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El tiempo pasa; las cosas cambian.

En 2017, un equipo de físicos e investigadores del cerebro principalmente basados en Stanford diseñaron un modelo teórico completo para el desplazamiento temporal. El modelo de mecánica cuántica de la mente humana, propuesto por Roger Penrose treinta años antes, había resultado ser bastante correcto, a pesar de que Penrose había equivocado muchos de los detalles; por tanto, no era sorprendente que un experimento de física cuántica lo bastante potente pudiera tener un efecto sobre la percepción.

Los neutrinos seguían siendo una pieza clave en todo aquello. Desde los años 60 se sabía que el sol de la Tierra, por algún motivo, regurgitaba sólo la mitad de los neutrinos que debiera (el famoso «problema de los neutrinos solares»).

La estrella era calentada por la fusión del hidrógeno: cuatro núcleos de hidrógeno, cada uno consistente en un único protón, se unían para formar un núcleo de helio, formado por dos protones y dos neutrones. En el proceso de convertir los protones del hidrógeno original en neutrones se tenían que expulsar dos neutrinos electrónicos... pero, de algún modo, uno de cada dos neutrinos electrónicos que debería alcanzar la Tierra desaparecía antes de hacerlo, casi como si hubiera sido censurado, como si el universo supiera que los procesos de la mecánica cuántica que subyacían en la consciencia eran inestables en presencia de demasiados neutrinos.

El descubrimiento en 1998 de que los neutrinos disponían de masa, aunque insignificante, había hecho creíble una posible solución duradera para el problema de los neutrinos solares: si tenían masa, la teoría sugería que quizá podrían cambiar de tipo al viajar, haciendo que simplemente pareciera para los detectores antiguos que habían desaparecido. Pero el observatorio de Sudbury, capaz de detectar toda clase de neutrinos, seguía mostrando una clara diferencia entre las partículas producidas y las que llegaban a la Tierra.

El fuerte principio antrópico decía que el universo necesitaba dar lugar a la vida, y la interpretación de la física cuántica requería de observadores cualificados; dado lo que ahora se conocía como interacción entre los neutrinos y la consciencia, el problema de los neutrinos solares parecía ser la prueba de que el universo se tomaba verdaderas molestias para fomentar la existencia de tales observadores.

Por supuesto, de vez en cuando se producían descargas de neutrinos extrasolares, pero en circunstancias normales eran tolerables. Pero cuando las circunstancias no eran normales, cuando la lluvia de neutrinos se combinaba con condiciones que no habían existido desde el instante posterior al Big Bang, se producía el desplazamiento temporal.

En 2018, la Agencia Espacial Europea lanzó la sonda Cassandra hacia Sanduleak-69°202. Por supuesto, tardaría millones de años en llegar hasta allí, pero eso no importaba. Lo importante era que ahora, en 2030, Cassandra se encontraba a 2,5 trillones de kilómetros de la Tierra, y 2,5 trillones de kilómetros más cerca de los restos de la Supernova 1987A, una distancia que a la luz, y a los neutrinos, les llevaría tres meses recorrer.

A bordo de la Cassandra había dos instrumentos: uno era un detector de luz, apuntado directamente hacia Sanduleak; el otro era una invención reciente, un emisor de taquiones, apuntado de vuelta a la Tierra. Cassandra no podía detectar los neutrinos directamente, pero si Sanduleak oscilaba desde su estado de agujero marrón, emitiría tanto luz como neutrinos, y la primera era fácil de detectar.

En julio de 2030, Cassandra captó luz procedente de Sanduleak. La sonda mandó de inmediato un rayo de taquiones de energía ultrabaja (y, por tanto, ultrarrápida) a la Tierra. Cuarenta y tres horas más tarde, los taquiones llegaron a casa y dispararon las alarmas.

De repente, veintiún años después del primer suceso de desplazamiento temporal, la gente de la Tierra recibía un aviso con tres meses de que, si quería echarle otro vistazo al futuro, podría hacerlo con una razonable probabilidad de éxito. Por supuesto, el siguiente intento debía realizarse en el momento exacto en que los neutrinos de Sanduleak comenzaran a llegar al planeta, y no podía ser una coincidencia que eso fuera a las siete y veintiún minutos de la tarde, hora de Greenwich, del 23 de octubre de 2030, el comienzo preciso de los dos minutos que habían mostrado las visiones.

La ONU debatió el asunto con sorprendente velocidad. Algunos habían pensado que, como el presente había resultado ser distinto al mostrado por las visiones, la gente podría decidir que unas nuevas visiones serían irrelevantes. Pero, en realidad, la respuesta general fue la contraria; casi todo mundo quería echarle un nuevo vistazo al mañana. El Efecto Ebenezer seguía siendo poderoso. Y, por supuesto, ahora había toda una generación de jóvenes nacidos después del 2009. Éstos se sentían marginados, y exigían la oportunidad de experimentar lo mismo que sus padres; un destello de su posible futuro.

Como antes, el CERN era la clave para desentrañar el mañana. Pero Lloyd Simcoe, que ahora contaba sesenta y seis años, no sería parte del intento de réplica. Se había retirado hacía dos años y había declinado volver al CERN. No obstante, él y Theo habían compartido un premio Nóbel. Se lo habían concedido en 2024, pero no en honor de nada relacionado con el efecto de desplazamiento temporal, ni por el bosón de Higgs, sino por la invención conjunta del colisionador de taquiones-tardiones, el instrumento portátil que había dejado fuera de la circulación los gigantescos aceleradores de partículas en sitios como el TRIUMF, el Fermilab y el CERN. Casi todo el CERN estaba ya vacío, de hecho, aunque el colisionador original de taquiones-tardiones se encontraba en el campus.

Quizá Lloyd no quisiera tener nada que ver con el nuevo experimento porque su matrimonio con Michiko se había derrumbado después de diez años. Sí, habían tenido una hija juntos, pero siempre, en lo más profundo, sin siquiera reconocerlo al principio, Michiko tuvo la sensación de que Lloyd había sido en cierto modo responsable de la muerte de su primera hija. Ella se había sorprendido, sin duda alguna, la primera vez que aquella acusación surgió durante una discusión entre los dos, pero allí estaba.

Tampoco cabían dudas sobre su mutuo amor, pero habían decidido que simplemente no podían seguir viviendo juntos, no con aquella losa, por difusa que fuera, contaminándolo todo. Al menos no había sido un divorcio doloroso, como el de los padres de Lloyd. Michiko volvió a Japón, llevándose con ella a su hija Joan; Lloyd sólo podía visitarla una vez al año, en Navidad.

Lloyd no era imprescindible para la repetición del experimento original, aunque su colaboración hubiera sido una gran ayuda. Pero estaba felizmente casado de nuevo, y sí, era con Doreen, la mujer a la que había visto en su visión, y sí, tenían una cabaña en Vermont.

Por su parte, Jake Horowitz, que había dejado hacía mucho el CERN para trabajar en TRIUMF con su mujer Carly Tompkins, aceptó regresar durante tres meses. Carly viajó con él, y los dos tuvieron que soportar bromas sobre qué laboratorio del CERN pensaban «bautizar». Llevaban casados dieciocho años y tenían tres hijos maravillosos.

Theodosios Procopides y otras trescientas personas seguían trabajando en el CERN con el CTT. Theo, Jake, Carly y una dotación técnica corrían contra el tiempo para conseguir que el colisionador de hadrones estuviera a tiempo para funcionar de nuevo, tras cinco años en desuso, antes de que llegaran los neutrinos de Sanduleak.