Los debates proseguían en las Naciones Unidas. Aunque estaba en Nueva York, Theo recibió otra respuesta a su anuncio buscando información sobre su muerte. Estaba a punto de limitarse a enviar una escueta y educada respuesta (había decidido abandonar por completo la búsqueda), pero el mensaje era demasiado tentador: «Al principio no quise contactar con usted porque me habían hecho creer que el futuro es fijo, y que lo que iba a suceder, incluido mi propio papel, era inevitable. Pero ahora leo que no es así, por lo que debo solicitar su ayuda».
El mensaje era de Toronto, a solo una hora de vuelo desde la Gran Manzana. Theo decidió viajar para encontrarse con el hombre que le había enviado aquella misiva. Era su primera visita a Canadá, y no estaba preparado para lo cálido que era el verano. No hacía calor comparado con el Mediterráneo, claro (el termómetro no solía subir de los treinta y cinco grados), pero le sorprendió.
Para conseguir un vuelo más barato tuvo que hacer noche allí, en vez de ir y volver en el mismo día. De ese modo se encontró con que tenía que ocupar una noche en Toronto. Su agente de viajes le había sugerido que podía reservar en un hotel en el Danforth, parte del principal eje este-oeste de la ciudad; casi toda la comunidad griega se encontraba allí. Theo aceptó y, para su alegría, descubrió que los carteles en aquella zona estaban tanto en el alfabeto occidental como en el griego.
Sin embargo, su cita no era allí, sino en North York, un área que al parecer había sido una ciudad independiente, pero que había terminado absorbida por Toronto, cuya población era ahora de tres millones. Al día siguiente fue en metro a su cita. Le divirtió descubrir que el sistema público de transporte se llamaba CTT (por Comisión del Transporte de Toronto), las mismas siglas que sin duda se aplicarían al Colisionador de Taquiones-Tardiones que supuestamente inventaría algún día.
Los vagones del metro eran espaciosos y limpios, aunque, había oído que en las horas punta estaban atestados. Le gustó mucho recorrer en el suburbano (aunque en ese punto determinado el nombre no tenía mucho sentido) la alameda del Valle del Don, en la que el convoy viajaba a lo que debían de ser cientos de metros sobre el suelo, sobre una vías especiales colgadas bajo el Danforth. La vista era espectacular, pero lo más impresionante era que el puente sobre el Valle del Don había sido construido de modo que pudiera alojar dos sentidos de vías décadas antes de que en Toronto se tendiera la primera línea suburbana. No era frecuente encontrar muestras de tal planificación urbanística.
Hizo transbordo en Yonge, desde donde se dirigió a North York Centre. Le sorprendió descubrir que no necesitaba salir a la calle para entrar en la torre de apartamentos donde había quedado; disponía de acceso directo desde la estación. El mismo complejo contenía también una gran tienda de libros (parte de una cadena llamada Indigo), unos multicines y una gran galería de alimentación llamada Loblaws, que parecía especializada en una línea de productos llamada «Los favoritos del Presidente». Aquello sorprendió a Theo, que en aquel país hubiera esperado «Los favoritos del Primer Ministro».
Se presentó al conserje, que le indicó el camino por un vestíbulo de mármol hasta los ascensores. Subió hasta la planta treinta y cinco, y desde allí encontró sin problemas el apartamento que buscaba. Llamó a la puerta.
La hoja se abrió, mostrando a un asiático mayor.
—Hola —dijo éste en perfecto inglés.
—Hola, señor Cheung —respondió Theo—. Gracias por acceder a verme.
—¿Quiere pasar?
El hombre, que debía de tener unos sesenta y cinco años, se hizo a un lado para dejarlo entrar. Theo se quitó los zapatos y pasó al espléndido apartamento. Cheung lo condujo al salón, que tenía vistas al sur. A lo lejos, Theo podía distinguir el centro de Toronto con sus rascacielos, la esbelta aguja de la Torre CN y, a lo lejos, el Lago Ontario extendiéndose en el horizonte.
—Le agradezco que me escribiera —dijo Theo—. Como puede imaginar, han sido días muy difíciles para mí.
