15

Michiko regresó aquella noche de Tokio. Si no parecía en paz, al menos no daba la impresión de ir a derrumbarse.

Lloyd, que había pasado la tarde en una nueva ronda de simulaciones informáticas, la recogió en el aeropuerto de Ginebra y condujo los doce kilómetros hasta su apartamento en St. Genis.

Entonces hicieron el amor, por primera vez en los cinco días desde el salto al futuro. Acababa de anochecer y las luces del cuarto estaban apagadas, pero se filtraba bastante luz a través de las cortinas. Lloyd siempre había sido más aventurero que ella, pero Michiko se ponía al día rápidamente. Quizá los gustos de él fueran al principio demasiado salvajes, demasiado occidentales para ella, pero aceptaba cada vez más sugerencias y él intentaba ser un amante atento. Pero aquella noche sólo cumplió: la postura del misionero, y nada más. Las sábanas solían terminar cubiertas de sudor cuando acababan, pero aquella vez estaban casi secas. En un lateral incluso seguían remetidas.

Lloyd descansaba tendido sobre la espalda, mirando el techo oscuro. Michiko estaba a su lado, con un brazo pálido sobre el pecho desnudo e hirsuto de él. Se mantuvieron en silencio largo rato, cada uno sumido en sus pensamientos.

Al fin, habló Michiko.

—En Tokio te vi en la CNN. ¿Crees de verdad que no tenemos libre albedrío?

Lloyd estaba sorprendido.

—Bueno —dijo al fin—, creemos tenerlo, lo que supongo que es lo mismo. Pero la inevitabilidad es una constante en muchísimos sistemas de creencias. Mira la Última Cena. Jesús le dijo a Pedro, fíjate, a Pedro, la roca sobre la que había dicho que se construiría su Iglesia, que renegaría de él tres veces. Pedro protestó diciendo que eso nunca sucedería, pero, por supuesto, así fue. Y Judas Iscariote, al que siempre he considerado una figura trágica, estaba destinado a entregar a Cristo a las autoridades, lo quisiera él o no. El concepto de tener un papel, un destino que cumplir, es mucho más antiguo que el del libre albedrío. —Hizo una pausa—. Sí, en realidad creo que el futuro es tan fijo como el pasado. Y, sin duda, el salto al futuro lo corrobora; si el futuro no fuera fijo, ¿cómo es posible que todo el mundo tuviera visiones de un porvenir coherente? ¿No serían distintas las imágenes? De hecho, ¿no sería imposible que nadie hubiera tenido una sola visión?

Michiko frunció el ceño.

—No lo sé. No estoy segura. ¿Qué sentido tiene seguir adelante si todo está ya prefijado?

Se mordió el labio inferior.

—El concepto del universo bloque es el único que tiene sentido en un mundo relativista —respondió Lloyd—. En realidad, no es más que relatividad a lo grande: la relatividad dice que ningún punto en el espacio es más importante que otro; no hay un marco o una referencia fija respecto a la que medir las demás posiciones. El universo bloque dice que ningún tiempo es más importante que otro; el «ahora» no es más que pura ilusión, y si no existe algo como el «ahora universal», si el futuro ya está escrito, entonces el libre albedrío, evidentemente, también es ilusorio.

—Yo no lo tengo tan claro —dijo Michiko—. Siento que tengo libre albedrío.

—¿Incluso después de esto? —respondió Lloyd. Su voz se aceró un tanto—. ¿Aun después del salto al futuro?

—Hay otras explicaciones para la versión coherente del futuro —respondió Michiko.

—Ah, ¿como cuáles?

—Como que no es más que un posible futuro, una tirada de dado. Si se pudiera reproducir el salto, veríamos un futuro totalmente distinto.

Lloyd negó con la cabeza, frotando el cabello contra la almohada.

—No. No, sólo hay un futuro, como sólo hay un pasado. Ninguna otra interpretación tiene sentido.

—Pero vivir sin libre albedrío...

—Pues así es, ¿de acuerdo? —saltó Lloyd—. Nada de libre albedrío. Nada de decisiones.

—Pero...

Nada de peros.

