...

—Eso no es posible.

—Sí lo es. ¿No lo ve? Ya he triunfado.

—¿Cómo?

—¿Qué tenían en común todas las visiones la primera vez? —preguntó Rusch.

—N-no...

—¡Actividades de ocio! La vasta mayoría de la población parecía estar de vacaciones, tener el día libre. ¿Y por qué? Porque se les había dicho a todos que ese día no fueran al trabajo, que se quedaran en casa, a salvo, porque el CERN iba a tratar de replicar el desplazamiento temporal. Pero algo sucedió... algo pasó que hizo que la réplica se cancelara, demasiado tarde para que la gente volviera al trabajo. Y, así, la humanidad disfrutó de unas vacaciones inesperadas.

—Lo más probable es que lo que mostró la visión fuera simplemente una versión de la realidad en la que la precognición nunca hubiera sucedido.

—Tonterías —dijo Rusch—. Sí, vimos a algunas personas trabajando, tenderos, vendedores callejeros, policía... Pero casi todos los comercios estaban cerrados, ¿no? Ya ha oído los rumores, que el miércoles 23 de octubre de 2030 se celebraría una gran fiesta en todo el planeta. Puede que un día de desarme mundial, o un primer contacto con los alienígenas. Pero ahora es 2030, y sabe tan bien como yo que no existe tal fiesta. Todo el mundo se había quedado en casa, preparándose para un desplazamiento temporal que nunca llegó. Pero recibieron alguna señal de que no iba a pasar nada, lo que significa que ese mismo día se filtró la noticia de que el colisionador de hadrones tenía una avería. He programado la bomba para que estalle dos horas antes de que lleguen los neutrinos de Sanduleak.

—Pero si algo así hubiera aparecido en las noticias, sin duda alguien lo hubiera advertido en su visión. Alguien hubiera informado de ello.

—¿Quién se quedaría en casa viendo las noticias dos horas en unas vacaciones inesperadas? —preguntó Rusch—. No, estoy convencido de que el escenario que he descrito es el correcto. Lograré desmantelar el CERN; la conciencia de la Tierra en 2030 se quedará en su justo lugar, y el cambio se propagará hacia atrás desde este punto, veintiún años en el pasado, rescribiendo la historia. Mi querida Helena, y todos los demás muertos por su arrogancia, vivirán de nuevo.

—No puede matarme —dijo Theo—. Y no puede mantenerme aquí dos días. La gente advertirá que he desaparecido y bajarán a buscarme. Encontrarán su bomba y la desactivarán.

—Bien pensado —concedió Rusch. Manteniendo con cuidado la pistola apuntando a Theo, se retiró hacia el artefacto. Lo sacó de la bomba de aire, levantándolo por el asidero de la maleta. Debió de notar la expresión de Theo—. No se preocupe —dijo—. No es delicada. —Situó el artefacto en el suelo del túnel y manipuló el mecanismo del contador. Después giró la maleta para que Theo pudiera ver el costado. El griego miró el reloj. Seguía con la retrocuenta, pero ahora indicaba cincuenta y nueve minutos y cincuenta y seis segundos—. La bomba estallará dentro de una hora. Es antes de lo que tenía planeado, y con esta antelación es probable que le hurtemos a la gente su día de vacaciones de pasado mañana, pero el resultado final será el mismo. Mientras la reparación de los daños en el túnel lleve más de dos días, Der Zwischenfall no será repetido. Ahora vamos a pasear un poco. No pienso subirme a un deslizador con usted, ni... Supongo que vino en monorraíl, ¿no? Pues nosotros no. Pero en una hora nos podemos alejar a pie lo suficiente como para no resultar dañados. —Le señaló con la pistola—. Usted primero.

Comenzaron a andar en el sentido contrario a las agujas del reloj, hacia el monorraíl, pero antes de haber avanzado una decena de metros, Theo advirtió un leve zumbido tras ellos. Se giró, al igual que Rusch. Trazando la curva del túnel, a lo lejos, vieron otro deslizador.

—Maldición —dijo Rusch—. ¿Quiénes son?

El pelo rojo y gris de Jake Horowitz era fácil de distinguir, incluso a aquella distancia, pero el otro...

¡Dios! Parecía ser...

Era él, el detective Helmut Drescher de la policía de Ginebra.

