19

Una noche más, Lloyd y Michiko se sentaban en el sofá del apartamento de él sin cruzar palabra.

Lloyd apretaba los labios, pensativo. ¿Por qué no podía limitarse a saltar y comprometerse con aquella mujer? La amaba. ¿Por qué no podía ignorar lo que había visto? Millones de personas estaban haciendo precisamente eso, ¿no? Para casi todo el mundo, la idea de un futuro inmutable era ridícula. Lo habían visto cientos de veces en la televisión o en las películas: Jimmy Stewart comprende que vivir es bello después de ver el mundo desarrollarse sin él. Superman, abrumado por la muerte de Lois Lane, vuela alrededor de la Tierra tan rápido que consigue que gire en sentido contrario, regresando en el tiempo para poder salvarla. Cesar, hijo de los estudiosos de los simios Zira y Cornelius, sumerge al mundo en una senda de hermandad entre especies, esperando evitar la destrucción de la Tierra en un holocausto nuclear.

Hasta los científicos hablaban en términos de evolución contingente. Stephen Jay Gould, tomando una metáfora de la película de Jimmy Stewart, proclamaba que si se pudiera rebobinar en el tiempo, sin duda la vida se desarrollaría de un modo distinto, con algo distinto al ser humano emergiendo al final.

Pero Gould no era físico; lo que proponía como experimento era imposible. Lo mejor que se podía hacer era suponer qué había sucedido durante el salto al futuro, mover el marcador del «ahora» a otro instante. El tiempo era fijo, inmutable, cada uno de los fotogramas ya estaba expuesto. El futuro no era algo esperando a desarrollarse, sino algo ya hecho; por muchas veces que Stephen Jay Gould viera Qué bello es vivir, Clarence siempre conseguiría sus alas...

Lloyd acarició el pelo de Michiko, preguntándose qué estaba escrito encima de aquella precisa rebanada del bloque espaciotemporal.

Jake se encontraba recostado sobre la espalda, con un brazo detrás de la cabeza. Carly se apretaba contra él, jugueteando con el vello de su pecho. Estaban desnudos.

—¿Sabes? —dijo Carly—. Aquí tenemos la oportunidad de lograr algo realmente maravilloso.

Jake alzó las cejas.

—¿De verdad?

—¿Cuántas parejas tienen esto, en este día y esta hora? ¡Una garantía de que seguirán juntos dentro de veinte años! Y no solo juntos, sino apasionadamente ena... —dejó morir la voz; una cosa era discutir sobre el futuro, y otra muy distinta pronunciar ciertas palabras de forma prematura. Carly tardó un tiempo en volver a hablar—. ¿Hay alguien más? —preguntó en voz baja—. En Ginebra.

Jake negó con la cabeza. Frotando la almohada con su cabello pelirrojo.

—No. —Tragó saliva, reuniendo coraje—. Pero aquí sí hay alguien, ¿no? Tu novio... Bob.

Carly lanzó un suspiro.

—Lo siento. Sé que una mentira no es el mejor modo de comenzar una relación. Yo... mira, no sabía nada sobre ti. Y los físicos son como buitres desesperados. Hasta tengo una alianza que a veces me pongo en las conferencias. No hay ningún Bob; te lo dije porque me pareció conveniente, por si las cosas... ya sabes, por si no salían bien.

Jake no sabía si sentirse ofendido o no. Una noche de julio, teniendo dieciséis o diecisiete años, había estado charlando con la novia de su primo Howie, frente a la casa de éste. Había mucha gente alrededor, porque habían preparado una barbacoa en el jardín de atrás. Estaba oscuro y la noche era clara, y ella había entablado conversación al verlo contemplando las estrellas. No sabía nada sobre sus nombres, y se sintió sorprendida al descubrir que Jake podía señalar Polaris, además de las tres esquinas del Triángulo del Verano, Vega, Deneb y Altair. Intentó mostrarle Casiopea, pero era difícil de ver, medio tapada por los árboles que se alzaban tras la casa. Pero quería que ella viera la uve doble en el cielo, una de las constelaciones más fáciles de reconocer una vez aprendías algo. Y entonces le dijo que cruzara la calle con él para poder verla desde el otro lado. Era una agradable calle suburbana, sin tráfico a aquellas horas, con casas iluminadas rodeadas de césped bien cuidado.

