17

—¿Diga? —era una agradable voz de mujer.

—Ah, hola, ¿es... es usted la doctora Tompkins?

—Al aparato.

—Ah, hola. Soy... soy Jake Horowitz. Ya sabe, del CERN...

Jake no sabía lo que esperaba. ¿Afecto? ¿Alivio al no haber hecho ella el primer contacto? ¿Sorpresa? Pero ninguna de aquellas emociones apareció en el tono de Carly.

—¿Sí? —dijo con voz neutra. Eso era todo; sólo «Sí».

Jacob sintió cómo se hundía. Puede que debiera limitarse a colgar, alejarse del teléfono. No le haría daño a nadie; si Lloyd tenía razón, antes o después estaban destinados a estar juntos. Pero no podía hacer eso.

—S-siento molestarte —tartamudeó.

Nunca se le había dado bien hablar con mujeres por teléfono. Y, en realidad, no había llamado a ninguna, al menos de ese modo, desde el instituto, desde que reuniera el valor para llamar a Julie Cohan y pedirle una cita. Le había llevado días prepararse, y aún recordaba su dedo temblando al marcar el número en el teléfono del sótano de sus padres. Podía oír a su hermano mayor paseando arriba, el suelo crujiendo con cada uno de sus pasos atronadores, como Acab en cubierta. Le había aterrado la idea de que David bajara mientras él hablaba.

El padre de Julie había respondido al teléfono y la había llamado para que cogiera un supletorio; no había cubierto el auricular, y le hablaba con dureza. Nada que ver con el trato que él daría a Julie. La chica descolgó el aparato y su padre colgó con fuerza. Entonces oyó su voz maravillosa:

—¿Diga?

—Ah, hola, Julie. Soy Jake... Jake Horowitz. —Silencio. Nada—. De la clase de Historia Americana.

Un tono de perplejidad, como si le hubieran pedido que calculara el último decimal de pi.

—¿Sí?

—Me preguntaba —dijo, tratando de parecer despreocupado, de no sonar como si toda su vida dependiera de aquello, de no transmitir que su corazón estaba a punto de estallar—, me preguntaba si te gustaría... ya sabes, salir conmigo, quizá el sábado... si estás libre, claro. —Más silencio; recordó cuando era niño, cuando las líneas telefónicas solían producir algún sonido de estática. En ese momento lo echó de menos—. Podríamos ir al cine —dijo, llenando el vacío.

Más latidos, y después:

—¿Qué te ha hecho pensar que querría salir contigo?

Sintió cómo su visión se nublaba, cómo su estómago se encogía, cómo se quedaba de repente sin aliento. No era capaz de recordar su respuesta, pero de algún modo había colgado el teléfono, había logrado no llorar, se había quedado sentado en el sótano, escuchando los pasos de su hermano mayor en el piso de arriba.

Aquella fue la última vez que había llamado a una chica para pedirle una cita. No, no era virgen (claro que no, por supuesto... Cincuenta dólares rectificaron ese problema concreto una noche en Nueva York. Al acabar se había sentido horrible, humillado y sucio; pero algún día estaría con una mujer con la que quisiera estar, y le debía a ella, fuera quien fuese, si no ser un experto, al menos tener alguna idea de lo que hacía).

Y ahora parecía que estaría con una mujer... con Carly Tompkins. La recordaba guapa, con pelo castaño y ojos verdes o grises. Le había gustado mirarla, escucharla mientras desarrollaba su presentación en la conferencia APS. Pero no lograba recordar su aspecto concreto. Se acordaba de que tenía pecas... sí, sin duda había pecas, pero no tantas como él, sólo unas cuantas en el puente de la pequeña nariz y en las mejillas gruesas. No podía imaginar que...

El perplejo «¿Sí?» de Carly aún resonaba en sus oídos. Tenía que saber por qué la llamaba. Tenía que...

—Vamos a estar juntos —escupió sin sentido, deseando en ese mismo instante que las palabras no hubieran abandonado sus labios—. Dentro de veinte años estaremos juntos.

Ella aguardó unos instantes antes de responder.

—Supongo.

Jake se sintió aliviado; le había asustado que fuera a negar la visión.

—Eso creo —dijo—. Pienso que igual deberíamos conocernos. Ya sabes, tomar un café.

Su corazón latía desbocado y sentía mariposas en el estómago. Volvía a tener diecisiete años.

