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Resumen de prensa

En las Islas Filipinas se ha declarado un día de luto oficial por la muerte del Presidente Maurice Maung y de todos los filipinos fallecidos durante el salto al futuro.

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Un grupo denominado Coalición del 21 de abril está presionando al Congreso para aprobar la construcción de un monumento en Washington D.C. en honor de los estadounidenses muertos durante el salto al futuro. Proponen un gigantesco mosaico que muestre una visión de Times Square en Nueva York, tal como será en 2030 según el relato de los miles de personas cuyas visiones tuvieron lugar en la plaza. Habría una tesela por cada uno de los perecidos en el acontecimiento, cuyo nombre quedaría grabado en la misma con láser.

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Castle Rock Entertainment ha anunciado un retraso en el estreno de su esperado lanzamiento de verano, Catástrofe, hasta unas fechas más apropiadas.

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El sentimiento separatista en Quebec desciende bajo mínimos, según una encuesta de opinión de Maclean: «La supuesta certeza de que el Quebec seguirá formando parte de Canadá dentro de veintiún años ha provocado que muchos firmes separatistas hayan arrojado la toalla», observaba el editorial del periódico.

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Como medida de emergencia para que los médicos puedan encargarse de las secuelas del salto al futuro, la Agencia de Alimentación y Drogas de los Estados Unidos ha aprobado, por el plazo de un año, la venta sin prescripción médica de once antidepresivos hasta ahora controlados.

Aquella noche, Lloyd y Michiko volvieron a sentarse en el sofá del apartamento del primero, con una pila de informes y documentos de cinco centímetros encima de la mesilla. Michiko no había llorado ni una sola vez desde que volvieron a casa, pero Lloyd sabía que lo haría antes de dormir, como había ocurrido en las dos noches pasadas. Estaba tratando de hacer lo correcto: no quería evitar el asunto de Tamiko (sabía que eso era lo mismo que negar que hubiera existido), pero sólo lo trataría si Michiko la mencionaba.

Y, por supuesto, no quería ni oír hablar de la boda y las visiones, ni de todas las dudas que pasaban por sus mentes. Así se sentaban, apoyándola él cuando ella lo necesitaba, hablando de otras cosas.

—Gaston Béranger me leyó la cartilla sobre el papel de la ciencia hoy en día —dijo Lloyd—. Y, maldita sea, llegó a hacerme pensar que tenía razón. Hemos estado comportándonos de forma irresponsable. Hemos usado de forma deliberada palabras cargadas, haciendo que el público creyera que estábamos haciendo cosas, cuando no era así.

—Admito que no siempre hemos hecho un buen trabajo al presentar las verdades científicas al mundo —replicó Michiko—, p-pero si el CERN es responsable... si tú...

Si tú eres responsable...

Eso era sin duda lo que iba a decir antes de contenerse. Si eres responsable...

Sí, si él era responsable. Si su experimento, suyo y de Theo, hubiera sido responsable de toda aquella muerte, toda la destrucción, la muerte de Tamiko...

Se había prometido no entristecer jamás a Michiko, nunca comportarse con ella como había hecho Hiroshi. Pero si su experimento hubiera provocado, aunque fuera de forma involuntaria, de forma totalmente indirecta, la muerte de Tamiko, le habría hecho mucho más daño que la indiferencia y la negligencia de su primer marido.

Wolfgang Rusch parecía reluctante a hablar por teléfono, y Theo había decidido al fin viajar directamente a Alemania para hablar con él. Berlín sólo estaba a ochocientos setenta kilómetros de Ginebra. Podía conducir todo el día, pero decidió llamar primero a una agencia de viajes, por si acaso podía conseguir un viaje barato.

Resultó que había montones de viajes baratos.

Sí, se había producido una reducción en las flotas de todo el mundo; algunos aviones se habían estrellado, aunque la mayoría de los tres mil quinientos aparatos en vuelo durante el salto al futuro habían volado sin problemas con el piloto automático. Y sí, había un gran movimiento de personas que no tenían más remedio que viajar para resolver emergencias familiares.

Pero, según el agente, todos los demás se quedaban en casa. Cientos de miles de personas en todo el planeta se negaban a tomar sus vuelos. ¿Quién podía culparlos? Si el apagón se producía de nuevo, más aviones se estrellarían contra las autopistas. Swissair estaba suspendiendo todas las restricciones de viaje habituales: no era necesario realizar reserva, no había estancia mínima y otorgaba el cuádruple de los puntos de viaje normales, además de conceder asiento de Primera Clase a los que llegaran primero, sin coste adicional; otras líneas aéreas ofrecían tratos similares. Theo reservó un asiento y se encontró en Alemania menos de noventa minutos después. Había empleado bien el tiempo, ejecutando algunas simulaciones más de colisiones nucleares con el portátil.

