NOVENO DÍA: MIÉRCOLES 29 DE ABRIL DE 2009
—Quiero enseñarte algo —dijo Carly.
Jake sonrió y le hizo un gesto con la mano para que procediera. Ahora estaban en el TRIUMF, siglas en inglés de las Instalaciones de Mesones de la Tri-Universidad, el principal laboratorio de física de partículas de Canadá.
Ella empezó a recorrer un pasillo, seguida por Jake. Pasaron puertas con dibujos animados de tema científico pegados con cinta. También se encontraron con varias personas, todas ellas portando dosímetros cilíndricos que servían como las tarjetas de identificación del CERN, pero con un aspecto totalmente distinto.
Al fin Carly llegó a su destino. Se encontraba frente a una puerta, a un lado de la cual se encontraba una manguera contra incendios detrás de una cubierta de cristal; al otro había una fuente de agua. Carly llamó con los nudillos. No se produjo respuesta, de modo que giró el picaporte y abrió. Entró y ordenó con un dedo y una sonrisa a Jake que la siguiera. Él obedeció y, una vez estuvo dentro, Carly cerró la puerta.
—¿Y bien? —dijo.
Jake se encogió de hombros, confuso.
—¿No lo reconoces? —preguntó ella.
Jake miró alrededor. Era un laboratorio de buen tamaño, con paredes beige y...
—¡Oh, dios mío!
Sí, ahora las paredes eran beige, pero en algún momento de los próximos veinte años las pintarían de amarillo.
Era el lugar de su visión. Allí estaba la tabla periódica, tal y como la había visto. Y aquella mesa de trabajo... era en la que habían estado haciéndolo.
Jake sintió cómo sus mejillas enrojecían.
—Está ordenado, ¿eh? —dijo Carly.
—Así es.
Por supuesto, no inauguraron el lugar en ese momento; estaban en medio de la jornada laboral.
Pero la visión... si las estimaciones eran correctas, eran las 19:21 horas de Ginebra, que serían, ¿cuándo?, las 14:21 en Nueva York y, veamos, las 11:21 aquí en Vancouver. Las once y veintiuno de la mañana... de un miércoles. Sin duda, el TRIUMF también estaría ocupado entonces. ¿Cómo era posible que hubieran estado haciendo aquí el amor en un día de trabajo? Oh, sin duda, los usos sexuales seguirían relajándose a lo largo de los próximos veinte años, como venía sucediendo desde hacía cincuenta, pero seguro que en el 2030 todavía no estaba bien visto tomarte un descanso con tu novia para hacer el amor. Pero puede que el 23 de octubre fuera fiesta, o que todos los demás tuvieran el día libre. Jake tenía el vago recuerdo de que el Día de Acción de Gracias en Canadá se celebraba en octubre.
Paseó por la habitación, comparando la realidad presente con la de su visión. Había un sistema de rociadores de emergencia, comunes en laboratorios con productos químicos, y algunos armarios con equipo, así como un pequeño sistema informático. El ordenador estaba en el mismo lugar que en la visión, pero, por supuesto, el modelo era muy distinto. Y junto a él...
Junto a él había habido un aparato de forma cúbica, de medio metro de lado, con dos láminas planas enfrentadas alzándose por encima de su cara superior.
—Eso que había ahí... —dijo Jake—. Es decir, eso que habrá allí, ¿tienes idea de lo que es?
—Puede que un colisionador de taquiones-tardiones.
Jake enarcó las cejas.
—Podría ser...
La puerta del laboratorio se abrió de golpe, entrando un gran nativo canadiense.
—Oh, lo siento. Espero no molestar.
—No, no —respondió Carly. Sonrió a Jake—. Vendremos más tarde.
—¿Quieres pruebas? —preguntó Michiko—. ¿Quieres saber con toda certeza si deberíamos casarnos? Hay un modo de hacerlo.
Lloyd había estado solo en su despacho del CERN, examinando una serie de informes sobre los arranques del LHC del último año con 14-TeV, en busca de cualquier inestabilidad previa al primer arranque con 1.150-TeV, el que produjo el desplazamiento temporal. Michiko acababa de llegar, y aquellas eran sus primeras palabras.