—Jacob —dijo ella. Jacob, había dicho su nombre. Nadie usaba el nombre para comunicar una buena noticia. Jacob, para recordarle quién era en realidad. Jacob, ¿qué te ha hecho pensar que querría...?

—Jacob —siguió—, estoy viendo a alguien.

Claro, pensó él. Claro que está viendo a alguien. Una belleza de cabello oscuro con esas pecas... Por supuesto.

—Además —siguió Carly—, yo estoy aquí en Vancouver, y tú en Suiza.

—Esta misma semana tengo que viajar a Seattle; estoy aquí como becario, pero estoy especializado en modelar reacciones HEP y el CERN me manda a un seminario de Microsoft. Podría... no sé, había pensado en... ya sabes, en marcharme un día o dos antes, quizá para hacer una parada en Vancouver. Tengo montones de puntos de viajero frecuente; no me costará nada.

—¿Cuándo? —preguntó Carly.

—P-podría estar allí pasado mañana mismo —trató de parecer calmado—. Mi seminario comienza el jueves; el mundo estará en crisis, pero ahí está gallarda Microsoft. —Al menos por el momento, pensó.

—De acuerdo —respondió Carly.

—¿De acuerdo?

—De acuerdo. Ven al TRIUMF, si quieres. Me gustaría verte.

—¿Y qué hay de tu novio?

—¿Quién ha dicho que fuera un chico?

—Oh. —Una pausa—. Oh.

Pero entonces Carly rió.

—No, no, era broma. Sí, es un hombre, y se llama Bob. Pero no es nada serio, y...

—¿Y?

—Y, bueno, supongo que tú y yo tenemos que conocernos mejor.

Jacob se alegró de que el sonreír de oreja a oreja no produjera sonido alguno. Fijaron una hora y se despidieron.

Su corazón volaba como loco. Siempre había sabido que al final llegaría la mujer apropiada; nunca había perdido la esperanza. No le llevaría flores, ya que nunca conseguiría pasarlas por la aduana. No, le regalaría algo decadente de Chocolats Micheli; Suiza, después de todo, era la tierra del chocolate.

Sin embargo, con su suerte, seguro que Carly era diabética.

Dimitrios, el hermano menor de Theo, vivía con otros tres jóvenes en la Atenas suburbana, pero cuando Theo le llamó por la noche, estaba solo en casa.

Dim estudiaba Literatura Europea en la Universidad Nacional Capodistriana de Atenas; desde que era un niño había querido ser escritor. Dominaba el alfabeto antes de ir al colegio, y no dejaba de escribir historias en el ordenador de la familia. Theo le había prometido hacía años transferir todos los relatos de los disquetes de tres y medio a obleas ópticas. Los ordenadores ya no venían con disquetera, pero las instalaciones de computación del CERN disponían de algunos sistemas que aún las usaban. Pensó en volver a realizar la oferta, pero no sabía si era mejor que Dim pensara que simplemente se había olvidado, o que comprendiera que habían pasado años (¡años!) sin que su hermano mayor hubiera tenido tres minutos para pedirle un pequeño favor a alguien de computación.

Dim abrió la puerta en vaqueros azules (¡qué retro!) y una camiseta amarilla con el logotipo de Anaheim, una popular serie de televisión americana; ni siquiera un estudiante de Literatura Europea parecía escapar del yugo de la cultura pop estadounidense.

—Hola, Dim —dijo Theo. Nunca antes había abrazado a su hermano menor, pero en aquel momento sentía la necesidad de hacerlo; enfrentarse a la propia mortalidad fomentaba tales pensamientos. Pero Dim, sin duda alguna, no sabría qué hacer como respuesta; su padre, Constantin, no era un hombre muy afectuoso, ni siquiera cuando el ouzo corría más de la cuenta. Podía pellizcarle el trasero a una camarera, pero jamás acariciar la cabeza de sus hijos.

—Hola, Theo —dijo Dimitrios, como si lo hubiera visto el día anterior. Se hizo a un lado para dejar entrar a su hermano.

La casa tenía el aspecto que cabía esperar de cuatro jóvenes: una pocilga con ropa tirada por todas partes, cajas de comida para llevar apiladas en la mesa del comedor y toda suerte de aparatos, incluyendo un equipo estéreo de última generación y consolas de realidad virtual.

Le gustaba volver a hablar el griego; le habían terminado por molestar el francés y el inglés, el primero por su exceso de verbosidad y el segundo por sus sonidos ásperos y desagradables.