Cuando llegó al apartamento de Rusch eran poco más de las ocho de la tarde.

—Gracias por dejarme hablar con usted —dijo Theo.

Rusch tenía unos treinta y cinco y era delgado, con el pelo rubio y los ojos del color del grafito. Se hizo a un lado para dejar entrar a Theo en el pequeño apartamento, pero no parecía feliz con la visita.

—Tengo que decirle —explicó en inglés— que no me gusta que haya venido. No es un buen momento para mí.

—¿Y eso?

—Perdí a mi mujer durante el... como lo llamen. La prensa alemana se refiere a ello como Der Zwischenfall, «el incidente». —Sacudió la cabeza—. A mí me parece del todo inapropiado.

—Lo lamento.

—Estaba aquí cuando sucedió. No tengo clase los martes.

—¿Clase?

—Soy profesor adjunto de Química. Pero mi mujer... murió cuando volvía del trabajo.

—Lo siento mucho —respondió Theo con sinceridad.

Rusch se encogió de hombros.

—Eso no me la devolverá.

Theo asintió, admitiéndolo. Pero le alegraba que Béranger hubiera impedido a Lloyd hacer pública la participación del CERN; dudaba de que Rusch hubiera hablado con él de conocer dicha relación.

—¿Cómo me encontró?

—Un aviso. Estoy recibiendo muchos. La gente parece intrigada por mi... mi búsqueda. Alguien me mandó un correo electrónico diciéndome que en la visión de usted veía la televisión, y que se daba la noticia de mi muerte.

—¿Quién?

—Uno de sus vecinos. No creo que importe cuál. —Theo no había prometido guardar el secreto, pero tampoco le parecía adecuado traicionar sus fuentes—. Por favor —dijo—, he tomado un avión desde muy lejos para hablar con usted. Debe de tener algo más que decirme que lo que me comentó por teléfono.

Rusch pareció ablandarse un tanto.

—Supongo que sí. Lo siento. No tiene ni idea de cuánto quería a mi mujer.

Theo observó la habitación. Había una fotografía en una estantería baja: Rusch, diez años más joven, con una guapa morena.

—¿Es ella? —preguntó.

Rusch miró como si su corazón le saliera del pecho, como si pensara que Theo señalaba a su mujer de verdad, milagrosamente resurrecta. Pero entonces sus ojos se posaron en la fotografía.

—Sí.

—Es muy guapa.

—Gracias —murmuró el alemán.

Theo aguardó unos instantes antes de continuar.

—He hablado con algunas personas que estaban leyendo periódicos o artículos en línea sobre mi... mi asesinato, pero usted es el primero que he encontrado que estuviera viendo la televisión. Por favor, ¿hay algo que pudiera decirme?

Rusch hizo por fin un gesto a Theo para que se sentara, lo que hizo, cerca de la fotografía de Frau Rusch. Sobre la mesilla había un cuenco lleno de uvas, probablemente una de las nuevas variedades genéticamente alteradas que permanecían suculentas aun sin refrigeración.

—No tengo mucho que contar —explicó Rusch—. Aunque, ahora que lo pienso, hay un detalle extraño. La información no estaba en alemán, sino en francés. No se emiten muchos informativos en francés en Alemania.

—¿Había subtítulos, o el logotipo de alguna cadena?

—Oh, puede ser, pero no presté atención a ellos.

—¿Reconoció al presentador?

—Presentadora. No, aunque era eficaz. Muy fresca. Pero no me sorprende que no la reconociera; debería de tener menos de treinta años, por lo que hoy en día contará menos de diez.

—¿Sobreimpusieron su nombre? Si pudiera localizarla hoy, en su visión, por supuesto, estaría dando la noticia, y puede que recordara algún detalle.

—La noticia estaba grabada. Mi visión comenzó dándole hacia delante al vídeo; pero no usaba un control remoto. El aparato respondía a mi voz. Pero estaba pasando la imagen hacia delante. Y no era una cinta de vídeo, ya que el movimiento de la imagen era totalmente suave, sin nieve o manchas. —Hizo una pausa—. En cualquier caso, en cuanto apareció detrás de ella una foto de... bueno, de usted, aunque mayor, por supuesto, dejé de rebobinar y empecé a observar. Las palabras bajo la imagen decían «Un Savant tué», «muerte de un científico». Supongo que el titular me intrigó, ya sabe, pues yo mismo soy científico.

—¿Y vio toda la información?

—Así es.

Un pensamiento cruzó por la cabeza de Theo. Si Rusch había visto toda la noticia, es que duraba menos de dos minutos. Por supuesto, tres minutos eran una eternidad en la televisión, pero...