—Estoy seguro. ¿Le apetece un té? ¿Un café?
—No, nada, gracias.
—Muy bien —dijo el hombre—. Siéntese.
Theo lo hizo en un sofá tapizado con cuero naranja. Junto a la mesilla descansaba un jarrón de porcelana.
—Es muy bonito.
Cheung asintió.
—De la Dinastía Ming, por supuesto; tiene casi quinientos años. La escultura es la mayor de las artes. Un texto escrito carece de valor una vez su lengua muere, pero un objeto físico que soporta los siglos, los milenios... eso es algo que celebrar. Cualquiera puede apreciar hoy en día la belleza de las viejas reliquias chinas, egipcias o aztecas; yo colecciono las tres. Los artesanos que hicieron cada una de ellas viven a través de su obra.
Theo respondió con un sonido de la garganta y se acomodó en el sofá. En la pared opuesta había un óleo de la bahía de Kowloon. Lo señaló con la cabeza.
—Hong Kong —dijo.
—Sí. ¿Lo conoce?
—En 1996, cuando tenía catorce años, mis padres nos llevaron de vacaciones. Querían que mi hermano y yo lo viéramos antes de que pasara a manos de la China Comunista.
—Sí, aquellos últimos años fueron excepcionales para el turismo —admitió Cheung—. Pero también para dejar el país; yo abandoné Hong Kong y vine a Canadá por esas fechas. Más de doscientos mil nativos se vinieron a este país antes de que los británicos devolvieran la colonia.
—Supongo que yo también hubiera salido —comentó Theo, comprensivo.
—Lo hicimos los que pudimos permitírnoslo. Y, según las visiones que ha tenido la gente, las cosas no mejorarán en China en los próximos veintiún años, de modo que me alegro de haberme marchado. No podía soportar la idea de perder la libertad. Pero usted, mi joven amigo, se enfrenta a una pérdida aún mayor, ¿no? Por mi parte, tenía bastante claro que moriría en los próximos veintiún años, por lo que me alegré al descubrir que el que tuviera una visión significaba que estaría vivo para entonces. En realidad, al sentirme tan ágil comencé a sospechar que me quedarían bastantes más de veintiún años. No obstante, su propio tiempo puede ser muy corto: en mi visión, como le dije en el correo, se mencionaba su nombre. Nunca lo había oído antes, perdóneme que se lo diga, pero era un nombre lo bastante musical, Theodosios Procopides, como para quedarse en mi cabeza.
—Dijo que en su visión alguien le hablaba sobre planes para matarme.
—Ominoso, ¿no es cierto? Pero, como también le dije, poco más sé aparte de eso.
—No lo dudo, señor Cheung. Pero si pudiera localizar a la persona con la que usted hablaba en su visión, es evidente que él sabrá más.
—Pero, como le dije, no sé quién era.
—¿Podría describírmelo?
—Por supuesto. Era blanco. Blanco como un europeo del norte, no bronceado como usted. En mi visión no tenía más de cincuenta años, por lo que hoy en día tendrá su misma edad. Hablábamos inglés, y su acento era americano.
—Hay muchos acentos americanos.
—Sí, sí —respondió Cheung—. Quiero decir que hablaba como alguien de Nueva Inglaterra... como alguien de Boston, quizá.
La visión de Lloyd, al parecer, también lo había situado en Nueva Inglaterra; por supuesto, el hombre con el que Cheung habló no podía ser él, pues en ese momento se estaba acostando con una vieja.
—¿Qué más puede decirme sobre el habla del hombre? ¿Parecía educado?
—Sí, ahora que lo menciona, supongo que sí. Empleó la palabra «aprensivo». No es un término culto, pero tampoco suelen usarlo los iletrados.
—¿Qué dijo exactamente? ¿Puede recordar la conversación?
—Lo intentaré. Estábamos dentro, en algún sitio. Era Norteamérica, a juzgar por la forma de los enchufes; los de aquí siempre me han recordado a bebés sorprendidos. Bueno, pues el hombre me dijo: «Él ha matado a Theo».
—¿El hombre con el que hablaba usted fue el que me mató?