Ella se lo quedó mirando.

—No.

Jake no la comprendió, al menos al principio. Ella creía que la iba a arrojar detrás de unos arbustos para violarla. Las emociones lo recorrieron: ofensa ante la sugerencia (¡pero si era primo de Howie!), y también tristeza: pesar por lo que debía de ser ser mujer, siempre precavida, siempre asustada, siempre comprobando las vías de escape.

—Oh —respondió a Carly; no podía pensar en más respuesta ante la mentira sobre Bob.

Ella movió los hombros.

—Lo siento. Una mujer debe ser precavida.

No había pensado en establecerse, pero... pero... ¡vaya regalo! Allí había una mujer hermosa e inteligente, trabajando en el mismo campo que él, y con el conocimiento cierto de que aún seguirían juntos y felices dos décadas más tarde.

—¿A qué hora vas mañana a trabajar? —preguntó.

—Llamaré para decir que estoy enferma.

Él se acomodó sobre el costado, de frente a ella.

Dimitrios Procopides estaba sentado en el atestado sofá, mirando la pared. Había estado pensando en ello desde que su hermano Theo viniera de visita, hacía dos días. Que miles, puede que millones, estuvieran pensando en lo mismo no lo hacía más fácil.

Sería algo sencillísimo: había comprado pastillas para dormir, y en la World Wide Web no le costó encontrar información sobre lo que sería una dosis fatal con aquel somnífero determinado. Para alguien que pesaba setenta y cinco kilos como él, diecisiete pastillas podrían ser suficientes. Veintidós lo harían seguro, pero treinta provocarían el vómito, frustrando sus planes.

Sí, iba a hacerlo, y sería indoloro, cayendo en un sueño profundo que duraría eternamente.

Pero había un problema: suicidándose (no le asustaba emplear esa palabra) demostraría que su futuro no estaba predestinado; después de todo, no sólo en su visión, sino también en la del encargado del restaurante, estaría vivo dentro de veinte años. Por tanto, si se mataba hoy, si se tragaba las pastillas en ese mismo momento, demostraría de forma concluyente que su futuro no estaba fijado. Pero sería como las victorias de Pirro sobre los romanos en Heraclea y Asculum, la clase de triunfos que llevan su nombre, los obtenidos a un coste terrible. Porque si al final se suicidaba, el futuro que tanto lo deprimía no sería inevitable... pero, por supuesto, él ya no estaría allí para perseguir sus sueños.

Quizá hubiera modos más suaves de probar la realidad del futuro. Podía sacarse un ojo, cortarse un brazo, tatuarse la cara, hacer cualquier cosa que alterara su aspecto de forma permanente respecto a lo aparecido en las visiones.

Pero no. Eso no funcionaría.

No lo haría porque ninguna de esas cosas era permanente. Un tatuaje podía borrarse, y un brazo ser reemplazado por una prótesis; un ojo de cristal podía rellenar la cuenca vacía.

No, no podía ser un ojo de cristal; en su visión del maldito restaurante, disfrutaba de visión bifocal normal. Por tanto, sacarse un ojo sería una prueba convincente de que el futuro era inmutable.

Pero...

Pero no se dejaba de avanzar en el estudio de prótesis y genética. ¿Quién le decía que dentro de dos décadas no sería posible clonar un ojo nuevo, o un brazo? ¿Y quién decía que rechazaría algo así, una oportunidad de superar el daño causado en un acto juvenil impetuoso?

Su hermano Theo quería creer desesperadamente que el futuro no era inmutable. Pero su compañero (el tipo alto canadiense, ¿cómo se llamaba?, Simcoe, eso) decía lo contrario. Dim lo había visto en la televisión, defendiendo que el futuro estaba escrito en piedra.

Y si tenía razón, si Dim nunca iba a lograr ser escritor, no tenía la menor gana de seguir adelante. Las palabras eran su único amor, su única pasión, y, para ser sinceros, su único talento. Era patético en matemáticas (cuánto le había costado seguir la estela de Theo en las mismas escuelas, con los profesores esperando que compartiera el talento de su hermano), no se le daban bien los deportes, no sabía cantar, no dibujaba y los ordenadores se le negaban.