Michiko quedó en silencio. El pecho de Lloyd subía y bajaba rápidamente, y ella era capaz de oír sus latidos. Quedaron en silencio largo rato, antes de que Michiko respondiera:

—Ah.

Aun sin verlo, Michiko supo que Lloyd había enarcado las cejas, registrando de algún modo el movimiento de los músculos.

—Ya entiendo —dijo.

Lloyd estaba irritado, y su voz lo mostraba.

—¿Qué?

—Ya entiendo por qué te aferras así al futuro inmutable. Por qué crees que no existe la propia voluntad.

—¿Y por qué es?

—Por lo que sucedió. Por todos los que murieron, todos los heridos. —Hizo una pausa, como si esperara que él rellenara el resto. Cuando no lo hizo, siguió—. Si tuviéramos libre albedrío, tendrías que culparte por lo sucedido; tendrías que asumir la responsabilidad. Toda esa sangre estaría en tus manos. Pero si no es así, si no tenemos voluntad, no es culpa tuya. Que sera est. Cualquier cosa que será ya es. Apretaste el botón para empezar el experimento porque siempre lo has hecho y siempre lo harás; está congelado en el tiempo, como cualquier otro instante.

Lloyd no dijo nada. No había nada que añadir. Tenía razón, por supuesto. Sintió enrojecer sus mejillas.

¿Era tan triste? ¿Tan desesperado?

Nada en ninguna teoría física podía haber predicho el salto al futuro. Él no era un médico que no había actualizado sus conocimientos sobre efectos secundarios; no había obrado con irresponsabilidad. Nadie, ni Newton, ni Einstein ni Hawking, podían haber predicho el resultado del experimento del LHC.

No había hecho nada malo.

Nada.

Mas...

Mas hubiera dado lo que fuera para cambiar lo sucedido. Cualquier cosa.

Y sabía que si admitía sólo un instante la posibilidad de que algo podía haber cambiado, de que todo podía haber salido de otro modo, podría haber evitado todos los accidentes de coche y avión, las operaciones fallidas, las caídas por las escaleras, la muerte de la pequeña Tamiko; hubiera pasado el resto de su vida aplastado por la culpa de lo sucedido. Minkowski lo absolvía de todo.

Y necesitaba dicha absolución. La precisaba para seguir adelante, para recorrer su senda luminosa por el cubo sin sentirse torturado.

Los que deseaban creer que las visiones no mostraban el futuro real habían esperado que, de forma colectiva, fueran inconsistentes: que en la visión de uno el presidente fuera demócrata, mientras que en la de otro hubiera un republicano en el Despacho Oval. Que en una los coches voladores estuvieran por todas partes mientras que en otras todos los vehículos personales hubieran sido prohibidos, sustituidos por el transporte público. Que en una quizá los extraterrestres visitaran la Tierra, mientras que en otra descubríamos que estábamos solos.

Pero el Proyecto Mosaico de Michiko era un inmenso éxito, con más de cien mil mensajes diarios, todos combinados para mostrar un 2030 consistente, coherente, plausible, formado por las teselas que eran las visiones.

En 2017, a la edad de noventa y un años, Isabel II, Reina de Inglaterra, Escocia, Irlanda del Norte, Canadá, las Bahamas y otros muchos lugares, murió. Carlos, su hijo, en ese momento con sesenta y nueve años, estaba como un cencerro, y siguiendo las recomendaciones de sus consejeros decidió no ascender al trono. Guillermo, su hijo mayor, siguiente en la línea sucesoria, conmocionó al mundo al renunciar a la corona, llevando al Parlamento a declarar la disolución de la monarquía.

Quebec seguía siendo parte de Canadá; los secesionistas no eran ahora más que una pequeña, aunque siempre presente, minoría.

En 2019 Suráfrica terminó, por fin, los juicios por crímenes contra la Humanidad posteriores al Apartheid, con más de cinco mil condenados. El Presidente Desmond Tutu, de ochenta y ocho años, los indultó a todos en un acto, según dijo, que no era tanto cristiano como de paso de página.

Nadie había puesto todavía un pie en Marte; las primeras visiones que sugerían lo contrario resultaron ser simulaciones de realidad virtual en Disney World.