Lloyd levantó las cejas.
—¿Un modo de conseguir pruebas? ¿Cómo?
—Repitiendo el experimento. Viendo si se obtienen los mismos resultados.
—No podemos hacer eso —respondió Lloyd atónito. Estaba pensando en todos aquellos que habían muerto la última vez. Nunca había creído en la filosofía de que «hay cosas que la humanidad no debería conocer», pero si había una prueba que no debía repetirse nunca, sin duda era aquella.
—Tendrías que anunciar el nuevo intento por anticipado, por supuesto —explicó Michiko—. Avisar a todo el mundo para que no haya aviones volando, coches conduciendo, nadie nadando, nadie en una escalera... Hay que asegurarse de que toda la raza humana está sentada o tumbada cuando suceda.
—Eso no es posible.
—Claro que sí —protestó ella—. CNN. NHK. La BBC. La CBC.
—Hay lugares en el mundo a los que aún no llega la televisión, y ni siquiera la radio, ya puestos. No podemos advertir a todo el mundo.
—No podríamos avisar fácilmente a todo el mundo, pero puede hacerse con un noventa y nueve por ciento de probabilidades de acierto.
Lloyd frunció el ceño.
—Noventa y nueve por ciento, ¿eh? Hay siete mil millones de personas. Si perdemos siquiera un uno por ciento, son setenta millones que se quedarían sin aviso.
—Podemos mejorar eso. Estoy convencida. Podríamos rebajarlo hasta unos pocos cientos de miles, y, afrontémoslo, esos cientos de miles se encontrarían en áreas sin tecnología, ¿no? No habría posibilidad de que estuvieran conduciendo o volando en avioneta.
—Pero se los podrían comer los animales.
Michiko se detuvo en seco.
—¿Podrían? Cuestión interesante. Supongo que los animales no perdieron el conocimiento durante el salto, ¿no?
Lloyd se rascó la cabeza.
—Desde luego, no nos encontramos con el suelo cubierto de pájaros muertos caídos del cielo. Y, según las noticias, nadie encontró jirafas con las patas rotas por una caída. El fenómeno pareció afectar únicamente a la consciencia; en el Tribune leí que los chimpancés y gorilas interrogados mediante signos informaron de alguna clase de efecto. Muchos dijeron que se encontraban en lugares distintos, pero carecían del vocabulario o del marco de referencia psicológico necesario para confirmar o negar que hubieran visto sus propios futuros.
—No importa. Casi ningún animal salvaje se come presas inconscientes; pensarán que están muertos, y la selección natural desterró hace mucho la consunción de carroña de casi todas las formas de vida. No, estoy segura de que podríamos alcanzar a casi todo el mundo, y de que los pocos que no se enteraran no se encontrarían en posiciones demasiado peligrosas.
—Todo muy bien, pero no podemos anunciar por las buenas que vamos a repetir el experimento. Como mínimo, las autoridades francesas y suizas nos lo impedirían.
—No si logramos su permiso. No si conseguimos permiso de todo el mundo.
—¡Venga! Los científicos sentirían curiosidad por saber si el efecto era reproducible, pero ¿qué más le daría a los demás? ¿Por qué iba el mundo a darnos permiso, salvo, por supuesto, que necesitaran reproducir el resultado para encontrarnos culpables a mí o al CERN?
Michiko parpadeó.
—No piensas, Lloyd. Todo el mundo quiere otro destello del futuro. No creo que seamos los únicos cuyas visiones han dejado cabos sueltos. La gente quiere saber más sobre lo que le depara el mañana. Si les dices que puedes conseguir que vean de nuevo el futuro, nadie se opondrá. Por el contrario, removerán el cielo y la tierra para hacerlo posible.
Lloyd guardó silencio, digiriendo aquello.
—¿Eso crees? —dijo al fin—. Pensaba que habría mucha resistencia.
