Para Theo, ya era hora de volver a casa. No al apartamento de Ginebra que había llamado hogar los dos últimos años, sino a Atenas. De vuelta a sus raíces.
Además, y para ser sinceros, sería prudente no estar cerca de Michiko por un tiempo. No dejaba de pensar cosas extrañas sobre ella.
No sospechaba que nadie de su familia tuviera algo que ver con su muerte, aunque, ahora que empezaba a leer sobre esas cosas, parecía que normalmente era el caso, desde que Caín matara a Abel, desde que Livia envenenara a Augusto, desde que O.J. matara a su mujer, desde que aquel astronauta en la Estación Espacial Internacional fuera arrestado, a pesar de su coartada perfecta, por ordenar el asesinato de su propia hermana.
Pero no. Theo no sospechaba de ningún familiar. Y, sin embargo, si alguna visión iba a arrojar luz sobre su propia muerte, ¿no sería la de sus familiares cercanos? Sin duda, algunos de ellos estarían desarrollando investigaciones por su cuenta dentro de veintiún años, tratando de averiguar quién había matado a su querido Theo.
Tomó un vuelo de Olympic Airlines para Atenas. Las rebajas habían terminado; la gente volvía a volar, segura de que el desplazamiento no volvería a producirse. Pasó el viaje buscando agujeros en un modelo de salto al futuro que le había enviado por correo electrónico un equipo del DESY, el Deutches Elektronen-Synchrotron, el otro gran acelerador de partículas europeo.
Hacía cuatro años que no volvía a casa, y lo lamentaba. Dios, podría estar muerto dentro de veintiún años, y había permitido que pasara un quinto de ese tiempo sin abrazar a su madre, sin comer sus platos, sin ver a su hermano, sin disfrutar de la increíble hermosura de su país. Sí, los Alpes eran impresionantes, pero también estériles, desolados. En Atenas siempre podías alzar la mirada, ver la Acrópolis sobre la ciudad, el sol del mediodía reluciendo en el mármol restaurado del Partenón. Miles de años de historia, milenios de pensamiento, cultura y arte.
Por supuesto, de joven había visitado muchas de las ruinas más famosas. Se recordaba a los diecisiete: un autobús escolar había llevado a la clase a Delfos, hogar del antiguo oráculo. La lluvia era torrencial y no quería salir del autobús, pero su profesora, la señorita Megas, había insistido. Habían gateado por rocas oscuras y resbaladizas, bosques exuberantes, hasta que llegaron al lugar en el que supuestamente estaba el oráculo, dispensando visiones crípticas del futuro.
Aquel oráculo había sido mejor, pensó: futuros sujetos a interpretación y debate, en vez de la fría y cruel realidad que el mundo acababa de contemplar.
También habían ido a Epidauro, una gran depresión del terreno con anillos concéntricos a modo de asiento. Allí había visto representar Oedipus Tyrannos; él se negaba a unirse a los turistas al llamarlo Oedipus Rex. «Rex» era una palabra latina, no griega, y representaba una irritante bastardización del título de la obra.
La obra se representaba en griego clásico, y por lo que pudo entender de los diálogos, podía haber estado en chino. Pero habían estudiado la historia en clase y sabían lo que sucedía. A Edipo también se le había revelado el futuro: «Te casarás con tu madre y asesinarás a tu padre». Y Edipo, como Theo, había creído poder engañar al destino. Armado con el conocimiento de lo que supuestamente iba a hacer, se limitó a evitarlo y llevó una vida feliz con su reina, Yocasta.
Salvo que...
Salvo que al final descubrió que Yocasta era su madre, y que el hombre al que había asesinado años antes en una riña en la carretera a Tebas era su padre.
Sófocles había escrito su versión del mito de Edipo hacía dos mil cuatrocientos años, pero se seguía estudiando como el mejor ejemplo de ironía dramática de la literatura occidental. ¿Y qué podía haber más irónico que un griego moderno enfrentado a los dilemas de los clásicos, a un futuro profetizado, un fin trágico anunciado, un sino inevitable? Por supuesto, todos los héroes de las viejas tragedias griegas tenían una hamartia, un defecto mortal que hacía inevitable su caída. Para algunos, la hamartia era evidente: la avaricia, la lujuria o la incapacidad para cumplir la ley.