El presidente de los Estados Unidos era un afroamericano; al parecer, aún no había habido presidentas, aunque la Iglesia Católica ya ordenaba a las mujeres.

Cuba ya no era comunista; China era el último país que sostenía esa bandera, y su control sobre la población parecía tan férreo como en la actualidad. Su población había alcanzado casi los dos mil millones.

El agujero en la capa de ozono era muy importante; la gente usaba sombrero y gafas de sol, incluso en días nublados.

Los coches no volaban, pero podían levitar hasta dos metros sobre el suelo. Por una parte, las infraestructuras en carreteras se habían recortado drásticamente en casi todos los países. Los coches ya no necesitaban de una superficie lisa y dura; en algunas zonas incluso se desmantelaban los viales para construir cinturones verdes. Por otra parte, las carreteras que quedaban sufrían tan poco desgaste que apenas necesitaban mantenimiento.

Jesucristo no había regresado.

El sueño de la inteligencia artificial todavía no se había hecho realidad. Aunque abundaban los ordenadores parlantes, ninguno mostraba conciencia.

El esperma proseguía su degeneración en todo el mundo; en los países desarrollados la inseminación artificial estaba a la orden del día, y en Canadá, la Unión Europea e incluso los Estados Unidos estaba cubierta por los planes médicos públicos. En el Tercer Mundo la natalidad caía por primera vez en toda la historia.

El 6 de agosto de 2030, en el octogésimo quinto aniversario de la caída de la bomba de Hiroshima, se produjo en la ciudad una ceremonia que anunciaba la prohibición mundial del desarrollo de armas nucleares.

A pesar de la prohibición de su caza, para el 2030 las ballenas se habían extinguido. Más de cien se habían suicidado en 2022, encallando en playas de todo el mundo sin motivo conocido.

En una victoria global del sentido común, catorce de los principales periódicos estadounidenses decidieron de forma simultánea eliminar la sección de astrología, declarando que publicar tales majaderías no era consecuente con su propósito fundamental de comunicar la verdad.

En 2014 ó 2015 se halló una cura contra el SIDA. El número de muertos en todo el mundo por la plaga se estimaba en setenta y cinco millones, la misma cantidad que la Peste Negra había exterminado hacía setecientos años. La cura para el cáncer aún se resistía, pero casi todas las formas de diabetes podían diagnosticarse y corregirse ya en el útero.

La nanotecnología seguía sin ser viable.

George Lucas aún no había acabado las nueve partes de su épica La guerra de las galaxias.

Fumar estaba prohibido en todas las zonas públicas, incluso al aire libre, en los Estados Unidos y Canadá. Una coalición de países del Tercer Mundo había demandado a los Estados Unidos en el Tribunal Internacional de la Haya por promover de forma consciente el uso del tabaco en los países en desarrollo.

Bill Gates perdió su fortuna: las acciones de Microsoft se desplomaron en 2027 como respuesta a una nueva versión de la crisis del Año 2000. Los viejos programas de la empresa registraban las fechas como cadenas de treinta y dos bits representando el número de segundos pasados desde el 1 de enero de 1970, y a partir de 2027 no fueron capaces de almacenar más fechas. Los intentos de algunos empleados clave de Microsoft de deshacerse de sus acciones hundió aún más los precios. La compañía terminó por anunciar un Capítulo Once en 2029.

Los ingresos medios en los Estados Unidos parecían ser de ciento cincuenta y siete mil dólares anuales. Una barra de pan costaba cuatro dólares.

La película más taquillera de todos los tiempos era la nueva versión que en 2026 se había hecho de La guerra de los mundos.

El japonés era una asignatura obligatoria para todos los estudiantes de la Escuela de Empresariales de Harvard.

Los colores de moda en 2030 eran el amarillo pálido y el naranja oscuro. Las mujeres volvían a llevar el pelo largo.

Se criaba a rinocerontes en granjas por sus cuernos, que aún seguían alcanzando un gran valor en Oriente. Ya no estaban en peligro de extinción.

Matar gorilas en Zaire estaba castigado con la pena capital.

