Michiko y Lloyd habían planeado no irse a vivir juntos hasta después de la boda, pero, excepto el tiempo que había estado en Tokio, ella había pasado todas las noches desde la muerte de Tamiko en el apartamento de Lloyd. En realidad, sólo había estado en casa un par de veces, y muy breves, desde el salto al futuro, hacía ocho días. Todo cuanto veía la reducía a lágrimas: los zapatitos de Tamiko en la alfombra junto a la puerta, su muñeca Barbie en una de las sillas del salón (siempre la dejaba cómodamente sentada), sus pinturas con los dedos, sujetas a la nevera con imanes; incluso el lugar de la pared en el que había escrito su nombre con Marcador Mágico, y que Michiko nunca había conseguido limpiar del todo.
Por eso permanecía en casa de Lloyd, evitando tales recuerdos.
Pero, a pesar de todo, a veces se distraía, mirando al vacío. Lloyd no podía soportar verla tan triste, pero sabía que no podía hacer nada al respecto. Probablemente nunca superara aquel pesar.
Y, por supuesto, no era un ignorante: había leído numerosos artículos sobre psicología y relaciones, y no había dejado de ver algunos programas de Oprah y Giselle. Sabía que no debiera de haberlo dicho, pero a veces las palabras salían solas, pronunciadas sin pensamiento consciente. Lo único que pretendió fue llenar el silencio entre él y Michiko.
—Sabes que vas a tener otra hija. Tu visión...
Pero ella lo silenció con una mirada.
No dijo una palabra, pero él podía leerlo en sus ojos. No puedes reemplazar a un hijo con otro. Cada uno es especial.
Lloyd lo sabía; aunque nunca (todavía) había sido padre, lo sabía. Años atrás, había visto una vieja película de Mickey Rooney titulada The human comedy, pero no era nada divertida y, al final, terminó por pensar que tampoco era muy humana. Rooney interpretaba a un soldado americano en la Segunda Guerra Mundial en el extranjero. No tenía familia propia, pero sentía el contacto con los que habían quedado en casa a través de las cartas que su compañero de litera recibía de su familia. Rooney llegaba a conocerlos a todos (el hermano, su madre, su novia en los Estados Unidos) por medio de aquellas misivas compartidas. Pero entonces el otro moría en combate y Rooney regresaba a casa de la familia, con sus efectos personales. Se encontró con el hermano pequeño en el exterior de la casa, y era como si lo hubiera conocido toda su vida. El hermano terminaba entrando en la casa dando voces, gritando «¡Mamá, el soldado ha vuelto a casa!».
Entonces aparecían los títulos de crédito.
Y se suponía que los espectadores tenían que creer que Rooney, de algún modo, tomaba el lugar del hijo muerto de aquella mujer, abatido en Francia.
Era una trampa; incluso siendo adolescente (puede que tuviera dieciséis cuando la viera en televisión) sabía que era una trampa, que una persona nunca podía reemplazar a otra.
Y ahora, de forma insensata, por un breve instante, había sugerido que la futura hija de Michiko podría tomar el lugar que la pobre Tamiko había dejado en su corazón.
—Lo siento.
Michiko no sonrió, pero asintió de forma casi imperceptible.
Lloyd no sabía si era el momento adecuado; toda su vida se había visto acosado por la imposibilidad para determinar lo apropiado de los momentos; el momento para atacar a una chica en el instituto, para pedir un aumento, para interrumpir a dos personas en una fiesta y poder presentarse, para excusarse cuando era evidente que otra persona quería estar sola. Había gente que tenía un sentido innato para tales cosas, pero no él.
No obstante...
No obstante, había que resolver el asunto de algún modo.
El mundo ya se había quitado el polvo y la gente proseguía con sus vidas. Sí, muchos caminaban con muletas; sí, algunas compañías de seguros habían anunciado la bancarrota; sí, el número de muertos aún era incontable. Pero la vida seguía adelante y la gente iba a trabajar, volvía a casa, comía, veía la tele y trataba, con diverso grado de éxito, de no detenerse.
—Respecto a la boda... —dijo, apagando su voz, de modo que las palabras flotaran entre ellos.
—¿Sí?
Lloyd espiró.
—No sé quién es esa mujer... la mujer de mi visión. No tengo ni idea.
—Y por eso piensas que podría ser mejor que yo. ¿Es eso?