¿Pero cuál había sido el defecto de Edipo? ¿Qué elemento de su personalidad lo había llevado a la ruina?
Lo habían hablado a fondo en clase; la forma narrativa de los dramaturgos clásicos era inviolable: siempre había una hamartia.
Pero... ¿cuál era la de Edipo?
No era la avaricia, ni la estupidez, ni la cobardía.
No, no; si tuviera que haber algo, era su arrogancia, su creencia en que podía derrotar la voluntad de los dioses.
Pero, Theo había protestado, ése era un argumento circular; él siempre había sido el lógico, alejado de las humanidades. La arrogancia de Edipo, decía, sólo se demostraba al intentar evitar el destino; de ser su sino menos severo, nunca se hubiera rebelado contra él, y por tanto nunca hubiera sido visto como arrogante.
La maestra había respondido que no, que estaba ahí, en miles de pequeños detalles de la obra. De hecho, aseguraba, Edipo significaba «Pie hinchado», una alusión a la herida sufrida cuando su regio padre le había atado los pies de niño y lo había abandonado para que muriera; también podía ser llamado «Cabeza hinchada».
Pero Theo no estaba de acuerdo, no veía la arrogancia ni la condescendencia. Para él, Edipo, que resolvía el indescifrable enigma de la Esfinge, era un intelecto descomunal, un gran pensador... exactamente lo mismo que pensaba de sí mismo.
El enigma de la Esfinge: ¿qué camina a cuatro patas por la mañana, sobre dos a mediodía y sobre tres por la noche? Un hombre, por supuesto, que se arrastra al comienzo de su vida, camina erguido como adulto y necesita un bastón en su senectud. ¡Qué razonamiento incisivo, el de Edipo!
Pero ahora él nunca viviría para necesitar una tercera pata, nunca vería el ocaso natural que le correspondía. Sería asesinado como adulto... igual que el verdadero padre de Edipo, el rey Laius, quedó muerto en la cuneta de una gastada carretera.
Salvo, por supuesto, que pudiera cambiar el futuro; salvo que pudiera ser más listo que los dioses y evitar su destino.
¿Arrogancia?, pensó. ¿Arrogancia? Es para partirse de risa. El avión comenzó su descenso hacia la Atenas nocturna.
—Tus padres reservaron hace mucho billetes para Ginebra, y mi madre igual —respondió Michiko—. Si no vamos a casarnos, tendremos que decírselo a la gente. Tienes que decidirte.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó Lloyd, ganando tiempo.
—¿Que qué quiero que hagas? —repitió Michiko, atónita—. Quiero casarme; no creo en el futuro fijo. Las visiones sólo se harán realidad si tú lo permites, si las conviertes en profecías que se cumplen a sí mismas.
La pelota había regresado a su campo. Lloyd alzó los hombros.
—Lo siento, cariño. Lo siento de verdad, pero...
—Mira —dijo ella, cortando palabras que no quería escuchar—. Sé que tus padres cometieron errores, pero no somos ellos.
—Las visiones...
—No somos ellos —repitió firme Michiko—. Estamos hechos el uno para el otro. Somos medias naranjas.
Lloyd quedó un tiempo callado. Al final respondió, hablando con suavidad.
—Antes dijiste que abrazaba con demasiada fuerza la idea de que el futuro es inmutable. Pero no es así. No estoy simplemente buscando un modo de evitar la culpa... y desde luego no busco un modo de no casarme contigo, cariño. Pero que las visiones sean reales es la única posibilidad basada en la física que conozco. Te concedo que las matemáticas son abstrusas, pero hay una excelente base teórica para apoyar la interpretación de Minkowski.
—La física puede cambiar en veintiún años —dijo Michiko—. En 1988 creían un montón de cosas que hoy sabemos falsas. Un nuevo paradigma, un nuevo modelo, podría desplazar a Minkowski o a Einstein.
Lloyd no sabía qué decir.
—Podría ser —insistió Michiko.
Lloyd trató de suavizar su tono.
