DIEZ DÍAS DESPUÉS: MIÉRCOLES, 6 DE MAYO DE 2009
Fue sorprendentemente fácil convencer a Gaston Béranger de que el CERN tenía que reproducir el experimento del LHC. Pero, por supuesto, pensaba que no tenían nada que perder, y todo que ganar, si el intento fracasaba: sería muy difícil demostrar la responsabilidad del CERN por cualquier daño provocado la primera vez si el segundo intento no provocaba un desplazamiento temporal.
Y ahora era el momento de la verdad.
Lloyd se encaminó hacia el estrado de madera pulimentada. A su espalda se extendía el sello con el globo y la hoja de laurel de las Naciones Unidas. El aire era seco, y sintió un calambre cuando tocó el borde metálico del estrado. Inspiró profundamente para calmarse y se inclinó sobre el micrófono.
—Quisiera agradecer...
Le sorprendió que su voz temblara, pero demonios, estaba hablando a algunos de los políticos más poderosos del mundo. Tragó saliva y volvió a intentarlo.
—Quisiera agradecer al Secretario General Stephen Lewis que me haya permitido hablarles hoy aquí. —Al menos la mitad de los delegados empleaba los auriculares sin cable que proporcionaban una traducción inmediata—. Señoras y señores, me llamo Dr. Lloyd Simcoe. Soy canadiense, aunque en estos momentos resido en Francia y trabajo en el CERN, el centro europeo de física de partículas. —Hizo una pausa para tragar saliva—. Como sin duda todos ustedes ya habrán oído, parece que fue un experimento en el CERN el que provocó el fenómeno de desplazamiento de la consciencia. Y, señoras y señores, sé que al principio puede parecer una locura, pero estoy aquí para solicitarles, como representantes de sus respectivos gobiernos, permiso para repetir el experimento.
Se produjo una erupción de murmullos, una cacofonía de lenguas aún más variada que la presente en las cafeterías del CERN. Por supuesto, todos los delegados con los que Lloyd había hablado antes sabían lo que iba a decir: uno no hablaba delante de la ONU sin pasar por numerosas discusiones preliminares. La sala de la Asamblea General era cavernosa, y su vista no era lo bastante buena como para distinguir muchos de los rostros. A pesar de todo, podía ver furia en uno de los delegados rusos, y lo que parecía terror en los alemanes y japoneses. Lloyd miró al secretario general, un atractivo hombre blanco de setenta y dos años. Lewis le dedicó una sonrisa de ánimo y Simcoe prosiguió.
—Quizá no haya razón para ello —dijo—. Parece que ahora disponemos de pruebas que establecen que el futuro mostrado en la primera visión no se va a hacer realidad, al menos no de forma exacta. En cualquier caso, no hay duda de que mucha gente aprendió mucho sobre sí misma mediante aquellos destellos.
Hizo una pausa.
—Recuerdo la historia Un cuento de Navidad, del escritor británico Charles Dickens. Su personaje, Ebenezer Scrooge, tuvo una visión de las Navidades Futuras en la que sus actos habían resultado en la miseria de muchos otros, y en que él fuera odiado y despreciado a su muerte. Y, por supuesto, ver algo así hubiera sido terrible... si la visión perteneciera a un único futuro inmutable. Pero se le dijo a Scrooge que no era así, que el futuro que había contemplado no era más que la extrapolación lógica de su vida si siguiera por el mismo camino. Podía cambiar su vida, y la de aquellos que lo rodeaban, para mejor; ese destello del porvenir terminó siendo algo maravilloso.
Tomó un sorbo de agua.
—Pero la visión de Scrooge pertenecía a un tiempo muy específico: el día de Navidad. No todos nosotros tuvimos visiones de eventos significativos; muchos vimos cosas bastante banales, ambiguas hasta la frustración o, en el caso de casi un tercio de nosotros, sueños reales o simple oscuridad; nos encontrábamos dormidos durante ese espacio de dos minutos, dentro de veintiún años. —Se detuvo un instante y se encogió de hombros, como si ni siquiera él supiera qué era lo correcto—. Creemos poder repetir la experiencia de las visiones; podemos ofrecer a toda la humanidad otro vistazo del futuro. —Alzó una mano—. Sé que algunos gobiernos recelan de estas imágenes al no gustarles las cosas que revelaron, pero ahora que sabemos que el futuro no es fijo, espero que nos permitan algo tan sencillo como entregar una vez más este regalo, y el beneficio del Efecto Ebenezer, a las gentes del mundo. Con la cooperación de sus hombres y mujeres, y de sus gobiernos, creemos poder hacerlo de forma segura. De ustedes depende.