—No lo sé, respondió Theo, fingiendo que entrecerraba los ojos para ver mejor.

El deslizador se acercaba rápidamente, y Rusch miró a izquierda y derecha. Había tanto equipo instalado en las paredes del túnel que, con un poco de tiempo, era posible encontrar con facilidad nichos en los que ocultarse. Rusch dejó la bomba a un lado y comenzó a retirarse del vehículo. Pero ya era tarde. Jake lo señalaba claramente. Rusch acortó la distancia que lo separaba de Theo, clavándole la pistola en las costillas. El corazón de Theo nunca había latido más rápido en toda su vida.

Drescher tenía la pistola desenfundada cuando el deslizador se posó sobre el suelo del túnel, a cinco metros de Rusch y Theo.

—¿Quién es usted? —preguntó Jake al alemán.

—¡Cuidado! —alcanzó a decir Theo—. Tiene un arma.

Rusch parecía aterrado. Una cosa era poner una bomba, y otra muy distinta el secuestro de un rehén y el posible asesinato. No obstante, volvió a clavar la Glock en el costado del griego.

—Así es —dijo—, así que retírense.

Moot estaba ahora de pie, con las piernas abiertas para lograr la mayor estabilidad, sosteniendo su arma con ambas manos para apuntar directamente al corazón de Rusch.

—Oficial de policía —dijo—. Tire su arma.

Nein.

El tono de Moot era totalmente neutro.

—Tire su arma o dispararé.

La mirada de Rusch voló a izquierda y derecha.

—Si dispara, el Dr. Procopides morirá.

Theo pensaba a toda prisa. ¿Así había sucedido la primera vez? Para concordar con la visión, Rusch debería dispararle no una, sino tres veces. En una situación como aquella podía meterle una sola bala en el pecho (tampoco haría falta más), pues en cuanto apretara el gatillo Moot le volaría la cabeza.

—Atrás —repitió Rusch—. ¡Atrás!

Jake parecía tan asustado como Theo, pero Moot se mantuvo firme.

—Tire su arma. Queda detenido.

El pánico de Rusch pareció desaparecer por un momento, como si estuviera demasiado aturdido para notarlo. Si de verdad era sólo un profesor universitario, probablemente no hubiera tenido problemas con la ley en toda su vida. Pero entonces recuperó algo de juicio.

—No puede arrestarme.

—Vaya que no —replicó Moot.

—¿A qué policía pertenece?

—Ginebra.

Rusch alcanzó a lanzar una risa breve y aterrada, al tiempo que volvía a empalar a Theo con el cañón.

—Dile dónde estamos.

Las entrañas de Theo estaban ardiendo. No comprendía la pregunta.

—En el colisionador de...

Rusch clavó más fuerte.

—El país.

Theo sintió cómo perdía el ánimo.

—Ah... —Mierda. Mierda—. Estamos en Francia —dijo—. La frontera prácticamente sigue al túnel.

—Entonces —dijo Rusch mirando a Moot—, aquí no tiene jurisdicción; Suiza no es miembro de la Unión Europea. Si me dispara fuera de su jurisdicción, será un asesinato.

Moot pareció titubear unos instantes, y la pistola en la mano flaqueó. Pero entonces volvió a apuntar con firmeza al corazón del alemán.

—Ya me preocuparé después de los tecnicismos. Tire su arma ahora mismo o dispararé.

Rusch estaba tan cerca de Theo que éste podía sentir su aliento, rápido, breve. Podía hiperventilar en cualquier momento.

—Muy bien —dijo—. Muy bien. —Dio un paso alejándose de Theo y...

¡Kablam!

El disparo resonó en el túnel.

El corazón de Theo se detuvo...

Pero sólo un segundo.

La boca de Rusch se abrió por el horror, el terror, el miedo...

...y la comprensión de lo que había hecho...

...mientras Moot Drescher trastabillaba, tropezaba y caía, aterrizando de espaldas, tirando su arma mientras a su espalda comenzaba a formarse un charco de sangre.

—¡Oh, Dios mío! —gritó Jake—. ¡Oh, Dios mío! —Saltó hacia delante, tratando de alcanzar la pistola de Drescher.

Rusch parecía totalmente aturdido. Theo lo apresó por detrás, apretándole el cuello y clavando la rodilla en la espalda baja de su rival. Con la otra mano trataba de quitarle la pistola caliente y humeante.

