Theo, que contaba cuarenta y ocho años, estaba personalmente encantado de que la realidad del 2030 hubiera resultado distinta de la mostrada en las visiones de 2009. Se había dejado crecer una delgada barba que cubría su mandíbula, ahorrándole el aspecto de alguien que necesitaba otro afeitado a media mañana. El joven Helmut Drescher había dicho que podía ver el mentón de Theo en su visión; la barba era uno de los pequeños detalles que Theo empleaba para reforzar su libre albedrío.
Sin embargo, a medida que la fecha de la repetición se acercaba, su aprensión no dejaba de crecer. Trató de convencerse de que eran nervios por si algo salía mal y el mundo se venía abajo, pero el LHC parecía funcionar a la perfección, de modo que tuvo que admitir que no se trataba en realidad de eso.
No, lo que le ponía nervioso era el hecho de que el día en el que, según las visiones de 2009, iba a ser asesinado, se acercaba rápidamente.
Descubrió que era incapaz de comer y de dormir. Si hubiera logrado determinar quién quería matarlo, quizá la cosa hubiera sido más fácil: sólo tendría que evitar a aquella persona. Pero no tenía ni idea de quién había disparado, de quién dispararía, de quién podría disparar...
Al final, de forma inevitable, llegó el lunes 21 de octubre de 2030: la fecha que, al menos en una versión de la realidad, estaba grabada con láser en la tumba de Theo. Aquella mañana se despertó con sudores fríos.
En el CERN aún quedaban montañas de trabajo, ya que sólo restaban dos días para el impacto de los neutrinos de Sanduleak. Trató de apartarlo todo de la cabeza, pero incluso después de llegar al despacho fue incapaz de concentrarse.
Poco después de las diez de la mañana ya no pudo soportarlo más. Dejó el centro de control del LHC, poniéndose antes una gorra beige y unas gafas de espejo. No hacía mucho sol; la temperatura era fresca, y la mitad del cielo estaba cubierto de nubes, pero ya nadie salía sin protección para la cabeza y los ojos. Aunque por fin se había detenido la desaparición de la capa de ozono, no se había conseguido nada eficaz para restaurarla.
El sol se reflejaba en los pináculos rocosos del macizo Jura. En el estacionamiento había un autobús de Globus Gateway; el casi desierto CERN no era una atracción estelar de la Guía Michelin, por supuesto, y, con el frenesí del intento de reproducción, tampoco se permitían turistas. Aquel autobús había sido fletado para traer a un grupo de periodistas desde el aeropuerto, llegados para cubrir los trabajos que conducirían al experimento.
Theo se dirigió a su coche, un Ford Octavia rojo, un vehículo bueno y práctico. Había pasado la juventud jugando con aceleradores de partículas de miles de millones de dólares, y no necesitaba coches espectaculares para demostrar su valía.
El vehículo lo reconoció al acercarse, y Theo asintió para indicarle que quería entrar. La puerta lateral se deslizó hacia el techo. Aún se encontraban coches con bisagras en las entradas, pero los espacios de estacionamiento eran tan pequeños en casi todos los centros urbanos que las puertas que no requerían espacio adicional eran más convenientes.
Entró en el coche y le dijo a dónde quería ir.
—A esta hora del día —explicó el vehículo con una agradable voz masculina— será más rápido ir por Rue Meynard.
—Muy bien —respondió Theo—. Tú conduces.
El coche obedeció, elevándose del suelo y comenzando su travesía.
—¿Música o noticias? —preguntó el coche.
—Música.
El Ford eligió uno de los grupos favoritos de Theo, una popular banda coreana de jag. Pero la música hizo poco por calmarlo. Maldición, sabía que ni siquiera tenía que estar en Suiza, pero el colisionador de hadrones seguía siendo el instrumento más grande del mundo en su categoría; todos los intentos anteriores a la invención del CTT por revivir el proyecto del Supercolisionador Superconductor, cancelados por el Congreso de los EE.UU. en 1993, habían fracasado, y operar y reparar aceleradores de partículas era un arte en vías de extinción. Casi todos los que habían construido los aceleradores LEP originales, el primero de ellos instalado en el gigantesco túnel subterráneo del CERN, estaban muertos o jubilados, y sólo unos pocos de los usuarios del LHC, que entró por primera vez en servicio hacía un cuarto de siglo, seguían esa línea de trabajo. Por tanto, la experiencia de Theo era necesaria en Suiza, pero no tenía la menor intención de quedarse quieto para facilitar el trabajo a un posible asesino.