Lloyd atravesó las altas puertas de cristal del edificio de la Asamblea General. El aire de Nueva York le aguijoneaba los ojos; iban a tener que hacer algo al respecto uno de aquellos días, pero las visiones decían que para 2030 sería todavía peor. El cielo estaba plomizo, rasgado por la estela de los aviones. Una multitud de reporteros, unos cincuenta, corrió para acercarse a él, micrófonos y cámaras en mano.
—¡Doctor Simcoe! —gritó un blanco de mediana edad—. Doctor Simcoe, ¿qué sucedería si la conciencia no regresara al presente? ¿Qué sucede si nos quedamos atrapados veintiún años en el futuro?
Lloyd estaba cansado. Nunca se había sentido más nervioso hablando en público desde que defendió su doctorado. Tenía muchas ganas de volver al hotel, de servirse un escocés y de meterse en la cama.
—No tenemos motivos para pensar que algo así pueda ocurrir —dijo—. Parece que se trata de un fenómeno completamente temporal que comenzó en el momento en que iniciamos la colisión de partículas, y que cesó en el momento en que la terminamos.
—¿Qué hay de las familias de aquellos que puedan morir esta vez? ¿Se responsabilizará personalmente por ellos?
—¿Qué hay de los que ya están muertos? ¿No piensa que les deba nada?
—¿No es todo esto una vulgar búsqueda de gloria por su parte?
Lloyd inspiró profundamente. Estaba cansado y tenía un enorme dolor de cabeza.
—Señoras y señores, y empleo estos términos de forma generosa, parece que están acostumbrados a entrevistar a políticos que no pueden permitirse perder los nervios en público, de modo que pueden hacerles preguntas en el tono ofensivo que están empleando. Pues yo no soy un político; soy, entre otras cosas, un profesor universitario, y estoy acostumbrado al discurso civilizado. Si son incapaces de preguntar con educación, no diré nada más.
—Pero Dr. Simcoe, ¿no es cierto que todas las muertes y los estragos fueron culpa suya? ¿No fue usted quien diseñó el experimento que terminó en fracaso?
Lloyd mantuvo un tono neutro.
—Hablo en serio. Ya he completado mi cupo de cobertura informativa; una imbecilidad más como esa y me marcharé.
Se produjo un atónito silencio. Los reporteros se miraron antes de devolver la mirada a Lloyd.
—Pero todas esas muertes... —comenzó uno.
—Se acabó —saltó Lloyd—. Me marcho.
Comenzó a alejarse.
—¡Espere! —gritó un reportero.
—¡Alto! —pidió otro.
Se dio la vuelta.
—Sólo si logran realizar preguntas inteligentes y civilizadas.
Tras unos instantes de duda, una melanoamericana levantó una mano con timidez.
—¿Sí? —preguntó Lloyd, enarcando las cejas.
—Dr. Simcoe, ¿qué decisión cree que tomará la ONU?
Lloyd asintió, reconociendo que se trataba de una pregunta aceptable.
—Sinceramente, no lo sé. Mi sensación es que deberíamos tratar de reproducir los resultados, pero soy un científico y la reproducción es mi método de trabajo. Creo que la gente de la Tierra lo desea, pero no tengo modo de saber si sus dirigentes estarán dispuestos a cumplir con el deseo de sus pueblos.
Theo también había viajado a Nueva York, y aquella noche disfrutó con Lloyd de un extravagante bufé de marisco en el Ambassador Grill, en la plaza de la ONU.
—Se acerca el cumpleaños de Michiko —dijo Theo, partiendo la pinza de una langosta.
Lloyd asintió.
—Ya lo sé.
—¿Le vas a preparar una fiesta sorpresa?
Lloyd lo pensó un instante.
—No.
Theo le lanzó una mirada de «Si la quisieras de verdad, lo harías», pero Lloyd no estaba para explicaciones. En realidad nunca había pensado en ello, pero ahora lo veía claro como si siempre lo hubiera sabido: las fiestas sorpresa eran un fraude. Dejabas que alguien que se suponía que te importaba pensara que te habías olvidado de su cumpleaños. Los amargabas de forma deliberada, les hacías sentir ignorados, olvidados, rechazados. Y, además, tenías que mentirles durante semanas hasta que llegaba la fecha. Y todo para que, en el momento en que la gente gritara «¡Sorpresa!», el pobre se sintiera querido.
En su futuro matrimonio con Michiko, Lloyd no tendría que fabricar situaciones para que su mujer se sintiera así. Cada día, cada minuto, le demostraría que la amaba; ella nunca debía dudarlo. Sería su constante compañero, su amor, hasta el día de su muerte.
Y, por supuesto, nunca le mentiría, ni siquiera cuando supuestamente fuera por su bien.
—¿Estás seguro? —preguntó Theo—. Me encantaría ayudarte a organizarla.
—No —dijo Lloyd, reforzando la negativa con la cabeza. Theo era demasiado joven e ingenuo—. No, gracias.