—No, no, no. Claro que no. Sólo es...
Quedó en silencio, pero Michiko lo conocía demasiado bien.
—Estás pensando que hay siete mil millones de personas en el planeta, ¿no? Y que si nos conocimos sólo es por puro azar.
Lloyd asintió, sintiéndose culpable.
—Quizá —dijo Michiko—. Pero cuando piensas en las probabilidades en contra de que tú y yo nos conociéramos, creo que hay algo más que eso. No es que tú tuvieras que cargar conmigo, o yo contigo. Tú vivías en Chicago y yo en Tokio, y terminamos juntos aquí, en la frontera franco-suiza. ¿Es eso azar, o el destino?
—No sé si se puede creer a la vez en el destino y en el libre albedrío —respondió Lloyd en voz baja.
—Supongo que no —dijo ella, bajando la mirada—. Y bueno, puede que no estés listo para el matrimonio. Muchos de mis amigos se han casado a lo largo de los años sólo porque pensaban que era su última oportunidad. Ya sabes: llegas a una cierta edad y piensas que, si no te casas pronto, nunca lo harás. Si tu visión demostraba algo, es que yo no soy tu última oportunidad. Supongo que eso quita presión, ¿no? No tienes por qué actuar de forma precipitada.
—No es eso —protestó Lloyd, pero su voz era trémula.
—¿No? Entonces aclara tus ideas ahora mismo. Comprométete. ¿Vamos a casarnos?
Lloyd sabía que ella tenía razón. Su creencia en el futuro inmutable ayudaba a aliviar la culpa por lo que había sucedido, pero, a pesar de todo, ésa era la posición que siempre había adoptado como físico: el espaciotiempo es un inmutable cubo de Minkowski. Lo que estaba a punto de hacer ya lo había hecho; el futuro era tan indeleble como el pasado.
Por lo que sabía, nadie había informado de visiones que corroboraran que Michiko Komura y Lloyd Simcoe habían llegado siquiera a casarse; nadie había informado de estar en un cuarto con una foto de boda con un marco caro, mostrando a un caucasiano alto de ojos azules y una hermosa y joven asiática, más baja que él.
Sí, dijera lo que dijera ahora ya se había dicho... y siempre se diría. Pero no tenía modo de saber qué respuesta estaba grabada en el espaciotiempo. Su decisión en ese instante, en ese mismo momento, en aquella rebanada, aquella página, aquel fotograma de la película, era desconocida, ignota. No era más fácil darle voz (fuera lo que fuese lo que saliera por su boca) por saber que lo que dijera, lo que ya había dicho, era inevitable.
—¿Y? —exigió Michiko—. ¿Qué decides?
Aquella misma noche Theo seguía en el trabajo, ejecutando otra simulación más del experimento en el LHC, cuando recibió una llamada telefónica.
Dimitrios había muerto.
Su hermano pequeño. Muerto. Suicidado.
Combatió las lágrimas y la ira.
Los recuerdos de Dim comenzaron a volar por su cabeza. Las veces que había sido bueno con él siendo niño, y aquellas en las que se había portado mal. Y cómo toda la familia quedó aterrada hacía tantos años, cuando fueron a Hong Kong y Dim se perdió. Theo nunca se había sentido tan contento de ver a alguien como cuando vio al pequeño Dim, colgado del hombro de un policía, acercándose a ellos en una calle atestada.
Y ahora... ahora estaba muerto. Tendría que hacer otro viaje a Atenas para acudir al funeral.
No sabía cómo sentirse.
Parte de él, una gran parte, sentía una espantosa pena por la muerte de su hermano.
Otra...
Otra estaba feliz.
No por la muerte de Dim, por supuesto.
Sino porque el que estuviera muerto lo cambiaba todo.
Porque Dimitrios había experimentado una visión, una verificada por otra persona... y para ello era necesario estar vivo en 2030.
Así que el universo bloque se había hecho añicos. Lo que la gente había visto podía ser realmente un cuadro coherente del mañana... pero no era el único mañana posible, y, de hecho, como ese mañana había incluido a Dimitrios Procopides, ya no era posible.
La teoría del caos decía que pequeños cambios en las condiciones iniciales podían tener grandes efectos a lo largo del tiempo. Desde luego, el universo en el 2030 no podía terminar siendo tal y como se había mostrado en los miles de millones de breves destellos que la gente había experimentado.
