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El LHC desarrollaba ahora a diario colisiones de núcleos de plomo a 1.150-TeV. Algunas eran experimentos planificados desde hacía mucho, de nuevo programados; otras eran parte de los intentos por lograr una base teórica adecuada para el desplazamiento temporal. Theo se tomó un respiro de la revisión de informes de ALICE y CMS para comprobar su correo electrónico: «Se anuncian nuevos ganadores del Nóbel», anunciaba el asunto del primer mensaje.

Por supuesto, el Nóbel no se otorgaba sólo a los físicos. Cada año se fallaban otros cinco premios, repartiéndose su anuncio en un plazo de varios días; Química, Fisiología o Medicina, Economía, Literatura y el premio a la promoción mundial de la Paz. El único que a Theo le importaba en realidad era el de Física, aunque sentía una leve curiosidad por el de Química. Pinchó sobre el encabezado para ver lo que decía.

No era el Nóbel de Química, sino el de Literatura. Estaba a punto de enviar el mensaje al olvido cuando el nombre del premiado llamó su atención.

Anatoly Korolov. Un novelista ruso.

Por supuesto, después de que Cheung le contara su visión en Toronto, en la que se mencionaba a un tal Korolov, Theo había buscado el nombre. Descubrió que era de una vulgaridad frustrante y de una notable falta de lustre. Nadie con ese apellido parecía haber sido especialmente famoso o importante.

Pero, ahora, alguien llamado Korolov había ganado el Nóbel. Se conectó de inmediato a la Britannica Online; el CERN disponía de acceso ilimitado. La entrada sobre Anatoly Korolov era muy escueta:

Korolov, Anatoly Sergeyevich. Novelista y polemista ruso, nacido el 11 de julio de 1965 en Moscú, entonces parte de la URSS...

Frunció el ceño. Aquel maldito tipo era un año más joven que Lloyd, por el amor de Dios. Por supuesto, nadie tenía que replicar los resultados experimentales señalados en una novela. Siguió leyendo:

Su primera novela, Pered voskhodom solntsa («Antes del alba»), publicada en 1992, habla de los primeros días posteriores al colapso de la Unión Soviética; su protagonista, el joven Sergei Dolonoc, un desilusionado afiliado al Partido Comunista, pasa por una serie de tragicómicos rituales de iniciación, pugnando por comprender los cambios en su país y convirtiéndose al fin en un próspero empresario en Moscú. Entre sus demás novelas se incluyen Na kulichkakh («En el fin del mundo»), 1995; Obyknovennaya istoriya («Una historia común»), 1999; y Moskvityanin («El moscovita»), 2006. De ellas, sólo Na kulichkakh está publicada en inglés.

Sin duda, habría un artículo mucho mayor en la siguiente edición, pensó. Se preguntó si Dim habría leído a aquel tipo durante sus estudios de literatura europea.

¿Podría ser ese Korolov aquel al que se refería la visión de Cheung? De ser así, ¿qué posible conexión lo unía con Theo? ¿O con Cheung, ya puestos, cuyos intereses parecían ser más comerciales que literarios?

Michiko y Lloyd paseaban por las calles de St. Genis cogidos de la mano, disfrutando de la cálida brisa de la noche. Tras recorrer algunos cientos de metros en silencio, Michiko se detuvo.

—Creo que sé qué falló.

Lloyd la observó, expectante.

—Piensa en lo que sucedió —dijo ella—. Diseñaste un experimento que debería haber producido el bosón de Higgs. La primera vez que lo intentaste, no funcionó. ¿Por qué?

—Por el influjo de neutrinos desde Sanduleak —respondió Lloyd.

—¿Sí? Eso puede haber sido parte de lo que causó el desplazamiento temporal, pero ¿cómo pudo interferir en la producción del bosón?

Lloyd se encogió de hombros.

—Bueno, quizá... Hmm, es una buena pregunta.

Michiko asintió y siguieron caminando.

—No pudo tener efecto alguno. No dudo que se produjera un influjo de neutrinos en el momento del experimento, pero no debería haber afectado a la producción del bosón de Higgs. Esos bosones deberían haber aparecido.

—Pero no fue así.

—Exacto. Pero no había nadie allí para observarlos. Durante casi tres minutos no hubo una sola mente consciente sobre la Tierra; nadie, en ningún sitio, para observar la creación del bosón de Higgs. No sólo eso; no había nadie para observar nada. Por eso todas las cintas de vídeo quedaron en blanco. Parecen estar en blanco, como si no tuvieran más que nieve electrónica, pero supón que no es nieve: supón que las cámaras mostraban con precisión lo que veían: un mundo sin resolver. Toda la enchilada, todo el planeta Tierra, sin resolver. Sin observadores cualificados, con la conciencia de todo el mundo en otra parte, no había forma de resolver la mecánica cuántica de lo que estaba sucediendo. No había modo de elegir entre todas las realidades posibles. Esas cintas muestran frentes de onda sin colapsar, una especie de limbo de estaticidad... la superposición de todos los posibles estados.

—Dudo que la superposición de frentes de onda tuviera el aspecto de nieve.

—Bueno, puede que no sea una imagen real; pero, lo sea o no, parece claro que toda la información sobre esos tres minutos fue censurada de algún modo. La física de lo que estaba sucediendo impidió registro alguno de datos durante ese periodo. Sin seres conscientes en ninguna parte, la realidad se derrumba.

Lloyd frunció el ceño. ¿Tanto podía haberse equivocado? La interpretación transaccional de Cramer recogía toda la física cuántica sin recurrir a observadores cualificados... pero era posible que tales observadores tuvieran un papel que representar.

—Quizá —dijo—. Pero... no, no, no puede ser. Si todo estuviera sin resolver, ¿por qué se produjeron los accidentes? Un accidente de avión: eso es una resolución, una posibilidad concretada.

—Claro que sí —dijo Michiko—. No quiero decir que esos tres minutos transcurrieran sin que los aviones, los trenes, los coches y las cadenas de montaje funcionaran sin intervención humana. Digo que pasaron tres minutos sin que nada se resolviera: todas las posibilidades existían, amontonadas en una blancura resplandeciente. Pero, al final de esos tres minutos, la conciencia regresó y el mundo se colapsó de nuevo en un único estado. Y, de forma desgraciada pero inevitable, tomó el estado que tenía más sentido, dado que habían pasado tres minutos sin conciencia alguna: se resolvió en un mundo en el que los aviones y los coches se habían estrellado. Pero los accidentes no se produjeron durante esos tres minutos; nunca sucedieron. Simplemente saltamos del modo en que las cosas eran antes al modo en que fueron después.

—Eso... eso es una locura —dijo Lloyd—. Son ilusiones.

Pasaban junto a un bar. Una música alta con letras en francés se filtraba por la puerta.

—No, no lo es. Es física cuántica, y los resultados son los mismos: esa gente está tan muerta, o tan herida, como lo estaría si los accidentes se hubieran producido en realidad. No sugiero que hubiera un modo de evitarlo, por mucho que lo desee.

Lloyd apretó la mano de Michiko y siguieron caminando hacia el futuro.