El coche se detuvo frente al destino que Theo había solicitado: la central de la Policía en Ginebra. Era un edificio viejo, de más de un siglo, de hecho, y aunque los motores de combustión interna eran ilegales en cualquier vehículo fabricado después de 2021, la fachada seguía mostrando la suciedad de décadas de humos de escape; en algún momento tendrían que lavarla con arena.
—Abre —dijo Theo. La puerta desapareció en el techo.
—No hay estacionamientos vacíos en un radio de quinientos metros —informó el coche.
—Entonces da vueltas alrededor de la manzana. Te llamaré cuando necesite que me recojas.
El coche lanzó un sonido de asentimiento. Theo se puso la gorra y las gafas y salió. Cruzó la calle, subió la escalinata y entró en el edificio.
—Bonjour —dijo un hombre rubio grande sentado tras una mesa—. Je peux vous aider?
—Oui —respondió Theo—. Détective Helmut Drescher, s'il vous plaît. —El joven Helmut Drescher sí que era detective; Theo, picado por la curiosidad, lo había consultado hacía unos meses.
—Moot no está —dijo el hombre, aún en francés—. ¿Puede ayudarle algún otro?
Theo sintió que el corazón le daba un vuelco. Al menos Drescher lo entendería, pero tener que explicárselo todo a un completo desconocido...
—No, quería ver al Detective Drescher —dijo—. ¿Sabe si volverá pronto?
—La verdad es que... ande, mire, hoy debe de ser su día de suerte. Ahí está Moot.
Theo se dio la vuelta. Dos hombres de la edad esperada entraban en el edificio, aunque no tenía ni idea de cuál sería Drescher.
—¿Detective Drescher? —preguntó.
—Soy yo —dijo el de la derecha. Helmut se había convertido en un hombre atractivo, con pelo castaño claro, mandíbula cuadrada y fuerte, y brillantes ojos azules.
—Como le dije —intervino el oficial tras su mesa—. Su día de suerte.
Sólo si sobrevivo a él, pensó Theo.
—Detective Drescher —dijo—, tengo que hablar con usted.
Drescher se volvió hacia el hombre con el que había llegado.
—Luego te alcanzo.
El otro asintió y se perdió dentro del edificio.
El detective no mostró señal de reconocer a Theo. Por supuesto, habían pasado veintiún años desde que se vieron, y, aunque se había comentado bastante en los medios el intento de replicar el desplazamiento temporal, Theo había estado demasiado ocupado como para conceder muchas entrevistas en la televisión; se lo había dejado casi todo a Jake Horowitz.
Drescher lo condujo hacia las puertas interiores. Vestía de calle, pero Theo no pudo evitar fijarse en que calzaba zapatos muy buenos. El detective posó la mano sobre un lector digital y las puertas se abrieron hacia dentro, permitiéndoles entrar. Los «planos», ordenadores del grosor del papel, se apilaban en algunas mesas y se extendían en patrones solapados en otras. Una pared entera mostraba un mapa con el control de tráfico computerizado de Ginebra: cada uno de los vehículos quedaba controlado por un transpositor propio. Theo trató de divisar su propio coche girando alrededor del edificio, pero parecía que no era el único que había tenido la misma idea.
—Siéntese —dijo Drescher, indicando la silla que había frente a su mesa. Tomó un plano de una pila y lo situó entre los dos.
—¿Le importa que registre esta conversación? —dijo. Las palabras, en francés, aparecieron al instante sobre el plano, con un encabezado que rezaba «H. Drescher».
Theo negó con la cabeza. Drescher señaló el plano, y Theo compendió que quería una respuesta oral.
—Non —dijo. El plano lo registró, limitándose a poner una interrogación donde debería ir su nombre.
—¿Usted es...?
