DÍA D
Casi todo era igual. Por supuesto, ahora eran las horrendas cinco de la mañana, y no de la tarde, pero como en la sala de control del LHC no había ventanas, no había modo de saberlo. También se encontraba más gente presente. Era difícil conseguir tantos espectadores periodistas para un experimento de física de partículas, pero aquella vez el servicio de prensa del CERN había tenido que decidir por sorteo quiénes tendrían acceso. Las cámaras retransmitían la escena para todo el mundo.
Por todo el planeta la gente se encontraba en la cama, sentada en el sofá, tirada en la hierba, en el suelo. Nadie bebía nada caliente. No volaba ningún avión comercial, militar o privado. Todo el tráfico en las ciudades se había detenido; en realidad, ya llevaba horas parado, para asegurar que no hubiera prácticamente necesidad de operaciones de emergencia o de ambulancias durante la réplica. Las avenidas y autopistas estaban vacías, o eran gigantescos estacionamientos.
Dos transbordadores espaciales, uno estadounidense y otro japonés, se encontraban en ese momento en órbita, pero no había motivo para pensar que estuvieran en peligro. Los astronautas se limitarían a entrar en sus sacos de dormir durante el fenómeno. Lo mismo harían los nueve ocupantes de la Estación Espacial Internacional.
No se realizaba ninguna operación quirúrgica, no se lanzaban pizzas al aire, no se operaba maquinaria alguna. En un momento dado casi un tercio de la humanidad estaba dormido, pero, en aquel instante, prácticamente los siete mil millones aguardaban despiertos. Irónicamente, la actividad era una de las más bajas de la historia.
Como en la primera ocasión, la colisión se controlaba mediante el ordenador. Lloyd no tenía mucho que hacer. Los reporteros descansaban sus cámaras sobre trípodes, pero estaban tumbados en el suelo, o sobre mesas. Theo ya se encontraba en el suelo, igual que Michiko (demasiado cerca del griego, para el gusto de Lloyd). Frente a la consola principal quedaba un poco de suelo libre, en el que Lloyd se tumbó. Desde esa posición podía ver uno de los relojes, y siguió la retrocuenta con él.
—Cuarenta segundos.
¿Sería devuelto a Nueva Inglaterra? Era seguro que la visión no comenzaría donde la había dejado, hacía meses. Era seguro que no volvería a estar en la cama con... Dios, ni siquiera sabía su nombre. Ella no había dicho una sola palabra. Podía ser estadounidense, por supuesto, o canadiense, australiana, inglesa, escandinava, francesa... Era difícil decirlo.
—Treinta segundos.
¿Dónde se habían conocido? ¿Cuánto tiempo llevaban casados? ¿Tenían hijos?
—Veinte segundos.
¿Era el suyo un matrimonio feliz? Al menos eso parecía durante el breve destello. Pero incluso él había visto escenas de ternura entre sus padres en alguna ocasión.
—Diez segundos.
Puede que la mujer ni siquiera apareciera en su siguiente visión.
—Nueve segundos.
De hecho, era probable que estuviera dormido, y no necesariamente soñando, dentro de veintiún años.
—Ocho segundos.
Era prácticamente imposible que volviera a verse, que estuviera cerca de un espejo, o viéndose por un circuito cerrado de televisión.
—Siete.
Pero era posible que percibiera algo revelador, algo importante.
—Seis.
Algo que al menos respondiera a algunas de las preguntas que lo atormentaban.
—Cinco.
Algo que explicara lo que había contemplado la primera vez.
—Cuatro.
Quería a Michiko, por supuesto.
—Tres.
Y se casaría con ella, a pesar de lo que mostró la primera visión, de lo que pudiera mostrar la nueva.
—Dos.
Pero no estaría mal averiguar el nombre de la otra mujer...
—Uno.
Cerró los ojos, como si así invocara mejor la visión.
—Cero.
Nada. Oscuridad. ¡Mierda, en el futuro estaba dormido! No era justo, después de todo era su experimento. Si alguien merecía una segunda visión, era él, y...
Abrió los ojos. Seguía tumbado de espaldas. Sobre su cabeza, en lo alto, se hallaba el techo del centro de control del LHC.
Oh, Dios. Oh, Dios.
Dentro de veintiún años tendría sesenta y seis.
Y dentro de veintiún años y unos meses... Estaría muerto.
Como Theo.
Maldición. Maldición.
Giró la cabeza a un lado y se encontró con el reloj delante.
Los dígitos azules mutaban silenciosos: 22:00:11; 22:00:12; 22:00:13...
No había perdido el conocimiento.
No había sucedido nada.
El intento de replicar el salto al futuro había fracasado, y...
Luces verdes.
¡Luces verdes en la consola de ALICE!
Lloyd se puso en pie. Theo ya se estaba incorporando.
—¿Qué ha pasado? —preguntó uno de los reporteros.
—Nada de nada —respondió otro.
—Por favor —dijo Michiko—. Por favor, que todo el mundo se quede en el suelo. Aún no sabemos si es seguro levantarse.
Theo palmeó la espalda de Lloyd, que sonreía de oreja a oreja. Se volvió y abrazó a su colaborador.
—Chicos —dijo Michiko, incorporándose sobre un codo—. No ha pasado nada.
Lloyd y Theo se separaron y el primero corrió por la estancia para acercarse a ella, tomarle las manos, levantarla y abrazarla.
—¿Qué sucede, cariño? —preguntó ella.
Lloyd señaló la consola, y la japonesa abrió los ojos como platos.
—¡Sinjirarenai! —exclamó—. ¡Lo tienes!
Lloyd sonrió aún más.