—Necesito... necesito algo más que tu deseo ferviente. Necesito una explicación racional; necesito una teoría sólida que pueda explicar por qué las visiones son otra cosa que el único futuro. —Se detuvo un instante antes de seguir—. Un futuro en el que no estamos destinados a estar juntos.
La voz de Michiko se hacía cada vez más desesperada.
—Bien, vale, de acuerdo, puede que las visiones sean de un futuro real... pero no de 2030.
Lloyd sabía que no debía presionar; sabía que Michiko era vulnerable... demonios, él mismo era vulnerable. Pero ella tenía que enfrentarse a la realidad.
—Las pruebas de los periódicos parecen bastante concluyentes —dijo con calma.
—No... no, no lo es —Michiko cada vez parecía más cerril—. No es verdad. Las visiones podrían ser de un tiempo mucho más alejado en el futuro.
—¿Qué quieres decir?
—¿Sabes quién es Frank Tipler?
Lloyd frunció el ceño.
—¿Un cándido borracho?
—¿Qué? Ah, ya lo cojo... pero es Tipler con una P. Escribió La Física de la inmortalidad.
—¿La Física de qué? —preguntó Lloyd, enarcando las cejas.
—De la inmortalidad. Vivir para siempre. Es lo que siempre has querido, ¿no? Tener todo el tiempo del mundo; todo el tiempo para hacer las cosas que quieres. Tipler dice que, en el Punto Omega, el fin del tiempo, todos resucitaremos y viviremos eternamente.
—¿Qué clase de tontería es esa?
—Admito que es un cretino, pero supo defenderlo.
—¿Sí? —replicó Lloyd sarcástico.
—Dice que la vida biológica se verá suplantada por otra basada en los ordenadores, y que las capacidades de proceso de información seguirán expandiéndose año tras año, hasta que en un punto determinado, en un futuro lejano, ningún problema de computación será irresoluble. No existirá nada que la potencia y los recursos de la futura vida mecánica no sean capaces de calcular.
—Supongo.
—Ahora, piensa en una descripción exacta y específica de todos los átomos de un cuerpo humano; de qué tipo son, dónde se encuentran y cómo se relacionan con los demás átomos del cuerpo. Si supieras eso, podrías resucitar a una persona por completo, crear un duplicado exacto, hasta los recuerdos únicos almacenados en el cerebro y la secuencia exacta de nucleótidos que conforman su ADN. Tipler dice que un ordenador lo bastante avanzado en el futuro podría recrearte, simplemente construyendo un simulacro que contuviera la misma información, los mismos átomos en los mismos lugares.
—Pero no hay ningún registro mío. No puedes reconstruirme sin... no sé, alguna clase de escaneado de mi cuerpo... algo así.
—No importa. Podrías ser reproducido sin ninguna información específica sobre ti.
—¿De qué estás hablando?
—Tipler afirma que hay unos 110.000 genes activos conformando a cada ser humano. Eso significa que todas las permutaciones posibles de esos genes, todas las posibles distinciones biológicas humanas que podrían llegar a existir jamás, se encontrarían en diez a la décima a la sexta personas distintas. Si simularas todas esas permutaciones...
—¿Replicar a diez a la diez a la sexta seres humanos? —preguntó Lloyd—. ¡Venga ya!
—Ten en cuenta que hemos concluido que disponemos de una capacidad de proceso de información infinita —dijo Michiko—. Puede haber toneladas de humanos posibles, pero el número es finito.
—Apenas.
—También hay un número finito de posibles estados de memoria. Con suficiente capacidad de almacenamiento, no sólo podrías reproducir a todo posible ser humano, sino también todos los posibles recuerdos que cada uno de ellos pudiera tener.
—Pero necesitas un humano simulado por cada estado de memoria —replicó Lloyd—. Uno en el que comí pizza la noche anterior... o al menos con recuerdos de haberlo hecho. Otro en el que comí hamburguesa. La progresión se repite hasta la náusea.
—Exacto. Pero Tipler dice que podrías reproducir a todos los humanos posibles que nunca existirían, y todos los posibles recuerdos que podrían llegar a tener, en grupos de diez a la diez a la veintitrés.
—Diez a la diez a la...
—Diez a la diez a la veintitrés.