Jake tenía ya el arma del detective. Trató de apuntar a la forma combinada de Rusch y Theo, pero las manos le temblaban violentamente. Theo logró doblar el brazo del hombre, que tuvo que soltar la pistola. Entonces el griego saltó, alejándose, mientras Jake apretaba el gatillo. Pero en sus manos trémulas e inexpertas la bala se perdió y acertó a uno de los tubos fluorescentes del techo, que explotó con una lluvia de chispas y vidrio. Rusch trataba de recuperar su arma, y ni él ni Theo parecían conseguir apresarla. Al fin, Theo decidió apartarla de una patada de la mano del alemán. La pistola se deslizó hasta quedar a doce metros túnel abajo.

El griego no tenía arma, pero tampoco Rusch. Drescher estaba rodeado por un lago de sangre, pero aún parecía vivo; su pecho subía y bajaba con dificultad. Jake probó a disparar otra vez, pero falló de nuevo.

Rusch comenzó a correr hacia la Glock antes incluso de levantarse. Theo, comprendiendo que nunca lograría alcanzarlo, decidió marcharse en el otro sentido.

—¡Tiene una bomba! —gritó al pasar junto a Jake—. ¡Ayuda a Moot!

Jake asintió. Rusch ya había recuperado su pistola, se había dado la vuelta y corría, con el cañón levantado, hacia Jake, Moot y Theo, en retirada.

El griego corría lo más rápido que podía, y sus pisadas resonaban con fuerza en el túnel. Más adelante estaba la maleta de aluminio que contenía la bomba. Se arriesgó a mirar por encima del hombro. Jake, que aún empuñaba la pistola de Moot, estaba de rodillas junto al policía. El alemán pasó junto a ambos, sin dejar de apuntar a Jake para no darle la ocasión de disparar de nuevo. Se giró y corrió hacia atrás, sin perder de vista a Horowitz hasta que se encontró lejos de su tembloroso alcance. Entonces se volvió de nuevo y siguió persiguiendo a Theo.

Éste alcanzó la bomba, la aferró con una mano y saltó al deslizador de Rusch, golpeando el pedal de activación con el pie. Miró hacia atrás a medida que el vehículo comenzaba a acelerar en el sentido de las agujas del reloj.

Rusch volvió sobre sus pasos. Jake, al parecer asumiendo que el alemán se había marchado, había dejado la pistola de Moot y se estaba quitando la camisa, con los botones aún apretados; era evidente que quería usarla como vendaje para frenar la hemorragia. Rusch no tuvo problemas para subirse al deslizador que había traído a Jake y a Moot, partiendo detrás de Theo.

Éste volaba por el anillo con una buena ventaja, pero no se trataba de un sencillo vuelo en línea recta: no sólo había que negociar la curvatura del túnel, sino también las gigantescas piezas de equipo que sobresalían en toda su longitud.

Theo observó la pantalla de la bomba: cuarenta y un minutos y dieciocho segundos. Esperaba que Rusch dijera la verdad cuando le explicó que los explosivos no eran frágiles. Junto a la pantalla había varios botones sin marcar, por lo que no había modo de saber cuáles inicializaban el contador hasta su valor más alto y cuáles podían hacer explotar la bomba de inmediato. Pero si lograba llegar a la estación de acceso y alcanzaba la superficie, habría tiempo de sobra para arrojar la bomba en medio de algún descampado.

El vehículo de Theo se bamboleaba, pues sin duda estaba forzando los estabilizadores más de lo admisible. Volvió a mirar atrás. Al principio lanzó un suspiro de alivio (no veía a Rusch por ninguna parte), pero un segundo después divisó el segundo deslizador por la curvatura del túnel.

Delante sólo había oscuridad; Theo sólo había activado las luces de un pequeño arco del túnel. Esperaba que Jake hubiera conseguido estabilizar a Moot. Mierda, no debería haber cogido el deslizador; desde luego, la necesidad de Moot por llegar a la superficie era más importante que proteger el equipo del túnel. Ojalá Jake se diera cuenta de que el monorraíl tenía que estar cerca.

