SEXTO DÍA: DOMINGO 26 DE ABRIL DE 2009
Lloyd y Theo almorzaban juntos en la gran cafetería del centro de control del LHC. A su alrededor, otros físicos discutían teorías e interpretaciones sobre el salto al futuro; una prometedora idea sobre un supuesto fallo en uno de los imanes cuádruples había sido torpedeada hacía una hora. Se descubrió que el imán funcionaba bien; era el equipo de pruebas el que fallaba.
Lloyd tomaba una ensalada, y Theo un kebab que había preparado la noche anterior, calentada en el microondas.
—La gente parece llevarlo mejor de lo que imaginaba —dijo el canadiense. Las ventanas daban al patio del núcleo, donde las flores de la primavera mostraban su esplendor—. Toda la muerte, toda la destrucción... Pero la gente sale adelante, volviendo al trabajo y siguiendo con sus vidas.
Theo asintió.
—Esta mañana oí a un tipo en la radio. Decía que había habido muchas menos llamadas pidiendo consejo de las que se esperaban. En realidad, desde el salto al futuro, al parecer ha habido muchísimas cancelaciones de sesiones de terapia.
Lloyd enarcó las cejas.
—¿Por qué?
—Decía que por la catarsis. —Theo sonrió—. Te aseguro que el viejo Aristóteles sabía exactamente lo que decía: dale a la gente la posibilidad de purgar sus emociones y acabarán mucho más sanos. Tantos han perdido a seres queridos durante el salto que la explosión de angustia ha sido psicológicamente beneficiosa. El tipo de la radio decía que había pasado algo parecido hacía años, cuando murió la princesa Diana: durante meses se produjo un descenso mundial en las terapias. Por supuesto, la mayor catarsis se produjo en Inglaterra, pero justo tras la muerte de Lady Di, hasta el veinte por ciento de los americanos se sintió como si hubiera sufrido una pérdida personal. Por supuesto, no superas fácilmente la pérdida de una esposa o de un hijo, pero, ¿de un tío? ¿De un colega? Es una gran liberación.
—Pero si todo el mundo lo sufre...
—Ahí está el asunto. Mira: normalmente, si pierdes a alguien en un accidente, te quedas hecho polvo durante meses, o años... mientras todos los que te rodean refuerzan tu derecho a estar triste. «Tómate un tiempo», dicen. Todo el mundo te da apoyo emocional. Pero si todos los demás también han sufrido una pérdida, no existe ese efecto de muleta: no hay nadie que te apacigüe. No tienes más remedio que superarlo y volver al trabajo. Es como con los que sobreviven a la guerra: cualquier guerra es más devastadora en términos generales que una tragedia personal aislada, pero al acabar casi todos siguen con su vida. Todos sufrieron lo mismo, y tú debes hacer lo mismo: olvidarlo y seguir adelante. Al parecer, eso es lo que está sucediendo.
—No creo que Michiko supere nunca la pérdida de Tamiko.
Michiko llegaría esa noche de Japón.
—No, no, claro que no. No en el sentido en que deje de dolerle; pero seguirá con su vida; ¿qué otra cosa iba a hacer? En realidad, no tiene elección.
En ese momento, Franco della Robbia, un físico barbudo de mediana edad, apareció en su mesa con una bandeja.
—¿Os importa que me una?
Lloyd alzó la mirada.
—Hola, Franco. Claro que no.
Theo se desplazó un poco a la derecha y della Robbia se sentó.
—¿Sabes que te equivocas sobre Minkowski? —dijo el italiano, mirando a Lloyd—. Las visiones no pueden pertenecer al futuro real.
El canadiense pinchó en el plato de ensalada.
—¿Por qué?