—Eso es una locura —dijo Lloyd.
—Es una cantidad finita. Y todo podría reproducirse en un ordenador lo bastante avanzado.
—¿Y por qué iba nadie a hacer eso?
—Bueno, Tipler dice que el Punto Omega nos quiere, y que...
—¿Nos quiere?
—Deberías leer el libro; él hace que suene mucho más razonable.
—No tendrá que esforzarse mucho —respondió Lloyd con seriedad.
—Y recuerda que el paso del tiempo se frenará una vez el universo se acabe, si es que termina colapsándose en un big crunch.
—Ya sabes que casi todos los estudios indican que no será así. No hay suficiente masa, ni siquiera teniendo en cuenta la materia oscura, como para cerrar el universo.
Michiko siguió con su ataque.
—Pero si se colapsa, el tiempo se frenará de tal modo que parecerá que tarda una eternidad en hacerlo. Y eso significa que los humanos resucitados parecerán vivir para siempre: serán inmortales.
—Venga, hombre. Algún día, si tengo suerte, puede que me den el Nóbel, pero esa será toda la inmortalidad a la que nadie pueda aspirar.
—No según Tipler.
—¿Y te crees todo eso?
—Bueeeno, no del todo. Pero aun si dejas de lado su tono religioso, ¿no podrías imaginar un futuro muy, muy lejano en el que, no sé, en el que un estudiante aburrido decidiera simular a todo posible ser humano y todos los posibles estados de memoria?
—Supongo. Puede ser.
—En realidad, no necesita simular todos los estados posibles. Podría limitarse a coger uno aleatorio.
—Oh, ya veo. Y estás diciendo que lo que vimos, las visiones, no pertenecen al futuro de dentro de veintiún años, sino al de ese lejano experimento científico. Una simulación, una posible toma. Sólo uno de los infinitos, perdón, casi infinitos futuros posibles.
—¡Exacto!
Lloyd negó con la cabeza.
—Es difícil de tragar.
—¿Sí? ¿De verdad? ¿Es más difícil de tragar que la idea de que hemos visto el futuro, y que el futuro es inmutable, y que el conocimiento previo del mismo no nos permitirá impedir que se produzca? Venga ya: si tienes una visión que te dice que estarás en Mongolia dentro de veintiún años, lo único que tienes que hacer para anularla es no viajar allí. No estarás prediciendo que te verás obligado a ir allí contra tu voluntad, ¿no? Algo de voluntad tendremos.
Lloyd no quería alzar la voz. Estaba acostumbrado a discutir de ciencia con otras personas, pero no con Michiko. Incluso un debate intelectual tenía un componente personal.
—Si tu visión te muestra en Mongolia, allí terminarás. Sí, puede que hagas todo lo posible por no ir, pero así será, y en el momento parecerá algo natural. Sabes tan bien como yo que los humanos somos lamentables a la hora de cumplir nuestros deseos. Puedes prometer hoy que mañana te pondrás a dieta, y tener la intención de cumplirlo dentro de un mes, pero al final, sin parecer que carezcas de libre albedrío, terminarás para entonces con la dieta, y quizá mucho antes.
Michiko parecía preocupada.
—¿Crees que tengo que adelgazar? —Pero entonces sonrió—. Era una broma.
—Pero sabes lo que quiero decirte. No hay evidencia a corto plazo de que podamos evitar las cosas con simples actos de voluntad; ¿por qué deberíamos pensar que en un plazo de décadas mantendremos nuestra determinación?
—Porque tenemos que hacerlo —respondió Michiko, de nuevo inflamada—. Porque, si no lo hacemos, no habrá escapatoria. —Buscó su mirada—. ¿No lo ves? Tipler tiene que tener razón. Si no es así, debe de haber otra explicación. Ése no puede ser el futuro. No puede ser nuestro futuro.
Lloyd lanzó un suspiro. La amaba, pero... mierda, mierda, mierda. Se descubrió negando con la cabeza una y otra vez.
—No tengo más ganas que tú de estar en el futuro —dijo.
—Entonces no lo permitas —respondió Michiko, tomándole la mano y entrelazando sus respectivos dedos—. No lo permitas.