¡Mierda! Su coche tocó el muro exterior del anillo y comenzó a girar, cortando gajos de oscuridad con los faros delanteros. Luchó contra la palanca de control, tratando de no estrellarse contra nada más. Logró recuperar la dirección adecuada, pero ahora el vehículo de Rusch estaba a la mitad de la distancia visible del túnel, no en el otro extremo.

El deslizador no llevaba velocidad suficiente para crear siquiera una brisa, pero en aquellos momentos parecía supersónico. Rusch aún empuñaba la Glock, por supuesto, pero aquel vehículo no era como un coche antiguo; no podías dispararle a las ruedas con la esperanza de detenerlo. El único modo seguro era disparar al conductor, ya que Theo necesitaba mantener la presión sobre el pedal del acelerador para seguir moviéndose.

Theo no dejaba de zigzaguear a izquierda y derecha, subiendo y bajando cuanto podía en el túnel atestado; si Rusch intentaba dispararlo por la espalda, quería presentar un blanco lo más difícil posible.

Comprobó los marcadores de la suave curvatura del muro; el túnel estaba dividido en ocho octantes de unos tres kilómetros y medio cada uno, subdivididos a su vez en unas treinta secciones de cien metros. Según la señalización, estaba en el tercer octante, sección veintidós. La plataforma de acceso se encontraba en el cuarto octante, sección treinta y tres. Podía conseguirlo...

¡Impacto!

Una lluvia de chispas.

El sonido del metal rasgándose.

Maldita sea, no había prestado la suficiente atención; el deslizador había tropezado con una de las unidades criogénicas. Casi había volcado, lo que hubiera hecho que Theo y la bomba cayeran al suelo. Peleó con los controles, tratando desesperado de estabilizar el vehículo, y una mirada furtiva confirmó sus miedos: la colisión lo había frenado lo bastante como para que Rusch se encontrara ahora a solo cincuenta metros. Tenía que ser un magnífico tirador para alcanzar a Theo a esa distancia en la oscuridad, pero si se acercaba mucho más...

Frente a él, más equipo constreñía el túnel; tuvo que descender hasta los pocos centímetros, pero su control del deslizador a aquella velocidad era malo, y el aparato saltaba sobre el suelo como una piedra plana arrojada a un lago.

Otra mirada al reloj de la bomba, a los dígitos que brillaban azules en la luz mortecina. Treinta y siete minutos.

¡Blam!

La bala silbó junto a Theo, que se agachó de forma instintiva. Alcanzó algún elemento metálico más adelante, iluminando el túnel con chispas.

Theo esperaba que Jake y Moot hubieran bajado por el ascensor de la estación de acceso. Si la cabina estaba arriba, no había modo de esperarla y tendría que intentarlo por las interminables escaleras para que Rusch no tuviera un disparo claro.

Giró de nuevo, esta vez para evitar la abrazadera de sujeción de una tubería. Miró hacia atrás. Por desgracia, el deslizador de Rusch debía de tener la batería más cargada, ya que se encontraba muy cerca.

Las paredes del túnel no dejaban de pasar, y ¡sí! ¡Allí estaba! La plataforma de acceso. Pero...

Pero Rusch ya estaba demasiado cerca, demasiado. Si Theo detenía allí su máquina, Rusch podría volarle la cabeza. Mierda, mierda, mierda.

Theo sintió parársele el corazón al pasar de largo la plataforma. Se giró en su silla y la vio alejarse de la vista. El alemán, que evidentemente había decidido que no tenía intención de perseguir a Theo por todo el túnel, disparó de nuevo. La bala acertó al deslizador, cuyo cuerpo metálico vibró como respuesta.

Theo animó al vehículo a ir más rápido y recordó los viejos coches de golf que el CERN había usado para los desplazamientos cortos por el túnel. Los echó de menos; al menos no corrían el peligro constante de volcar a altas velocidades. Siguieron adelante, cada vez más lejos, zigzagueando por el túnel, y entonces...

Llegó a su espalda el sonido de una colisión. Theo miró atrás y vio que el deslizador de Rusch se había estrellado contra el muro exterior. Se había detenido. Theo dejó escapar un grito de alegría.

Suponía que habían recorrido unos diecisiete kilómetros, por lo que la plataforma del monorraíl del campus no tardaría en aparecer. Podía llegar allí y tomar el ascensor que subía directamente al centro del control del LHC. Esperaba ver aparcado el convoy, lo que significaría que Jake y Moot estaban a salvo...