—Theodosios Procopides —respondió, esperando a que el nombre hiciera sonar las campanas de Drescher.
Al menos el plano lo captó. De hecho, vio aparecer una pequeña ventana en la lámina, mostrando el nombre correcto de su nombre en el alfabeto griego y algunos datos básicos sobre él. La interrogación del «Non» y la declaración de su nombre cambiaron de inmediato a «T. Procopides».
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Drescher, aún en blanco.
—No sabe quién soy, ¿no?
Drescher negó con la cabeza.
—La... ah... la última vez que nos vimos no llevaba barba.
El detective escrutó su cara.
—Es... ¡Oh! ¡Oh, Dios mío, es usted!
Theo desvió la mirada hacia la mesa. El plano había hecho un buen trabajo con la puntuación del grito del detective. Cuando volvió a alzar la mirada, vio que la faz de Drescher estaba blanca.
—Oui —dijo Theo—. C'est moi.
—Mon Dieu. Esto me ha obsesionado desde hace años —dijo el otro, sacudiendo la cabeza—. ¿Sabe? He visto numerosas autopsias, muchos cuerpos muertos, pero el suyo... ver algo así cuando no eres más que un niño... —no pudo reprimir un escalofrío.
—Lo lamento —respondió Theo—. ¿Recuerda mi visita, poco después de haber tenido la visión? Fue en casa de sus padres, la de la escalera grande.
Drescher asintió.
—Lo recuerdo. Estaba aterrorizado.
Theo se encogió de hombros.
—También lamento aquello.
—Traté de apartar la visión de mi cabeza. He pasado todos estos años intentando no pensar en ello, pero ya sabe, a veces no hay manera. Aun después de todo lo que he visto, la imagen sigue acosándome.
Theo sonrió comprensivo.
—No es culpa suya —dijo Drescher, haciendo un gesto de disculpa con la mano—. ¿Cuál fue su visión?
A Theo le sorprendió la pregunta; Drescher seguía teniendo problemas para conectar su visión del cuerpo muerto con la realidad del ser humano sentado frente a él.
—Ninguna.
—Oh, sí, claro —respondió Drescher, algo azorado—. Lo siento.
Durante unos instantes se produjo un incómodo silencio entre los dos. Fue el detective quien lo rompió.
—¿Sabe? No fue tan horrible. La visión, quiero decir. Me hizo interesarme en el trabajo policial. No sé si me hubiera matriculado en la academia de no haberla tenido.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando como policía?
—Siete años, los dos últimos como detective.
Theo no sabía si se trataba de una progresión rápida, pero se puso a calcular teniendo en cuenta la edad de Drescher. No podía tener una carrera. Theo pasaba muchísimo tiempo con estudiosos y científicos, y siempre le había asustado decir algo que sonara condescendiente a aquellos que no habían pasado del instituto.
—Está muy bien —ofreció.
Drescher se encogió de hombros, antes de fruncir el ceño.
—No debería estar por aquí. No debería estar en Europa, por el amor de Dios. Lo matarán en Ginebra, porque si no yo no sería el policía que lo investigara. Si yo hubiera tenido la visión de que me iban a matar hoy, puede apostar a que ahora estaría en Zhongua o en Hawai.
Fue el turno de Theo de encogerse de hombros.
—Yo no quería venir, pero no me dejaron elección. Como le dije, trabajo en el CERN. Era parte del equipo que desarrolló el experimento del colisionador de hadrones, hace veintiún años. Me necesitan para duplicarlo pasado mañana. Créame si le digo que, de haber tenido elección, estaría en cualquier otro lugar.
—¿Sigue sin boxear?
—Así es.
—Porque en mi visión...
—Lo sé, lo sé. Dijo que me matarían en un combate de boxeo.
—A mi padre le gustaba ver combates de boxeo en la televisión —dijo Helmut—. Curioso deporte para un vendedor de zapatos, supongo, pero le gustaba. A veces lo veía con él, incluso de niño.
—Mire —dijo Theo—, sabe mejor que nadie que me encuentro en un peligro real. Por eso he venido a verle. —Tragó saliva—. Necesito su ayuda, Helmut. Necesito protección policial, desde ahora hasta que se desarrolle el experimento. —Echó un vistazo al reloj de pared, un plano sujeto con cinta adhesiva, con dígitos de quince centímetros brillando en su superficie—, dentro de cincuenta y nueve horas.