Donald Trump estaba construyendo una pirámide en el desierto de Nevada para alojar sus futuros restos. Cuando se terminara, sería diez metros más alta que la Gran Pirámide de Giza.

La Serie Mundial de 2029 sería ganada por los Volcanes de Honolulu.

Las islas turcas y Ciacos se unirían a Canadá en 2023 ó 2024.

Después de que las pruebas de ADN demostraran de forma concluyente que se había ejecutado a cien inocentes, los Estados Unidos abolieron la pena de muerte.

Pepsi había ganado la guerra de las colas.

Se produciría otro enorme desastre bursátil; aquellos que conocían el año del crack parecían guardarse la información.

Los Estados Unidos habían adoptado por fin el sistema métrico.

La India había establecido la primera base permanente en la Luna.

Se estaba librando una guerra entre Guatemala y Ecuador.

La población del mundo en 2030 era de once mil millones; cuatro mil millones habían nacido después de 2009, de modo que nunca tendrían visión.

Michiko y Lloyd cenaban en el apartamento del segundo, que había preparado raclette, queso fundido servido sobre patata cocida, un plato tradicional suizo que le gustaba mucho. Lo acompañaban con una botella de Blauburgunder; Lloyd nunca había bebido mucho, pero el vino corría por Europa, y estaba en la edad en la que un vaso o dos al día eran buenos para el corazón.

—Nunca lo sabremos con certeza, ¿no? —preguntó Michiko tras ingerir un trozo de patata—. Nunca sabremos quién era la mujer con la que estabas, o quién era el padre de mi hija.

—No, claro que sí. Tú seguramente conocerás quién es el padre dentro de trece o catorce años, antes de que nazca. Y yo reconoceré a la mujer cuando al fin me encuentre con ella, aunque sea varios años más joven que la de mi visión.

Michiko asintió, como si fuera obvio.

—Pero digo que no lo sabremos para cuando nos casemos —dijo con voz apagada.

—No. Es verdad.

Ella lanzó un suspiro.

—¿Qué quieres hacer?

Lloyd levantó la mirada de la mesa y la dirigió hacia Michiko. Sus labios estaban apretados, quizá porque intentaba que no temblaran. En su mano estaba el anillo de compromiso, mucho menos de lo que hubiera querido darle, aunque mucho más de lo que podía permitirse.

—No es justo —dijo—. Dios mío, hasta Elizabeth Taylor probablemente pensara que era «hasta que la muerte los separara» en cada uno de sus matrimonios; nadie debería casarse sabiendo que está destinado a fracasar.

Sabía que Michiko lo observaba, que trataba de encontrar sus ojos.

—¿Esa es tu decisión? ¿Quieres que anulemos la boda?

—Te quiero —respondió Lloyd al fin—. Ya lo sabes.

—Entonces ¿cuál es el problema?

¿Que cuál era el problema? ¿Era el divorcio lo que lo aterraba, un divorcio desagradable como el de sus padres? ¿Quién hubiera dicho que una cosa tan sencilla como dividir las pertenencias comunes pudiera convertirse en una guerra encarnizada, con crueles acusaciones de ambas partes? ¿Quién hubiera dicho que dos personas que se habían apretado el cinturón, habían ahorrado, se habían sacrificado año tras año para comprarse buenos regalos de Navidad como muestras de amor pudieran terminar usando sus zarpas legales para arrancarle esos regalos a la única persona en el mundo para la que significaban algo? ¿Quién hubiera pensado que una pareja que había dado a sus queridos hijos nombres con anagramas (Lloyd y Dolly) terminaría usando a esos mismos niños como peones, como armas?

—Lo siento, cariño —dijo al fin—. Me está matando, pero aún no sé qué quiero hacer.

—Tus padres reservaron hace mucho billetes para Ginebra, y mi madre igual —respondió Michiko—. Si no vamos a casarnos, tendremos que decírselo a la gente. Tienes que decidirte.

Lloyd pensó que ella no lo comprendía. No entendía que ya había tomado su decisión; que cualquier cosa que hiciera o hubiera hecho ya estaba descrita por toda la eternidad en el universo bloque. No tenía que tomar una decisión, sino revelar lo que siempre había sido.

Y por tanto...