—Bueno, vayamos a tu premisa. Dentro de veintiún años, tendré una conexión entre mi yo futuro y mi yo pasado. Es decir, mi yo pasado verá exactamente lo que el otro está haciendo. Puede que mi yo futuro no tenga una indicación de que la conexión ha comenzado, pero eso no importa; sabré al segundo cuándo comienza la conexión y cuándo termina. No sé qué apareció en tu visión, Lloyd, pero en la mía estaba en lo que creo Sorrento, sentado en una balconada sobre la Bahía de Nápoles. Muy bonito, muy agradable, pero no es lo que yo estaría haciendo el 23 de octubre de 2030 si supiera que estaría en contacto con mi yo pasado. Estaría en algún lugar totalmente libre de cualquier cosa que pudiera distraer la atención de mi yo pasado: una sala vacía, por ejemplo, o mirando a una pared desnuda. Y precisamente a las 19:21, hora de Greenwich de ese día, comenzaría a recitar hechos que quisiera que mi yo pasado conociera: «El 11 de marzo de 2012 tendrás cuidado cruzando la Via Colombo, o te tropezarás y te romperás una pierna». «En tu tiempo, las acciones de Bertelsmann se venden a cuarenta y dos euros, pero en 2030 valdrán seiscientos noventa, de modo que compra cuanto puedas para pagar la jubilación». «Aquí están los ganadores de la Copa del Mundo de todos los años entre el tuyo y el mío». Cosas así; lo tendría todo escrito en un papel y lo recitaría, metiendo toda la información posible en ese minuto y cuarenta y tres segundos. —El italiano se detuvo un instante—. El hecho de que nadie haya informado de una visión haciendo cosas así significa que lo que vimos no puede ser el futuro real de la línea temporal en la que nos encontramos.
Lloyd frunció el ceño.
—Puede que algunos sí lo hicieran. En realidad, el público sólo conoce el contenido de un diminuto porcentaje de los miles de millones de visiones sucedidas. Si yo fuera a darme a mí mismo información bursátil y no supiera que el futuro es inmutable, lo primero que le diría a mi yo pasado es: «No compartas esto con nadie más». Puede que aquellos que actuaran como sugieres simplemente no lo digan.
—Si sólo unas decenas hubieran experimentado las visiones —respondió della Robbia—, eso podría ser posible. ¿Pero con miles de millones? Alguno lo hubiera dicho. De hecho, estoy convencido de que prácticamente todo el mundo estaría comunicándose con sus yoes pasados.
Lloyd miró primero a Theo, después a della Robbia.
—No si supieran que era fútil; no si supieran que nada de lo que dijeran cambiaría las cosas que ya estaban totalmente fijadas.
—O puede que todos lo olvidaran —dijo Theo—. Puede que, entre ahora y el 2030, el recuerdo de las visiones se desvanezca. Los sueños se olvidan, por ejemplo. Puedes recordarlos al despertar, pero horas después no queda nada de ellos. Puede que las visiones se borren pasados veintiún años.
Della Robbia negó con la cabeza, comprensivo.
—Aunque así fuera, y no hay motivo alguno para pensar que así sea, todos los medios que han informado sobre las visiones sobrevivirían hasta el 2030. Todas las noticias, la cobertura de televisión, todas las cosas que la gente escribió en diarios y cartas a amigos... La psicología no es mi campo, y no debatiré sobre la naturaleza falible de la memoria. Pero la gente sabría lo que iba a suceder el 23 de octubre de 2030, y muchos intentarían comunicarse con su pasado.
—Un momento —dijo Theo. Enarcó las cejas—. ¡Un momento! —Lloyd y della Robbia se volvieron para mirarlo—. ¿No lo veis? Es la Ley de Niven.
—¿La qué? —preguntó Lloyd.
—¿Quién es Niven? —dijo el italiano.
—Un escritor de ciencia ficción norteamericano. Dijo que, en un universo en que el viaje temporal fuera posible, no se inventaría jamás ninguna máquina del tiempo. Incluso escribió una historia corta al respecto: un científico está construyendo una máquina del tiempo y, justo cuando termina, alza los ojos y ve el sol estallando en una supernova: el universo lo va a «apagar», antes que permitir las paradojas inherentes del viaje temporal.
—¿Y? —dijo Lloyd.
—De modo que comunicarte en el pasado es una forma de viaje temporal. Es enviar información atrás en el tiempo. Y aquellos que lo intentaran verían cómo el universo bloqueaba sus intentos; no con algo tan grandioso como volar el sol, pero sí limitándose a impedir que la comunicación funcione. —Paseó su mirada de Lloyd a della Robbia—. ¿No lo veis? Eso debe de ser lo que yo intentaba hacer en 2030, tratar de comunicarme con mi yo del pasado; de ese modo, terminé simplemente por no tener visión.
Lloyd trató de que su mirada pareciera amable.
—Las visiones de muchos otros parecen apoyar que en 2030 estarás muerto, Theo.
El griego abrió la boca para protestar, pero la cerró. Respondió un instante después.
—Tienes razón, tienes razón, lo siento.