Drescher señaló todos los planos tirados por su mesa.
—Tengo muchísimo trabajo.
—Por favor. Usted sabe lo que podría suceder. La mayoría de la gente va a tener el miércoles libre, ya sabe, para estar a salvo en casa cuando se replique el experimento. Odio pedirlo siquiera, pero podría usar ese tiempo para ponerse al día con cualquier trabajo que quede pendiente entre hoy y mañana.
—Yo no tengo el miércoles libre —señaló a las demás personas en la sala—. Ninguno de nosotros, por si algo sale mal. ¿Tiene idea de quién podría dispararle?
Theo negó con la cabeza y miró el plano en el que se registraba la conversación.
—No. Llevo veintiún años estrujándome el cerebro para descubrirlo, tratando de determinar a quién he fastidiado lo bastante como para que me quisiera muerto, o quién podría beneficiarse de quitarme de en medio. Pero nada.
—¿Nadie?
—Bueno, ya sabe, te vuelves loco, paranoico. Algo así... te hace sospechar de todo el mundo. Sí, claro, por un tiempo pensé que podía ser mi antiguo colega, Lloyd Simcoe. Pero hablé con él ayer; está en Vermont, y no tiene planes para venir a Europa en un futuro cercano.
—Sólo es ¿cuánto?, un vuelo de tres horas, si coge el supersónico —dijo Drescher.
—Lo sé, lo sé, pero... en serio, estoy seguro de que no es él. Pero hay alguien ahí fuera, alguien, ¿cómo lo dicen? ¿Cuál es la frase? Uno o varios desconocidos pueden intentar atentar hoy contra mi vida. Le pido, le suplico por favor, que trate de que esa persona o personas no lo consigan.
—¿Dónde tendría que estar hoy?
—En el CERN. En mi despacho, en el centro de control del LHC o en el túnel.
—¿Qué túnel?
—Sí, debe de haber oído hablar de él; en el CERN hay un túnel de veintisiete kilómetros de circunferencia, enterrado a cien metros bajo tierra; un anillo gigante, vamos. Ahí está alojado el LHC.
Drescher se mordió el labio inferior un momento.
—Déjeme hablar con la capitana —dijo. Se levantó, cruzó la estancia y llamó a una puerta. La hoja se deslizó a un lado y Theo pudo ver a una mujer seria de pelo oscuro. Drescher entró y la puerta se cerró tras él.
Pareció haberse marchado durante una eternidad, y Theo miró nervioso a su alrededor. Sobre la mesa de Drescher descansaba el holograma de una joven que podría ser su mujer o su novia, y de un hombre y una mujer mayores. Theo la reconoció: Frau Drescher. Suponiendo que se tratara de una imagen reciente (y debía serlo, ya que las holocámaras habían estado fuera del alcance de un policía honrado hasta hacía un par de años), las décadas habían sido generosas con ella. Seguía siendo atractiva, orgullosa de su pelo canoso.
Al fin la puerta se abrió de nuevo, dando paso al detective Drescher. Cruzó la atestada sala y regresó a su mesa.
—Lo siento —dijo mientras se sentaba—. Si alguien le hubiera amenazado...
—Déjeme hablar con su capitana.
Drescher rió con un bufido.
—No le recibirá; la mitad de las veces, ni siquiera me recibe a mí. —Suavizó la voz—. Lo siento, señor Procopides. Mire, limítese a tener cuidado.
—Pensé que usted, precisamente usted, lo comprendería.
—Sólo soy policía. Cumplo órdenes. —Hizo una pausa, y un tono reservado asomó a su voz—. Además, puede que el haber venido aquí haya sido un gran error. Es decir, ¿qué pasaría si yo fuera el tipo que le disparó? ¿No escribió Agatha Christie una vez una historia parecida, en la que el detective era el asesino? Sería irónico que viniera a verme, ¿no?
Theo enarcó las cejas. El corazón corría en su pecho, y no sabía qué decir. Dios mío, le habían matado con una Glock, la pistola preferida por oficiales de policía de todo el mundo...