Pero toda su vida despachada en menos de un minuto y cuarenta y tres segundos...

—¿Qué decía la reportera? Cualquier cosa que recuerde podría ser de ayuda.

—En realidad, no recuerdo mucho. Mi yo futuro se sentía intrigado, pero supongo que yo estaba aterrado. Es decir, ¿qué demonios estaba ocurriendo? Estaba sentado en la cocina, ahí, bebiendo café y leyendo trabajos de los alumnos, y de repente todo cambió. Lo último que me interesaba era prestar atención a los detalles de una noticia sobre alguien a quien no conocía.

—Entiendo que debe de ser muy confuso —dijo Theo, pero al no haber tenido una visión, Rusch sospechaba que no era así—. No obstante, como le dije, cualquier detalle podría ser de ayuda.

—Bueno, la mujer decía que era usted científico. Físico, creo. ¿Es así?

—Sí.

—Y dijo que tenía usted, que tendrá usted, cuarenta y ocho años.

Theo asintió.

—Y que lo dispararon.

—¿Decía donde?

—Ah... en el pecho, creo.

—No, no, dónde fui disparado, en qué ciudad.

—Me temo que no.

—¿Quizá el CERN?

—Decía que trabajaba usted en el CERN, pero... no recuerdo que dijera dónde murió. Lo siento.

—¿Mencionó un estadio deportivo? ¿Un combate de boxeo?

Rusch pareció sorprendido por la pregunta.

—No.

—¿Recuerda algo más?

—Me temo que no.

—¿Cuál era la noticia que iba antes que la mía? —No sabía por qué había hecho aquella pregunta; puede que para ver dónde lo habían encajado.

—Lo lamento, pero no lo sé. No pude ver el resto del informativo. Cuando su noticia acabó apareció un anuncio... de una compañía que te dejaba hacer niños de diseño. Aquello me fascinó, al yo de 2009, es decir, pero el de 2030 no parecía nada interesado. Simplemente apagó el... bueno, no era un televisor, claro; era una pantalla plana colgada. Pero la apagó. Dijo la palabra «Apagado» y se quedó oscura, ya está; sin fundido, ni nada. Entonces, él... yo... nos giramos y... supongo que estaba en la habitación de un hotel; había dos camas grandes. Fui a tumbarme en una de ellas, que tenía sábanas y mantas. Pasé el resto del tiempo contemplando el techo, hasta que la visión terminó y me vi de nuevo en la mesa de la cocina. —Hizo una pausa—. Tenía un golpe en la frente, claro. Me había caído de bruces al comenzar la visión. Y también me derramé el café sobre la mano; debí de tirar la taza cuando me caí hacia delante. Tuve suerte de que no fuera una quemadura grave. Me llevó un tiempo recobrar el sentido. Y entonces descubrí que todos los del edificio habían tenido una especie de alucinación. Después traté de llamar a mi mujer, sólo para descubrir que... que... —tragó con dificultad—. Tardaron un tiempo en dar con ella, o, al menos, en contactar conmigo. Estaba subiendo por unas escaleras empinadas, saliendo del metro. Casi había llegado arriba, según los que lo vieron, pero quedó inconsciente y cayó hacia atrás, sesenta o setenta escalones. Se rompió el cuello.

—Dios mío —dijo Theo—. Lo siento.

Rusch asintió esta vez, aceptando el comentario.

No había más que decir, y además Theo tenía que volver al aeropuerto. No quería cargar con el coste de un hotel en Berlín.

—Muchas gracias por su tiempo —dijo Theo. Buscó en el bolsillo y sacó la caja en la que guardaba las tarjetas—. Si recuerda algo más que piense que podría serme útil, le agradecería que me llamara o me enviara un correo electrónico. —Le entregó una tarjeta.

El hombre la tomó, pero ni siquiera le echó un vistazo. Theo se marchó.

Lloyd volvió al despacho de Gaston Béranger al día siguiente. Aquella vez el viaje fue aún más lento, ya que sufrió la emboscada de un grupo de la teoría del campo unificado que se dirigía al centro de computación. Cuando al fin llegó a su destino, Lloyd se dirigió al director general.

—Lo siento, Gaston. Puedes tratar de impedírmelo si quieres, pero voy a hacerlo público.

—Creo que dejé bien claro...

Tenemos que hacerlo público. Mira, acabo de hablar con Theo. ¿Sabes que ayer estuvo en Alemania?

—No puedo estar al tanto de las idas y venidas de tres mil empleados.