—¡Lo tenemos!
—¿El qué? —preguntó uno de los periodistas—. ¡Mierda, no ha pasado nada!
—Oh, claro que sí —respondió Lloyd.
Theo también sonreía.
—¡Y tanto!
—¿Qué? —exigió el mismo reportero.
—¡El Higgs! —dijo Lloyd.
—¿El qué?
—¡El bosón de Higgs! —repitió el canadiense, pasando el brazo por la cintura de Michiko—. ¡Tenemos el Higgs!
Otro periodista sofocó un bostezo.
—Pues qué bien.
Uno de los reporteros estaba entrevistando a Lloyd.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó el hombre, un brusco corresponsal de mediana edad del Times de Londres—. O, para ser más exactos, ¿por qué no ha sucedido nada?
—¿Cómo puede decir que no ha pasado nada? ¡Tenemos el bosón de Higgs!
—A nadie le importa eso. Lo que queremos...
—Se equivoca —le corrigió amable Lloyd—. Esto es grande. Esto es enorme. En cualquier otra circunstancia, este descubrimiento estaría en primera plana de todos los periódicos del mundo.
—Pero las visiones...
—No tengo explicación para que no se hayan reproducido, pero el día no puede calificarse precisamente de fracaso. Los científicos hemos estado tratando de dar con el bosón de Higgs desde que Glashow, Salam y Weinberg predijeran su existencia hace medio siglo...
—Pero la gente esperaba otro destello del futuro, y...
—Lo entiendo —dijo Lloyd—. Pero encontrar el Higgs, no una estúpida búsqueda de la precognición, fue el motivo por el que se construyó el colisionador de hadrones. Sabíamos que tendríamos que superar los diez trillones de electronvoltios para conseguirlo, motivo por el que los diecinueve países que forman el CERN se unieron para construir esto. Por eso los Estados Unidos, Canadá, Japón, Israel y otros países donaron miles de millones al proyecto. Por la buena ciencia, la ciencia importante...
—No obstante —señaló el reportero—, el Wall Street Journal estimó que el coste total de su paro laboral ha ascendido a más de catorce mil millones de dólares. Eso convierte al Proyecto Klaatu en el empeño más caro de la historia humana.
—¡Pero tenemos el Higgs! ¿Es que no lo ve? Esto no solo confirma la teoría electrodébil, sino también la existencia del campo de Higgs. Ahora sabemos qué hace que los objetos, usted, yo, esta mesa, este planeta, tengan masa. El bosón de Higgs porta un campo fundamental que confiere masa a las partículas elementales, ¡y hemos confirmado su existencia!
—A nadie le importa el bosón —insistió el periodista—. La gente ni siquiera puede decir esa palabra estúpida sin reírse.
—Llámelo partícula de Higgs, entonces, como hacen muchos físicos. Pero, lo llame como lo llame, es el descubrimiento físico más importante en lo que llevamos de siglo XXI. Sí, aún no ha terminado ni la primera década del mismo, pero apuesto a que, para el fin del siglo, la gente mirará atrás y dirá que éste sigue siendo el descubrimiento físico más importante del siglo.
—Eso no explica por qué no conseguimos nada...
—¡Sí conseguimos algo! —saltó Lloyd, exasperado.
—Quiero decir que no conseguimos visiones.
Lloyd infló los carrillos y expulsó el aire.
—Mire, hemos hecho todo cuanto hemos podido. Puede que el fenómeno original fuera algo único, o que dependiera enormemente de condiciones iniciales que hayan cambiado de forma sutil. Puede que...
—Estaba preparado —dijo el reportero.
Lloyd lo sintió como una bofetada.
—¿Perdón?
—Estaba preparado. Alteró el experimento de forma deliberada.
—Nosotros no preparamos...
—Quería torpedear todas las demandas; incluso después de aquel baile en la ONU, quería asegurarse de que nadie pudiera demandarlo, así que, si demostraba que el CERN no tenía nada que ver con el primer salto al futuro...
—Esto no es una pantomima. No nos hemos inventado el Higgs. Logramos una hazaña, por el amor de Dios...
—Nos ha engañado —acusó el hombre del Times—. Ha engañado a todo el planeta.
—No sea ridículo.
—Venga, hombre. Si no estaba preparado, ¿por qué ha sido incapaz de darnos otro vistazo del futuro?
—N-no lo sé. Lo intentamos. Lo intentamos de verdad.
—Supongo que sabrá que habrá una investigación.
Lloyd giró los ojos, pero era probable que el periodista tuviera razón.
—Mire —dijo—. Hicimos todo cuanto pudimos. Los datos informáticos lo demostrarán, dirán que cada uno de los parámetros experimentales era idéntico. Por supuesto, está el problema del caos, y el de la sensibilidad dependiente, pero hicimos todo lo que pudimos, y el resultado no puede calificarse de fracaso en absoluto. —El reportero parecía tener ganas de volver a objetar, posiblemente diciendo que los informes podían manipularse, pero Lloyd alzó una mano—. Sin embargo, puede que tenga usted razón. Puede que esto demuestre que en realidad el CERN no tuvo nada que ver con lo sucedido. En ese caso...
—En ese caso, usted salva el pescuezo —replicó amargo el periodista.
Lloyd frunció el ceño, pensativo. Por supuesto, era probable que ya se hubiera salvado legalmente por el primer suceso. Pero, ¿y moralmente? Sin la absolución ofrecida por un universo bloque, desde el suicidio de Dim se había visto acosado por los muertos y los destrozos provocados.
Enarcó las cejas.
—Creo que tiene razón —dijo—. Creo que he salvado el pescuezo.