—No se preocupe —dijo Drescher, sonriendo—, sólo era una broma. Supuse que podía darle un susto después de lo que me hizo pasar hace años. —Pero miró a la mesa y borró con dos movimientos del índice las últimas líneas de la transcripción—. Buena suerte, señor Procopides. Como le dije, bastará con que tenga cuidado. Para miles de millones de personas, el futuro no ha resultado ser tal y como lo mostraron las visiones. No debería de decirle esto, siendo científico y todo eso, pero en realidad no hay ninguna razón para pensar que su visión vaya a ser la que resulte cierta.
Theo usó el móvil para llamar al coche, entrando en él cuando llegó.
Sin duda, Drescher tenía razón. Se sonrió avergonzado por su ataque de pánico; probablemente fuera por alguna pesadilla de la noche pasada, unida a la ansiedad por el experimento. Trató de relajarse, contemplando la campiña mientras el vehículo lo llevaba de vuelta al centro de control del LHC. El autobús seguía allí, lo que le hizo sentir nostalgia. Los vehículos de Globus Gateway eran frecuentes por toda la Europa Occidental, por supuesto. Nunca había usado uno, pero siendo adolescente siempre los había esperado en julio y agosto, llenos de chicas estadounidenses en busca de un verano de emoción. Theo había disfrutado de más de una noche romántica con una estudiante americana en aquellos tiempos.
Pero aquel agradable recuerdo se tornó tristeza; estaba pensando en su hogar, en Atenas. Sólo había vuelto dos veces desde el funeral de Dim. ¿Por qué no había tenido más tiempo para sus padres? Dejó que el coche encontrara un estacionamiento vacío, salió y se dirigió al centro de control.
—Hola, Theo —dijo Jake Horowitz, dirigiéndose hacia él desde el otro extremo del pasillo de los mosaicos—. He estado buscándote. Llamé a tu coche, pero me dijo que te habían arrestado, o algo así.
—Vaya, un coche gracioso. En realidad estaba... visitando a alguien a quien creía un viejo amigo.
—Hay un problema en el LHC, y Jiggs no sabe cómo arreglarlo.
—¿Qué?
—Sí, algo en uno de los grupos de criostatos. El número cuatro cuarenta, en el octante tres.
Theo frunció el ceño. Habían pasado años desde que el LHC se usara a plena potencia. Jiggs, de treinta y cuatro años, era el jefe de la división de mantenimiento; nunca había visto el colisionador funcionando a niveles de 14-TeV.
Asintió. Los controles de los criostatos eran famosos por su fragilidad.
—Iré a echar un vistazo. —En los viejos tiempos, cuando el CERN tenía una plantilla de tres mil personas, Theo nunca hubiera bajado solo al túnel, pero con tan pocos hombres como tenían ahora parecía el mejor modo para sacar todo el provecho al equipo; además, probablemente fuera el lugar más seguro en el que podía estar; un loco podía llegar al campus del CERN para matarlo, pero sin duda el intruso sería detenido mucho antes de que pudiera llegar al túnel. Además, sólo Jake y Jiggs, en los que confiaba por completo, sabrían siquiera que estaba allí.
Tomó el ascensor hasta el nivel menos cien metros. El aire en el túnel del acelerador era húmedo y caliente, y olía a ozono y a aceite. Las luces eran tenues, un blanco azulado procedente de los fluorescentes del techo, puntuado a intervalos regulares por las lámparas amarillas de emergencia de las paredes. La pulsación del equipo, el zumbido de las bombas de aire y el repiqueteo de sus tacones contra el suelo de hormigón resonaban ruidosos. La sección del túnel era circular, salvo por el suelo plano, y su diámetro variaba entre los tres coma ocho y los cinco coma cinco metros.
Como había hecho a menudo, miró el túnel en una dirección y después en la opuesta. No era totalmente recto. Podía ver una gran distancia en ambos sentidos, pero al final las paredes terminaban por curvarse.