—No, no, estaba citando sus palabras. Dijo: «Él», otro tipo, «ha matado a Theo».
—¿Está seguro de que dijo «él»?
—Sí.
Bueno, al menos eso era algo; de un plumazo se había quitado de encima a cuatro mil millones de sospechosas.
Cheung prosiguió:
—Dijo «Él ha matado a Theo», y yo dije, «¿Qué Theo?». Y el hombre respondió, «Ya sabes, Theodosios Procopides». Y yo dije, «Oh, vale». Así fue exactamente mi respuesta: «Oh, vale». Me temo que mi inglés espontáneo aún no ha alcanzado ese grado de informalidad, pero al parecer lo hará dentro de veintiún años. En cualquier caso, estaba claro que yo lo conocería a usted, o al menos sabría quién era, en el 2030.
—Siga.
—Bien, entonces mi interlocutor me dijo: «Se nos ha adelantado».
—¿P-perdón?
—Dijo «Se nos ha adelantado». —Cheung agachó la cabeza—. Sí, ya sé cómo suena, como si mi asociado y yo también tuviéramos planes de atentar contra usted —dijo extendiendo los brazos—. Dr. Procopides, soy un hombre rico, muy, muy rico. No le diré que la gente llega a mi nivel sin ser despiadada, porque los dos sabemos que no es cierto. Me he enfrentado con gran dureza a los rivales a lo largo de los años, y es posible que incluso haya violado alguna ley. Pero no soy sólo un hombre de negocios: también soy cristiano. —Levantó una mano—. Por favor, no se alarme; no le daré un sermón. Ya sé que en algunos círculos occidentales declarar abiertamente la propia fe no es apropiado, como si se hubiera sacado un tema que nunca hay que discutir en compañía educada. Lo menciono sólo para establecer un hecho: puedo ser un hombre duro, pero también temeroso de Dios... y nunca toleraría el asesinato. Dada mi edad, podrá usted comprender que mi moral está formada; no creo que en los últimos años de mi vida rompa un código con el que he vivido desde la niñez. Ya sé lo que está pensando: la evidente interpretación de las palabras «Se nos ha adelantado» es que algún otro lo mató antes de que mis asociados pudieran hacerlo. Pero vuelvo a decirle que no soy un asesino. Además, por lo que sé es usted físico, y pocos negocios tengo en ese campo; mi principal área de inversión, aparte del negocio inmobiliario, en el que todo el mundo debería invertir, es el de la investigación biológica: farmacéutica, ingeniería genética, etc. No soy un científico, ya sabe, sólo un capitalista. Pero creo que estará de acuerdo en que un físico no tiene posibilidades de convertirse en un obstáculo para mis intereses, y, repito, no soy un asesino. A pesar de todo, quedan esas palabras, que le repito de forma literal: «Se nos ha adelantado».
Theo observó al hombre, pensativo.
—Si es así —dijo al fin, midiendo con cuidado las palabras—, ¿por qué me cuenta todo esto?
Cheung asintió, como si esperara la pregunta.
—Por supuesto, nadie discute los planes para cometer un asesinato con la víctima; pero, como le he dicho, Dr. Procopides, soy cristiano; por tanto, creo que no sólo es su vida la que está en juego, sino también mi alma. No tengo interés alguno en verme involucrado, siquiera de pasada, en negocios tan pecaminosos como el homicidio. Y como el futuro puede cambiarse, deseo que así sea. Usted sigue el rastro de aquel que lo matará; si logra impedir su muerte a manos de esa persona, sea quien sea, entonces no se adelantará a mis asociados. Confío en usted con la esperanza no sólo de que esa persona no le disparará, porque fue tiroteado, ¿no?, sino también de que no lo haga nadie relacionado conmigo. No quiero su sangre, ni la de nadie, en mis manos.
Theo exhaló ruidosamente. Ya era bastante duro pensar en que una persona lo querría muerto en el futuro, como para oír ahora que eran varios los grupos que querían acabar con él.
Quizá aquel anciano estuviera loco, aunque no lo parecía. Sin embargo, dentro de veintiún años tendría... ¿cuántos años tenía exactamente?