Por supuesto, si de verdad iba a ser un desgraciado en el futuro, siempre podía matarse entonces.

Pero al parecer no lo había hecho.

Claro que no. Los días y las semanas pasaban con facilidad; uno no percibe necesariamente que su vida no se mueve hacia delante, que no progresa, que no se convierte en lo soñado desde siempre.

No, sería fácil terminar viviendo así, del modo hueco que había contemplado en la visión, si dejaba que sucediera con sigilo, un día tras otro.

Pero se le había dado un don, un conocimiento. El tal Simcoe había hablado de la vida como una película ya vista, diciendo que el proyeccionista había puesto la lata equivocada en el proyector, pasando dos minutos antes de que comprendiera su error. Se había producido un salto, una áspera transición desde el hoy hasta un mañana lejano, con viaje de vuelta incluido. Esa perspectiva era diferente a la de la vida desarrollándose fotograma tras fotograma. Ahora veía con claridad que la vida que tenía por delante no era la que deseaba, que, en un sentido muy real, al estar sirviendo mousaka y prendiendo saganaki ya estaba muerto.

Volvió a mirar el frasco de píldoras. Sí, incontables otros por todo el mundo estarían, sin duda, pensando en su futuro, preguntándose si, ahora que lo conocían, merecía la pena vivirlo.

Si uno solo de ellos lo hiciera, si tomara su vida, hubiera demostrado que el futuro era mutable. Sin duda, eso mismo se les habría ocurrido a tantos otros. Sin duda, muchos estarían esperando a que el vecino lo hiciera primero, aguardando los informes que sin duda inundarían las redes: «Muere un hombre visto por otros en 2030. El suicidio demuestra la fluidez del futuro».

Tomó de nuevo el frasco y lo sacudió, oyendo las píldoras entrechocar en su interior.

Sería muy fácil desenroscar la tapa, apretarla sobre su palma (lo hizo mientras pensaba en ello) y girar, abriendo el mecanismo de seguridad para que salieran las píldoras.

Se preguntó de qué color serían. Qué locura: estaba pensando en quitarse la vida, y no tenía ni idea del color del posible instrumento de su muerte. Quitó la tapa. Había algo de algodón, pero no lo bastante para mantener las píldoras inmóviles. Sacó la espuma.

Seré yo...

Las píldoras eran verdes. ¿Quién lo hubiera dicho? Pastillas verdes, muerte verde.

Volcó el frasco y lo sacudió un poco, hasta que uno de los comprimidos cayó sobre su mano. Tenía una muesca en el centro, de modo que una presión con el pulgar pudiera dividirla en dos y lograr una dosis menor.

Pero no quería una dosis pequeña.

Tenía cerca una botella de agua; la había cogido sin gas, en contraste con sus gustos, para que la carbonatación no interfiriera con la acción de las pastillas. Se metió el comprimido en la boca. Esperaba un sabor a lima o a menta, pero no sabía a nada. Una delgada película recubría la pastilla, como sucedía con la aspirina premium. Levantó la botella de agua y echó un trago; la cobertura hizo su trabajo y la píldora se deslizó con facilidad por su garganta.

Volvió a volcar el frasco y saco tres pastillas verdes más, metiéndolas después en la boca antes de tragarlas con otro sorbo de agua.

Ya iban cuatro; la máxima dosis adulta, según el prospecto, era de dos comprimidos, y te advertían contra su uso en noches consecutivas.

Tres habían bajado fácilmente de un solo trago, de modo que depositó tres más sobre la palma, se las llevó a la boca y bebió más agua.

Siete. Un número de la suerte, ¿no? Eso era lo que decían.

¿De verdad quería hacer aquello? Aún estaba a tiempo de detenerse. Podía llamar a emergencias, meterse los dedos en la garganta.

O...

O pensar un poco más en todo aquello. Darse unos minutos más para reflexionar.

No era probable que siete pastillas pudieran causar daños graves, claro que no. Seguro que sobredosis como aquella se daban todos los días. ¿No decía la página web que hacían falta por lo menos diez más?

Vertió más pastillas en la mano y las contempló, un montón de pequeñas piedrecitas verdes.