Lloyd asintió; hasta entonces no había comprendido por completo lo duro que todo aquello debía de ser para Theo. Se giró hacia della Robbia.
—Bien, Franco: si las visiones no son de nuestro futuro, ¿qué es lo que muestran?
—Una línea temporal alternativa, por supuesto. Es completamente razonable, dada la IMM. —La Interpretación de Muchos Mundos de la física cuántica decía que, cada vez que un evento podía tomar dos destinos, en vez de tener que tomar uno u otro, tomaba ambos, cada uno en un universo separado—. Para ser exactos, las visiones muestran el universo que se desgajó de éste en el momento de vuestro experimento en el LHC; muestran el futuro tal y como es en un universo en el que el efecto del desplazamiento temporal no se produjo.
Pero Lloyd negaba con la cabeza.
—No me dirás que sigues creyendo en la IMM, ¿no? IT la desmonta.
Un argumento estándar a favor de la interpretación de los muchos mundos era el experimento del gato de Schrödinger; pon a un gato en una caja sellada con un frasco de veneno que tiene un cincuenta por ciento de probabilidades de activarse en el periodo de una hora. Al final de la hora, abre la caja y comprueba si el gato sigue vivo. Según la interpretación de Copenhague (la versión estándar de la mecánica cuántica), hasta que alguien mire dentro, el gato no está ni vivo ni muerto, sino en una superposición de ambos estados posibles; el acto de mirar, de observar, colapsa la función de onda, obligando al gato a decidir por uno de los dos resultados posibles. Excepto que, como la observación podría resolverse de dos maneras, lo que los defensores de la IMM sostenían era que, en realidad, el universo se dividía en el momento de la observación. Uno de ellos continuaría con el gato muerto, y el otro con él vivo.
A John G. Cramer, un físico que a menudo había trabajado en el CERN, pero que normalmente se encontraba en la Universidad de Washington en Seattle, no le gustaba el énfasis de la interpretación de Copenhague en el observador. En los años 80 propuso una explicación alternativa: IT, o Interpretación transaccional. Durante las dos décadas siguientes, IT se había hecho cada vez más popular entre los físicos.
Tomemos al indefenso gato de Schrödinger en el momento en que está encerrado en la caja, y el ojo del observador, que una hora más tarde comprueba el resultado. En IT, el gato envía una «oferta» en forma de onda física, que viaja adelante hacia el futuro y atrás hacia el pasado. Cuando la onda de oferta alcanza el ojo, éste envía una onda de «confirmación», que viaja hacia el pasado y hacia el futuro. Las ondas de oferta y confirmación se cancelan en todo el universo, salvo en la línea directa entre el gato y el ojo, donde se refuerzan, produciendo una transacción. Como el gato y el ojo se han comunicado a través del tiempo, no hay ambigüedad y no hay necesidad de frentes de onda colapsados: el gato existe dentro de la caja en el estado exacto en que al fin será observado. Además, no hay división del universo en dos; como la transacción cubre todo el periodo relevante, no hay necesidad de ramificarse: el ojo ve al gato como siempre estuvo, ya sea vivo o muerto.
—A ti te gustaría IT, sí —respondió della Robbia—. Destroza el libre albedrío. Cada fotón emitido sabe qué terminará por absorberlo.
—Por supuesto —dijo Lloyd—, admito que IT refuerza el concepto del universo bloque, pero es tu interpretación de muchos mundos la que acaba de verdad con el libre albedrío.
—¿Cómo puedes decir eso? —protestó della Robbia con una expresión de exasperación italiana.
—Entre los muchos mundos no hay jerarquía —respondió el otro—. Imagina que voy paseando y llego a un desdoblamiento del camino. Podía ir a la derecha o a la izquierda. ¿Cuál elijo?
—¡El que quieras! —saltó della Robbia—. Libre albedrío.
—Claro que no. Según IMM, elijo el que la otra versión de mí no eligió. Si él va a la derecha, yo tengo que ir a la izquierda; si yo voy a la derecha, él tiene que ir a la izquierda. Y sólo la arrogancia me llevaría a pensar que siempre es mi elección la que el universo acepta, y que las demás opciones son simplemente la alternativa que debía ser expresada en otro universo. La interpretación de muchos mundos da la ilusión de la elección, pero en realidad es por completo determinista.
Della Robbia se volvió hacia Theo, abriendo los brazos a modo de llamada al sentido común.
—¡Pero IT depende de ondas que viajan atrás en el tiempo!