Theo recorrió los pasillos del centro del control del LHC, pasando por el gran mosaico, la placa que mostraba el nombre completo original de la institución, los despachos, los laboratorios y los aseos.
Si el futuro era ahora incierto, si no iba desarrollarse exactamente como mostraban las visiones, quizá pudiera abandonar su búsqueda. Sí, en uno de los una vez posibles futuros alguien había tenido a bien matarlo. Pero a lo largo de las siguientes dos décadas iban a cambiar tantas cosas que era más que probable que no se volviera a producir el mismo resultado. De hecho, podría no llegar a conocer nunca a la persona que lo asesinaría, fuera quien fuese. O incluso ese hombre podría morir antes de 2030. En cualquier caso, su asesinato no era inevitable.
Sin embargo...
Sin embargo, aún podía suceder. Sin duda, algunas cosas resultarían tal y como las visiones habían indicado. Aquellos que morirían de muerte natural lo harían del mismo modo; aquellos que disfrutaran de un trabajo fijo hoy en día podrían seguir manteniéndolos entonces; los matrimonios sólidos no tenían razón para no durar.
No.
Basta de dudas, de tiempo desperdiciado.
Theo decidió seguir adelante con su vida, renunciar a su búsqueda insensata, enfrentarse al mañana con decisión, fuera lo que fuese lo que le deparaba. Por supuesto, tendría cuidado: no quería que uno de los puntos de convergencia entre el 2030 de las visiones y el real fuera su propia muerte. Pero seguiría adelante, tratando de exprimir al máximo el tiempo del que dispusiera.
Si Dimitrios hubiera estado dispuesto a hacer lo mismo...
Su paseo lo había llevado a su despacho. Tenía que hacer una llamada a alguien que tenía que oírlo de un amigo, antes de que le estallara en la cara en los medios de comunicación de todo el mundo.
Las palabras de Michiko pesaban sobre ellos: «¿Qué decides?»
Lloyd sabía que había llegado el momento, la hora de iluminar aquel fotograma, el momento de la verdad, el instante en el que se revelara la decisión que el espaciotiempo ya había grabado. Miró a Michiko a los ojos, abrió la boca y...
¡Brrrrrrrring! ¡Brrrrrrrring!
Lanzó una maldición y miró el teléfono. La pantalla informaba de que se trataba del «CERN LHC». Nadie llamaría de la oficina a esas horas si no era una emergencia. Levantó el auricular.
—¿Sí?
—Lloyd, soy Theo.
Quería decirle que no era un buen momento, que llamara más tarde, pero antes de poder hacerlo el griego empezó a hablar.
—Lloyd, acaban de llamarme. Mi hermano Dimitrios ha muerto.
—Oh, Dios mío —respondió Lloyd—. Oh, Dios mío.
—¿Qué pasa? —preguntó Michiko preocupada.
Lloyd cubrió el micrófono.
—El hermano de Theo ha muerto.
Michiko se llevó una mano a la boca.
—Se ha suicidado —siguió Theo—. Una sobredosis de somníferos.
—Lo siento, Theo. ¿Puedo... hay algo que pueda hacer por ti?
—No, no. Nada. Pero pensé que te lo tenía que contar cuanto antes.
Lloyd no sabía adónde quería llegar Theo.
—Ah, gracias —dijo, sin poder evitar la confusión en su voz.
—Lloyd, Dimitrios tuvo una visión.
—¿Qué? Oh. —Una larga pausa—. Oh.
—Me la contó en persona.
—La habría inventado.
—Lloyd, es mi hermano; no se la inventó.
—Pero no hay modo de...
—Sabes que no es el único; ha habido otros informes. Pero éste... éste está corroborado. Estaba trabajando en un restaurante en Grecia, y el tipo que lo dirigiría en 2030 también lo hace en 2009. Él vio a Dim en su visión, y Dim al tipo. Cuando lo digan en televisión...
—Yo... ah... mierda —dijo Lloyd. El corazón brincaba en su pecho—. Mierda.
—Lo siento —respondió Theo—. La prensa va a estar de fiesta. Como te dije, pensé que deberías saberlo.
Lloyd trató de calmarse. ¿Cómo podía haberse equivocado de ese modo?