—Perdone mi impertinencia, pero ¿puedo preguntarle cuándo nació?
—Por supuesto: el 29 de febrero de 1932, por lo que tengo diecinueve años.
Theo abrió los ojos como platos. Estaba realmente loco...
Pero Cheung sonrió.
—Porque nací el veintinueve de febrero, ¿ve?, que sólo llega cada cuatro años. En realidad tengo setenta y siete.
Lo que lo hacía bastante mayor de lo que Theo había supuesto. ¡Por Dios! Tendría noventa y ocho en 2030.
Un pensamiento acudió a su mente: había hablado con mucha gente que había estado soñando en 2030; normalmente no costaba mucho distinguir el sueño de la vigilia, pero si Cheung tenía noventa y ocho años, ¿no podría padecer de Alzheimer en el futuro? ¿Cómo serían los pensamientos de un cerebro así?
—Le ahorraré la pregunta —dijo Cheung—. Carezco del gen del Alzheimer. Me sorprendí tanto como usted al pensar que estaría vivo dentro de veintiún años, y estoy tan atónito como usted al saber que yo, que he llevado una vida plena, sobreviviré a alguien tan joven como usted.
—¿De verdad nació el veintinueve de febrero?
—Sí, pero no es un atributo precisamente único; somos unos cinco millones los que compartimos esa fecha.
Theo consideró aquel dato.
—Entonces ese hombre le dijo «Se nos ha adelantado». ¿Qué dijo usted después de eso?
—Le respondí, y de nuevo le ruego disculpe mis palabras, «No pasa nada».
Theo frunció el ceño.
—Y entonces —siguió Cheung— añadí: «¿Quién es el siguiente?», a lo que mi socio respondió «Korolov». Korolov, que supongo que será K-O-R-O-L-O-V. Un nombre ruso, ¿no? ¿Significa algo para usted?
Theo negó con la cabeza.
—No. Entonces, usted iba... ¿va a eliminar también a Korolov?
—Es una interpretación evidente, sí. Pero no tengo ni idea de quién podría ser, ni si es un hombre o una mujer.
—Hombre.
—Creí haber oído que no conocía a esa persona.
—Y así es, pero Korolov es un apellido masculino. Los apellidos de mujeres en Rusia terminan en -ova, y los de hombre en -ov.
—Ah. En cualquier caso, cuando el hombre al que hablaba dijo «Korolov», yo respondí: «Bueno, no puede haber nadie más tras él», y mi socio respondió, «No hay por qué ser aprensivo, Ubu». Ubu es un mote que sólo permito a los amigos íntimos, aunque, como dije, aún no he conocido a ese hombre. «No hay por qué ser aprensivo, Ubu», dijo. «El tipo que se cargó a Procopides no puede estar interesado en Korolov». Y entonces yo dije: «Muy bien. Encárgate de ello, Darryl», lo que supongo que es el nombre de mi interlocutor. Abrió la boca para hablar de nuevo, pero de repente me vi aquí, de vuelta en 2009.
—¿Eso es todo cuanto sabe? ¿Que usted y un hombre llamado Darryl se dedicarán a matar gente, incluyéndome a mí y a alguien llamado Korolov, pero que alguien más, un hombre sin planes contra Korolov, me matará primero?
Cheung se encogió de hombros a modo de disculpa, pero Theo no sabía si por los frustrantes agujeros en la información o por el hecho de que un día, al parecer, querría verlo muerto.
—Así es.
—Ese Darryl... ¿tenía pinta de boxeador? Ya sabe, un luchador.
—No, yo diría que era demasiado grueso como para ser un atleta.
Theo se recostó en el sofá, confundido.
—Gracias por informarme —dijo al fin.
—Era lo menos que podía hacer —respondió Cheung. Se detuvo un instante, como si valorara la prudencia de decir algo más—. El alma nos habla de vida inmortal, Dr. Procopides, pero la religión sólo de recompensas. Sospecho que le aguardan grandes cosas, y que usted recibirá la recompensa adecuada; pero sólo, por supuesto, si logra mantenerse con vida el tiempo suficiente. Hágase un favor, háganos un favor a los dos, y no renuncie a su búsqueda.