—No, todo el mundo siente curiosidad. ¿Acaso no quieres saber quién era esa mujer? ¿No quieres saber con seguridad quién era el padre de la niña con la que estaba yo? Además, si te equivocas sobre lo de que el futuro es inmutable, puede que veamos un mañana totalmente distinto, uno en el que Theo no muera. O puede que veamos retazos de un tiempo distinto: dentro de cinco años, o cincuenta. Pero el asunto es que nadie en este planeta no querrá otra visión.
—No sé.
—Bueno, pues míralo de este modo: tú te estás torturando con la culpa. Si tratas de reproducir el salto al futuro y fracasas, entonces el LHC no tuvo nada que ver con ello, ¿no? Y eso significará que puedes relajarte.
—Puede que tengas razón —dijo Lloyd—. ¿Pero cómo íbamos a lograr autorización para reproducir el experimento? ¿Quién nos daría el permiso?
Michiko se encogió de hombros.
—La ciudad más cercana es Ginebra —dijo—. ¿Por qué es famosa?
Lloyd frunció el ceño, revisando la letanía de posibles respuestas apropiadas. Al final dio con ello: la Sociedad de Naciones, antecesora de la ONU, fundada allí en 1920.
—¿Sugieres que lo llevemos a las Naciones Unidas?
—Sí. Podrías ir a Nueva York a presentar tu caso.
—La ONU nunca se pone de acuerdo en nada.
—Se pondrán de acuerdo en esto —respondió Michiko—. Es demasiado seductor como para rechazarlo.
Theo había hablado con sus padres y con los vecinos de éstos, pero ninguno parecía tener información importante sobre su futura muerte. Al fin tomó en Cointrin un 7117 de la Olympic Airlines de vuelta al aeropuerto internacional de Ginebra. Franco della Robbia lo había acercado al aeropuerto cuando se marchó, pero ahora Theo decidió coger un taxi (treinta francos suizos) que lo llevara al campus. Como no les habían dado de comer en el avión, decidió ir directamente a la cafetería del centro de control del LHC para tomar algo. Cuando entró, divisó para su sorpresa a Michiko Komura sentada sola, en una mesa al fondo. Se sirvió una botella pequeña de zumo de naranja y salchichas longeole y se dirigió hacia ella, dejando atrás algunos grupos de físicos comiendo y discutiendo posibles teorías que explicaran el salto al futuro; suponía que lo último que querría Michiko sería pensar en el acontecimiento que había causado la muerte de su hija.
—Hola, Michiko.
Ella levantó la mirada.
—Oh, hola, Theo. Bienvenido a casa.
—Gracias. ¿Te importa si me siento?
Michiko señaló una silla frente a ella con la mano.
—¿Qué tal el viaje?
—No descubrí mucho. —Pensó en no decir nada más, pero bueno, ella había preguntado—. Mi hermano Dimitrios dice que las visiones arruinaron su sueño. Quiere ser un gran escritor, pero no parece que vaya a conseguirlo.
—Qué triste.
—¿Qué tal estás tú? ¿Cómo te encuentras?
Michiko abrió un poco los brazos, como si no hubiera fácil respuesta.
—Sobrevivo. Ya pasan minutos enteros sin que piense en lo que le sucedió a Tamiko.
—Lo siento mucho —dijo Theo por enésima vez. Esperó un buen rato antes de volver a hablar—. ¿Qué tal lo demás?
—Bien.
—¿Sólo bien?
Michiko comía una quiche de queso au bleu de Gex, además de tener delante una taza de té a la mitad; bebió un sorbo, ordenando sus ideas.
—No sé. Lloyd... no está convencido de seguir con la boda.
—¿De verdad? Dios mío.
Michiko miró alrededor, valorando la intimidad de la que disfrutaban: la persona más cercana se encontraba a cuatro mesas de distancia, al parecer absorta en la lectura de un tablero de datos. Lanzó un suspiro y se encogió de hombros.
—Quiero a Lloyd... y sé que él me quiere. Pero no puede soportar la posibilidad de que el matrimonio no dure.