Theo intervino con voz suave.
—Creo que ya hemos demostrado de forma abundante la realidad del viaje de la información atrás en el tiempo, Franco. Además, lo que Cramer decía en realidad es que la transacción se produce de forma atemporal, fuera del tiempo.
—Además —dijo Lloyd, calentándose ahora que tenía un aliado—, tu versión de lo que sucedió es la que requiere del viaje en el tiempo.
Della Robbia parecía aturdido.
—¿Qué? ¿Cómo? Las visiones simplemente muestran un universo paralelo.
—Cualquier universo IMM paralelo que pudiera existir, sin duda se movería en sincronía temporal con el nuestro: si pudieras verlo, lo que verías sería el hoy, el 26 de abril de 2009; de hecho, todo el concepto de computación cuántica depende de que los universos paralelos estén en total sincronía con el nuestro. Así que, si pudieras ver un universo paralelo, podrías ver uno en el que te hubieras sentado a comer con Michel Burr, y no con Theo y conmigo, pero seguiría siendo ahora. Lo que sugieres es sumar el contacto con universos paralelos con la visión del futuro; ya es bastante difícil aceptar una de esas ideas sin tener que tragarse también la otra, y...
Jake Horowitz había aparecido en la mesa.
—Siento interrumpir —dijo—, pero tienes una llamada, Theo. Dice que es sobre tu mensaje en Mosaico.
Theo se marchó a toda prisa, dejando su kebab a medio comer.
—Línea tres —dijo Jacob, que trataba de seguirlo.
Justo al lado del comedor había un despacho vacío, en el que Theo entró. La identificación de la llamada sólo decía «Fuera de zona». Levantó el auricular.
—Hola —dijo—. Soy Theo Procopides.
—Dios mío —dijo en inglés una voz de hombre al otro extremo de la línea—. Es raro... hablar con alguien que sabes que va a estar muerto.
Theo no tenía respuesta para aquello, de modo que se limitó a decir:
—¿Tiene información sobre mi asesinato?
—Sí, eso creo. En mi visión leía algo al respecto.
—¿Y qué decía?
El hombre le explicó todo cuando había leído. No había nuevos datos.
—¿Decía algo sobre supervivientes? —preguntó Theo.
—¿A qué se refiere? No fue un accidente de avión.
—No, no, no. Quiero decir sobre quién me sobrevivía, ya sabe, si tenía mujer o hijos.
—Ah, sí, déjeme a ver si recuerdo...
A ver si recuerdo. Su futuro era un mero incidente. A nadie le importaba de verdad. No era real, sólo algo sobre lo que un tipo había leído.
—Sí —dijo la voz—. Sí, dejará usted mujer y un hijo.
—¿Daba el periódico sus nombres?
El hombre resopló en el micrófono, como si estuviera pensando.
—El hijo era... Constantin, me parece.
Constantin. El nombre de su padre; sí, Theo siempre había pensado que podría ponerle el nombre a un niño.
—¿Y sobre su madre? ¿Mi mujer?
—Lo siento, no lo recuerdo.
—Inténtelo, por favor.
—No, lo siento. No lo recuerdo.
—¿Se sometería a hipnosis...?
—¿Está usted loco? No pienso hacer eso. Mire, le he llamado para ayudarle; suponía que le haría un gran favor, ¿sabe? Pensaba que estaría bien por mi parte, pero no voy a permitir que me hipnoticen, o que me llenen de drogas, o algo por el estilo.
—Pero mi mujer... mi viuda... Tengo que saber quién es.
—¿Por qué? Yo no sé con quién estaré casado dentro de veintiún años. ¿Por qué tiene que saberlo?
—Podría tener una pista sobre el motivo de mi asesinato.
—Bueno, supongo. Puede ser. Pero ya he hecho todo lo que podía por usted.
—¡Pero usted vio el nombre! ¡Lo sabe!
—Como le dije, no lo recuerdo. Lo siento.
—Por favor... le pagaré.
—Se lo digo en serio, por favor, no me acuerdo. Pero mire, si doy con ello, le volveré a llamar. No puedo hacer más.
Theo se obligó a no protestar de nuevo. Apretó los labios y asintió solemne.
—Muy bien, se lo agradezco. Gracias por su tiempo. ¿Podría darme su nombre, para anotarlo?
—Lo siento. Como le dije, si recuerdo algo le llamaré.
La línea quedó muda.