¡Maldición! Su deslizador comenzaba a detenerse, agotada la batería. Probablemente la alarma hubiera sonado antes, pero Theo había sido incapaz de oírla con el ruido de los motores sobreacelerados. El aparato cayó al suelo del túnel, deslizándose sobre el hormigón hasta detenerse. Cogió la bomba y empezó a correr. Siendo adolescente había participado una vez en la recreación de la carrera desde Maratón hasta Atenas, en el 490 a.C., para anunciar la victoria griega sobre los persas, pero había sido treinta años más joven. Trató de ir más rápido y su corazón se desbocó.

¡Kablam!

Otro disparo. Rusch debía de haberse subido de nuevo a su deslizador. Theo siguió corriendo, con las piernas subiendo y bajando, al menos en su mente, como pistones. Allí, delante, se encontraba la plataforma del campus, con seis deslizadores estacionados a un lado. Sólo veinte metros más...

Miró atrás. Rusch se acercaba a toda velocidad. Dios, no podía detenerse ahora o lo mataría como a un pichón.

Obligó a su cuerpo a recorrer los últimos metros, pero...

...la persecución prosiguió.

Saltó a otro deslizador y lo envió volando una vez más túnel abajo, aún en sentido horario. Miró atrás. Rusch abandonaba su propio deslizador, presumiblemente preocupado por sus baterías, y tomaba uno nuevo, lanzándose a la caza.

Theo echó una ojeada al reloj de la bomba. Sólo quedaban veinte minutos, pero al menos parecía disponer al fin de una buena ventaja. Gracias a ello se detuvo por fin a pensar un instante. ¿Podía tener razón Rusch? ¿Había una posibilidad de deshacer todo el daño, las muertes de hacía veintiún años? Si nunca hubiera visiones, la mujer del alemán seguiría viva, así como la hija de Michiko, Tamiko; su hermano Dimitrios seguiría vivo.

Pero, por supuesto, nadie concebido tras las visiones, nadie nacido en los últimos veinte años, sería igual. Qué espermatozoide penetraba en un óvulo dependía de miles de detalles; si el mundo se desarrollaba de un modo distinto, si las mujeres quedaban embarazadas en días distintos, incluso en segundos diferentes, sus hijos no serían los mismos. ¿Cuánta gente había nacido en las dos últimas décadas? ¿Cuatro mil millones? Aunque lograra rescribir la historia, ¿tenía derecho a hacerlo? ¿No merecían esos miles de millones el resto de su tiempo asignado, y no ser borrados, ni siquiera asesinados, sino completamente expurgados del tiempo?

El coche de Theo prosiguió su viaje por el túnel. Miró atrás de nuevo y vio a Rusch emerger en la distancia por la curva.

No, no cambiaría el pasado aunque pudiera. Y, además, en realidad no creía a Rusch. Sí, el futuro podía cambiarse, pero ¿el pasado? No, eso tenía que ser fijo. Al menos en eso siempre había estado de acuerdo con Lloyd Simcoe. Lo que aquel hombre sugería era una locura.

¡Otro disparo! El proyectil falló su objetivo, hundiéndose en la pared del túnel frente a él. Pero sin duda habría más, si Rusch averiguaba hacia dónde se dirigía.

Pasó otro kilómetro, y en el contador de la bomba no quedaban más que once minutos. Theo consultó las marcas de las paredes, tratando de adivinarlas con las luces de sus faros. Tenía que estar...

¡Sí! ¡Allí estaba, donde lo había dejado!

El monorraíl, colgando del techo. Si lograra alcanzarlo...

Un nuevo disparo retumbó. Aquel acertó al deslizador, y Theo casi perdió el control del vehículo. El monorraíl seguía a unos cien metros. Luchó con la palanca, maldiciendo al aparato, exigiéndole más velocidad.

El monorraíl constaba de cinco elementos: una cabina en cada extremo y los tres vagones intermedios. Tenía que llegar a la cabina más alejada; el tren sólo se movería en la dirección que la cabina consideraba hacia delante.

Casi...

No detuvo suavemente el deslizador, sino que pisó a fondo el freno. El aparato se inclinó hacia delante, y Theo con él. Resbalaron por el suelo de cemento, haciendo saltar las chispas. Theo salió, cogió la bomba y...