Theo alzó las cejas.
—Bueno, proviene de un hogar roto. Al parecer, la ruptura fue bastante desagradable.
Michiko asintió.
—Ya lo sé, intento entenderlo. De verdad. ¿Qué tal fue el matrimonio de tus padres?
A Theo le sorprendió la pregunta, y se le arrugó la frente al considerarla.
—Supongo que bien; parece que todavía son felices. Papá nunca fue cariñoso, pero a mamá no pareció importarle.
—Mi padre murió, pero supongo que era un japonés típico de su generación. Se lo guardaba todo, y el trabajo era su vida. —Hizo una pausa—. Infarto a los cuarenta y siete años cuando yo tenía veintidós.
Theo buscó las palabras adecuadas.
—Estoy seguro de que estaría muy orgulloso de ver en lo que te has convertido.
Michiko pareció pensar sinceramente en ello, en vez de rechazarlo como un simple comentario amable.
—Puede ser. Según su visión tradicional, las mujeres no se hacían ingenieras.
Theo frunció el ceño. En realidad, no sabía mucho sobre la cultura japonesa. Podía haber acudido a algunas conferencias en Japón, pero a pesar de haber viajado por toda Europa, una vez a América y otra a Hong Kong siendo adolescente, nunca había sentido el impulso de visitar el país de Michiko. Pero ella era fascinante: cada gesto, su misma expresión, su modo de hablar, su sonrisa, la forma en que arrugaba la naricita, su risa con sus tonos altos y perfectos... ¿Cómo podía fascinarle ella, y no su cultura? ¿No debería querer saber cómo era su gente, cómo era su país, cada faceta del crisol que la formaba?
¿O debía ser sincero, afrontar la realidad de que su interés era puramente sexual? Sin duda, Michiko era hermosa... pero había tres mil personas trabajando en el CERN, y la mitad eran mujeres; desde luego, Michiko, no era la única belleza.
Pero, a pesar de todo, tenía algo... algo exótico. Y bueno, era evidente que le gustaban los hombres blancos...
No, no era eso. No era eso lo que la hacía fascinante. No cuando se pensaba en ello, cuando se la contemplaba directamente, sin excusas. Lo que era más fascinante de Michiko era que había elegido a Lloyd Simcoe, el compañero de Theo. Los dos eran solteros, los dos disponibles; y Lloyd tenía diez años más que ella; Theo tenía ocho menos que la japonesa.
No era que Theo fuera una especie de adicto al trabajo, y que Lloyd se detuviera a oler las rosas. Theo alquilaba a menudo un bote en el lago Léman para remar, jugaba al croquet y al bádminton en las ligas del CERN, y sacaba tiempo para escuchar jazz en el Au Chat Noir de Ginebra y ver teatro alternativo en L'Usine; incluso había visitado el Gran Casino en alguna ocasión.
Pero aquella mujer bonita, fascinante e inteligente había elegido al tradicional y callado Lloyd.
Y ahora parecía que Lloyd no estaba preparado para comprometerse con ella.
Desde luego, ésa no era razón suficiente para quererla él, pero el corazón no tenía nada que ver con la física; no podía predecir sus reacciones; la quería, y si Lloyd iba a dejarla escapar entre sus dedos...
—De todos modos —respondió por fin Theo al comentario de Michiko sobre la reprobación de su padre por la carrera de ingeniería—, admiraría tu inteligencia.
Michiko se encogió de hombros.
—Mientras se reflejara de forma positiva en él, es posible. Pero nunca hubiera aprobado un matrimonio con un hombre blanco.
El corazón de Theo pareció detenerse, pero no sabía si por Lloyd o por él mismo.
—Oh.
