OCTAVO DÍA: MARTES 28 DE ABRIL DE 2009
Jake y Carly podían haberse encontrado en TRIUMF, pero decidieron no hacerlo. Se vieron en la supertienda Chapters, en Burnaby, en los suburbios de Vancouver. El lugar aún dedicaba la mitad del espacio a la venta de libros pre-impresos: bestsellers garantizados de Stephen King, John Grisham y Coyote Rolf. Pero el resto del lugar estaba copado por muestras de exposición de títulos que se imprimían a petición. Sólo llevaba unos quince minutos fabricar un ejemplar, ya fuera en la tapa blanda del mercado de masas o en tapa dura. También se podía disponer de grandes ediciones impresas, así como de ediciones traducidas en uno de los veinticuatro idiomas programados, a cambio de unos minutos más. Y, por supuesto, ningún título quedaba nunca descatalogado.
En una brillante muestra de evolución previsora, desde hacía veinte años las grandes librerías habían construido cafeterías en sus instalaciones, proporcionando a la gente un lugar perfecto para pasar un rato agradable mientras se imprimían sus libros. Jake llegó pronto a Chapters, entró en el Starbucks anejo, pidió un descafeinado Sumatra grande y buscó una mesa.
Carly llegó diez minutos tarde sobre la hora pactada. Vestía una gabardina London Fog, con el cinto astutamente situado alrededor de la cadera, pantalones azules y tacones bajos. Jake se levantó para saludarla. Al verla acercarse, se sorprendió al comprobar que no era tan bonita como la recordaba.
Pero no había duda de que era ella. Se miraron unos instantes, él preguntándose, como esperaba que hiciera ella, cómo se saludaba a alguien con quien sabías sin duda alguna que un día te acostarías. Ya se conocían; Jake se había encontrado con gente a la que había visto aún menos, y había dado o recibido un beso en la mejilla (especialmente, por supuesto, en Francia). Pero Carly decidió la cuestión, extendiendo la mano derecha. Él consiguió sonreír y la apretó; el pulso de ella era firme, y su piel fría al tacto.
Un empleado de Chapters se acercó para preguntarle qué quería beber; Jake recordó el tiempo en el que en Starbucks sólo se servía en la barra; pero, por supuesto, alguien tenía que llevarte los libros cuando estaban impresos. Carly pidió un Etiopía Sidamo grande.
Abrió el bolso y se puso a revolver en busca de la cartera. Jake dejó que su mirada inspeccionara el interior. En toda la cafetería estaba prohibido fumar, claro, como en todos los restaurantes de Norteamérica en aquellos tiempos; incluso en París comenzaban a instaurarse esas normas. Pero se sintió aliviado al no detectar cigarrillos en el bolso; no hubiera sabido qué hacer de ser ella fumadora.
—Bien —dijo Carly.
Jake forzó una sonrisa. Era una situación incómoda. Él sabía cómo era ella medio desnuda. Por supuesto, dentro de veinte años. En aquellos momentos tenía más o menos su edad, veintidós o veintitrés. Dentro de dos décadas ella tendría unos cuarenta; desde luego, no estaría arrugada ni sería una vieja, pero...
Dentro de veinte años había estado encantadora; pero, desde luego, ahora sería todavía más bonita. Desde luego...
Sí, seguía habiendo anticipación, expectación, tensión.
Por supuesto, ella también lo había visto desnudo dentro de veinte años. Él sabía cómo era ella: su melena castaña era natural, o al menos estaba teñida igual en las dos épocas; pezones oscuros, las mismas pecas encantadoras pintando constelaciones en su pecho. ¿Pero y él? ¿Qué aspecto tendría dentro de veinte años? Ahora no era precisamente un atleta. ¿Habría ganado peso? ¿Habría encanecido?
Puede que la reluctancia actual de ella se debiera a lo que había visto en el futuro. No podía prometerle que haría ejercicio, que trataría de mantenerse delgado, no podía prometerle nada: ella sabía cómo sería en el 2030, y él no.