—Gracias —dijo al fin—. Oye, mira, esto no es importante. ¿Cómo estás tú? ¿Estás bien?
—No pasa nada.
—Porque si no quieres estar solo, Michiko y yo podemos ir para allá.
—No, en serio. Franco della Robbia sigue aquí; voy a hablar con él.
—Muy bien —dijo Lloyd—. Muy bien. Oye, tengo que...
—Lo sé —le cortó Theo—. Adiós.
—Adiós.
Lloyd devolvió el aparato a su lugar.
No había conocido a Dimitrios Procopides. En realidad, Theo no hablaba mucho de él. No era extraño; Lloyd tampoco solía mencionar nunca a su hermana Dolly en el trabajo. En realidad, sólo era una muerte más en una semana cuajada de ellas, pero...
—Pobre Theo —dijo Michiko, meciendo suavemente la cabeza adelante y atrás—. Y su hermano... pobre chico.
La miró. Ella había perdido a su propia hija, pero en ese momento había encontrado lugar en su corazón para llorar a un hombre al que nunca había conocido.
El corazón de Lloyd seguía desbocado. Las palabras que había estado a punto de pronunciar cuando sonó el teléfono aún resonaban en su cabeza. ¿Qué pensaba ahora? ¿Que quería seguir libre? ¿Que no estaba preparado para sentar la cabeza? ¿Que tenía que conocer a aquella mujer blanca, encontrarla, conocerla y hacer una elección equilibrada y ponderada entre ella y Michiko?
No.
No, no era así. No podía serlo.
Lo que pensaba es que era un idiota.
Y lo que pensaba es que ella había sido increíblemente paciente.
Y lo que pensaba es que era posible que la advertencia de que el matrimonio no dura de forma automática era lo mejor que le podía haber pasado. Como todas las parejas, habían asumido que se casarían hasta que la muerte los separara. Pero ahora sabía, desde el primer día, de un modo que nadie más había podido ver, ni siquiera otros como él, niños de hogares destrozados, que no era necesariamente para siempre. Que sólo era permanente si se peleaba, se luchaba y se trabajaba para hacerlo permanente en cada instante de la vida. Supo que, si se casaba, aquella tendría que ser su primera prioridad. No su carrera, ni el elusivo Nóbel, ni el aplauso de sus colegas, ni los amigos.
Ella.
Michiko.
Michiko Komura.
O... o Michiko Simcoe.
Cuando era adolescente, en los 70, parecía que las mujeres aceptarían eternamente la estupidez de tomar el apellido de otro. Aun hoy, la mayoría seguía aceptando el nombre de su marido; ellos ya lo habían hablado, y Michiko le había dicho que tenía intención de perder su apellido de soltera. Por supuesto, Simcoe no sonaba tan musical como Komura, pero era un sacrificio pequeño.
Pero no.
No debería tomar su apellido. ¿Cuántas divorciadas no usaban su propio apellido, sino el de alguien que había quedado décadas atrás, un recordatorio diario de errores juveniles, de un amor echado a perder, de tiempos dolorosos? De hecho, Komura no era el apellido de soltera de Michiko, sino Okawa; Komura era el apellido de Hiroshi.
A pesar de todo, debería conservarlo. Debería llamarse Komura, de modo que Lloyd recordara un día tras otro que no era suya, que tenía que trabajar en su matrimonio, que el mañana estaba en sus manos.
La miró, contempló su perfecta complexión, sus ojos seductores, su cabello tan oscuro.
Todo ello cambiaría con el tiempo, por supuesto, pero quería seguir allí para verlo, para saborear cada momento, para disfrutar con ella las estaciones de la vida.
Sí, con ella.
Lloyd Simcoe hizo algo que no había hecho la primera vez; sí, había pensado en ello, pero lo había rechazado por estúpido, anticuado, innecesario.
Pero era lo que quería hacer, lo que necesitaba hacer.
Se puso sobre una rodilla.
Y tomó la mano de Michiko en la suya.
Y contempló su rostro adorable, paciente.
Y dijo:
—¿Te quieres casar conmigo?
Y el momento se mantuvo, con Michiko claramente sorprendida.
Y entonces una sonrisa afloró lentamente en el rostro de ella.
Y dijo, casi con un suspiro:
—Sí.
Lloyd parpadeó rápidamente, las lágrimas aflorando a sus ojos. El futuro iba a ser glorioso.