—¿Qué tal vas? —preguntó—. ¿Qué tal la escuela?

—Qué tal la universidad, querrás decir.

Theo asintió. Siempre se había referido a sus estudios posteriores a la secundaria como universidad, pero su hermano, que se había decantado por las letras, sólo estaba en la escuela. Quizá el desliz fuera intencionado; se llevaban ocho años, mucho tiempo, pero no lo bastante como para ser un seguro contra la rivalidad fraterna.

—Lo siento. ¿Cómo va la universidad?

—Muy bien —dijo buscando la mirada de Theo—. Uno de mis profesores murió durante el salto al futuro, y uno de mis mejores amigos tuvo que dejarlo para cuidar de su familia; sus padres quedaron malheridos.

No había nada que decir.

—Lo siento —respondió Theo—. Fue imprevisible.

Dim asintió y apartó la mirada.

—¿Has visto ya a papá y a mamá?

—Aún no. Después.

—Ha sido muy difícil para ellos, ¿sabes? Todos sus vecinos saben que trabajas en el CERN. «Mi hijo el científico», decía papá. «Mi hijo, el nuevo Einstein» —Dimitrios se detuvo unos instantes—. Ya no lo dice. Tienen que soportar mucho de aquellos que perdieron a alguien.

—Lo siento —repitió Theo. Contempló la destartalada habitación, tratando de encontrar algún tema con el que reconducir la conversación.

—¿Quieres beber algo? —preguntó Dimitrios—. ¿Cerveza? ¿Agua mineral?

—No, gracias.

Dimitrios se quedó callado unos instantes y entró en el salón, seguido por Theo. Se sentó en el sofá, apartando algunos papeles y tirando ropa al suelo para hacer sitio. Theo encontró una silla razonablemente libre de restos para sentarse.

—Has arruinado mi vida —dijo Dimitrios, mirando a su hermano a los ojos antes de apartar la mirada—. Quería que lo supieras.

Theo sintió el corazón darle un vuelco.

—¿Por qué?

—Esas... esas visiones. Maldita sea, Theo, ¿no sabes lo difícil que es enfrentarse todos los días al teclado? ¿No sabes lo fácil que es desanimarse?

—Pero si eres un estupendo escritor, Dim. He leído tus relatos. Manejas el lenguaje de forma muy hermosa. El cuento sobre el verano que pasaste en Creta... capturaste Knossos a la perfección.

—Da igual. Nada de eso importa. ¿No lo ves? Dentro de veintiún años no seré famoso. No lo habré conseguido. Dentro de veintiún años estaré trabajando en un restaurante, sirviendo souvlaki y tzatziki a los turistas.

—Puede que fuera un sueño. Puede que en el año 2030 estés soñando.

Dim negó con la cabeza.

—He encontrado el restaurante; está cerca de la Torre de los Vientos. Hablé con el encargado, y es el mismo tipo que lo dirigirá dentro de veintiún años. Me reconoció de su visión, y yo a él de la mía.

Theo trató de ser amable.

—Sabes que muchos escritores no consiguen vivir de sus escritos.

—¿Pero cuántos perseveran, año tras año, si no piensan que algún día, puede que no mañana, puede que no el año que viene, pero algún día, conseguirán salir, alcanzar el éxito?

—No lo sé. Nunca he pensado en ello.

—Ése es el sueño que hace perseverar al artista. ¿Cuántos actores principiantes lo estarán dejando porque sus visiones probaban que nunca llegarían? ¿Cuántos pintores callejeros en París habrán dejado la paleta esta semana al saber que dentro de dos décadas seguirán sin ser reconocidos? ¿Cuántos grupos de rock habrán dejado de ensayar en los garajes? Nos has quitado el sueño a millones de nosotros. Algunos tuvieron suerte y en el futuro estaban durmiendo; por estar soñando entonces, sus verdaderos sueños no se han hecho pedazos.

—N-no había pensado en ello de ese modo.

—Claro que no. Estás tan obsesionado tratando de descubrir quién te mató que no ves lo que tienes delante. Pero tengo noticias para ti, Theo. Tú no eres el único que estará muerto en 2030. Yo también lo estaré: ¡camarero en un restaurante caro para turistas! Estoy muerto, y seguro que también lo están unos cuantos millones. Y tú acabaste con ellos: aniquilaste sus esperanzas, sus sueños, su futuro.