—Me alegro de verte otra vez —dijo Jake, tratando de mostrarse calmado, cálido.
—Lo mismo digo.
Entonces sonrieron.
—¿Qué?
—Nada.
—No, vamos. Dime.
Ella sonrió de nuevo antes de bajar la mirada.
—Estaba recordándonos desnudos —dijo ella.
Él sintió cómo afloraba su sonrisa.
—Yo también.
—Esto es muy raro —comentó Carly—. Mira, nunca me voy a la cama con nadie en la primera cita. Quiero decir...
Jake levantó las manos de la mesa.
—Ni yo.
Ella sonrió al oírlo. Puede que Carly sí fuera tan bonita como la recordaba...
El Proyecto Mosaico no sólo revelaba el futuro de seres humanos individuales. También decía mucho sobre el de gobiernos, compañías y organizaciones, incluido el propio CERN.
Parecía que, en el 2022, un equipo del laboratorio (en el que estaban Theo y Lloyd) había desarrollado una clase de herramienta física totalmente nueva: el colisionador de taquiones-tardiones. Los taquiones eran partículas que viajaban más rápidas que la luz: cuanta más energía portaban, más cerca de la velocidad de la luz se movían. A medida que su nivel de energía descendía, la velocidad aumentaba hasta alcanzar valores casi infinitos.
Los tardiones, por su parte, eran materia ordinaria; viajaban a velocidades inferiores a la de la luz. Cuanta más energía se aplicaba a un tardión, más rápido viajaba. Pero, como el viejo Einstein había dicho, al aumentar esta velocidad lo hacía también su masa. Los aceleradores de partículas, como el LHC del CERN, trabajaban imprimiendo grandes energías a los tardiones, lanzándolos de ese modo a altas velocidades para hacerlos chocar, liberando en la colisión toda esa energía. Eran máquinas enormes.
Pero, ¿y si se tomara un tardión estacionario (por ejemplo, un protón inmovilizado por un campo magnético) y se hiciera que un taquión chocara contra él? No se necesitarían inmensos anillos aceleradores para lograr que el taquión adquiriese velocidad, ya que de forma natural se desplazaba a velocidades superiores a la de la luz. No hacía falta más que asegurar la colisión.
De ese modo había nacido el Colisionador TT.
No requería un túnel de veintisiete kilómetros de circunferencia, como el LHC.
Su construcción no costaba miles de millones de dólares.
No requería a miles de personas para su mantenimiento y operación.
Un CTT tenía el tamaño aproximado de un horno microondas grande. Los primeros modelos, disponibles en 2030, costaban unos cuarenta millones de dólares americanos, y sólo había nueve de ellos en el mundo. Pero se predecía que llegarían a hacerse lo bastante baratos como para que cada universidad pudiera disponer de uno.
El efecto sobre el CERN fue devastador; se despidió a más de dos mil ochocientas personas, y el impacto sobre las localidades de St. Genis y Thoiry también se hizo notar: de repente, miles de casas y apartamentos quedaron vacíos al mudarse sus ocupantes. Al parecer el LHC seguía en funcionamiento, aunque raramente se empleaba; era mucho más fácil hacer y rehacer experimentos con los CTT.
—Sabes que es una locura —dijo Carly Tompkins, después de tomar un sorbo de su café etíope.
Jake Horowitz la miró con las cejas enarcadas.
—Lo que sucedió en esa visión —siguió ella, bajando los ojos— era apasionado. No era propio de dos personas que hubieran pasado veinte años juntos.
Jake levantó los hombros.
—No quiero que se calme, que se haga previsible. La gente puede llevar una sana vida sexual durante décadas.
—No así. No arrancándose la ropa en el lugar de trabajo.
Jake frunció el ceño.
—Nunca se sabe.
Carly esperó un poco antes de responder.
—¿Quieres venir a mi casa? Ya sabes, sólo para tomar un café...
Estaban en una cafetería, por supuesto, de modo que la oferta no tenía mucho sentido. A Jake el corazón se le salía del pecho.
—Claro —dijo—. Me gustaría.