—No confiaba en Occidente. No sé si lo sabes, pero en Japón está de moda llevar ropa con frases en inglés. No importa lo que diga, sino que se vea que se quiere abrazar la cultura americana. En realidad, los lemas son bastante divertidos para los que hablamos inglés: «Este lado arriba», «Consumir antes de la fecha», «Para conseguir una cebolla más perfecta»... —Sonrió con su habitual nariz arrugada y encantadora—. «Cebolla». La primera vez que lo vi no pude dejar de reírme. Pero un día llegué a casa con una camiseta con palabras en inglés; palabras sueltas, ni una sola frase, términos con distintos colores sobre fondo negro: «cachorro», «ketchup», «hockey», «muy», «propósito». Papá me castigó por llevarla.
Theo trató de mostrar su empatía, al tiempo que se preguntaba por el castigo recibido. ¿La dejaron sin paga, o los padres japoneses no daban dinero a sus hijos? ¿La enviaron a su cuarto? Prefirió no preguntar.
—Lloyd es un buen hombre —dijo. Las palabras llegaron sin pensar siquiera en ellas; quizá surgieran de algún profundo sentido del juego limpio que le agradó descubrir allí.
Michiko también sopesó aquella contestación; parecía tomar cada comentario y buscar su verdad subyacente.
—Oh, sí —dijo—. Es un buen hombre. Le preocupa esa estúpida visión en la que nuestro matrimonio no dura eternamente, pero con él hay miles de cosas de las que sé que no tendré que preocuparme. Sé que nunca me pegará, de eso estoy segura. Sé que nunca me humillará ni me dejará en evidencia, y tiene muy buena cabeza para los detalles. Una vez le comenté de pasada los nombres de mis sobrinos, hace meses. Una semana después surgieron en la conversación y se los sabía a la perfección, así que estoy segura de que se acordará de nuestro aniversario o de mi cumpleaños. Ya he estado antes con otros hombres, japoneses y extranjeros, pero nunca con uno con el que me sintiera tan segura, tan confiada en que siempre será amable y gentil.
Theo se sentía incómodo. Él también se consideraba un buen hombre, y desde luego nunca le levantaría la mano a una mujer. Pero bueno, tenía el temperamento de su padre; para ser sinceros, en una discusión podría decir cosas con la intención de hacer daño. Y, desde luego, algún día alguien lo odiaría lo bastante como para querer matarlo. ¿Despertaría alguna vez Lloyd, Lloyd el bueno, esa clase de sentimientos en otro ser humano?
Negó lentamente con la cabeza, alejando tales pensamientos.
—Elegiste bien —dijo.
Michiko dejó caer la cabeza, aceptando el cumplido y añadió:
—Lloyd también. —Theo se sintió sorprendido, ya que Michiko no solía pecar de falta de modestia; pero entonces dijo algo que explicó lo que quería decir—. No podía haber elegido a nadie mejor como padrino.
No estoy tan seguro, pensó Theo, sin dar voz a sus palabras.
Por supuesto, no podía ir a por Michiko. Era la prometida de Lloyd.
Y, además...
Además, no eran sus adorables y cautivadores ojos japoneses.
No eran siquiera los celos o la fascinación nacida de haber elegido a Lloyd, y no a él.
En lo más profundo, sabía cuál era el verdadero motivo de su repentino interés por ella. Claro que lo sabía. Sabía que si se embarcaba en una nueva y loca vida, si daba un giro inesperado, si hacía un movimiento totalmente imprevisible, como escaparse con la prometida de su socio y casarse con ella, se estaría burlando del destino, cambiaría su futuro de forma tan radical que nunca terminaría viendo el cañón de una pistola cargada.
Michiko era de una inteligencia devastadora, y muy bonita, pero no podía perseguirla; sería una locura.
A Theo le sorprendió oír una risita escapando de su propia garganta, pero en cierto modo fue divertido. Puede que Lloyd tuviera razón; puede que el universo fuera un bloque sólido, con el tiempo inmutable. Sí, había pensado en hacer algo loco y salvaje, pero entonces, después de sopesarlo con cuidado, de pensar en las opciones y reflexionar sobre sus motivaciones, terminó haciendo exactamente lo que hubiera hecho de no haber pensado nunca en ello.
La película de su vida seguía desgranándose, ya expuesta, fotograma tras fotograma.