Colgados del techo del túnel estaban los perfiles «I» del monorraíl, y de ellos el propio tren; Jiggs lo había dejado allí estacionado. El monorraíl consistía en una cabina lo bastante grande como para alojar a una sola persona, tres pequeños vagones diseñados para transportar material, no personas, y una segunda cabina enfrentada en la dirección opuesta. Los vagones de carga eran poco más que canastas metálicas colgadas, de color azul. Las cabinas eran armazones naranjas con faros sobre el parabrisas inclinado y un gran parachoques de caucho abajo. El ángulo de los parabrisas era pronunciado.
El conductor tenía que sentarse con las piernas fuera, frente a él, pues la cabina no era lo bastante alta como para acomodar a una persona sentada. El nombre ORNEX, el fabricante del monorraíl, adornaba el frente de la cabina. A los lados del nombre había pequeños reflectores rojos, y bajo ellos una tira amplia con marcas de seguridad negras y amarillas; querían estar totalmente seguros de que las cabinas fuesen visibles en el oscuro túnel. El tren había sido mejorado en 2020; ahora podía alcanzar los sesenta kilómetros por hora, lo que indicaba que podía circunnavegar el túnel en menos de treinta minutos.
Theo sacó una caja de herramientas de los armarios de suministros en la plataforma de mantenimiento y se puso el casco amarillo: aunque no solía bajar al túnel, era lo bastante veterano como para disfrutar de su propio casco. Depositó la caja de herramientas en uno de los vagones de carga, se subió a la cabina encarada en la dirección deseada (en el sentido de las agujas del reloj) y puso el tren en movimiento, perdiéndose en la oscuridad con un zumbido.
El detective Helmut Drescher trató de seguir con su trabajo; tenía siete casos abiertos que investigar, y la Capitaine Lavoisier le había exigido más progresos. Pero la mente de Moot no dejaba de regresar a la peripecia de Theo Procopides. Había sido bastante amable, y le gustaría haberlo podido ayudar. También parecía estar en buena forma, para ser un hombre de casi cincuenta años. Encontró el plano en el que había grabado la conversación, y en el que seguía abierta la caja de datos biográficos de Theo: nacido el 2 de marzo de 1982, lo que hacía que tuviera cuarenta y ocho. Demasiado viejo para ser boxeador. Además, no tenía la constitución para ello. Era posible que en el futuro alternativo de las visiones mostradas hubiera sido entrenador, o árbitro, en lugar de boxeador. Pero no, no parecía tener sentido. Moot no llevaba encima la tarjeta que Theo le había dado hacía dos décadas, aunque la había guardado todos aquellos años, mirándola de vez en cuando; ponía «CERN» claramente en ella. Por tanto, si ya era físico antes de las visiones, en 2009, no parecía probable que se hubiera pasado a los deportes. Pero recordaba vivida su propia visión: el hombre de la bata, el forense, le había dicho claramente que Procopides había muerto en el «ring»[3]...
En el anillo.
¿Qué le había dicho Procopides aquel mismo día? Sí, debe de haber oído hablar de él; en el CERN hay un túnel de veintisiete kilómetros de circunferencia, enterrado a cien metros bajo tierra; un anillo gigante, vamos.
Él era un niño, sólo un niño que veía el boxeo con su padre, un mocoso al que le había encantado Rocky. Entonces había asumido que en el anillo se refería a un combate de boxeo, y nunca había vuelto a pensar en aquello.
Un anillo gigante, vamos.
Mierda. Era posible que Procopides estuviera en verdaderos apuros. Moot se levantó de su mesa y volvió al despacho de la Capitaine Lavoisier.
El criostato defectuoso estaba a diez kilómetros, por lo que el monorraíl tardaría unos diez minutos en llevarlo allí. Los faros de la cabina perforaban las tinieblas. Había luces fluorescentes cada cierto trecho, pero no tenía sentido iluminar los veintisiete kilómetros.
Por fin el tren llegó al lugar del grupo averiado. Theo detuvo el convoy, desembarcó, encontró el panel de control de las luces de la zona y encendió los cincuenta metros por delante y por detrás de su posición. Entonces recuperó la caja de herramientas y se dirigió a la unidad defectuosa.