—Fue a Alemania sin más problemas, y con un billete barato. ¿Y por qué? Porque la gente tiene miedo de volar. Todo el mundo sigue paralizado, Gaston. Todo el mundo tiene miedo de que el desplazamiento temporal vaya a suceder otra vez. Mira los periódicos, la televisión, si no me crees; yo ya lo he hecho. Se evitan los deportes, sólo se conduce cuando es absolutamente necesario y no salen vuelos. Es como... como si estuvieran esperando a que cayera el otro pie —Lloyd pensó otra vez en el anuncio de que su padre se marchaba—. Pero no va a suceder, ¿no? Mientras no repitamos lo que hicimos aquí, no hay modo de que se repita el desplazamiento. No podemos tener al mundo expectante. Ya hemos hecho bastante daño. No podemos dejar que la gente tenga miedo de seguir adelante, de intentar volver a sus antiguas vidas, si es que es posible.

Béranger pareció pensar en todo aquello.

—Vamos, Gaston, alguien lo filtrará antes o después.

Béranger exhaló.

—Ya lo sé. ¿Crees que no? No quiero obstruir nada, pero tenemos que pensar en las consecuencias, en las ramificaciones legales...

—Seguro que será mucho mejor si damos el paso por propia voluntad, en vez de esperar a que alguien nos delate.

Béranger miró el techo durante un tiempo.

—Sé que no te gusto —dijo, sin mirar a Lloyd a los ojos. Éste abrió la boca para protestar, pero Béranger alzó una mano—. No te molestes en negarlo. Nunca nos hemos llevado bien; nunca hemos sido amigos. En parte es natural, por supuesto, puedes verlo en todos los laboratorios del mundo. Los científicos creen que los administradores no hacen más que zancadillearlos. Los administradores actúan como si los científicos fueran una molestia, y no el corazón y el alma de la instalación. Pero va más allá, ¿no? Sin importar nuestros respectivos trabajos, yo no te gustaría. Nunca me había parado a pensar en cosas así. Siempre supe que habría gente a la que le gustara y gente a la que no, pero nunca pensé en que pudiera ser culpa mía. —Se detuvo un instante y se encogió de hombros—. Pero puede que así sea. Nunca te he contado lo que vi en mi visión... y no lo voy a hacer ahora. Pero me hizo pensar. Puede que haya estado luchando demasiado. ¿Crees que deberíamos dar una conferencia de prensa? No tengo ni la menor idea de si es lo correcto. Tampoco sé si ocultarlo es lo adecuado. —Hizo una breve pausa—. Por cierto, hemos dado con una paralela... algo que dar a la prensa si se filtra todo, una analogía para demostrar por qué no somos culpables.

Lloyd enarcó las cejas.

—El colapso del puente de los Estrechos de Tacoma —dijo Béranger.

Lloyd asintió. El 7 de noviembre de 1940, el pavimento del puente suspendido sobre los Estrechos de Tacoma, en Washington, había comenzado a vibrar. El puente entero no tardó en oscilar arriba y abajo, sacudiéndose, hasta que al fin se desplomó. Todos los estudiantes de Física en el instituto habían visto la película, y durante décadas recibieron la explicación más plausible: que quizá el viento había generado una resonancia natural con el puente, haciendo que éste ondulara.

No había duda de que los ingenieros debieron de haberlo previsto, decía la gente; después de todo, la resonancia era tan vieja como el diapasón. Pero aquella explicación era incorrecta: la resonancia requería gran precisión (de no ser así, cualquier cantante podría reventar una copa de cristal), y era imposible que un viento aleatorio la produjera. No, en 1990 se demostró que el puente de Tacoma se había desplomado debido a la naturaleza no lineal fundamental de los puentes en suspensión, un desarrollo de la teoría del caos, una rama de la ciencia que ni siquiera existía cuando se construyó el puente. Los ingenieros que lo diseñaron no eran culpables; no podían prever o prevenir el colapso con el conocimiento que tenían.

—Si sólo hubieran sido visiones —dijo Béranger—, sabes que no tendríamos que cubrirnos las espaldas; sospecho que la mayoría te daría las gracias. Pero hubo todos esos accidentes de coche, gente cayendo por las escaleras, etc. ¿Estás preparado para asumir la responsabilidad? Porque no seré yo quien soporte la caída, y tampoco el CERN. Cuando se llegue al fondo del asunto, por mucho que hablemos de Tacoma y de consecuencias imprevisibles, la gente seguirá queriendo una cabeza de turco humano, y sabes que serás tú, Lloyd. Era tu experimento.

El director general calló. Lloyd consideró sus palabras un tiempo antes de responder.

—Podré con ello.

Béranger asintió.

Bien. Convocaremos una rueda de prensa. —Miró por la ventana—. Supongo que ya es hora de aclarar el asunto.