¡Otro disparo!

¡Dios!

Un chorro de la sangre del propio Theo en su cara...

Más dolor del que hubiera sentido nunca en la vida...

Un proyectil destrozando su hombro derecho.

Dios...

Dejó caer la bomba, trató de aferrarla con la mano izquierda y trastabilló hacia la cabina del tren.

El dolor, el dolor inconcebible...

Apretó el botón de marcha.

Las luces del tren, situadas encima del parabrisas inclinado, se encendieron, iluminando el túnel. Después de la penumbra de la última media hora, el resplandor era doloroso.

El monorraíl se puso en movimiento con un quejido. Operó el control de velocidad, acelerando por el túnel.

Creyó que iba a perder el sentido por el dolor, y miró hacia atrás: Rusch estaba esquivando el deslizador abandonado de Theo. El monorraíl empleaba levitación magnética y era capaz de alcanzar grandes velocidades. Por supuesto, nadie había probado nunca su velocidad máxima en el túnel...

Hasta entonces.

El reloj de la bomba mostraba ocho minutos.

Sonó otro disparó, pero falló su objetivo. Theo miró por encima del hombro, a tiempo de ver el deslizador de Rusch desaparecer por la curvatura.

Inclinó la cabeza para asomarla por un lateral y sintió el viento en la cara.

—Vamos... vamos...

Las paredes curvas del anillo pasaban a toda velocidad, y los generadores magnéticos no dejaban de zumbar.

Allí estaban Jake y Moot, el físico atendiendo al policía, que estaba sentado, afortunadamente vivo. Theo los saludó cuando el monorraíl voló a su lado.

Los kilómetros se desgranaban hasta que...

Sesenta segundos.

Nunca llegaría hasta la estación de acceso, hasta la superficie. Puede que debiera dejar la bomba; sí, desmantelaría el LHC no importaba dónde explotara, pero...

No.

No, había llegado demasiado lejos, y no sufría ningún defecto fatal; su caída no estaba predeterminada.

Si solo...

Volvió a mirar el reloj y las marcas de las paredes.

¡Sí!

¡Sí! ¡Podía conseguirlo!

Instó al tren para que acelerara.

Y entonces...

El túnel se enderezó.

Activó el freno de emergencia.

Otra lluvia de chispas.

Metal contra metal.

Su cabeza restallando hacia delante.

La agonía de su hombro.

Salió como pudo de la angosta cabina y se alejó del monorraíl.

Cuarenta y cinco segundos...

Se tambaleó algunos metros más por el túnel... hasta la entrada de la inmensa cámara vacía de seis plantas de altura que en el pasado alojara al detector CMS.

Se obligó a seguir, a entrar en la cámara, situando la bomba en el centro de aquel vasto espacio.

Treinta segundos.

Se giró y corrió tan rápido como pudo, asustado por el río de sangre que dejaba a su paso...

De vuelta al monorraíl...

Quince segundos.

Subir a la cabina, pulsar el acelerador...

Diez segundos.

Deslizarse por las vías instaladas en el techo...

Cinco segundos.

Alrededor de la curvatura del túnel...

Cuatro segundos.

Casi inconsciente por el dolor...

Tres segundos.

Gritando al tren para que corriera...

Dos segundos.

Cubriéndose la cabeza con las manos, protestando con violencia el hombro al alzar el brazo derecho...

Un segundo.

Preguntándose por un instante qué deparaba el futuro...

¡Cero!

¡Kabum!

La explosión resonando en el túnel.

Un destello de luz a su espalda arrojando una enorme sombra sobre el insecto que era el tren en el anillo, y...

Y entonces...

La gloriosa, sanadora oscuridad, el tren acelerando mientras Theo se desplomaba sobre el diminuto tablero de mandos.

Dos días después.

Theo se encontraba en la sala de control del LHC. Estaba atestada, pero no por científicos o ingenieros, ya que prácticamente todo estaba automatizado: había decenas de periodistas, todos ellos tumbados en el suelo. Jake Horowitz estaba allí, por supuesto, así como los invitados especiales de Theo, el detective Helmut Drescher, con el brazo en cabestrillo, y su joven esposa.

Theo comenzó la retrocuenta y se tumbó con los demás en el suelo, esperando a que sucediera.