Esta vez la Capitaine Lavoisier dio permiso a Moot para actuar como guardaespaldas de Theo hasta el fin de aquel día. El detective tomó su habitual coche sin marcar y condujo hacia el CERN: sospechaba que el laboratorio era como casi todos sitios: la señal del transpositor de un miembro de la plantilla permitía atravesar automáticamente la puerta, pero él tendría que pararse y enseñar la placa al ordenador de guardia para que se levantara la barrera. Así fue, y le pidió al ordenador que lo orientara; el campus consistía en decenas de edificios, casi todos ya vacíos. Tardó cinco minutos en dar con el centro del control del LHC. Dejó que su coche se detuviera sobre el asfalto y corrió dentro.
Una atractiva mujer de mediana edad con pecas se acercaba desde un pasillo forrado de mosaicos. Moot le mostró su placa.
—Busco a Theo Procopides.
La mujer asintió.
—Esta mañana estaba aquí. Déjeme ver si lo encuentro.
La mujer se introdujo en el edificio y miró en un par de cuartos, pero Theo no estaba en ninguno de ellos.
—Probemos en el despacho de mi marido —dijo—. Theo y él trabajan juntos.
Se introdujeron en otro pasillo y llegaron a un despacho.
—Jake, está aquí un oficial de policía. Está buscando a Theo.
—Está en el túnel —dijo Jake—. El maldito grupo de criostatos del octante tres.
—Puede estar en peligro —cortó Moot—. ¿Puede llevarme con él?
—¿En peligro?
—En su visión, hoy lo mataban a tiros... y tengo motivos para creer que fue en el túnel.
—Dios mío —dijo Jake—. Um, claro, claro, puedo llevarle abajo, y... ¡Mierda! Maldición, debe de haber tomado el monorraíl...
—¿El monorraíl?
—Hay uno que recorre todo el anillo, pero lo habrá llevado a diez kilómetros de aquí.
—¿Sólo hay un tren?
—Antes teníamos tres más, pero los vendimos hace años. Sólo dejamos uno.
—Podría volar hasta la estación de acceso —dijo la mujer—. No hay carretera, pero podría volar sobre los campos.
—¡Sí, sí! —asintió Jake, sonriendo a su esposa—. ¡Guapa y brillante! —Se volvió hacia Moot—. ¡Venga!
Los dos hombres corrieron por los pasillos, llegando al vestíbulo y saliendo al estacionamiento.
—Cogeremos mi coche —dijo el detective. Entraron y Moot arrancó, elevando el vehículo del suelo. Siguió las indicaciones de Jake para salir del campus, dirigiéndose hacia los campos abiertos de labranza.
El coche voló.
Theo contempló la caja del grupo de criostatos. No le extrañaba que Jiggs tuviera problemas para arreglarlo, porque había intentado utilizar el puerto de acceso erróneo. El panel en el que había estado trabajando seguía abierto, pero los potenciómetros que Jiggs buscaba estaban escondidos detrás de otro panel.
Trató de abrir la puerta de acceso que le permitiría acceder a los controles adecuados, pero no fue capaz. Tras años de desuso en un túnel oscuro y húmedo, la hoja parecía haberse corroído. Rebuscó por la caja de herramientas en busca de algo que le ayudara a forzarla, pero sólo disponía de algunos destornilladores que demostraron ser ineficaces. Lo que necesitaba era una palanca, o algo similar. Maldijo en griego. Podía volver al campus con el monorraíl para conseguir una herramienta adecuada, pero le parecía una pérdida de tiempo. Seguro que en el túnel había algo que pudiera utilizar. Miró en la dirección por la que había llegado: no había visto nada como lo que necesitaba durante los últimos cientos de metros en monorraíl, pero, por supuesto, no estaba prestando atención. Sin embargo, parecía tener más sentido seguir por el túnel en el sentido de las agujas de reloj, al menos un trecho, para ver si lograba dar con algo que le ayudara.
La estación de acceso era un viejo búnker de hormigón en medio de un campo de colza. El coche de Moot se posó sobre un estrecho camino hacia una carretera de acceso que conducía en dirección contraria, y apagó el motor. Jake y él salieron.
Era mediodía y, siendo octubre, el sol no se alzaba demasiado en el cielo. Pero al menos las abejas, una molestia en verano, se habían marchado. En las laderas montañosas crecían sobre todo coníferas, por supuesto, pero en aquella zona había bastantes árboles de hoja caduca, que ya habían cambiado de color.
—Vamos —urgió Jake.
Moot titubeó.
—No hay peligro de radiación, ¿no?
—No mientras el colisionador esté apagado. Es del todo seguro.
Mientras se dirigían hacia la entrada, un erizo se escabulló frente a ellos, escondiéndose a toda prisa entre las cañas de colza, de noventa centímetros de altura. Jake se detuvo frente a la puerta. Era una hoja antigua, con bisagras y cerradura de llave... pero estaba abierta; sobre la hierba cercana descansaba una palanca.
Moot se acercó.
—No hay corrosión —dijo, indicando el metal expuesto allá donde se había roto la cerradura—. Esto se ha hecho hace poco. —Usó la punta de sus caros zapatos para mover ligeramente la palanca—. La hierba de debajo sigue verde; ha sido hoy, o ayer. —Miró a Jake—. ¿Hay algo valioso ahí abajo?
—Valioso sí, pero no interesante, a no ser que conozca un mercado negro de equipo físico obsoleto de alta energía.
—¿Dijo que el colisionador no se había usado desde hacía mucho?
—Hace años que no se enciende.
—Pueden ser vagabundos —dijo Moot—. ¿Puede haber alguien viviendo ahí abajo?
—S-supongo. Hará frío y estará oscuro, pero es impermeable.
Moot abrió una bolsa en su cintura y sacó un pequeño aparato electrónico, que pasó por encima de la palanca.
—Hay muchas huellas dactilares —dijo. Jake se acercó y pudo ver las huellas brillando en la pantalla del ingenio. Moot pulsó varios botones y, tras unos treinta segundos, un texto recorrió la pantalla—: no hay concordancias. Quienquiera que haya hecho esto, nunca ha sido arrestado en Suiza o en la Unión Europea. ¿A qué distancia está Procopides?
Jake señaló.
—A unos cinco kilómetros en ese sentido. Pero debería haber un par de deslizadores estacionados aquí. Tomaremos uno.
—¿Tiene móvil? ¿Puede llamarle?
—Está enterrado bajo cien metros de tierra. Los móviles no llegan ahí.
Corrieron dentro del bunker.
Theo recorrió a pie doscientos metros túnel abajo sin encontrar nada que pudiera ayudarle a abrir la puerta de acceso a los criostatos. Echó la vista atrás; el grupo había desaparecido por la suave curva del anillo. Estaba a punto de rendirse y volver al monorraíl cuando algo llamó su atención, más adelante. Era otra persona trabajando cerca de uno de los imanes sextupolos. El operario no llevaba casco, una violación de las regulaciones. Theo pensó en llamarlo, pero la acústica del túnel era tan mala que había aprendido hacía mucho que no tenía sentido gritar. Bueno, no importaba quién fuera, siempre que tuviera una caja de herramientas más completa que la que él había traído.
Tardó un minuto en acercarse al hombre, que trabajaba junto a una de las bombas de aire; el ruido que provocaba debió de enmascarar el sonido de Theo al acercarse. Sobre el suelo del túnel descansaba un deslizador, un disco de metro y medio de diámetro con dos asientos bajo la cúpula. Aquellos aparatos se habían desarrollado para los campos de golf, pues eran mucho más cuidadosos con los green que los antiguos vehículos a motor.
En los viejos tiempos había miles de empleados del CERN a los que Theo no conocía ni de vista, pero ahora, siendo unos pocos centenares, se sorprendió al ver a alguien a quien no reconocía.
—Hola —dijo Theo.
El hombre, un tipo blanco y enjuto de unos cincuenta años, con el pelo blanco y ojos grises oscuros, se giró, claramente sorprendido. Tenía una caja de herramientas, sí, pero...
Había abierto una gran plancha de acceso en el lateral de una bomba de aire, y acababa de insertar un dispositivo en su interior...
Un dispositivo con el aspecto de una pequeña maleta de aluminio, con una cadena de números azules en un costado.
Números azules brillantes que no dejaban de contar hacia atrás.